Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de noviembre de 2019

Domingo 10 de noviembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXXII Tiempo Ordinario

Macabeos 7,1-2.9-14; 2 Tesalonicenses 1, 11 - 2, 2; Lucas 20,27-38

«Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos»

10 noviembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Dios quiere que viva cada minuto como si fuera el último, con alegría y paz. No quiero dejar que los días se me escapen entre los dedos sin soñar, sin querer más, sin desear el cielo aquí en la tierra»

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Qué cosas merecen mi preocupación y qué cosas no son tan importantes? Me pregunto muy a menudo qué sentido tiene todo lo que hago. Todo lo que sueño y espero de la vida. Hay cosas que tienen un valor inmenso. Suelen tener que ver con el mundo real de los vínculos, del amor que se entrega y se recibe. Y otras cosas pierden importancia. Son pasajeras. Son superficiales. La vida se juega en lo concreto. Se entrega, se da, se regala. Y el corazón se ata. Entonces tiene sentido todo lo que vivo. Cuando no es así carece de sentido. En la obra D. Quijote de la Mancha escrito por Miguel de Cervantes, hay dos personajes que destacan sobre el resto. D. Quijote, un hombre soñador que ve realidades no reales. Cultiva la afición de leer libros de caballería donde se narran aventuras fantásticas de caballeros y princesas. Este hidalgo caballero sin fortuna se entrega a estos libros con tanta pasión que acaba perdiendo el contacto con la realidad. Se cree que él puede emular a sus héroes de ficción. Y su compañero de batallas es un labrador, Sancho Panza, que será su escudero. Sancho, al contrario que Don Quijote, es hombre ignorante y práctico, pero poco a poco quedará contagiado por los sueños de su señor. El fiel Sancho está atado a la tierra, a lo concreto. D. Quijote vive de ensoñaciones, de fantasías. Ama un mundo no real. Está enamorado de una doncella, Dulcinea, que sólo existe en su imaginación. Las aventuras de estos personajes me confrontan con un mundo real duro y cruel tantas veces. Y una vida llena de fantasías que vive en el corazón de los protagonistas. A veces vivo en sueños de mi fantasía eludiendo la realidad. Tejo historias que no son reales. Y me cuesta aceptar mi vida en su crudeza. Evadirme me lleva a soñar con mundos mejores que no llegarán a ser verdad. La realidad y la ensoñación. Lo que sí es verdad y real en mi vida. Y lo que sólo tiene lugar en mi imaginación. En mí vive un D. Quijote soñador y aventurero. Y un Sancho Panza que me confronta con la realidad de mi vida. Los dos son necesarios en mi corazón. El primero me saca de lo concreto para imaginarme mundos mejores. Y me hace soñar con cosas grandes, con conquistas maravillosas, con amores imposibles. El segundo me aterriza, me enfrenta a mi vida como es, a mi verdad. Los dos viven en mí. Yo decido si quiero vivir en sueños que nunca suceden o si me quedo sólo en una realidad rutinaria y sórdida. La combinación de ambos corazones en el mío engrandece mi vida. Me llamarán quijotesco en ocasiones cuando sueño con imposibles que no parecen reales. Pero no me desanimo y salgo de nuevo a emprender aventuras. Tiene sentido y vale la pena luchar por metas lejanas. Necesitaré a mi lado algún Sancho realista que me aterrice y me saque de mis sueños. Sólo sé que las palabras no cambian la realidad, pero sí formulan ideas y sueños que encienden el corazón. Y con ese corazón enamorado sí puedo cambiar el mundo que me rodea. La palabra que sí cambió la historia fue la palabra de Dios hecha carne en María. Un sueño imposible para los hombres, pero no para Dios. Un sueño inalcanzable que se hizo posible por el sí de una niña virgen que creyó en las palabras del Ángel y pronunció su hágase. Del mismo modo yo quiero no conformarme con lo que veo. Puede ser todo mejor. De mi mirada depende. No me quedo en lo que todos ven. Deseo tener una mirada más profunda, más aguda para ver el sueño de Dios escondido detrás de aparentes obstáculos. ¿Cuál es el sentido de mi vida? Sólo si tengo un sentido podré luchar contra las adversidades con esperanza. Alguien que cree en mí. Una Dulcinea que está esperando a que yo la rescate. Un mundo más pleno que sólo necesita mi sí para hacerse realidad. El sentido de la vida me da la fuerza que no poseo. Me levanta desde mi indigencia y me pone en camino. Como dice Viktor Frankl: «El talante con el que un hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad incluso bajo las circunstancias más adversas para dotar a su vida de un sentido más profundo. Sólo unos pocos prisioneros conservaron esa fortaleza de la libertad y aprovecharon los atroces sufrimientos para una madurez interior». En medio de una realidad dura y desgarradora yo puedo tener una mirada más profunda. Puedo elegir vivirlo todo con sentido, con altura, con dignidad. Soñando con un mundo mejor. Con un cielo mejor. Mi vida tendrá sentido en esa entrega silenciosa y consciente. Sabiendo que lo que Dios quiere de mí es que viva cada minuto como si fuera el último, con alegría y paz. Ese es el sentido de mi vida. Y no dejar que los días se me escapen entre los dedos sin soñar, sin querer más, sin desear el cielo aquí en la tierra.  

