Homilía del padre Carlos Padilla - 11 de abril de 2021

Sábado 10 de abril de 2021 | Carlos Padilla

II Domingo de Pascua- Divina Misericordia

Hechos de los apóstoles 4, 32-35; 1 Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31

«Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor»

11 Abril 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«El amor ensancha el corazón. Las personas que aman tienen una mirada más amplia, no viven retraídas en sus miedos. Se arriesgan más. Son más generosas. Están dispuestas a dar más»

Me impresiona esa escena en Betania en la que María rompe un frasco de perfume de nardos a los pies de Jesús. Jn 12, 1-3: «María tomó entonces como medio litro de nardo puro, que era un perfume muy caro, y lo derramó sobre los pies de Jesús, secándoselos luego con sus cabellos. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume». Me conmueve ese gesto exagerado en el que el amor se expresa sin medida. ¿Acaso es necesario expresar el amor de esa manera? Parece innecesario. Hay pobres a los que cuidar. Hay muchas cosas mejores que hacer con ese dinero. No resulta fácil expresar el amor. Cuando le digo a alguien que lo amo me vuelvo vulnerable ante él. Quedo expuesto ante unos ojos que me miran. No sé si me juzgan y condenan. O están agradecidos. No sé si me aman correspondiendo a mi entrega. No sé si tengo que seguir amando o dejar pasar el tiempo sin hacer nada. Cuando expreso mi amor me quedo expuesto. Puedo ser amado o rechazado. El amor duele. Más aún el desamor. Y ante el miedo que tengo al rechazo me escondo, me guardo, me reservo. Que no sepan lo que siento. Construyo una barrera para que nadie me toque por dentro, para que nadie me hiera. Así estoy más seguro y no sufro. Pero cuando decido romper un frasco de perfume ante la persona amada todo se complica. Me critican, me juzgan, pueden incluso rechazar mi osadía. Amar sin expresar es más seguro. O tal vez mejor aún no amar, para no sufrir con la pérdida, para no lamentar el desengaño. Y cierro mi alma. María esa noche expresa un amor incontenible que lleva guardado en su pecho. Ha sido muy amada y sólo puede corresponder con amor a quien tanto la ha amado. Y al romperse el frasco se llena el lugar de olor a nardos. Todo queda lleno de la esencia del amor. No puede ocultarse el amor verdadero. Y cuando se rompe el alma dejándolo escapar, todo se llena de una luz nueva. Debería aprender a expresar lo que siento, mi amor, mi alegría, mi misericordia. Si lo expreso todo lo que está a mi alrededor se llenará de un perfume a nardos, como esa noche en Betania. Me cuesta demostrar mi amor y, al mismo tiempo, me cuesta, no sé bien por qué, dejarme amar. Me pongo tenso. No soy como Jesús que esa noche en Betania no rechazó a María que llenaba de perfume sus pies. Me alejo, me tenso, me resisto. Recibir mucho amor es tan difícil como darlo. En ambos casos me siento en tensión. ¿Aceptarán mi amor? ¿Soportaré recibir tanto amor de forma alegre y paciente? Ser amado incomoda. Es como si me sintiera en deuda con el que me ama. Como si alguien al amarme me exigiera amarle de la misma manera. Ser amado duele. Me bloquea en mi interior. Siento que no soy capaz de recibir tanto amor inmerecido. Hay un desequilibrio y yo no lo quiero. Tendré que equilibrar y no puedo. El amor imposible sobre mi vida me desconcierta. Ser muy amado es incómodo. Me rompe. Me saca de mi confort. Me expone. El drama en mi vida sucede cuando no me dejo amar y cuando no soy capaz de demostrar cuánto amo. Me voy encerrando dentro de mi cueva. Voy construyendo barreras altas y resistentes. Y el corazón se seca y la vida se pierde. Siento que expresar lo que siento es imprudente. Y recibir mucho amor, excesivo. Y entonces me seco por dentro. El amor que no se cuida y se riega muere. La vida consiste en amar y ser amado. En expresar el amor y dejarse amar por los que me aman. El amor me fortalece por dentro y hace que sean mejores aquellos a los que amo. Dar abrazos, exagerar en los gestos. Nada es excesivo en el amor. Porque el que ama de verdad no conoce medidas ni tiene límites. Me gusta esta escena de amor excesivo. El corazón quiere expresar cuánto ama. Y en ocasiones mi amor a Dios lo siento dentro y no lo expreso. No alabo, no le doy gracias, no le canto. Y se seca ese amor que no toca mis sentimientos ni mis lágrimas. Un amor de teorías languidece pronto y muere. Quisiera tener un amor más grande, más hondo. Y ser capaz de expresarlo con fuerza. La vida es corta y en ocasiones se me escapan los días sin romper el frasco de mi perfume de nardos a los pies de las personas a las que amo. Si lo hago, corro el riesgo de ser herido. Si no lo hago morirá conmigo ese frasco duro y seco. Prefiero expresar el amor antes que guardarlo y dejar que se seque.

