Homilía del padre Carlos Padilla - 1 de noviembre de 2020

Domingo 1 de noviembre de 2020 | Carlos Padilla

Día de todos los santos

Apocalipsis 7, 2-4. 9-14; 1 Juan 3, 1-3; Mateo 5, 1-12a

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra»

1 noviembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios prefiere una vida accidentada, pero llena de amor humilde, antes que una vida perfecta, llena de resentimiento. Siempre se alegra cuando busco en mi interior lo que desea de mí»

Hay personas que me miran, ven cómo vivo e interpretan mis actos. Veo cómo me juzgan, me aplauden o me condenan. Les gusta o no les gusta lo que digo, lo que hago. Me adulan o me insultan. Me elevan o me derriban. Tienen siempre claro cómo debería ir vestido, lo que debería decir en cada momento, o lo que debería hacer en cada situación. Saben si estoy haciendo lo correcto o estoy cometiendo un error. No sé cómo lo hacen pero lo tienen siempre claro. Analizan la realidad como un cirujano el cuerpo de su paciente, sabiendo dónde tiene que hacer la incisión. Ante ellos me veo desnudo, mi alma abierta, sin defensas. Reconozco que yo no miro la realidad así, ni a las personas. No soy capaz de emitir un juicio tan claro y saber con certeza dónde colocar a cada uno. Prefiero ser como soy y no vivir emitiendo juicios continuamente. Algunos lo esperan de mí, quieren que opine, que condene o apruebe, que tire la piedra o la guarde despacio. Pretenden que juzgue a partir de hechos, de apariencias, de palabras. Que interprete la realidad desde lo que observo y diga con fuerza mi veredicto. No me veo así. No sé si algo está suficientemente limpio, tampoco sé si está bien escrito. Si una vida es lo bastante ejemplar para ser digna de ser contada. Tal vez me falta precisión, exactitud, perfección en mi mirada y en mi juicio. Creo que la vida cambia con rapidez, y también las personas. No quiero juzgar a alguien por un solo hecho cometido en un momento determinado, en unas circunstancias que ignoro. No quiero destruir su imagen, o eliminar de mi memoria lo positivo que en él valoraba. No soy así, y tal vez peco de condescendiente. El corazón humano sigue pareciéndome un enigma. Y a veces se corre el riesgo de querer simplificarlo todo. Está mal, está bien y ya está. Pero hay matices, grises, claroscuros. No hay santos inmaculados. Ni pecadores sin remedio. No hay personas que siempre hacen lo correcto y otras que siempre se equivocan. No hay los perfectos y los imperfectos. Todos estamos en un mismo camino de sombras y de luces. Y en esa búsqueda del querer de Dios deambula mi vida. Así que no pretendo elegir siempre lo adecuado. Ni acertar en todos mis juicios. No sabré recordar siempre lo importante. No podré tratar a todos con delicadeza. Ni respetar sus sensibilidades, ni tener la palabra oportuna para cada momento, para cada persona. He optado por vivir sin tensión la vida. Quiero ser fiel a esa santidad de la que me habla el P. Kentenich: «La capacidad de percibir las insinuaciones interiores del Espíritu Santo y corresponder dócilmente a ellas»[1]. Insinuaciones sutiles. Un soplo del Espíritu en mi interior que me muestra tímidamente un camino entre sombras, entre malezas de un bosque. Quiero vivir sin temer el juicio de los que miran mi vida. Sin esperar caer bien a todos, sin querer agradar a los que me juzgan con palabras o silencios. No quiero la tensión de caminar sobre una cuerda floja mientras todos miran a ver si caigo. Decido hacer caso omiso de los que miran mi vida esperando a ver los fallos. Los tiene. Que los vean. Que conozcan mi debilidad. Que se rían de mis obsesiones. Que celebren mis caídas. Y juzguen bien o mal lo que digo o hago. Le pido a Dios la santa indiferencia de los santos que no buscaban la aprobación de los hombres sino la de Dios. Incluso yo no busco la de Dios. porque no creo en ese Dios juez que me está evaluando cada mañana a ver si doy la talla, si hago lo que Él desea, si me comporto como corresponde al camino elegido en mi alma. Creo en un Dios que me mira conmovido. Como esa madre que abraza a su hijo herido y desvalido. Creo en ese Padre que me espera a la puerta de su casa con gesto ansioso, anhelando mi pronto regreso. Creo en ese Dios que pasa por alto tantas cosas, porque para Él la perfección del amor consiste en amar sin reservas, sólo eso, pero con la torpeza propia de mi carne humana. Prefiere una vida accidentada, pero llena de amor humilde. Que una vida perfecta, llena de resentimiento contra los débiles. Así es Dios. Siempre se alegra cada vez que busco honestamente en mi interior lo que desea de mí.

