Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de mayo de 2020

Domingo 10 de mayo de 2020 | Carlos Padilla

V Domingo de Pascua

Hechos de los Apóstoles 6, 1-7; 1 Pedro 2, 4-9; Juan 14, 1-12

«Felipe le dice: - Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre»

10 mayo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús construye sobre mis derrotas. En las noches de mi alma aparece su rostro para iluminar mis pasos. Me da paz saber que nunca voy a caminar solo»

Tiene el viento siempre algún mensaje de eternidad. En mitad de la tormenta que atravieso vislumbro luces de estrellas. En medio de las nubes y la falta de luz. Como si todo de repente tuviera un valor distinto. Y las horas valieran más ahora o quizá menos, depende de mí, de lo que hago con ellas. Ya no sé bien si avanzo o retrocedo. Llevo en mi corazón una luz pintada, un cielo abierto. Para descubrir mundos nuevos a partir de lo viejo. Dentro de cada cruz hay un misterio encerrado, y una esperanza de vida para siempre. No sé muy bien lo que expresan estas estrellas que rompen la noche. No sé muy bien si tengo que cambiar todo o solo una parte de mí mismo para seguir viviendo. Al fin y al cabo, antes sólo sobrevivía en medio de mis prisas. No sé muy bien si saldré de esta igual que antes, o algo, eso espero, habrá cambiado para siempre. No quiero tomar decisiones precipitadas, cambiarlo todo, dejar lo de antes. Quizás es que ahora nada está tan claro. Puede que tampoco antes lo estuviera. No me queda más remedio que mirar al cielo con ojos de niño y ponerle un nombre a cada estrella. O buscar la mía, la de mis sueños. Y esperar muy quedo alguna señal propicia. Y confiar con la inocencia de los niños. Sé que si no confío viviré amargado el resto de mis días. Y es por eso por lo que me levanto dispuesto cada día a comerme el mundo. Aunque nada consiga, sino aumentar mi sonrisa. Y abrazar las nubes que se escapan nerviosas de mis brazos. Y levantar el aire provocando vientos nuevos que limpien el horizonte. Y abrazar tranquilo los árboles que me indican que todo necesita tener raíces muy hondas para seguir viviendo. Espero no perder nunca el equilibrio que ahora tengo. Y súbitamente comprendo que, así como en el árbol el tamaño del tronco tiene que corresponder con las raíces profundas. Para que no se tambalee en medio de las tormentas. Es así como debe ser mi alma en comparación con toda esa vida mía que se desparrama ante mis ojos. He decidido por eso cavar muy hondo cerca de la puerta de mi casa. O mejor dicho dentro de ella, que es lo que me toca. Y esperar confiado a que el tiempo pase y llegue el verano, o el otoño. No sé por qué tengo tantas ganas de volver al pasado cuando me duele el alma. ¿Acaso no son buenos los cambios en la vida que llevo? ¿Acaso todo esto no traerá algo bueno que me ayude a cambiar la mirada y el corazón? Eso espero. Pero tengo miedo del dolor. Me asusta sufrir más de lo necesario. Tiemblo ante lo desconocido cuando se derrumban todas mis seguridades. Mi salud, mi tierra, mis sueños, mis planes. A veces temo que pueda la oscuridad de la noche nublar mis ojos. Tengo claro que nacerá un nuevo día al irse las estrellas. He descubierto que de tanto excavar la tierra, mis manos se llenaron de heridas. Y no me importa tanto el dolor de ahora si pienso en un mañana mejor, más sano, más libre, más de Dios. Porque tal vez no era tan bueno lo que tenía antes. No era tan necesario, ni tan valioso, como yo mismo pensaba. Aunque es verdad, que muchos sueños se han roto dentro del alma. Y a veces navego perdido por un mar sin rumbo. Con las velas rajadas y el mástil roto. Y confío en que un viento lleno de esperanza, al azar quizá, o puede que providencialmente, me conduzca nervioso hacia un seguro puerto. No dudo de la vida que Dios me ha regalado en medio de mis muertes. Y sé que estando cerca de Él todo será más fácil. Y sonreiré a la vida seguro de que nada alterará sus planes. Llevo en el alma dentro el dolor de tantos. No sé cómo me caben tantos nombres y vidas. Solo sé que de repente empezaron entrando. Dejé la puerta abierta. Quizás fue solo un despiste y entraron de repente nombres, vidas y vínculos. Y el corazón amando, aprendió a ser amado. Qué curiosa la vida que me enseña sufriendo a comprender que todo ha valido la pena. Los días y las noches. Los meses ya pasados. Y ahora se detiene de pronto todo ante mis ojos, y comprendo que muchas cosas no son para siempre. La vida cambia y el corazón se queda anclado como roca muy dentro de mi alma. Sé que sueño tanto porque he amado mucho. Y sé que espero mucho sin exigirle nada a la vida que Dios me vaya dando.

