Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de marzo de 2020

Sábado 29 de febrero de 2020 | Carlos Padilla

I Domingo Cuaresma

Génesis 2,7-9;3,1-7; Romanos 5,12-19; Mateo 4,1-11

«En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre»

1 Marzo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«¿Cuáles son las tentaciones que más me turban? ¿Qué tentaciones tienen más poder sobre mí? Le pido a Jesús que me haga fuerte, para mantenerme firme ante el que quiere que me incline y le sirva»

La cuaresma es un tiempo para volver a lo esencial y dejar de lado lo accesorio. Quizás por eso me hacen la cruz al comenzar la cuaresma. Es el beso de Jesús que me recuerda a quien pertenezco, de quién soy. Me piden que me convierta y crea en el Evangelio. Es quizás lo más sencillo, lo más básico. Es lo esencial. Puede que sea lo más difícil. Porque mi corazón se resiste a la conversión y mi fe es tan débil. La ceniza me recuerda lo que soy y lo que estoy llamado a ser. Es una señal de muerte. Es lo que queda después del fuego. Son los restos de una vida que dejó de existir. Y al mismo tiempo, en palabras del Papa Francisco, sé que «estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida». Son cenizas que pueden llegar a ser fuego de nuevo, vida de nuevo, amor más hondo. Las cenizas son ese amor que quiere ser rescoldo, hogar, hoguera encendida en medio del mundo. Un fuego que caliente al que vive en el frío de la noche. Me recuerdan las cenizas al mismo tiempo mi débil condición humana. Soy de barro, soy sólo tierra, soy pecado, polvo del camino. Vengo del polvo y volveré a ser polvo, o ceniza. Volveré a no contar, a pasar al olvido. Sólo permaneceré en la memoria de los que en su corazón me guarden, me lleven, me recuerden y agradezcan por mi vida. Soy sólo ceniza que se lleva el viento y a menudo me creo tan importante, tan decisivo para cambiar este mundo inquieto. Soy pobre y frágil, desvalido en el mundo. Incapaz de trepar a las cumbres más altas, esas con las que sueño. No lo consigo. Esa ceniza inerte en mi frente. Esa ceniza que no me embellece, sino que me marca con una señal de muerte, de vida, es el beso del amor de Dios en este camino que comienzo. Antes hubo fuego, ahora quedan cenizas. Cuando me vaya quedarán las cenizas señalando el cielo, señal de la vida eterna. Las cenizas son el rescoldo de un abrazo de Dios. Besa Él mi pequeñez, mi condición, mi propia vocación, mi camino. Me besa y me dice que me quiere, que cree en mí. Por eso me gusta embellecerme con ceniza para no olvidar de dónde vengo y hacia dónde voy. Para no olvidarme de mi condición de hijo, de niño pobre, de vagabundo en busca de verdades. Para no olvidar que soy frágil y no poseo nada en propiedad. Para no olvidar el amor de Dios que se abaja sobre mi vida para decirme que me quiere con locura. Este camino en el desierto de la cuaresma comienza con un beso en forma de ceniza, un beso de Jesús en mi frente. Y me dice que me ama. El beso de Jesús es el beso del amor más grande, del amor que no olvida. Eso me da alegría y esperanza al comenzar estos días alegres, días de luz. Este beso me habla de vida eterna. Y me dice que