Quiero alabar a Dios por todo lo que hace en mí. Me alegra tanto su abrazo cada día. Saber que me ama y está conmigo recorriendo los caminos. ¿Por qué en ocasiones no siento ese agradecimiento dentro de mí? Leía el otro día: «Gratitud es agradecer todo lo que recibimos. Nos abre a la gracia»[2]. Se me olvida agradecer, y, si soy honesto conmigo mismo, sólo puedo estar agradecido por todo lo que Dios me ha dado. Hacen eco en mí las palabras que le decía a Santa Teresita del Niño Jesús su confesor: «Agradezca a Dios lo que ha hecho por usted, porque si Él la abandonara, en vez de ser un angelito, llegaría a ser un pequeño demonio». ¡Ah!, no me costaba creerlo»[3]. Soy consciente de todo lo que le debo a Él, sin Él no soy nada. Pero a veces me siento turbado por mi debilidad, me escondo y tengo miedo. Dejo a Dios a un lado de mi vida para seguir mis caminos arbitrarios. No cuento con su amor, con su mano segura sobre la mía. Me alejo con miedo. Es mi pecado el que me vuelve egocéntrico. Me busco a mí mismo. Deseo tener éxito, ser el dueño de mi vida. Y cuando me rompo en mi interior me alejo temeroso de ese Dios al que digo amar. Quizás tengo una imagen falsa de Dios. Creo en un Dios que me vigila, me controla, me persigue. Hablo quizás mucho de Él, pero no me lo he encontrado nunca en el camino. Y me imagino entonces a un Dios que busca mi mal y quiere que caiga. El pecado cierra mi camino de hijo que busca a Dios. En medio de la suciedad de mi pecado no me siento digno. Miro la fealdad de mis faltas y me alejo avergonzado. Dios no me va a querer así, tal como vengo. Él no va a desear abrazarme estando yo tan sucio. Huelo mal, a podredumbre. No soy digno de su amor justo. Se me olvida mi condición de niño pecador y débil. No soy yo Dios aunque lo intento. Soy hombre, creado a su imagen y semejanza, sólo eso. Y yo quiero tener el control de todo, ser yo el que decide lo que hay que hacer y dónde hay que ir. Yo el que determina lo que se hace, lo que se deja a un lado. Yo el que consigue los logros. Quiero ser el que gobierna los días y marca la ruta a seguir. Tengo derecho a muchas cosas, el mundo me las debe, Dios mismo. Y así vivo, convencido. Todos me deben algo. Se me olvida el don de la vida, la gratuidad que he tocado con mis manos desde niño. Se me olvida que desde que nací sólo puedo dar gracias por el don de ser quien soy, de poder amar, abrazar, gritar, sonreír, vivir. Hoy escucho: «La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos». Quiero alabar a Dios por todo lo que ha hecho en mí. No quiero olvidar lo pequeño, lo evidente, lo que creo merecer. ¿Qué merezco? Sólo llamarme hijo de Dios y ni siquiera eso lo merezco, también es un don. La vida, la salud, el hogar, los alimentos, el amor que recibo, los logros que consigo. Todo es don. Alabar es un acto en el que todo mi ser se entrega en agradecimiento al Dios de mi vida. Lo alabo por estar caminando conmigo. Lo alabo por haberme rescatado en medio de mis luchas. Lo alabo por ser el Dios que construye mi vida. Lo alabo porque no sabría hacer nada más si no fuera por Él que vive en mi interior. Alabar es un grito sin forma que brota de mi alma. Es un canto de gratitud que no tiene estructura, ni se construye con palabras adecuadas. Es un murmullo, un grito sin armonía, un amor que se derrama en forma de río violento. Es cascada o mar en tempestad. Es viento o brisa suave. Es la forma torpe que tengo de expresar mi amor limitado a ese Dios que me ama de forma ilimitada. Sé que mi pecado me vuelve arisco. Mi falta de perdón me hace vivir en guerra con el mundo. Mi incapacidad para ser feliz me lleva a hacer de mi amargura un arma arrojadiza contra los que me odian. Mi corazón rígido y endurecido no percibe el bien, sólo ve la falta de bien, la ausencia de amor. Sólo percibe lo que los demás no hacen, sin valorar lo que hacen. No agradece por las cosas evidentes porque siempre espera más de la vida, de Dios, de los que dicen amarlo. El corazón desagradecido nunca es feliz. El corazón del niño siempre agradece, Mira la vida conmovido y alaba a Dios por estar en esa vida presente, actuando, amando. Me gusta esa mirada del niño que se siente tan pequeño ante Dios. Así quisiera ser yo cada mañana. Me levanto alabando a Dios por el día que me regala. Me levanto con la sonrisa en los labios saboreando el día con sus horas, el tiempo que disfruto. Los sueños que anidan en mi interior. No me siento en deuda, no siento que nadie esté en deuda conmigo. Alabo a Dios que me ha creado y me ha amado antes, mucho antes de que yo supiera que iba a ser feliz sólo si lo amaba. Dejo a un lado mi pecado. Dios lo ve y se conmueve ante mi desvalimiento. Y me ama sucio, sin dignidad, pobre y desprovisto de méritos. Y me quiere como lo más valioso de su vida. Sólo su amor de misericordia me salva.