Hoy es el día de las madres en Méjico. Me detengo a pensar en mi madre, en todas las madres. No hay un amor más grande, más desinteresado. Una madre no se olvida nunca de su hijo. No hay dolor más grande que perder al hijo de sus entrañas. Y siempre va a encontrar en su corazón una razón para seguir amándolo, aunque él se aleje y no la ame. Pienso en las madres que se entregan sin esperar nada. Confían después de haber sido engañadas. Se mantienen fieles en medio de infidelidades. Pienso en ese instinto maternal que brota con el hijo. Deseo de acoger, cuidar, educar. El deseo de darle al hijo todo lo que necesita. Pienso en mi madre. En su mirada profunda. En sus ojos de mar, tan hondos. En sus palabras llanas y sencillas. En su fidelidad heroica. En su serenidad, en su alegría. Pienso en sus pasos seguros. Y en su mirada comprensiva. Pienso en mis deseos de retenerla cada noche siendo niño. En mi anhelo de retenerla más tarde, cuando se adentraba en el cielo. Pienso en tantas madres que dan su vida en silencio. En las madres que no echan nada en cara. En las que no quieren controlar la vida de sus hijos. Pienso en esa generosidad ilimitada concentrada en un corazón finito. Agradezco su sí a la vida de sus entrañas. La aceptación de una vida dependiente entre sus brazos. Pienso en las madres que no han podido ser madres. Y en las que siendo madres nunca han sentido la maternidad muy dentro. Y pido por ellas. Agradezco el sí de tantas madres en medio de derrotas y fracasos. Miro a las madres que dejan soñar a sus hijos y elevar su vuelo. Y a las madres que se unen a sus esposos en la educación de los hijos confiando. Sabiendo que son de Dios, y no suyos. Pienso en las madres que educan niños para Dios. Niños confiados, inocentes, verdaderos, profundos. Niños que siempre descansen en el regazo de Dios como lo han hecho en el de sus madres. Comenta el P. Kentenich: «El niño ama al padre y a la madre por propio interés. Porque obtiene algo al hacerlo, porque satisface un instinto, aunque noblemente»[1]. El niño busca en sus padres ese interés sano de hijos. Porque van educando su corazón para la vida y llenándolo de abrazos, sonrisas, ternura y amor. Porque si no es así luego esos niños heridos le exigirán a la vida lo que no recibieron siendo pequeños. ¡Qué sano es poder amar y ser amado en esa época en el que el corazón virgen lo necesita tanto! Pienso agradecido en tantos niños que han tenido hogar en el que echar raíces. Hogar en el corazón de sus madres. Y en el alma la paz de sus padres. Sin saborear el rechazo o la indiferencia. ¡Cuánto duelen el olvido y el desprecio! Pienso en las madres que con su espíritu alegre han transformado la atmósfera de sus familias. En esta época de pandemia, en el que estoy más en casa, pienso en esas madres que hacen de su hogar un trocito de cielo. Pienso en las madres heridas, en las que abandonaron a sus hijos, en las que no supieron acoger al hijo rebelde, en las que no tuvieron fuerzas para ser fieles en su maternidad. Pido por ellas y por esos niños que perdieron su inocencia en el camino. Experimentaron tantas heridas que quedaron tocados para siempre. Pienso en esos niños que nunca pudieron ser niños confiados, alegres, traviesos, libres. Y en su corazón llevaron una herida profunda de desprecio y abandono. Pienso en esa niñez perdida que es tan difícil de recuperar más tarde. Pienso en tantos hijos