no tema. Que nada malo va a pasarme incluso cuando esté pasando por lo peor que podía haber imaginado. Hoy Jesús me recuerda que necesito apoyarme en tres pilares para no perder la fuerza, para volver a lo esencial y dejar que mi corazón se convierta. Me pide que lleve una vida intensa de oración. Es tan superficial mi vida espiritual. Vivo en la superficie de las cosas. Me falta hondura, no logro el silencio. Deseo llevar una vida intensa con el Señor, con María. Una vida de descanso en Dios cuando siento que el mundo con su fuerza me lleva de un lado para otro. Quiero que este tiempo de cuaresma sea un tiempo de interioridad, de descanso en Dios, de paz en el alma. Al mismo tiempo me pide que cuide mi limosna. No ya esa que doy en un gesto generoso entregando lo que me sobra. La limosna es una actitud de vida. Es vivir volcado hacia los hombres. Vivir pensando en mi prójimo y no tanto en mí, en lo que yo necesito. Supone cambiar mi pregunta y mirar a los ojos del que necesita: «¿Qué quieres que haga por ti? ¿Qué necesitas? Para ser feliz, para que tu vida sea plena, para que te sientas acompañado en tu dolor». La limosna me descentra. Es Cristo que sufre en el pobre, en el que no tiene, en el que está solo, en el que me necesita. Dejo de dar solo lo que me sobra. Doy incluso de lo que necesito. Vivo pensando en los demás, cuidando sus vidas. Todos disponemos del mismo tiempo. Quiero ser generoso con el mío dándoselo al que más lo necesita. Por último, me pide Jesús al comenzar estos días de cuaresma que piense en el ayuno, pero que nadie lo note. Que ayune sin presumir, sin querer aparentar. Me fijo tanto en lo que reluce. Pero veo caras, apariencias, no corazones. Y Dios ve mi corazón y sabe la verdad que hay en él. Mi ayuno es la renuncia a aquello que en mi vida es un exceso. Las redes sociales, la vida disipada y superficial que llevo, las compras y gastos innecesarios. El ayuno me lleva a dejar de desperdiciar mi vida en cosas poco importantes. Ayunar de lo que no necesito para vivir. Quiero ver en qué tengo que ayunar. De qué cosas tengo que desprenderme. Puedo dejar de hacer aquello que no me ayuda a vivir para tener más tiempo para Dios, para los demás, para mí mismo. los tres pilares están unidos como dice S. Pedro Crisólogo: «El ayuno es el alma de la oración, la misericordia es lo que da vida al ayuno. Nadie intente separar estas cosas, pues son inseparables. El que sólo practica una de ellas, o no las practica simultáneamente, es como si nada hiciese. Por tanto, el que ora que ayune también, el que ayuna que practique la misericordia. Quien desea ser escuchado en sus oraciones que escuche él también a quien le pide, pues el que no cierra sus oídos a las peticiones del que le suplica abre los de Dios a sus propias peticiones. El que ayuna que procure entender el sentido del ayuno: que se haga sensible al hambre de los demás, si quiere que Dios sea sensible a la suya». Los tres van unidos. Se complementan, se necesitan. No se puede entender uno sin el otro. El ayuno me abre al hambre de los demás. La oración me vuelve atento al que me pide. La limosna me lleva a amar más a Dios en el que sufre.