No sé por qué me empeño tanto en hablar de honduras. Ya no sé si tengo ese corazón hondo con el que sueño. Un corazón profundo, como un pozo del que poder sacar agua cada vez que tengo sed. Pero pienso que la vida profunda es la que permanece con el paso del tiempo. Y las cosas que están en la superficie se las acaba llevando el viento, el agua, el frío o el olvido. El P. Kentenich se decía a sí mismo: «Tienes que llegar a ser pronto un hombre interior que halle en Dios su sostén y se halle a sí mismo»[4]. Me gustó ese deseo de su corazón joven. Un hombre interior, un hombre hondo, un hombre de raíces, un hombre con mundo propio. Así me siento yo a veces. Y en otras ocasiones me veo vacío y seco. Como un árbol sin hojas a punto de morir. Y luego me siento como un lago profundo donde corre una vida que yo mismo desconozco. O más bien siento que es parte de mí y me detengo a mirar por la ventana buscando caminos escondidos entre nubes, dentro y fuera de mí. Vivo en esa lucha por permanecer en casa, o por salir fuera de mí buscando descanso o diversión. Realmente me da miedo hacer siempre lo mismo volcado en el mundo. Temo esa rutina que se me pega a la piel, a los huesos, no dejándome caminar, volar más alto. Temo hacer lo de siempre, sin la pasión de antes. Me asusta repetir hábitos pegados en la superficie de mi ropa, sin tocar siquiera mi cuerpo. «El hábito no hace al monje», escucho desde pequeño. Haciéndome ver que lo importante es lo de dentro, lo que queda cuando todo pasa, lo que tiene raíz y permanece. Tengo claro que yo, como todos, también tiendo al reposo. En cuanto me despisto dejo de correr. La rutina se me enreda en los pies. Y me detengo a descansar sin estar cansado. Decido entonces vivir la vida con pasión, no me lo invento, busco en mi interior las ascuas aún calientes del anterior fuego, del de siempre. Y eso que el agua y el viento lograron apagar las llamas. La santidad que deseo no siempre la veo tan atractiva, agotado por la rutina de los días. Me despierta envidia la forma de vivir de los cristianos, cuando viven santamente. Surge el deseo de ser como ellos y me atrae esa paz que dibujan sus gestos. Y esa mansedumbre ante la ofensa y el odio. Me impresiona su tranquilidad para enfrentar las tormentas. Y envidio su alegría cuando lo normal sería estar triste. Sí, así se contagió el cristianismo, por envidia. Yo envidio a los que hacen de su rutina una pasión sagrada. A los que disfrutan cada día