abandonados, abusados, no queridos. Pienso en tantas madres que no supieron ser madres y abrazar a sus hijos. Pido por ellos y ellas. Agradezco en lo profundo de mi alma por las madres que se han dejado la vida cuidando la inocencia de sus hijos. En las que siempre estuvieron al pie de sus puertas. Esperando, cuidando la vida que un día nació en sus entrañas. Doy gracias a Dios por esa maternidad profunda, espiritual más que física. Y miro a los ojos de María. Ella es la Madre que acompaña mis pasos. Mi madre en el cielo y en la tierra. El espejo en el que veo proyectada a mi madre. Me uno al P. Kentenich en la oración que él le compuso a María: «Gracias por todo, Madre, todo te lo agradezco de corazón. Y quiero atarme a ti con un amor entrañable. ¡Qué hubiera sido de nosotros sin ti, sin tu cuidado maternal! Gracias porque nos salvaste en grandes necesidades; gracias porque con amor fiel nos encadenaste a ti. Quiero ofrecerte eterna gratitud y consagrarme a ti con indiviso amor». María es esa Madre fiel que no se desentiende de su hijo. No olvida mi nombre ni mis miedos. Acoge entre sus brazos mi debilidad. Y me dice continuamente que cree en mí, aunque yo no crea. Espera siempre mi regreso a casa. Pero no me lo exige, ni me recrimina si tardo. Simplemente está ahí, a mi lado, esperando. Aguardando mis pasos, para que no me pierda. Miro a María que llora mis caídas y le duelen tanto mis derrotas. Pero no me olvida nunca. Me sostiene cuando caigo agotado. Me alimenta moribundo. Y me eleva a lo alto del cielo, para que vuelva a confiar de nuevo. Y me muestra el rostro de su Hijo y en Él el rostro de mi Padre. Porque está en el alma de toda madre llevar a su hijo hasta su padre. Y así el amor será completo. Un amor de padre y madre. Un amor que salva la inocencia de mi alma.

No quiero vivir hibernando, esperando a ver si pasa la tormenta y todo vuelve a ser como antes. No quiero vivir escondido en mi gruta, soñando con la primavera. No quiero vivir entre nubes añorando el sol del verano. Llevo prendidos en el alma la luz de un nuevo día, todos los sueños imposibles que he soñado algún día y un agua pura que me limpia por dentro. No quiero vivir centrado en mí en medio de tantos dolores ajenos, pensando sólo en lo que a mí me falta, sería muy triste vivir así muriendo. Siento que este viento ha barrido todo lo que era seguro y se ha llevado tanta contaminación del mundo, de mi alma. Y ahora me arrodillo conmovido ante Dios con las manos vacías y el alma inquieta. He dejado a un lado tantas preocupaciones absurdas de antes, tantos miedos infantiles que carcomían el alma, tantos deseos de mundo que me agotaban por dentro. Quizás mis seguridades estaban puestas en el lugar equivocado. Tengo ahora el corazón nuevo, no sé muy bien cómo. Vivo agradecido al mismo tiempo que lloro las ausencias y me duele todo por dentro. Comenta el P. Kentenich: «¡Cómo se fortalecerá entonces nuestra fineza de alma si aguzamos el sentido para los dones de Dios y para el agradecimiento! ¡Que te demos gracias con cada respiración!»