El amor siempre cura. No sólo cura el alma, también logra curar el cuerpo, aunque me cueste creerlo. El corazón que se sabe amado tiene una fuerza interior que se sobrepone a todas las dolencias y enfermedades. Tiene más resiliencia y más capacidad de lucha. No pierde la esperanza. No se detiene a revisar estadísticas. Porque la enfermedad del enfermo no es un caso más, no es un número entre muchos números. Los porcentajes me pueden orientar, pero no me limitan. Yo decido cómo enfrentar una enfermedad. Y en esa lucha, en esa batalla diaria, es fundamental que me sepa amado. Que comprenda que hay alguien junto a mí a quien le importa mi vida, mi futuro, los pasos que voy dando. Por eso es tan importante el amor, sentirme valorado y aceptado en mi debilidad, en mi verdad. Ese amor me levanta cuando estoy cansado y me permite creer cuando otros me aconsejan que ya no crea. Es como ese amor de María junto a Jesús caminando al Calvario. Un abrazo que lo sostiene para recorrer cayendo los últimos pasos hasta la cima. El amor me sana, me fortalece, me llena de luz y esperanza. Por el contrario, cuando mi corazón no se siente amado, me vuelvo débil y me faltan las fuerzas. Surge la desesperanza en mi corazón rodeado de tinieblas. Dejo de creer que mi vida esté fundada para siempre. Es tan fácil no tener un lugar en el que descansar. No es evidente pertenecer a una familia, saber que hay un corazón que me espera y me aguarda cada atardecer. Tocar el calor de una amistad. Acariciar ese amor de madre que vela mis noches desde niño. Abrazar ese amor de padre que me permite confiar en las fuerzas escondidas dentro de mi alma. Ese amor de un hijo que me hace sentir padre por vez primera y comprender que la vida siempre puede volver a comenzar. El amor es mucho más que un sentimiento, es una decisión. Quiero entrenarme en ese ejercicio del amor. Porque tengo claro que el enemigo del amor es el miedo y el antídoto del miedo es el amor. Cuando el temor se impone en mi corazón se bloquea mi capacidad de amar. El miedo me paraliza. Pero al mismo tiempo cuando me sé amado en mi verdad, tal y como soy. Cuando alguien me quiere sin querer cambiarme, dejo de tener miedo. El miedo es limitante. Bloquea mi vida y no me deja crecer. El amor ensancha el corazón. Las personas que aman tienen una mirada más amplia, no viven retraídas en sus miedos y seguridades. Se arriesgan más. Son más generosas. Están dispuestas a dar más. Porque han sido amadas y ese amor recibido las ha capacitado para decidirse a amar más. Las heridas provocadas por el amor me cierran, me hacen protegerme construyendo muros. Porque no quiero sufrir más. Pero es todo lo contrario. Cuanto más amo más sano me vuelvo. Cuanto más desprecio y compito con mi hermano, más me enfermo por dentro. Un corazón grande es un corazón en el que caben muchas personas. Cuando me sé amado, esa experiencia me sostiene y fortalece. Aprender a amar, a vincularme sanamente es una tarea para toda la vida. Decía el P. Kentenich: «Nos encontramos con toda una cantidad de enfermedades psíquicas porque no tenemos suficiente vinculación a personas y a lugares»[1]. El que no se sabe amado, el que no ama, enferma más fácilmente del corazón. Conozco a personas enfermas del corazón que no lo saben. Simplemente creen que la culpa es de los demás, que no los valoran y enaltecen como ellos se merecen. Se comparan y enferman al ver cómo otros reciben más amor que ellos. Se han puesto una coraza casi sin darse cuenta. Se vuelven agresivos y viven a la defensiva. El amor sana los corazones. Pero para ello es necesario que la persona a la que amo lo sepa. Si no lo percibe, si no se lo cree, mi amor no entrará en su alma. Quiero aprender en esta Pascua que comienza el arte difícil de amar. Me decido a amar no sólo a los que me aman, sino también a aquellos que no me aman tanto. A los que no me buscan, a los que no me quieren. Si mi amor puede sanar a otros no quiero llegar al cielo y decirle a Dios que no pude darlo. No quiero pecar por omisión guardándome todo ese amor que he recibido en mi vida. Quiero mirar mi historia agradecido por tantos que me han amado, por ese pozo de mi interior que se ha llenado de gestos de amor. ¿Cómo puedo no corresponder con amor cuando he recibido tanto? Dejo de ser mendigo de amor para volverme donante. Ese es el camino que recorro de la muerte a la vida que me muestra la Pascua. Un amor tan grande como el de Jesús que se rompe en su costado abierto para llegar a todos. Ese milagro es el que quiero que suceda en mi vida. El amor que recibo me sana y el amor que doy sana al que se sabe amado por mí. Que lo sepan. Que sepan que los amo como son, no como a mí me gustaría que fueran. Si tienen esa duda, algo estoy haciendo mal. Si creen que sólo los amo cuando hacen lo que yo deseo estoy fracasando. Pero si tienen la confianza para mostrarse en su debilidad ante mí y no dudar de mi amor, ese amor sí que sana el alma y la levanta por encima de todos sus miedos.