El otro día me quedé pensando en el poder que tiene el amor. Puedo entregar la vida por amor. Sin guardarme nada, sin reservarme. El amor saca lo mejor de mi alma y me hace capaz de sueños imposibles. El amor que doy, el amor que recibo. El que ama desea a la persona amada. Busca su amor, su cuidado, su cercanía. Busca incluso poseerla, retenerla a su lado, guardarla en su camino. El amor crece en la entrega y va cambiando. El amor maduro es el que busca el bien de la persona amada, su crecimiento. Comenta Jorge Bucay: «El verdadero amor no es otra cosa que el deseo inevitable de ayudar al otro para que sea quien es». Cuando amo de forma madura no deseo que el otro sea como yo quiero que sea. No quiero que se comporte como a mí me viene bien. No busco que desee mi bien, más bien deseo yo el suyo. Y busco que mi amor saque la mejor versión de él escondida en su interior. Mi amor, cuando es maduro, toma decisiones difíciles por amor al otro. A veces decisiones incomprendidas, decisiones que parecen muy radicales. Son renuncias en el camino, opciones que elijo porque amo. Amo a una persona y renuncio a lo que a esa persona no le hace bien. Por amor elijo caminos que nunca hubiera elegido sin amor. Por amor dejo incluso lo que amo por seguir el camino de quien me ama. Santa Teresita decía: «Dios me dio el atractivo de un destierro total, me hizo comprender todos los sufrimientos que encontraría en Él y me preguntó si quería beber ese cáliz hasta las heces. Quise tomar inmediatamente esa copa que Jesús me presentaba, pero Él, retirando su mano, me hizo comprender que se contentaba con mi aceptación». A veces el amor de Dios es así. Me pide la renuncia, la entrega. Y luego retira la mano. Me libera como en Moria a Isaac ante los ojos sorprendidos de Abrahán. Basta con mi sí por amor. El amor es lo que cuenta. ¿Qué estoy dispuesto a entregar por amor? Parece paradójico renunciar al amor por amor. Renunciar al bien de mi vida por amor. Renunciar a lo que me llena plenamente por amor. Pero así de loco se vuelve el que ama de verdad, con un amor maduro. Con ese amor que busca sólo el bien de aquel al que ama. El amor que se humilla y abaja para servir desde los pies. Como Jesús lavando a sus discípulos. Un amor que sabe elegir lo que me hace crecer, no sólo el camino fácil. ¿Qué es lo que me pide Dios cuando me ama, cuando le amo? Decía Santa Teresita: «Me parece que ahora nada me impide levantar vuelo porque ya no tengo grandes deseos si no es el de amar hasta morir de amor. Ahora de todo corazón quiero estar enferma toda mi vida si eso le place a Dios y hasta consiento en que mi vida sea muy larga. La única gracia que deseo es dejar que mi vida sea totalmente molida por el amor». No sé si soy capaz de amar a Dios de esa manera. Hasta besar la cruz que me hace daño. O beber el cáliz que está ente mis ojos. Mi vida molida por amor. ¿Es que el amor no me hace vivir siempre con paz y alegría? ¿No se disfruta siempre amando? El amor se curte en el dolor de la entrega. El amor conlleva sufrimiento y sacrificio. La mesa familiar donde una familia comparte el amor es mesa de sacrificios. El que ama da más que recibe. Aunque luego reciba más de lo que espera. A menudo veo que no amo bien, con madurez. Lo veo cuando siento que me cuesta decir que sí a lo que me pide Dios con su amor. O me resulta difícil seguir el camino marcado cuando yo hubiera tomado otro. O elegir lo correcto, habiendo podido elegir lo que no me hace crecer como persona. ¡Cuánto cuesta optar por lo que