[2]. Quiero vivir agradecido, con el corazón en paz. Veo que la vida me ha dado mucho más de lo que merezco y me ha quitado tal vez lo que no era tan necesario, o lo que no me permitía volar más alto. Sé que no merezco nada, todo es un don, lo asumo, soy sólo un niño. Agradezco conmovido todo lo que me ha ocurrido. «Dad gracias al Señor con la cítara», he rezado hoy. ¿Es posible darle gracias al cielo con lo que está pasando? He llegado a pensar quizás que todo en mi vida era perfecto. Vivía muy rápido, muy en la superficie de las cosas. Y tal vez me he olvidado de lo que podía ser mejor, si yo luchaba por cambiarlo. Me he vestido con la piel más terrena, la más mundana. Y me he confundido en ese paisaje confuso de tantos rostros. Sé que conservar la gratitud en el alma sólo puede ser un don de Dios en mi vida. Necesito reconocer cada día que soy un necesitado de un amor infinito que me desborde. Quiero esa mirada pura que me permita ver todo lo que Dios me ha dado. Soy un privilegiado de la vida, me olvido a veces. Lo tengo todo en mis manos, justo ahora que lo he perdido todo. ¿Lograré ser distinto al salir de mi cueva después de tanto invierno? ¿Seré mejor persona, más maduro, más de Dios, más niño? Comenta Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «El enemigo letal es la falta de sentido. Nuestra expectativa no es tener vida y salud. Vivir para sobrevivir es una elección de muerte. Dejo de vivir el presente como un instante consagrado a Dios. Sólo el amor lo explica todo. A veces creo que puedo hacerlo todo sin Dios. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte entra en el vacío y la desesperanza. Sólo el hombre que deja que Dios sea Dios en su vida será libre y feliz. Este tiempo podía ser una alerta para crear el mundo que Dios y nosotros soñamos». Quiero vivir con un sentido, agradecido, no quiero vivir sobreviviendo. Ahora puedo construir el mundo que he soñado. Ahora puedo ponerme manos a la obra con otros, no solo, porque he soñado con muchos. Puedo hacerlo porque está en mi alma el deseo de vivir de una forma diferente el resto de mis días. Dejo de lado lo que me quita la vida poco a poco. Y abandono mi piel pasada para revestirme de Jesús cada mañana. Elijo vivir el presente: «Si vivimos el presente recibimos la gracia para cada día dejar el pasado en la misericordia y futuro en la providencia»[3]. No me quedo anclado en el pasado. No me angustio pensando en lo que ha de venir. La vida no está en mis manos, lo sé, he comprobado su fragilidad. Pero mi actitud marca el camino que recorro por nuevas sendas nunca antes holladas. Estoy seguro, es posible el cambio. Hacer las cosas de forma diferente. Si sonrío agradecido todo cambia a mi alrededor. Si me hundo en la queja constante creo atmósfera de pantano con mis juicios. Si soy solidario tengo otra mirada. Dejo de buscar mi felicidad, buscando la de los otros. Acompaño las lágrimas del que sufre. Y comparto con el que ríe sus sonrisas. Me pongo manos a la obra dispuesto a hacer cosas que antes no sabía. Ahora he aprendido como un niño. Siempre atento a los cambios. A la vida. Estoy dispuesto a ser alumno, discípulo. Basta con querer aprender lo que no conozco. Romper los rígidos esquemas que me atan. Dejar a un lado mis prejuicios. Servir lavando los pies de mi hermano. Sin pensar que es humillante lo que hago. Salvar vidas en lo cotidiano, sin colgarme premios ni medallas. Ser uno más en una masa que camina unida hacia su Maestro, sin querer tenerlo todo controlado. Sin temer que me lo quiten todo. Porque no pienso dedicarme a acumular seguridades. No quiero pensar que si las pierdo nunca más seré feliz entre los hombres. La vida pasa, el tiempo se escurre y yo me dejo hacer por Dios entre sus manos.