Tengo una bendita costumbre metida en el alma: Me gusta organizar la vida. Tengo ese deseo de controlarlo todo para que nada se escape al control de mis manos, de mis deseos. Quiero organizar lo que va a suceder, pensar en el día de mañana, en la próxima semana. Todo calculado, todo medido, así la vida parece más segura. Incluso llego a aventurarme en años venideros, haciendo planes soñados, proyectándome, imaginando. Pienso en lo que me hará más feliz, en las decisiones que tendré que tomar cuando llegue el momento oportuno, en los pasos que habré de recorrer por caminos pensados ahora en el presente. Reconozco que me gustan más las certezas que las incertidumbres, para no sufrir tanto. En la película «Parásitos» decía el protagonista en un momento difícil de su vida: «No deberíamos hacer planes. Porque así nunca salen mal. Y si las cosas se escapan al control no importa, porque no teníamos planes previos». Pero a mí me gusta hacer planes. Me atan a la tierra. Me marcan un camino. Me dan seguridad y al mismo tiempo veo que me esclavizan. Vivir con planes me da calma, es cierto. Tengo un plan, pienso. Y un plan B, por si falla el primero. Así vivo seguro, tranquilo. Me ato a las certezas. Pensar en vivir sin un plan me quita la paz. ¿Qué voy a hacer yo sin planes? Vivir sin querer controlar me deja expuesto a los avatares del destino, al azar. Sin la posibilidad de elegir un camino alternativo cuando todo falle. ¿Es posible no hacer planes, no calcular los días que vienen, no pensar en el futuro queriendo organizarlo todo, no llenar mi agenda de compromisos para sentirme más seguro? Me gustan las certezas. Creo tener algunas certezas guardas en mi alma y repetidas en silencio casi como un mantra. Quiero creer que mañana me voy a levantar con salud. Guardo la certeza de que mañana seguirá siendo mío todo lo que forma parte de mi vida, en un perfecto orden. Tengo la certeza de creer que lo que poseo nadie me lo va a arrebatar nunca y va a permanecer siempre en mi poder. Creo tener estas certezas, pero en realidad no existen por más que me empeñe en que así sea. Un día amanece detrás del otro y pienso que es seguro que volverá a amanecer al día siguiente. Pero ni siquiera eso es seguro. Me imagino certezas para poder vivir seguro en mi presente incierto. Me vuelvo conservador porque no quiero que cambien las circunstancias que hoy me dan alegría y tranquilidad. No quiero perder a un ser querido. No quiero perder mi posición económica. No quiero quedarme sin mi hogar, sin mi trabajo. No quiero que fracasen mis planes. Quizá por ese miedo pretendo que todo en mi vida sean certezas y seguridades. Y busco controlar mis pasos. Pero una y otra vez veo que no es posible y, cuando a mi alrededor todo se vuelve incierto, ¿qué hago? Me angustio, vivo con stress, pierdo la paz. Vivo con ansiedad sentado ante un futuro incierto lleno de peligros. Mañana no sé si seguiré viviendo tal como he vivido hasta ahora. Surgen revueltas sociales, una crisis profunda asola mi entorno, enfermedades contagiosas, crisis económicas y de valores, impunidad ante el mal, una justicia que no parece justa. Temo perder lo que poseo en medio de aguas revueltas. Me da miedo perder la vida, la salud, la fama, el prestigio. Al mismo tiempo no sé si mañana me seguirán amando o si yo seguiré amando a los que hoy amo. El amor no parece seguro. Y las promesas tampoco. ¡Cuántas veces se incumplen! Nada está claro, no tengo muchas certezas en mi camino. No sé si mi vida durará un día o veinte años más. Este tipo de certezas no las poseo. Pero sí cuento con otras certezas. ¿Cuáles son las que sí permanecen en mi corazón? Pienso que la certeza que fundamenta mi vida es el amor de Dios. Lo he tocado. He percibido ese amor en mi historia sagrada muchas veces. En momentos de luz y de oscuridad. Cuando todo iba bien y cuando fracasaba. En esos momentos he notado su abrazo, sus palabras de ánimo. Es cierto que no cuento con la certeza de creer que mis planes saldrán adelante siempre. Pero sí estoy seguro de que Jesús va a estar conmigo pase lo que pase. Mi certeza es creer que hay un plan de amor escondido detrás de tanto odio y desamor aparentes. Detrás de tanta violencia y rabia, de tanta desunión y mentira. Todo lo que observo a mi alrededor me inquieta y surge el miedo. En medio de mi miedo mi certeza es pensar que mi vida en la tierra no acabará convertida en cenizas, sino que se extenderá en un futuro eterno en el que todo será más pleno. Mi certeza es pensar que estoy de paso en este mundo, aunque me aferre con uñas y dientes a la vida que se me regala. Mi certeza es creer que todo lo que hago bien o mal será acogido por un Dios que me quiere con locura. Mi certeza es pensar que cada vez que caiga podré volver a comenzar desde mis propias cenizas. Me faltan certezas para tener el control total. Pero me sobran estas certezas que fundamentan mi vida para vivir con paz. Por eso hoy, cuando vivo tiempos tan inciertos a mi alrededor, me arrodillo confiado ante Dios.