Dios me pide! Opto por amor, no por deber. Que es distinto. Y elijo el amor que es para siempre. Mis elecciones son para siempre. Decía S. Juan Pablo II: «Quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día». Decido amar siempre. No guardarme, no esconderme, no secarme. Elijo no tener mi plan lejos del plan que Dios me insinúa. Elijo sus días, no los míos. Elijo sus caminos, no mis atajos. Opto por el amor que es eterno, no por el caduco. Elijo renunciar por un bien más alto, cuando es lo que aparece ante mis ojos. Elijo la vida antes que la muerte. La verdad antes que vivir en mentiras. Elijo el amor que dura, no el placer efímero. Elijo lo que me sana, no lo que me enferma. Elijo lo que me hace libre, dejando de lado lo que me encadena. Elijo el bien del otro por encima del mío. Que brille su rostro más que el mío. Que sea más feliz que yo. Que sea más pleno, aunque yo no lo sea. Elijo el amor que es servicio callado, oculto en la noche. El amor que sonríe en medio de dolores. Elijo la paz en medio de la tormenta. Y el amor que sabe morir por el que ama. Así es el amor que sueño, no la pálida caricatura de ese amor que a veces vivo. Quiero pedirle a Jesús que me enseñe a amar hasta dar la vida. A morir amando. A vivir muriendo. 

He decidido sentarme a pensar un momento. Hacer un alto en el camino de mi vida, un espacio de silencio. Detener los pasos y contemplar cada cosa que veo como si fuera la primera vez, quizás lo sea. Mirar por la ventana el mundo nuevo que se me abre, en medio de esperanzas y nostalgias. Llenarme de la luz que desprende un paisaje antes desconocido. Quedarme quieto un instante esperando a que pase el tiempo, sin prisas, sin miedo, mientras la música acaricia los sentidos. Sonreír sin decir nada, esperando a ver qué pasa. ¿Por qué siempre tengo que hacer cosas importantes y llenar mi agenda para sentirme útil? He decidido que lo único importante es vivir consciente de mi pertenencia. Le pertenezco a Jesús que me llamó un día a seguir sus pasos. Me impresiona siempre de nuevo la fuerza indestructible de su voz. La pasión que mueve mi alma al mirar sus ojos. La llamada a ser suyo se repite siempre de nuevo en mi alma. Es una voz calmada que nunca se apaga. Un susurro en el que pronuncia mi nombre. Ese nombre que ama y no olvida. Ese nombre inscrito en lo más profundo de su corazón, del mío. La verdad que escondo y torpemente desvelo. Ese que soy yo sin tapujos, sin pretender ser otro, sin querer ser mejor de lo que he sido. Al fin y al cabo, lo sé: «El fracaso enseña lo que el éxito oculta». Y he palpado en mis fracasos verdades que mis victorias escondían. Es por eso por lo que he decidido aceptar mi vida con sus deficiencias. Besarla y quererla, abrazada en mi alma. He decidido romper una lanza por la paz, para que se acaben las guerras en las que vivo. En lucha conmigo mismo, con el mundo, con los otros. Sé que mi vocación consiste en sacar del alma mi mejor versión. Y permitir así que otros sean también mejores. He decidido darle un sí a todo lo que tengo entre mis manos. Aunque esté roto, aunque ya no valga. Aunque a veces piense que no es el mejor momento, el mejor lugar. He decidido caminar despacio sin prisas, por caminos nuevos. Abrazando días llenos de luz y esperanza. Sé que no hay nada tan urgente por lo que no merezca la pena esperar toda una vida. He decidido amar mejor en lo humano y dejarme amar, tanto me cuesta. Rehúyo así esas torpes distancias, que imponen mis brazos, cuando no quiero comprometerme demasiado. Palpo