Tienen estos días de mayo, mes de María, algo de luz, de esperanza, de primavera. Es una presencia muy cercana que sostiene mis pasos cuando siento que todo me supera y me falta confiar más. Pienso en esa presencia de María que alegra mi alma, sostiene mi espíritu y me llena de risas. Esa presencia mágica que eleva mis sueños a lo más alto. Me conmueve mirarla en medio de mis días grises en la monotonía del confinamiento. Mirarla como cuando dejó pasar los días en Nazaret, sin prisas, sin afanes del mundo. Me gusta mirarla a los ojos fijamente, intentando sacarle una palabra, como si Ella con su mirada pudiera decirme de golpe todo lo que necesito saber para estar alegre y con paz. Me gusta quedarme callado y quieto ante su imagen peregrina que me ha acompañado siempre. O ante esa imagen que me muestra su rostro y que forma parte de mi vida desde hace años. O la miro en esa imagen de Guadalupe que acompaña esta etapa de mi vida y ya estuvo presente hace tantos años. Me gusta mirarla en el Evangelio recorriendo sus pasos en la tierra. Mirar su forma de andar, de conversar, de escuchar, de abrazar. Mirarla como un personaje invitado a una vida secreta y familiar a la que yo pertenezco sin darme cuenta. Me gusta mirarla y amarla con la mirada. Esos ojos míos que quieren retenerla dentro de mi alma. Quiero llevármela a la casa de mi corazón para que se quede conmigo. Abrazarla en un abrazo misterioso que yo le doy, para que no se vaya. Quiero en estos días dejarme mirar por Ella. Porque no deja de mirarme nunca. No me juzga, sonríe con los ojos. Sonríe cuando me alejo y me pierdo con ese temor mío tan inmaduro a ser juzgado, condenado y rechazado por mis actos. Sonríe cuando vuelvo arrepentido entre lágrimas y buenos propósitos. Me gusta esa mirada suya cada vez que regreso y me está esperando a la puerta del santuario, a la puerta de mi vida. En mis tristezas y en mis alegrías está siempre presente. La miro a Ella y Ella, lo más habitual, me mira con pasión. No puede vivir lejos de mí, lo he comprobado. Depende de mí para todo. No deja de buscarme con la mirada mientras yo corro de un lado a otro mendigando cariño. Cada vez que me alejo vuelve a buscarme y me espera respetuosa, cuidando esa libertad mía que yo tan torpemente defiendo. Yo la quiero, pero me cuesta ponerme en sus manos y confiar. Me cuesta decirle que la quiero. ¿Por qué no se lo digo más veces? Esas flores del mes de María son pequeños «Te quiero» que pronuncio quedamente mientras me inclino conmovido ante su imagen. Y entonces María me muestra a su Hijo, me adentra en su costado abierto, me lleva hasta que aprenda a mirarlo a Él, a amarlo a Él en silencio cada día. Decía el P. Kentenich: «Hemos sido llamados por su Madre a servirlo, a configurar el mundo según su imagen. Jesús y María necesitan instrumentos. ¡Cuán pocos son los que se le ofrecen seriamente como instrumentos! En cierto modo, con nuestro ofrecimiento podemos sacar de apuros a María. Cristo y María se nos quieren entregar»[4]. Miro a María y me entrego a Ella y a Jesús. Y ellos al mismo tiempo se me entregan para que yo me abra, me dé y confíe. ¡Cuánto me cuesta a mí ser un instrumento dócil en sus manos! Hace falta una docilidad que yo no tengo. Pienso en María que me quiere a su lado, respeta mis tiempos y me acompaña en silencio sin forzar la vida. Ella no quiere que yo haga las cosas sin querer. Quiere que las haga con pasión y libremente. Respeta mis decisiones y las acompaña, aunque me vea alejarme por caminos duros y desviados. No fuerza