sin importar si hace sol o llueve y hace frío. Es como si vivieran entre los hombres con un pie ya en el cielo. Escribe el beato Carlo Acutis: «La eucaristía es mi autopista hacia el cielo. Mientras más Eucaristía recibamos, más seremos como Jesús, de modo que en la tierra tendremos un anticipo del cielo». Esa forma de mirar me impresiona. Cuanto más comulgue más feliz estaré. ¿Es eso cierto? En la hondura de mi alma clamo por un amor infinito que todo lo llene. Que colme mis vacíos y acompañe mis soledades. Un amor que me levante de mi miseria, de mi rutina vacía. Quiero ser egoísta. No siempre el egoísmo es negativo. Quiero retener a Dios en mi vida. Parece egoísmo, pero no lo es. Si lo tengo dentro podré darlo. Si me lleno de Él nunca más estaré vacío y podré llenar otras vidas. Una canción de Gonzalo Villaseca dice así: «Eres mi futuro, mi presente, Jesucristo. Mi horizonte sobre llanuras anheladas. Desde ayer eres mi amigo. Desde siempre. Contigo voy clavando pasos monte arriba, y cuando todo mi contorno se estremece eres Tú el amigo, y permaneces. Quiero ser tu amigo, Jesucristo, Yo quiero ser tu amigo: Que nunca jamás me doblegue la bajeza; Que no me venza la mentira y la tristeza. Quiero ser chispa de tu fuego Y gota de tu fuente. Y sal, y levadura, y simiente sembrada por tu mano». Deseo en mi corazón enamorado ser amigo de Jesús. Él llena mis ansias y colma los vacíos que tengo dentro. Calma los miedos que me atormentan y dibuja la paz en mi sonrisa. Ensancha con su luz mi horizonte. Necesito por egoísmo atarme al cuello de mi Amado. Y vencer las tentaciones que me abajan, dentro de la tierra, en el polvo de la derrota. Sueño con hacer de mi rutina de este tiempo que vivo algo sagrado. Encender el fuego del amor cada mañana de nuevo. Atardecer suplicando a Dios que venga a verme, a quedarse muy dentro de mi alma. Sólo si crezco hacia dentro permaneceré fiel en las tormentas de mi vida. Sólo si estoy anclado en un mar hondo no podrán llevarme lejos las corrientes de la tempestad. Miro confiado en mi interior buscando el descanso en Jesús, mi amigo. Quiero tenerle a Él como compañero de mi viaje, como peregrino atado a mi propia andadura. Quiero sostenerme en sus brazos y dejar que Él sostenga mis cansancios y mis miedos. Se alegra el corazón al pensar en sus manos encendiendo el fuego de mi alma. Y el horizonte se ensancha al mirar con sus ojos y me siento en paz, una paz muy honda que nada ni nadie me quita.