en mí y en tantos, una profunda insatisfacción en los deseos. Tantos sueños incumplidos. Tantos estímulos que quedan sin respuesta. He decidido tender la mano al que me la pide. Sin esperar a que se vaya. Estando ahí, cerca, cuando me necesiten. Porque la vida que no se da se pierde. Y el tiempo que se reserva acaba siendo infecundo. He decidido decirle a Dios que lo amo. Más que a mi vida. Más que a mí mismo. Con palabras, con canciones, con gestos, para que me crea. He decidido elevar una torre sobre mi ventana. Y abrir un camino hacia el océano. Para que todo sea ancho en mi vida, y nada estrecho. He decidido empezar de nuevo a labrar la tierra. Nuevas semillas. Nuevos surcos. Arar el campo perdiendo la vida en ello. He creído en las palabras que leía: «Dios te ama de manera única y tú también puedes dar a Dios y al mundo un amor único que nadie podrá dar en tu lugar». Mi forma original de ser hombre. De ser hijo. Mi forma original de amar a los otros y de ser amado. Poco importa el tiempo que tarde en darlo todo. Tengo claro que ese tiempo no es mío. Es sólo de Dios y yo lo administro. He decidido entregar mi tiempo, mi sangre, mis sueños. Sin querer guardármelos para más tarde. He decidido vestirme de gala para estar con Dios en la batalla de mi vida. Con la fe bien alta. Con el amor en vilo. Con el deseo de ser más hombre, más niño. No le tengo miedo a la vida que se abre en días de sol, de lluvia. Ni tampoco a los que demandan de mí una entrega total. He decidido amar a mi manera. Y ser yo así, como Él me ha creado. Sin quedarme en apariencias. No tengo nada que demostrar. Sólo quiere Jesús que le siga. Sólo eso. Que pronuncie su nombre cada mañana. Para que no me olvide de a quién pertenezco. Saborear su amor. Acoger su presencia. En mis manos que siguen haciendo milagros sin yo merecerlos. De tanto bendecir soy bendito. De tanto consagrar me he consagrado. Siento que el perdón se me escapa entre los dedos. Sin saber yo si me merezco nada de lo que tengo. Todo es gracia, eso me consuela. Le miro a Él y Él me mira.

Miro a la muerte cara a cara en el día de muertos. La muerte tiene algo frío y oscuro que me desconcierta. Falto de color y de vida. Pero súbitamente observo hoy colores, canciones, luces. Y pienso que en este cementerio de México la muerte tiene más vida, hay más esperanza, hay más luz. El canto eleva el ánimo y me recuerda que estoy hecho para amar, para vivir, para soñar. Pienso en los que ya no están y brota de mi alma el agradecimiento. Y recuerdo con cariño y nostalgia a todos los que forman parte de mi historia y ya no caminan conmigo aquí en la tierra. En la película «Coco» escucho: «Sólo se muere cuando se olvida. Y yo nunca te olvido». Eso es lo que le digo hoy a los que no olvido. Recuerdo su paso amable por mi vida. Recuerdo agradecido sus gustos y pasiones. Su amor entregado, su sonrisa. Repaso las fotos que hacen brotar la nostalgia en el alma. Y sé que recordar a los muertos los mantiene vivos en mi alma. Nunca los olvido. Guardo el tesoro heredado como algo sagrado. Guardo lo aprendido para no olvidarme. En este tiempo de desgarros he decidido quedarme con lo importante en la vida. Con lo fundamental. Con el color, más que con los grises. Con el canto, más que con los silencios tristes. Y en este recordar lo que vale la pena pienso que ahora tengo menos cosas. Me siento más libre, más pobre, más de Dios tal vez. Y también sé cuáles son las cosas más importantes y cuáles las que no importan. Entiendo que tengo que sufrir