Me gusta tocar la misericordia de Dios en mi vida. Y especialmente la recuerdo en este domingo de la misericordia. Decía el P. Kentenich: «Hay corrientes ascéticas que enseñan a decirse siempre: - Soy un esclavo de Dios, un perrito de Dios. ¿Y qué decimos nosotros en cambio?: - Soy una hija de Dios. Por eso no nos cansaremos de repetir: - Dios me quiere. Piensen si tuviéramos que decir como la mayoría de los occidentales: - Dios me mira para ver si tiene que echar mano de la vara. Seríamos entonces como perritos atentos a esquivar a Dios. Por eso será una gracia para nosotros repasar las incontables misericordias de Dios en nuestra vida y ver que somos hijos predilectos de Dios, que Dios nos mira a todos con complacencia»[2]. Me gusta pensar en esa mirada de Dios sobre mi vida. No se fija en mis carencias. No pone su mirada en mis torpezas. No se indigna por mis incumplimientos y mis infidelidades. Se conmueve cuando vuelvo a abrazarle y a pedirle perdón por mi miseria. Y entonces Dios se ve desarmado y me acoge roto entre sus brazos. «Dios me ama con amor de complacencia significa que me ama a causa de mí mismo. Algo debe de haber en mí, conmigo y en mi interior, que atrae hacia mí su amor»[3]. Algo debo tener que me hace querible ante sus ojos. No son mis obras, eso seguro, ni creo que sean mis talentos. Más bien es mi forma de amar y darme la que le cautiva. Le alegra mi alegría y llora con mis lágrimas, en mi llanto. Se turba con mis miedos y me recuerda que la noche está llena de luz porque Él camina a mi lado. Se abaja a la altura de mis ojos. Desde su tumba, ahora vacía, me contempla conmovido al verme llegar con las manos vacías dispuesto a besar su ausencia. Y yo me alegro hoy al pensar en todo lo que me quiere. Me busca cuando me alejo y me abraza cuando regreso. Su mirada es un bálsamo que eleva mi canto de alabanza cada mañana. Madrugo para encontrarlo como esas mujeres que querían ungir su cuerpo, sin imaginar quién podría mover la piedra para entrar. Eso no importaba. La fe mueve montañas y aparta piedras del camino. Especialmente esas piedras inmensas que tapan mi alma. Me asusta pensar en lo que pueda encontrar cuando Jesús la corra. Porque yo sólo no podré mover nada. La misericordia es una fuerza incontenible que brota del corazón de Jesús. La tuvo con los que amó. La tuvo con los que pecaban y se alejaban de Dios por miedo. Jesús no despertaba temor. No condenaba, no juzgaba. Sólo hablaba de un reino nuevo que lo podía cambiar todo, de