Estoy llamado a la santidad, eso no quiero olvidarlo. El otro día escuché una definición del P. Kentenich sobre santidad que me dio qué pensar: «Los santos no son más que la buena voluntad de los hombres canonizada»[5]. La buena voluntad llevada a los altares. Me gusta ese concepto. A veces pienso que los santos nunca yerran, no se cansan de hacer el bien, llegan a todo, cumplen con todo. Nunca están tristes ni pierden la paciencia. No caen en el orgullo en ningún momento. Jamás pecan de egoísmo ni de soberbia. Pienso que lo santos han de cumplir todas las normas. Amar siempre a Dios por encima de todo y con toda el alma. Respetar a sus hermanos amándolos por encima de sí mismos. Un concepto de santidad universal en el que nadie encaja, al menos nadie que conozca. Leo historias de santos y espero encontrar milagros, vidas ejemplares que yo no puedo imitar, actitudes perfectas. Espero de ellos la infalibilidad. Espero que no me fallen nunca y siempre estén a la altura en sus actitudes y comentarios de lo que se espera de ellos. Una vida ejemplar muy lejos de la mía, me siento tan imperfecto. Entonces es como si la santidad no tuviera que ver conmigo. Es algo reservado sólo para unos pocos desconocidos. Los miro de lejos, no conozco sus errores y no tengo acceso a su piel humana frágil y falible. Ese concepto de santidad que a veces me han transmitido me desconcierta. Me piden un amor perfecto que no poseo. Me piden un cumplimiento riguroso de todo y no llego. Y luego me dicen que sea santo imitando las vidas de esos santos lejanos e inmaculados. Yo no soy de esos. Por eso me gusta esa definición. Se canoniza mi buena voluntad, mi pobre deseo de hacer el bien, de llevar a Cristo encarnado en mi corazón tan débil y humano, tan impuro y frágil. Pienso que la santidad de cada uno es diferente. Escribe el beato Carlo Acutis: «Todas las personas nacen como originales pero muchas mueren como fotocopias». El santo no muere como una fotocopia de los demás. muere siendo fiel a sí mismo, a su misión única, a su carácter y temperamento. Fiel a la madera con la que Dios puede tallar en él una obra de arte. Fiel al barro con el que el Alfarero hace el mejor jarrón humano. Es Dios el que se hace fuerte en mi alma única. No quiere Dios fotocopias, esclavos de galera. Necesita hombres libres fieles a su originalidad. Me necesita fiel a mí mismo y luego Él hará el resto. Como hoy escucho: «¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!». La santidad no es el triunfo de la fuerza de voluntad del hombre. Es más bien el triunfo de Dios en mí, en mi alma, en mi vida pobre y limitada. Es Él quien ensancha mi universo, despeja las nubes, acrecienta el amor de mi alma y me hace capaz de cruzar mares revueltos en medio de la tempestad. Es Él quien sostiene mi vida para que se revista de su luz. El que aclara mis sombras y despeja mis dudas. Es Dios el que me sube a la altura de sus ojos para decirme muy quedo que me ama. Es Él quien respira dentro de mí y me enseña a pronunciar su nombre con voz temblorosa. Y no pretende que siempre diga lo correcto, lo haga todo bien y salve a todas las vidas perdidas que encuentro. Porque es Él quien salva y no yo. Es Él el que levanta al caído y no yo con mis débiles brazos. Es Él el que sostiene al pobre y perdido y no yo cuando me lleno de orgullo pretendiendo ser el salvador de todos. Hoy escucho en el salmo: «Esta es la generación que busca tu rostro, Señor». Yo busco su rostro. Yo quiero conocer a Jesús. Mi buena voluntad prevalece. Quiero llegar a las alturas. Tengo una voz en mi interior que me dice cómo tengo que vivir. La escucho. No me doblego a los moldes que el mundo me ofrece. Ni siquiera a los moldes que a veces la misma Iglesia parece ofrecerme. Quiero ser fiel a la misión que me confía Dios en medio de mi camino. Quiero ser ese niño que se levanta cada mañana dispuesto a tocar el cielo. Dispuesto a abrazar a ese Dios que me ama por encima de mis miserias y me quiere tal como me ha creado. Con mis talentos y defectos. Con mis grandezas y límites. Con mi barro va a hacer maravillas. Mi propia herida, esa provocada por otros o por mi propio pecado, va a ser una fuente de vida y luz para muchos. Porque es Dios el que da luz a mis actos, el que ilumina mi camino. Es Él en mí y yo dentro de Él, cubierto por su manto. Es su amor el que me da la fuerza. Comenta el P. Kentenich: «La historia de vida de los santos nos enseña que, por lo común, comenzaron a entregarse heroicamente a Dios cuando se creyeron y experimentaron tratados por Dios como la niña de sus ojos»[6]. La santidad no consiste en vivir en tensión por no saltarme ninguna norma, por respetar todas las señales, por vivir cumpliendo todo lo que me piden. La santidad no es un libro en perfecto estado, sin anotaciones en los márgenes, ni manchas, ni desperfectos. No es canonizado mi mérito, sino mi buena voluntad. Mi deseo por hacer el bien, mis ganas de dar la vida. El sueño de ser fiel hasta el fin de mis días. Mis ansias de amar a los demás y a Dios con toda mi alma, con todo mi ser.