Me detengo a mirar a María. Sé que Ella vivió las mismas certezas e incertidumbres que yo vivo. Ella abrazó como niña su sí inmenso, imposible de sostener, al escuchar el deseo de Dios manifestado en labios del ángel. María se detuvo inquieta al preguntarse cómo sería posible lo que Dios le pedía. Abrazó su hágase en su corazón de niña dejándose hacer por Dios en medio de muchas incertidumbres. María tenía una certeza muy grande. Sabía que la sombra del Altísimo la cubriría en medio de sus miedos e inquietudes. No hizo planes, simplemente aprendió a abandonarse en el plan de amor que aún desconocía. Paso a paso, día a día. Aprendió a vivir el presente amando y sintiéndose amada. Aprendió a abrazar la voluntad de Dios que se encarnaba cada día para cada día. Aprendió a no querer controlar sus pasos ni los de su Hijo. Aprendió a amanecer cada mañana sin querer retenerlo todo. Aprendió a soltar el timón de su barca cuando temía perder todo lo que poseía. Y aprendió a abrazar con cariño el amor en el instante presente, sin temer nada más. Aprendió a vivir las incertidumbres con paz, sin temer tanto el futuro. Aprendió a ahondar en su corazón de hija buscando la seguridad en un amor eterno que había venido a habitar en su seno. Aprendió a ser esclava y no dueña, sierva y no poseedora de la verdad. Aprendió a ser niña y no adulta segura de sus certezas. Aprendió a confiar en que detrás de cada noche vuelve siempre a aparecer el día. Y detrás de cada tormenta en medio del lago, vuelven la paz y la calma. Ella no hizo planes. Se abrió a los planes de ese Dios que prometía cubrirla con su sombra y no dejar nunca de cuidar sus pasos. Esa promesa sostendría su vida. ¿Con esa promesa basta para caminar confiado? Creo que hace falta un milagro en mi corazón para ser capaz de vivir sin angustias y ansiedades, con paz muy dentro, cuando todo se tambalea en mi vida. Me cuesta aceptar los cambios de planes, esos planes trazados con esfuerzo. Me duele la incertidumbre de este tiempo que vivo. ¿Y si pierdo el control de mi propia vida? ¿Y si pierdo todo lo que hoy me da seguridad? A menudo las cosas van mal. Los planes que había trazado no resultan. Los sueños soñados en mi alma encuentran el silencio como respuesta. ¿Es posible seguir creyendo en un plan de amor de Dios para mi vida en medio de la incertidumbre y el desconcierto reinante? ¿Es más fuerte el amor que el odio? No lo parece. Es verdad que nadie me ha garantizado días de vida, ni éxitos en todas mis empresas. Y yo me empeño en hacer planes, en controlar las riendas de mi vida. Vana ilusión. María, turbada ante el Ángel, pronunció su Fiat: «Hágase en mí según tu palabra». Y se dejó hacer por esa mano de Dios que iba a cuidar sus días. No sabía cómo iba a dar a luz al Salvador. Ni cómo iba a cuidar sus pasos de niño. No sabía cómo iba a llegar la salvación. No conocía el poder de su propio Hijo, ni tampoco su impotencia. Desconocía el camino, la ruta a seguir. No sabía nada de cruces y coronas de espinas. Pero Ella, niña ante Dios, dijo que sí confiaba. ¿Y el miedo a perderlo todo? ¿El miedo a fallar, a no estar a la altura? ¿El miedo a fracasar como Madre de Dios? Me detengo ante María y la miro conmovido. Ella fue audaz, venció los miedos, se puso en camino. Lo primero que hizo fue ir a Ein Karém a visitar a su prima Isabel. Salió de su comodidad para servir a quien la requería. Eso me ayuda cuando vivo con angustia temiendo perderlo todo, cerrado en mi carne. Cuando me pregunto: ¿Qué voy a hacer si pierdo a mis seres queridos, si pierdo la fama, mi carrera, mi camino, mi hogar, mi tierra? ¿El miedo a quedarme sin nada puede paralizarme? María se puso en camino. Venció el miedo. Ese miedo tan humano que yo también poseo. Ese miedo que tantas veces me hace daño: «El miedo es un gran embustero. Te hace ver la realidad peor de lo que es»[1]. Brota en medio de mi fragilidad el deseo de ser feliz y pleno. De llegar sano y salvo a la meta. Pero ¿y si no lo consigo? Sé que la vida es muy corta. Y no conozco el futuro que me amenaza. La incertidumbre aprisiona mi alma. ¿Dónde descansan mi paz y mi esperanza? ¿Cómo puedo mantener la calma en medio de las olas que amenazan con hundir mi barca? Quiero vivir anclado en el cielo, en el corazón de Dios y el de María. Miro a María que siempre vivió anclada en Dios. Ella me sostiene en medio de mis dudas y temores para que siga poniéndome en camino. Para que no me esconda en mi cueva por miedo a perderlo todo. Estoy de paso, confío.