la vida, simplemente la acoge en sus manos de Madre con un cuidado infinito. Recuerdo una imagen que tengo de cuando era pequeño. Tendría cuatro años quizás, siempre lo cuento. Iba por un camino cargando con una piedra muy grande entre mis manos. Iba feliz, sin preocuparme el peso que era excesivo, sonreía. Detrás, bastantes pasos detrás de mí, venía mi madre. Sonreía y miraba al frente. Pendiente de mis pasos, pero sin angustia, sin miedo. Esa imagen me ha acompañado siempre. Así fue mi madre conmigo. Así es María conmigo. María me mira mientras cargo piedras. Lo vuelvo a hacer siempre de nuevo, cada día. Tal vez soy yo el que se impone las cargas. Decido llevarlas. O son otros las que las ponen sobre mí pensando que puedo con ellas, sin saber que no puedo. Y María me mira. Me da miedo a veces caer bajo el peso de piedras pesadas y perder la sonrisa de niño. Pensar que es inútil ese esfuerzo tan exagerado y madurar de golpe. Quizás he puesto tan a menudo el acento en mí, en lo que yo puedo, en lo que soy capaz de hacer con mis talentos. Y me he olvidado de que soy sólo un instrumento en sus manos, sólo un pincel, una brocha, un martillo, una pluma, ¡Qué importa! Soy sólo yo en sus manos de Madre. Y Ella dibuja, crea conmigo, imagina historias, inventa palabras, construye castillos y sueña en voz alta conmigo. Y yo la miro y grito para que se oiga lo que tengo que decir, que amarla vale la pena. Soy su voz que a veces torpemente desvirtúo lo que ella dice. Soy su abrazo dado con timidez. Soy sus pasos más rápidos que los suyos por Nazaret. Soy su esperanza convertida en palabras sencillas que nacen en mi alma. Soy yo mismo, en mi verdad, en mi crudeza, en mi oscuridad y en mi luz más clara. Y es Ella. Siempre mi Madre acompañándome de lejos. Vigilando mis pasos perdidos y alentando mi lucha por dar la vida. Ella y yo, los dos somos uno.

No quiero perder la calma como me pide hoy Jesús: «En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: - No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí». Pierdo la calma con facilidad y dejo de confiar en el camino. Veo enemigos cerca de mí. Me escandalizo ante los actos de los demás, ante sus palabras. Sufro por sus pecados. Lloro con sus caídas. Como si yo no tuviera nada que ver con el pecado fuera de mí. Y no recuerdo mi debilidad, me olvido de mis flaquezas, paso por alto mis torpezas y las heridas causadas. Quiero mirar con más misericordia. Y no perder nunca la calma. Pierdo la calma al ver que las cosas no salen como esperaba. Al acariciar la muerte y sufrir la pérdida. Una señora me decía con dolor: «Es injusto ser viuda a mi edad. Injusto que haya gente muy mayor que no quiere seguir viviendo. Injusto que mi marido que amaba la vida haya partido tan joven. Es injusto. Me quita la paz». Es verdad, es injusto. Cuando uno quiere seguir viviendo no es justo tener que morir. Cuando uno quiere morir para siempre no es justo tener que seguir viviendo. Esas paradojas me confrontan con la vida y pierdo la calma. Me rebelo contra las injusticias de Dios. ¿Por qué lo permite? Viktor Frankl decía que sólo el que tiene un sentido para seguir viviendo lucha por salvar su vida, por sobrevivir a tiempos de muerte. Y el que no tiene un sentido se deja morir, o vive muriendo. Por eso me gustan estas palabras sin una autoría clara: «Vi tantos perros correr sin sentido, que aprendí a ser tortuga y apreciar el recorrido. Aprendí que en esta vida nada es seguro, sólo la muerte… por eso disfruto el momento y lo que tengo». No quiero correr