Tienen las bienaventuranzas un poder que transforma la realidad. Hoy escucho a Jesús hablar desde lo alto del monte a una muchedumbre de la que formo parte: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Todos quieren ser felices. Yo también lo deseo con todas mis fuerzas. Quiero ser bienaventurado, bendito, feliz. Quiero ser tocado por Dios desde lo alto. Quiero tener una vida plena. Y tengo claro que una vida plena no depende de lo exterior, de lo que todos ven. Una vida aparentemente plena puede no serlo cuando escarbo suavemente levantando la piel. Y veo entonces lo que de verdad habita en el alma, una profunda insatisfacción, un gran vacío. No es oro todo lo que reluce. No está bien todo lo que parece estar en orden. Tampoco está mal lo que huele a fracaso. Es todo más complejo, más sutil o quizás más sencillo. Mi vida puede ser infeliz cuando yo decido que así lo sea. Puede ser plena cuando mi mirada la ve completa. Sé que todo sucede en lo más hondo de mi corazón. Bienaventurado yo cuando ría, cuando llore, cuando me persigan, cuando fracase. La bienaventuranza de Dios me dice que mi vida es perfecta siendo imperfecta. Me dice que la felicidad está dentro de mí, al alcance de mi mano, y no fuera. Que nadie puede quitarme un ápice de paz, ni de alegría. Nadie puede decidir cómo ha sido mi vida, cómo soy yo. Sólo yo tengo las riendas de mi vida. Puedo reír, puedo llorar, puedo amargarme, puedo ser feliz. El juicio de los demás no me condena, sólo el mío lo hace. Cuando no me perdono errores perdonables, cuando no acepto mis propias decisiones mal o bien tomadas, ya no lo sé. Soy yo el que echo por tierra todos mis sueños y hago fracasar mis ilusiones, llenándome de amargura. Comentaba Jesús Adrián Romero: «Miro mi historia y confieso que tengo muchas razones para ser feliz». Miro el pasado y veo una felicidad que supera mis expectativas. Tantos motivos para la alegría, para agradecer. Soy yo el que veo el vaso medio vacío o medio lleno, la vida medio fracasada o completamente feliz. Tiene mucho que ver la santidad con la felicidad, lo sé muy bien. El santo es un hombre feliz porque confía. Comenta Eduardo Punset: «La felicidad es la ausencia de miedo». El miedo desaparece cuando mi vida descansa en Dios y Él sostiene tranquilo el timón de mi bote. Es en Él en quien reposa la vida de los santos. En esos hombres de Dios, niños confiados, se hace realidad la paradoja de las bienaventuranzas. Lloro de compasión por el que sufre y soy feliz en mis lágrimas. Lloro por el amor perdido, por la ausencia de los seres amados, por el fracaso que no quería, y permanezco feliz, porque me sostiene Dios. Soy perseguido de forma injusta y fracaso habiéndolo intentado, me difaman e insultan, mancillando mi nombre, mi fama y soy feliz, porque de Dios dependo totalmente, y no del juicio de los hombres. Vivo en la incertidumbre de esta vida sin controlar nada y soy feliz, porque no tengo miedo a perder nada de lo que poseo, porque todo lo he puesto desde el comienzo en las manos de Dios. Y confío en su amor que me sostiene en medio del camino lleno de amenazas. No importa, sus manos me levantan antes de caer o después de haber caído. En momentos tan duros como los que hoy vivo mi felicidad no me la dan las noticias amenazantes que escucho con pavor, ni los mejores augurios. No descansa mi paz en lo que los hombres hacen, en las medidas que adoptan para evitar los contagios. No soy más feliz si me desconfinan, ni me amargo al ser confinado. Vivo en la paz que de Dios que me sostiene. Mi felicidad tiene que ver con mi forma de vivir en Él, arraigado. Soy bienaventurado si confío, porque el Reino es mío, me pertenece. Estoy hecho para el cielo, mientras dejo mi semilla en la tierra. Soy bienaventurado porque el amor de Dios sostiene mis pasos y me regala el poder caminar confiado. Nada temo porque todos mis miedos se los he entregado a Él y le he dicho que no se aparte de mí. Los santos no son perfectos, no lo hacen todo bien, simplemente se han despojado de muchas pretensiones. Y han aprendido a vivir pegados a Dios, anclados en su pecho, en su costado abierto, en la herida de su alma.