por lo que merece la pena. Dejando de lado esos apegos enfermizos que me quitan la alegría. No quiero llorar por nimiedades, esas que a veces me preocupan y angustian. Decido sufrir por lo que merece la pena dar la vida. Le doy valor a lo que vale. Y se lo quito a lo que no importa tanto. Tengo quizá menos miedos que antes a perder la vida. Menos cosas que guardar obsesivamente. Pero sí brotan miedos concretos que se hacen de pronto más visibles. Y le pido a Dios la confianza para que me permita vivir cada día mirando el cielo. Hoy escucho: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna». Mirando el cielo abierto ante mis ojos todo se ve distinto. Cuando es la luz del cielo la que ilumina mi muerte parece que hay más vida, una vida eterna y el cementerio lleno de colores. Pienso en el cielo lleno de santos que ya están con Jesús, a su lado. Entonces el corazón se ensancha. Desaparece el miedo a perderlo todo. Y de golpe brota la esperanza. Me siento libre para perder la propia vida. Miro a los mártires: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará». Esa esperanza que me habla de la vida eterna me hace libre. ¿No es cierto que se despierta la esperanza en mi alma? No quiero morir. No deseo el frío final de los muertos. No quiero tampoco que se mueran las personas que amo. Le pido a Dios un milagro para evitar un final fatal. Suplico una curación en el último momento. Le ruego como un niño que salve a los que amo. Sólo pido eso. Se lo pido sabiendo que es lo mejor para ellos, para mí. Quiero ponerle un freno a esa muerte tan fría que parece no tener misericordia. La muerte no puede ser nunca lo mejor para nadie. Ni para el que se va. Ni para el que se queda. Menos aún la muerte repentina que no espero. El corazón tiembla ante el vacío que deja la ausencia de los seres queridos. Teme la soledad. En esos momentos tengo el anhelo profundo de dejar que Dios lleve el timón de mi barca. Quiero ser santo en mitad de mi vida como esos mártires que se desprenden de todo por amor a Dios y renuncian a defender su corta vida. Por no negar a Dios, por no traicionar la palabra dada, están dispuestos a acoger la muerte. A veces creo que yo no soy así. Que no soy capaz de tanto. Sé que esa actitud sólo será posible si Dios se hace fuerte en mí. No soy yo santo a base de esfuerzo y renuncias. Sino que es Él el que me santifica, montado sobre mí, dentro de mi alma. Y yo me siento como Santa Teresita: «Yo querría también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección». Me siento pequeño como ella. Incapaz de dar la vida. Que me la quiten, lo acepto. Pero ¿darla yo sin oponer resistencia? Me gusta más la vida en el día de muertos. La vida de los vivos que sueñan con la vida eterna. La vida que se vive en presente. Y que es para siempre. En la película «Coco» escucho: «Vive tu momento». Y me levanto. Y estoy dispuesto a vivir cada día como si fuera el último. Dando valor a lo que importa. Y aprovechando las oportunidades que la vida me da para amar, para entregarme. Sin miedo. Porque sé que tengo una misión que cumplir en mi camino. Lo sé desde siempre. Me viene otra frase de esa película: «Toda mi vida siempre hubo algo dentro de mí. Algo que me hacía diferente». Algo me hace diferente. Algo por lo que soy único. Nadie puede vivir mi vida. Nadie podrá morir como yo muera. Sólo yo en mi pobreza. Con mi alegría. Con la paz que brota de mi alma. Estoy dispuesto a dar la vida sin dejar de vivir cada momento como un regalo de amor que Dios me entrega. 