Me impresiona siempre cómo el Génesis relata el primer pecado. Trata de explicar cómo se produjo esa rotura con la que nazco, esa incapacidad que tengo desde que adquiero uso de razón, para no hacer el bien, lo que me propongo y ser fiel. Explica cómo el corazón humano no logra resistir la tentación, no como el de Jesús. Y me dice que la primera tentación, la más fuerte, es la de querer ser como Dios. Y es cierto, así lo siento yo: «La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: - ¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín? La mujer contestó a la serpiente: - Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: - No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis. La serpiente replicó a la mujer: - No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal». La serpiente le hace ver a Eva que pueden ser dioses si desobedecen, si hacen lo que se les antoja, si siguen sus caminos sin escuchar a Dios. ¿No es esa también mi tentación? Quiero ser como Dios. Dudo de su amor por mí. Si me amara, pienso, me daría más poderes. Y como me siento impotente, dudo de sus intenciones. No me ama tanto. Y yo quiero ser como Dios. No quiero sufrir necesidad. No quiero necesitar a nadie. Quiero ser autosuficiente. No quiero sufrir, porque detesto el dolor. Quiero saberlo todo, estar en todo, controlarlo todo. No quiero ni el tiempo ni el espacio como límites de mi cuerpo y de mi alma. No quiero el deterioro de mi vida, ni el mal que me hace daño. ¿Cuál es el fruto que más me atrae en mi deseo de ser como Dios? Son muchos frutos. Yo sé cuál es el mío. Sé cuál es la tentación a la que no me sé resistir, como le pasó a Eva: «Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos; y entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron». Peco yo y me creo Dios y convenzo a otros para que también pequen conmigo, para que sean colaboradores del mismo mal que yo elijo. Y mi pecado me hace sentir indigno. Elijo alejarme de ese Dios al que le he fallado. Es mi elección, mi camino. La tentación es grande. Tengo muchas tentaciones en mi vida. Algunas las resisto, otras son muy poderosas. Puede ser la tentación que me hace pensar que puedo vivir feliz sin Él, sin su amor, sin su presencia. Puedo ser libre y autónomo. Puedo vivir alejado de Él y de sus normas. Puedo hacer lo que quiero. Pero luego, cuando caigo y peco, me siento desnudo y vacío. Es la peor consecuencia de mi pecado. Percibo mi fragilidad, me doy cuenta de mi impotencia. No soy como Dios. Soy hombre débil e impotente. Estoy desnudo. Y un hombre desnudo necesita cubrirse con pudor. La consecuencia de mi pecado es la culpa, siempre que mi alma esté sana. Cuando me corrompo dejo de sentir hasta la misma culpa. Pero si tengo un corazón más o menos ordenado y noble, sí que siento que podía haberlo hecho todo mejor. Palpo mi pecado, mi fragilidad, mi caída y veo mi desnudez. Y pienso entonces que no soy digno de estar con Dios. Él no se va a abajar para mirarme, para abrazarme. Me alejo y me escondo para que no me mire con ojos de acusación. El pecado me aísla. Me lleva a mi cueva. La cueva del oprobio donde puedo vivir escondido. El pecado inicia una cadena de mal en mi vida. Se debilita mi voluntad y me veo descendiendo sin freno por los escalones que bajan a lo más hondo y me denigran. Esa escalera del mal en la que me siento el más indigno de los mortales. Porque yo en mi orgullo pensé que nunca iba a fallarle a Dios ni iba a incumplir sus órdenes. Yo no iba a hacer las cosas mal porque me sentía perfecto. El pecado me hiere en mi orgullo y al mismo tiempo me aísla del amor de los que me rodean. Pienso que ya no me merezco nada. Porque sigo creyendo que el amor se gana, se debe. Y si lo hago mal ya nadie me lo deberá. Esta visión tan equivocada del amor me lleva a la soledad y es cuna de nuevos pecados. Aislado, sin ayuda, no puedo salir del barro del pecado por mis propias fuerzas. Necesito la mano de Cristo que me salve y me eleve por encima de mi miseria. Decía el P. Kentenich: «Lo que la gracia de Dios regaló a la naturaleza y a la comunidad en el estado anterior al pecado original, es ahora una permanente tarea en la nueva redención, en la redención a través de Cristo, que nos devuelve la vida divina y la posibilidad de entrar en contacto con Dios»[2]. Jesús me devuelve la vida divina y me hace tocar el amor de Dios. La misericordia en la confesión es el mayor regalo que me hace Jesús. El perdón por todas mis faltas y pecados, sin condiciones. Soy un pecador amado. Me perdonan. Caigo y me levanto.