sin sentido. No quiero hacer las cosas sin gusto, sin pasión, sin alegría. No quiero sobrevivir, quiero vivir plenamente, con un sentido. Incluso aún cuando sienta que me han quitado el sentido por el que vivía, o la persona a la que amaba, junto a quien soñaba. Aún entonces redescubriré un sentido para mi vida, para mis años venideros, y soñaré con una vida más plena. Aquí en la tierra tejida torpemente entre arbustos. Y allí en el cielo cuando todo esté pleno de sentido: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias si no, os lo había dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy Yo estéis también vosotros. Y adonde Yo voy, ya sabéis el camino». Es la promesa de Jesús la que sostiene mis días. Estará conmigo ahora, mientras yo camine por sus caminos y su aliento respire en mi alma. Mientras siga soñando con imposibles y realizando con manos torpes mi destino. En sus manos seguiré caminando, arando, navegando, luchando. No dejaré de alegrarme cada mañana al levantar el día. No dejaré de agradecer conmovido al ponerse el sol lentamente. Ha preparado una morada para seguir viviendo. Con cuartos para cada uno. Para mí, para los míos, para los que amo. Para los que vendrán después de mí. Para los que ya me están allí esperando. El camino en la tierra es largo o corto. Yo no lo decido, no me lo invento, no lo dibujo. Pero la forma cómo lo pinto, eso sí depende de mi alma, de mi sí alegre y convencido, de mi corazón agradecido con la vida, incluso cuando me parece injusta. O más aún entonces, para redescubrir el sentido de los días que me queden, de los sueños que siga viviendo. Él me llevará en sus brazos, con Él, siempre con Él. Eso alegra mi alma y le da sentido a mis pasos. No camino solo, no voy solo por los caminos de la vida. Tengo clara la meta. Y sé bien el valor de cada etapa del camino, de cada día. Quiero vivir alegre el presente que toco. Me levanto contemplativo cada mañana dispuesto a guardar silencio. Gracias le doy a Dios por la vida que tengo, por los sueños que vivo, por las obras que hago. No pierdo la calma y aumenta mi fe en Jesús que me ha prometido lo imposible. Yo sigo creyendo que cada paso que doy merece la pena. Y sueño con en esa morada al final de mis pasos cuando el camino se abra en un valle llamado paraíso. Y mis ojos contemplen cara a cara lo que ven ahora sólo reflejado en un espejo. Cuando comprenda que amar es una palabra que se queda corta comparada con esa forma de vivir que me está aguardando. Hay muchas moradas, muchos cuartos, mucho lugar, para mí y para los míos. El corazón se alegra y sigue soñando. Quiero seguir creyendo incluso cuando la oscuridad reine a mi alrededor y no vea la luz al final del túnel. Cuando todo parezca frágil. Tan frágil como mi propio amor. Ese amor a los que Dios me ha confiado. Sueño con una vida plena que no poseo. Amo aquí tan torpemente. Pierdo la calma al ver la oscuridad, y el mal que campa a sus anchas, y la injusticia. Y busco entre los pliegues de mi capa el sentido de mi vida. El amor que mueve mis pasos. La luz que rompa las sombras de mi ánimo. Y sigo soñando. Porque es largo el camino, o corto, sólo Él lo sabe. Me ha prometido que vendrá a buscarme, para llevarme feliz sobre sus hombros. Allí descansaré de tanta fatiga y sentiré que el amor se hace eterno dentro de mis entrañas. Y sonreiré como un niño, con calma infinita. Y nada de lo vivido será tan duro, ni tan triste. Y nada tan grande como lo que estoy llamado a vivir en su morada. Con Él, con los que amo, para siempre.

