Cuando uno tiende a infinito

Mirar por la ventanilla del coche hacia un destino más o menos lejano, en el silencio acentuado por el sonido sordo del motor, siempre me invita a meditar. El equipaje en el maletero y el no poder hacer nada, hacen irresistible esta invitación. Los paisajes cambiantes acompañan recuerdos, pensamientos, ilusiones… A veces me quedo en uno de ellos, y me recreo en él saltándome kilómetros de realidad. Entonces la sorpresa ante el nuevo paraje es mayor, porque no ha habido transiciones que me preparen para ello. De mi viaje a Málaga quiero rescatar uno de esos pensamientos. Tal vez una idea obvia, pero que en ese momento no me lo pareció. Atravesábamos un polígono industrial. Yo leía rápidamente los letreros y valoraba entretenida la calidad estética de los logos, carteles e incluso de las naves y recintos que mis ojos lograban alcanzar. Mientras, mi mente se preguntaba quién habría abierto aquel negocio, si habría empezado por eso o algo más pequeño; cuánta gente trabajaría en esas naves, hasta dónde llegarían los pedidos, cuántas de esas cosas formaban parte de mi realidad cotidiana; si yo sería capaz de hacer algo a mi vista tan complicado... Y entonces vi los postes de electricidad que alimentaban aquellas fábricas y el ciclón de preguntas derivó en un caos inabarcable ya. “Hora de volver a pensamientos más ligeros”, pensé...

| Macarena Navas Gasset (España) Macarena Navas Gasset (España)

Mirar por la ventanilla del coche hacia un destino más o menos lejano, en el silencio acentuado por el sonido sordo del motor, siempre me invita a meditar. El equipaje en el maletero y el no poder hacer nada, hacen irresistible esta invitación. Los paisajes cambiantes acompañan recuerdos, pensamientos, ilusiones… A veces me quedo en uno de ellos, y me recreo en él saltándome kilómetros de realidad. Entonces la sorpresa ante el nuevo paraje es mayor, porque no ha habido transiciones que me preparen para ello.

De mi viaje a Málaga quiero rescatar uno de esos pensamientos. Tal vez una idea obvia, pero que en ese momento no me lo pareció. Atravesábamos un polígono industrial. Yo leía rápidamente los letreros y valoraba entretenida la calidad estética de los logos, carteles e incluso de las naves y recintos que mis ojos lograban alcanzar. Mientras, mi mente se preguntaba quién habría abierto aquel negocio, si habría empezado por eso o algo más pequeño; cuánta gente trabajaría en esas naves, hasta dónde llegarían los pedidos, cuántas de esas cosas formaban parte de mi realidad cotidiana; si yo sería capaz de hacer algo a mi vista tan complicado... Y entonces vi los postes de electricidad que alimentaban aquellas fábricas y el ciclón de preguntas derivó en un caos inabarcable ya. “Hora de volver a pensamientos más ligeros”, pensé...

En la resaca de tal lluvia de ideas, peleaban entre sí dos sensaciones contrapuestas: riqueza y pobreza. La riqueza de la inmensidad de los paisajes, del alcance del ser humano, de la complejidad y diversidad de sus creaciones. Pobreza del paisaje desprotegido en manos del hombre, pobreza del hombre ante la inmensidad de la naturaleza, mi propia pobreza constatada por el vértigo, más que gozo, que sentía ante la, de repente, ajena humanidad.

En algún momento vino entonces a mí esa idea del Padre Kentenich, en la que señala la responsabilidad de todo schoenstatiano de encarnar en sí mismo los ideales de Schoenstatt, de tal forma que si en algún momento quedara un único schoenstatiano en el mundo, éste fuera capaz de refundar el movimiento en cualquier situación.

¡Qué gran verdad y que gran responsabilidad tenemos pues!

No creo que el Padre intuyera un nuevo diluvio universal, aunque muchas veces se refiriera a ello. Más bien sí, la necesidad de que cada uno se responsabilice de la herencia recibida. No podemos simplemente nutrirnos de ella, contemplarla como paisajes y perder el hilo de tal manera.

El paralelismo está forzado, lo sé. La esencia de la humanidad, que sería el equivalente a la esencia schoenstatiana, no conlleva saber de todo: de administración y dirección de empresas, logística, marketing, diseño, nuevas y viejas tecnologías… Si tras una catástrofe, unos pocos humanos quedaran solos en la Tierra, dudo mucho que se preocuparan demasiado de todas esas cosas. Pero ¿y si en ellos hubiera muerto lo verdaderamente importante: su capacidad de amar y comunicarse, sus ganas de vivir, su espiritualidad, su creatividad…? ¿Y si se hubieran convertido en meros consumidores, hedonistas y superficiales? ¿Y si nunca llegara esa catástrofe, pero en la Humanidad no quedara humano alguno? Sería casi peor, ¿no?

Urge que seamos responsablemente humanos, responsablemente cristianos y responsablemente aliados.

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