En Cuaresma la imagen del desierto aparece desde el primer momento: «En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre». Jesús fue llevado al desierto conducido por el Espíritu Santo. Fue llevado a la soledad para encontrar su camino. Me hace bien retirarme al desierto, huir del ruido, abandonar las tensiones y preocupaciones. Me cuesta mucho hacer silencio. Leía: «Sin el silencio Dios desaparece en medio del ruido. Y ese ruido se vuelve tanto más obsesivo cuanto más ausente se halla Dios. El mundo está perdido si no redescubre el silencio»[3]. Necesito el silencio para poder acallar las voces de mi corazón. Un silencio no sólo de palabras, sino más bien un silencio profundo, hondo, de contemplación. Quiero entender que sólo cuando callo y escucho las cosas van mejor. Dios parece gritar cuando antes me parecía que no me hablaba. Sin silencio me lleno de ruidos, de palabras inútiles, de voces, de gritos. Tiene el tiempo de Cuaresma mucho de silencio sagrado, de paz de desierto. Es una invitación a estar con Dios cuarenta días caminando por el desierto. Quiero ayunar de todos esos ruidos que forman parte de mi vivir diario. Hay tantas cosas que me sacan del centro de mi alma. El móvil, con todos sus mensajes e invitaciones a vivir volcado hacia fuera, es mi mayor enemigo, mi más poderosa tentación. Me saca de mi paz, de mi equilibrio. Evita que esté tranquilo ante el Señor. Tranquilo ante mis seres queridos. Mirando sus vidas, escuchando los gritos de su alma. Cien por cien atento a lo que sucede junto a mí. Necesito entonces cortar con todas esas esclavitudes que no me dejan estar presente allí donde estoy. Quiero dejar a un lado mi móvil, no contestar todos los mensajes con urgencia, no estar presente en todo momento en las de redes sociales, pendiente de lo que pasa en el mundo. Quiero ayunar de redes esta cuaresma cuando la vida me invita a estar todo el tiempo conectado, en guardia, atento, por si me necesitan en algún sitio, por si requieren mis palabras, mis consejos, mi ánimo alegre y despreocupado. No todo tiene que suceder de forma inmediata. Quiero ayunar de prisas, de la inmediatez. Quiero guardar silencio vaciándome de ruidos. Para poder guardar silencio me pongo en camino hacia el desierto. Por eso me gustan las palabras que leía el otro día: «Meditar es, fundamentalmente, sentarse en silencio, y sentarse en silencio es, fundamentalmente, observar los movimientos de la propia mente. Observar la mente es el camino. ¿Por qué? Porque mientras se observa, la mente no piensa. Así que fortalecer al observador es el modo para acabar con la tiranía de la mente, que es la que marca la distancia entre el mundo y yo»[4] . Quiero observar la vida, lo que me sucede en este instante presente. Tomo distancia para mirar lo que me rodea. Contemplo como un niño enamorado lo que fluye ante mis ojos. Dejo correr las aguas sin querer retenerlas. No quiero vivir corriendo de un lado para otro. Esa es la actitud de este tiempo. ¿Qué me pide Dios en esta Cuaresma? Quiero dejar de lado lo que me pesa y oscurece mi ánimo. Y dejar que el silencio de Dios invada el alma. Me detengo a observar mi vida, a contemplar lo que me sucede en el presente, en ese momento que me toca vivir. El aquí y el ahora. Quiero que esta Cuaresma sea una vuelta a mi interior, al mundo que Dios ha sembrado en mi corazón, al huerto sellado de mi alma. Quiero preguntarme qué tengo que dejar, qué tengo que hacer, qué tengo que callar. María me conduce de la mano hasta el desierto. Y se sienta conmigo, a mi lado. Ella es mi maestra en la oración. ¡Cuánto silencio había en su corazón de Madre! Ella supo callar para escuchar. Estar en silencio aguardando una llamada, una palabra. Y dijo que sí con paz en el alma. Esto es la Cuaresma. Me pongo en camino de su mano, en la fuerza del Espíritu. Me adentro en el desierto. Escucho las palabras del profeta Oseas 2, 14: «Yo la voy a seducir. La llevaré al desierto y le hablaré al corazón. Luego le devolveré sus viñas. Allí me responderá como en los días de su juventud». Dios me lleva al desierto a enamorarme de mi historia santa. Puede que mi amor se haya enfriado. Quiero que en esta Cuaresma vuelva a arder enamorado. Dios me busca, me persigue, me quiere con locura. Y no me deja solo. Viene hasta mi tienda a cambiar mi corazón. Viene al desierto de mi alma para hacerme sentir la persona más valiosa de este mundo.