Unos saduceos cuestionan a Jesús. No creen en la resurrección y la cuestionan recurriendo a un supuesto casi imposible: «Había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Un caso extremo pero posible. Podría pensar en un viudo que se vuelve a casar. ¿Cuál será su mujer en el cielo? La pregunta brota en el corazón inquieto. Dos amores en mi vida. ¿Con cuál compartiré la eternidad? Los saduceos no quieren conocer la verdad. Sólo pretenden poner a prueba a Jesús. Y al mismo tiempo dejar sin valor el sueño de la resurrección. Yo sí creo en la resurrección. Creo en el cielo. Lo repito en el credo cada domingo. Es una verdad aprendida, deseada tantas veces. Al perder a un ser querido deseo volver a encontrarlo. ¿Cómo me imagino el cielo? La pregunta surge en mi alma. ¿Cómo es ese cielo que me han prometido? ¿Cómo es ese cielo que sueño y anhelo? Un sueño en el que los seres queridos se reencontrarán. ¿Cómo no va a ser posible? El amor humano se proyecta en la eternidad. Pero no deseo que llegue pronto. No estoy tan cerca de Santa Teresita: «No temo una larga vida, no rehúyo el combate. Por eso, jamás le he pedido a Dios el morir joven, si bien es verdad que siempre he tenido la esperanza de que esa sea su voluntad». Siento más bien que el cielo puede esperar. Sobre todo, para mis seres queridos. Pero yo mismo tampoco sé si ya estoy preparado para la eternidad. Creo más bien que tengo aún muchas cosas por hacer. No rehúyo la vida larga. No quiero dejar de luchar y seguir deseando esa vida mejor en el cielo. Me gusta vivir en la tierra. Luchar por ver a Dios entre los hombres. Intentar hacer realidad su amor aquí en lo humano. Me alegra poder ser trasparente de Dios, puerta y camino al cielo. Deseo atraer hasta Él a tantos corazones dormidos. No veo el mundo como algo opuesto al cielo. Veo el dolor de tantos y me duele el alma. ¿No será posible traer algo de cielo a la tierra? ¿No podré hacer con mi vida que el mundo se parezca en algo al paraíso? Un regusto de eternidad. Un olor a vida plena. Creo que Dios lo puede hacer posible si me dejo tocar por su amor. Quiero llevar esperanza a esta vida en la que hay tanta desesperanza. Me conmueve el dolor y la tristeza de personas que desean morir ya para acabar con el sufrimiento. Entiendo su desesperación. Hay vidas que sufren tantas injusticias. Hay tanto dolor que el cielo se vislumbra como una salida airosa de este mundo. Un cielo para los pobres, para los desfavorecidos. Para los que no han tenido ventajas en este mundo. El cielo se presenta entonces como el lugar anhelado, un escape. Mejor acabar con esta larga agonía. El bienestar en la tierra ha traído quizás el olvido del cielo. Me siento tan cómodo entre mis cojines, satisfecho en la abundancia. He construido un cielo a mi medida con mis medios humanos. Soy feliz con lo que poseo, con el poder que tengo. No necesito un cielo eterno pues tengo un paraíso temporal en la tierra. Me sirven. Me cuidan. Trabajan para mí. Me aprovecho del débil. Soy poderoso en esta tierra injusta. Mi tierra tiene algo de la plenitud que deseo. Si deseo algo lo consigo. La satisfacción es la meta de mis esfuerzos. No quiero renunciar a nada. Una vida larga como expresión de la bendición de Dios. Una vida plena, lograda. Aquí en la tierra. Entonces quizás surge el miedo al cielo. ¿Habrá algo mejor que esto? ¿Qué me puede aportar el cielo que no lo posea aquí? Esa imagen de cielo en la tierra me la venden como posible. Haz esto. Compra aquello. Logra esto otro. Y yo corro de un lado a otro intentando lograr cuanto deseo, alcanzar todas mis metas posibles. Una carrera ascendente, una línea de progreso constante. Sin caídas, sin tropiezos, sin pérdidas, sin dolores. Me han prometido el cielo en la tierra y yo me esfuerzo por intentar que se haga realidad. Y por eso puede perder sentido mi vida cuando no consigo lo que quiero, cuando no llego a lo que me habían prometido. ¿No voy a poder tocar el cielo en la tierra? Estoy tan lejos de lo que Dios me ha prometido. Me ha dicho que aquí en la tierra todo tiene sus límites. Mi amor es limitado. Y mi capacidad para recibir amor. Aquí no todos mis sueños serán realizados. Y viviré dificultades que parecen bloquear mi camino a la felicidad. El dolor toca mi herida y siento que no voy a ser feliz nunca. Y Dios me ha prometido ser feliz. Y no lo soy. No logro que el cielo se haga realidad en la tierra. Comienzo a desconfiar de las promesas de Dios. Es cierto que Él no me dijo que cualquier cosa que pidiera sería realidad. No me prometió una felicidad eterna en mi carne humana. Pero sí me dijo que lo que viviera aquí en la tierra tendría su proyección en la vida eterna. Me dijo que no temiera, que Él camina conmigo hacia el cielo. Me dijo que soñara con las alturas y no dejara nunca de luchar por mis sueños. Me dijo que me esforzara por llevar una vida mejor. Y quiso que, con mis manos, torpemente, tejiera yo algo del cielo entre los hombres. De forma limitada, pero sin cansarme. El cielo en mis vínculos, el cielo en mi amor, el cielo en mis proyectos. Con mi vida, con mi sí. Dejando que Dios entre en mí para tocar el mundo y a los hombres. 