Muchas veces no entiendo nada. A Tomás y a Felipe les pasa hoy lo mismo. Tomás no sabe a dónde va Jesús: «Tomás le dice: - Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: - Yo soy el camino y la verdad y la vida». Y Jesús tampoco lo aclara del todo: «Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Por eso Felipe en su ingenuidad quiere que se lo expliquen todo: «Felipe le dice: - Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le replica: - Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre?». Jesús hoy me invita a seguirlo a Él. Él es el camino, la verdad y la vida. Si lo conozco a Él conozco al Padre. Pero yo no me lo acabo de creer. No lo tengo tan claro. Lo conozco, pero no veo siempre a ese Padre misericordioso que me espera a la puerta de la casa, al final de mi camino.  Sigo mis propios caminos. Bebo la vida de otras fuentes. Busco la verdad en otros lugares. Me dice que Él es mi única verdad, la verdad de mi vida, pero yo creo más las verdades que otros me muestran. Creo más en otros caminos posibles. Creo más en otras vidas. No lo sé hacer bien, me pasa como a Felipe. Tanto tiempo a su lado y no acabo de creérmelo y Jesús me lo dice claramente: «Os lo aseguro: el que cree en mí, también el hará las obras que Yo hago, y aun mayores». Las obras que Él hace. Obras de misericordia, de amor extremo. Milagros con mis manos, con mi voz. Obras mayores que muestren su gloria, no la mía. Me gustaría hacer grandes obras con su poder. El mundo necesita la conversión. Necesita una razón para seguir esperando. Es lo que yo deseo en el fondo de mi alma. Que Jesús venga a mí y me muestre su rostro. Tanto tiempo con Él y aún no lo conozco. Y si no lo conozco es que no lo amo y no le quiero como Él me quiere. Me duele ser tan mediocre. Quizás como Tomás y como Felipe que luego sí estarán dispuestos a dar la vida. Pero ahora no lo entienden. Pienso en esas palabras que se me quedan hoy grabadas en el alma. En 1989 tuvo lugar la segunda Jornada mundial de la Juventud fuera de Roma. Fue en Santiago de Compostela. Y el lema fue precisamente esta afirmación de Jesús. Me conmovió aquel encuentro. Yo ya había dado mi sí a la vocación e iniciaba mi camino al año siguiente. Ese verano en Santiago esas palabras se grabaron en mi alma. Yo quería que Él fuera siempre mi verdad, mi camino, mi vida, pero a veces me olvido de ese deseo. Él es la verdad de mi vida, es el espejo en el que me veo como soy en mi pobreza. Y en ese espejo veo que Jesús ama mi mediocridad. Y me conmuevo. Esa verdad es amada, besada, abrazada. Y yo que me siento tan débil. Tan pobre en mis dones y talentos, en mi verdad. Pero Él me besa y acepta como soy. Jesús es mi camino. Tantas veces me he desviado. He tomado atajos. He burlado las señales que me mostraban una dirección. Me olvido con frecuencia que estando en Él mis pasos son seguros y nunca me desvío de la senda, porque Él mismo es el camino que yo piso. Y mientras esté atado a Él no hay problema. Decía Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Déjate hacer, déjate acompañar. Obediencia para avanzar en el camino sin jamás mirar atrás». Jesús me pide que sea fiel al camino emprendido. Tal vez sea fácil empezarlo. Pero ser fiel al camino marcado durante toda la vida es una audacia que sólo es posible con la gracia de Dios. Es un milagro. Para poder caminar necesito que Él sea mi fuente, mi alimento. Él es la vida en abundancia. Me hace vivir satisfecho a su lado. Es lo que más deseo. Deseo vivir intensamente mi vida. Sueño con más horas de las que tiene el día. Incluso ahora en la pandemia, o tal vez ahora más, me falta tiempo. Quiero hacerlo todo y se me pasan los días tan rápidamente. Quiero que Él sea el motivo por el que vivo. La razón que mueve mis pasos. El sentido que me lleva a levantarme con alegría cada mañana. Esas palabras vuelven a resonar en mi corazón. ¿De verdad es Jesús mi camino, mi verdad y mi vida? ¿De verdad está Él al comienzo y al final de mi día? ¿Está presente como una realidad en todas mis decisiones? Es lo que deseo. Quiero conocerlo. Quiero seguirlo siempre. Sólo así podré alimentar con mi amor a los que caminan conmigo.

 



[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[4] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

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