un amor que sería una fuerza transformadora. Su misericordia despierta ecos en mi alma. Dios me respeta. El respeto hace que me sienta aceptado como soy. Dios respeta mis formas, mis debilidades, mis carencias. No me fuerza, no me presiona, no se cuela en mi alma poniendo en peligro mi pureza. Dios me protege apartando mis temores. Esa mano que me cubre es la que me salva. Muchas veces he tocado su mano que hacía milagros a mi paso. Milagros de amor que yo atribuía a la suerte o a mis propios talentos y virtudes. Que alguien me quiera y acepte es un milagro inmenso. Que salgan algunos de los planes que cultivo en mi interior es otro milagro. Que la vida cuadre y yo tenga paz es el mayor milagro. Dios me perdona y me devuelve la alegría cada vez que mis caídas y tropiezos enturbian mi ánimo. Su misericordia me hace sonreír entre lágrimas. Lo habré perdido todo y al mismo tiempo lo poseeré todo. No quiero despertar la compasión de los hombres, pero eso es parte de mi pecado de orgullo. Estoy dispuesto a ceder ante Dios y aceptar su mirada compasiva. Esa mirada me levanta del barro sin juzgarme, sin exigirme un cambio inmediato en mi interior. Porque igual que no puedo correr la piedra que esconde mi pequeñez, tampoco puedo corregir mis defectos y evitar mis debilidades. Tocar la misericordia de Dios en mi vida sólo es posible cuando me he visto desnudo en mi pecado. En momentos de turbación, de crisis, se desvela la materia de la que estoy hecho. Así lo comenta el Papa Francisco: «En las pruebas de la vida se revela el propio corazón: su solidez, su misericordia, su grandeza o su pequeñez. Los tiempos normales son como las almidonadas formalidades sociales: uno nunca demuestra lo que uno realmente es. Nos dedicamos a sonreír, decir lo correcto y salir de la estacada sin mostrar jamás quién soy en realidad. Pero cuando pasas por una crisis, ocurre todo lo contrario: te pone ante la necesidad de elegir y, al elegir, se revela tu corazón». En medio del dolor y de mis lágrimas elijo a Dios, opto por dejarme mirar, salvar, sanar, levantar por Él. Su mirada se abaja a la altura de donde estoy caído. En estos momentos difíciles que vivo me siento frágil y sin poder controlar nada. Miro a Dios compungido. Quiero su perdón, su mano que me levante y saque de mi miseria. Tal vez es necesario caer para poder tocar la fuerza de ese brazo que me saca de las aguas y me salva. Siento la fuerza de esa misericordia que me hace abrazar la esperanza cuando todo parecía perdido.