Hoy Jesús quiere que me detenga a mirar al cielo. Quiere que piense en esa vida que anhelo, porque mi corazón está hecho para la eternidad. Y mis sueños son infinitos. Y mi nostalgia es de paraíso. Eso lo sé. Por eso pienso en el cielo. Pienso en María. Sé que Ella me espera al final de mi camino. Me animan por eso las palabras del Santo Cura de Ars: «No se entra en una casa sin hablar antes con el portero. La Virgen será la portera del cielo». María me cuida en cada paso y además me estará esperando. Hoy escucho: «Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor. Mis pies estuvieron firmes en tus caminos y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme». Al final de mi camino descansaré. Mientras en la tierra me dejaré la vida hecha jirones en el corazón de los hombres. No temeré el cansancio, ni la pérdida, ni el fracaso. Porque mi vida está hecha para Dios. Y allí María me espera para consolarme y saciarme. Esa confianza es la que me da alas para vivir el presente. No quiero que llegue el cielo ahora. Pero sé que cuando llegue descansaré en su regazo. No tengo miedo de su mirada. Sabe lo que hay en mi corazón. Conoce mi verdad, mi fragilidad. Sabe de mis miserias, se las he entregado ya tantas veces. Y me promete una felicidad sin límites. Aquí en la tierra experimento las deficiencias de mi carne humana. En el cielo todo será pleno. Hoy Jesús quiere que mire mi vida con esperanza: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos». Soy hijo de la resurrección. Y sé que un día todo aquello a lo que me ha tocado renunciar en la tierra Dios me lo dará para siempre, plenamente. Entonces seré yo, con todos mis deseos colmados, con todos mis anhelos. Creo que para cada uno el cielo será según sus sueños. Dios es así. Estaré con aquellos a los que amo. Y serán del todo ellos conmigo. Y los abrazaré, y descansaré en ellos como aquí lo hago. Y allí pasearé por los campos que me recordarán los campos aquí hollados. Y amaré la vida tanto como ya la amaba aquí, pero más todavía. Allí no sufriré, tampoco aquellos a los que amo. Seré abrazado como un niño, en el regazo de María. Y reiré, como aquí en la tierra, pero más, a carcajadas y siempre. Veré la luz sin sombras. Creo también que la misión que Dios me ha dado seguirá de otra forma en el cielo. Seguiré cuidando a mis hijos, a los que Dios me ha confiado. No sé bien cómo será, pero creo en ello. Cuidaré desde allí a todos los que amo. Porque creo que el amor que he dado y recibido estará más vivo que nunca allí, entre mis dedos. Cada uno de los momentos bonitos vividos, allí no pasarán, aquí sé que son caducos. Y las cosas que me han costado, herido, dolido, estarán perdonadas y amadas para siempre. Cuando llegue al cielo, la Virgen, Jesús y mis seres queridos saldrán a recibirme. Todos mis sueños serán allí verdad en un abrazo. No sé bien cómo, pero lo creo. Eso nadie me lo puede quitar. Y aun así, sé bien que todo será todavía mejor que mis palabras. Dios se dedica a prepararme el mejor cielo para mí. Quiere que sea feliz. Pienso en cada momento bueno que he vivido. En cada cosa que he soñado. Todo eso en el cielo lo viviré con los que amo. En intimidad. Para siempre. El cielo para mí se vuelve más cercano cuando sé que están allí las personas que amo y me han amado. Se viste mi cielo de rostros concretos, de recuerdos guardados, de historias sagradas. Sé que la vida ahora en la tierra es para darla. Tengo aún mucho por delante, mucho que dar. No temo que sea largo mi camino. Sé que aquí entre los hombres viviré el desgarro, el dolor y el vacío. Y también viviré la alegría, el amor verdadero y la paz honda. Y en el cielo será todo pleno. No me lo puedo ni imaginar. Allí el amor no conocerá el odio. Y la presencia no sabrá de la ausencia. Allí la risa no se mezclará con el llanto. Y la paz será plena, sin atisbo de guerra. Allí seré quien de verdad soy plenamente. No tendré miedos y abrazaré el presente eterno sin turbarme. Allí mi vida será totalmente cielo. 

 

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