El mundo me ofrece otras bienaventuranzas. Me dice que seré feliz si tengo éxito, si estoy delgado, si soy atractivo. Me dice que coma sano, que cuide mi descanso, que busque momentos de paz apartándome de las personas tóxicas que me hacen daño. Me promete la felicidad si me marco objetivos altos y los logro. Bienaventurado seré si me mantengo joven sin importar la edad que tenga. Si consigo que muchos me sigan y me admiren, sin jamás criticar nada de lo que hago. Persigo una felicidad inestable y pasajera que el mundo me promete como una certeza si cumplo ciertas condiciones. Pero fallo y veo que no soy feliz. Mi plenitud cada día se pone a prueba. No está asegurada nunca porque es todo tan voluble y pasajero. Como lo es mi propio ánimo, tan cambiante. Esa felicidad que el mundo me promete se vuelve esquiva y desaparece rápidamente. Una contrariedad, un fracaso, algo inesperado. Cualquier cosa puede alterar los planes marcados. La felicidad de la que me habla Dios es otra. Es otro el camino, otra la actitud. El mismo F. W. Nietzsche comenta: «¡Hombres más expuestos al peligro, más fecundos, más felices! Porque el secreto para cultivar la existencia más fecunda y gozosa consiste en vivir en medio de peligros. ¡Construyan sus ciudades al pie del Vesubio!»[7]. los santos son hombres expuestos al peligro que viven tranquilos y confiados al pie de un volcán a punto de entrar en erupción. Hombres que se entregan a Dios en medio de los peligros que los acechan. Para vivir así en la dificultad hace falta un corazón que repose en Dios. Hoy escucho las palabras de S. Pablo: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro». Quiero ser como Él, asemejarme a Él en su pureza. Mi felicidad no depende de mis logros ni de todo lo que pueda conseguir con mi fortaleza. Quiero poner mi confianza en sus manos. Sólo Él puede conducir mis pasos y salvar mi vida. Esa certeza me sostiene, soy hijo de Dios. Y la santidad consiste en vivir como hijo de Dios, en vivir confiado haciendo lo que Dios quiere. Besando la cruz cuando duele y acariciando mi alma cuando ha sido herida. Esa confianza en Dios me permite sonreír en medio de momentos complicados. Cuando el futuro se vuelve incierto y temo que todo pueda salir mal. Me detengo a pensar en las bienaventuranzas que Jesús lanza al aire esperando que cambien mi corazón. Feliz seré cuando sea pobre y pequeño. Cuando no pueda con mi alma y sienta que fracaso en todo lo que me propongo. Feliz cuando mis lágrimas parezcan no servir para nada. Feliz cuando sea manso y no reaccione con violencia al ser agredido. Feliz cuando sea misericordioso incluso cuando conmigo hayan sido injustos. Feliz cuando tenga un corazón puro, que piensa siempre bien, que ve lo positivo y lo bueno de cada uno. Feliz cuando me persigan o insultan porque Dios no se desentenderá nunca de mis pasos. Feliz cuando entienda que no soy dueño de mi vida, porque esta le pertenece a Dios y yo solo soy su instrumento. Feliz cuando sepa sonreír en medio de los fracasos y las incertidumbres. El protagonista de una película decía: «Los errores no son lo que te limitan. Lo que te limitan son los miedos». Feliz cuando entregue mis miedos a Dios y siga caminando cada mañana con el corazón tranquilo, pacificado. Me alegra tanto esta felicidad que Dios me promete y me asegura. Nada temo porque pongo mi confianza en aquel que guarda mi vida y mis sueños en sus manos, mis deseos más profundos. Nada temo. Hoy quiero elegir esa bienaventuranza que tiene que ver conmigo, con mi vida en este momento. ¿Qué me pide Dios que haga ahora? Puedo ser más misericordioso, o más pacificador, o más puro, o más manso. Cada uno sabe la bienaventuranza que más toca su corazón. Pienso en la mía, la elijo. Quiero ser manso: «Bienaventurados los mansos». Una mansedumbre que viene de lo alto. Dios quiere que no me altere, que no me indigne, que no pierda la paz y la alegría. Quiere que sepa que estoy en sus manos. Él sabe mejor que nadie lo que me conviene. Sabe lo que puede hacer por mí si me entrego a Él y me dejo hacer. La santidad es un Fiat, no un sí decidido y activo. Es más bien un dejarse hacer, no un lograr méritos que justifiquen mi entrada en el cielo. El paraíso no me lo gano a base de buenas obras recogidas en la mochila de mi alma. Todo eso tiene un gran valor, porque va cambiando el mundo. Pero el cielo es misericordia, es don, es gracia. Igual que lograr que mi voluntad se asemeje a la de Dios y poder decir que soy puro como Él es puro, santo como Él es santo. Es esta santidad de andar por casa, cotidiana, sin un nombre importante la que Dios pone ante mis ojos. Quiere simplemente que me abrace a Jesús y no lo suelte nunca.

 

 



[1] J. Kentenich, Jornada 1928

[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[4] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, Una vida al pie del volcán

[5] J. Kentenich, Desafíos de nuestro tiempo

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[7] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, Una vida al pie del volcán

Comentarios
Total comentarios: 1
10/11/2020 - 13:42:27  
Gracias
Un verdadero tratado de espitualdad

John hitchman
Dubai
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