En medio del desierto, del hambre, de la soledad, Jesús fue tentado. También en eso quiso parecerse a mí. Quiso ser como yo en todo menos en el pecado. Y ser tentado no es lo mismo que ser pecador. Yo peco cuando cedo a la tentación, cuando me dejo llevar por lo que me seduce y atrae no siendo un bien para mi vida. El demonio, como Dios, por eso es llamado mono de Dios, también seduce, embauca, convence, atrae, sugiere, propone. El demonio, que sí que existe, aunque tantas veces preferiría que fuera una invención mía, me lleva a su terreno. Se aprovecha de mi cansancio, de mi tristeza, de mi ansiedad, de mi estrés. Aprovecha mis momentos de debilidad para imponerse sobre mi voluntad y vencer con sus insinuaciones. Jesús padeció las tentaciones en el peor momento, cuando tenía hambre y sed, cuando no sabía bien los pasos que tenía que dar en su camino después del bautismo en el Jordán. Y temblaba ante un futuro abierto antes sus ojos, algo tan diferente a su vida en Nazaret. En ese momento apareció ante Él el demonio: «El tentador se le acercó y le dijo». Aparece para tentarle con bienes posibles. ¿De qué tengo hambre? De pan, de éxito, de gloria, de comodidad, de placeres, de bienestar. Tengo hambre de la eternidad, aunque no sepa cómo será posible. Quiero un poder que no acabe nunca, un amor que no pase, una vida que sea para siempre. Quiero que me sirvan y no vivir sirviendo. Quiero que me reconozcan y no vivir ignorado. Quiero que me amen y no ser odiado. Y el demonio mira a Jesús y lo tienta en lo más sagrado: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». Si de verdad es lo que es, hijo del Altísimo, que convierta una piedra en pan. Que recupere todos sus poderes. No es posible. Jesús ha renunciado a ser todopoderoso entre los hombres. Se ha sometido en el tiempo y en el espacio. Ha asumido mi carne. Y nunca hará milagros que le favorezcan. ¿No multiplicó un día los panes y los peces? Fue sólo para que creyeran en el amor infinito de Dios, para que se convirtieran. Ahora sería traicionar el sí dado al hombre. Dios asume toda mi condición humana. Mis límites, menos el pecado. El demonio lo tienta con ese poder que da ser Señor y no servidor de nadie: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: - Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras». Pero tampoco cede. No pone a Dios a prueba como hago yo tan a menudo. «Si me salvas de esto, te serviré. Si me curas, seré tu mejor apóstol. Si me devuelves el trabajo perdido, haré de mi vida un servicio grato a tus ojos». Mi amor es condicionado. El de Jesús no está condicionado por nada. El tentador sigue: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Todo será suyo si adora al demonio. Todo si el mismo Dios se postra ante Satán. Parece absurdo. No lo hace. Jesús no cede. No puede ceder, porque no está roto por dentro. No tiene esa separación que yo tengo entre mi deseo y mi voluntad, entre mi cabeza que lo ve todo claro y luego mis actos incoherentes. Jesús no cae en la tentación, como yo caigo. «No me dejes caer en la tentación», le suplico para que me oiga. Él que no cayó puede educarme para que no caiga. Al menos que no caiga con tanta frecuencia. Se lo pido. Sé que seré tentado. No importa. Lo que quiero es que en esos momentos de oscuridad y miedo venga Jesús en forma de Ángel para salvar mis pasos de la caída. O al menos que luego me levante, cubierto en mi sangre y me dé su amor. Hoy rezo en el salmo: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Yo caigo, Jesús no. Es cierto todo lo que dice: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». «No tentarás al Señor, tu Dios». «Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo darás culto». La palabra de Dios tiene más fuerza que la del demonio. No va a caer. No será vencido. Y el tentador tiene que irse mientras los ángeles lo sirven. Me impresiona su serenidad. Se sobrepone al hambre, al cansancio, a la soledad. Se sobrepone al agotamiento, no cae. Amo esa mirada de hijo confiado. Sabe que su Padre lo mira y protege desde el cielo y nunca lo va a dejar. Ya no teme. La tentación es vencida y Jesús sabe cuál es su camino. Será tentado más veces. Se mantendrá firme. Estas tentaciones se graban hoy en mi piel. ¿Cuáles son las tentaciones que más me turban y debilitan? ¿Qué tentaciones tienen más poder sobre mí? Le pido a Jesús que me haga más fuerte, más capaz de decir que no, para mantenerme erguido ante aquel que quiere que me incline y le sirva. Pido esa gracia, ese don. Quiero ser fiel.



[1] Marian Rojas Estapé, Cómo hacer que te pasen cosas buenas

[2] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[3] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[4] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

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