Jesús trae la paz. Eso es lo que me repite este domingo. Llega hasta los que ama que están escondidos en el Cenáculo y les entrega su paz. Su corazón se calma: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros». Jesús entra por las puertas cerradas. No importa con qué fuerza cierre mi alma. Él entra. No presiona, simplemente pasa y me deja su paz. Es lo que ellos necesitan. Tenían miedo y temían por su vida. Estaban nerviosos y no querían morir. A menudo yo me aferro a mis planes, a mis seguridades. Me siento cómodo atado a mi vida tal y como es y no quiero que nada cambie en ella. Cierro las puertas de mi Cenáculo para que no entren los que desean mi mal. He construido muros para no ser herido, para que no me hagan daño. Me he protegido tantas veces de los que no me aman. Tengo miedo. ¿Por qué tengo miedo? Porque no confío en Dios, en su amor, en su vida. Porque no me creo que su amor me baste para ser feliz. Porque vivo buscando la felicidad en tantos bienes que no dependen de mí, son pasajeros. He construido una vida artificial y en ella quiero ser feliz. Y me alejo de todos los que me amenazan con sus propios planes y deseos. No veo en ellos a Dios. No descubro en ellos buenas intenciones. Sólo desean mi mal, pienso, y me pongo a la defensiva. No soy un hombre libre. Y pierdo la paz en esa esclavitud que he convertido en una forma de vida. Quiero controlarlo todo para que salga según mis deseos. Que no cambie nada cuando todo va bien y que cambie todo cuando nada funciona. A mi manera. Cierro las puertas de mi cenáculo donde me siento seguro. Gracias a Dios Jesús entra pese a mis resistencias. No puedo impedir que entre y me dé su paz. Y esa paz suya me calma. Es la paz del resucitado. Hay cosas en la vida que tienen mucha importancia. Es justo que me preocupe cuando suceden. Tienen que ver con la salud, con la verdad de mi vida, con la justicia, con el amor. Son sucesos y situaciones donde es razonable que pueda perder la paz por el miedo. Pero no todas las cosas que me inquietan merecen la pena. Hay sucesos y situaciones que son superficiales y no deberían afectarme mucho, pero lo hacen. Ahí veo mi inmadurez. Comenta el papa Francisco: «Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien». Hay cosas que suceden y tocan un nivel más hondo de mi vida. Son las cosas que tienen que ver con el mundo de Dios. Es la paz que viene de lo alto, del Resucitado. Él me da su paz y esa paz quisiera que fuera definitiva. No quiero perderla ante la primera contrariedad que sufra en el camino. Una paz honda que me haga libre y profundo. Una paz verdadera que impida que me turbe ante los pequeños problemas que trae la vida. No me quiero quedar en lo inmediato, en lo superficial. El otro día escuchaba una propaganda: «Entérate de lo que se está hablando en este momento en el mundo». Vivo inquieto queriendo saber cuál es el último trending topic o el último video viral o la última foto más difundida o la última noticia sobre algún tema crucial. Me importa lo actual, lo inmediato, lo que está pasando ahora. Y vivo sin paz, inquieto y agobiado por todo lo que sucede a mi alrededor. Sin paz en mi alma, sin calma en mi corazón. Angustiado, intranquilo, agobiado por lo que puede llegar a suceder. En esta pandemia de noticias en desarrollo me agobia que no pase pronto este virus y la situación que me atormenta no pase rápido. Y le exijo a Dios que cambie todo. Me quedo en la superficie de las aguas del río que pasa por mi corazón. Aguas revueltas, confusas, en las que no puedo ver el fondo del río. Es cierto que sumergirme en las aguas de mi alma tiene sus riesgos. Como esos buceadores que se sumergen en cuevas profundas recorriendo galerías estrechas. No pueden mover los pies con fuerza porque si lo hacen moverán la arena del fondo y las aguas se volverán turbias. Si sucede no podrán ver la salida y no lograrán subir a la superficie cuando les falte el oxígeno. Cuando me sumerja dentro de mi alma quiero hacerlo con calma. Sin prisas. Sin mover mucho los pies para no levantar la arena del fondo. Quiero ir buscando a tientas los caminos que me llevan a mi interior. Me dejo sumergir en lo más hondo. No fuerzo. No presiono. Dejo que Dios me guíe de su mano en mi interior. Él puede hacerlo. Y allí tomo mis miedos y se los entrego a Dios. Le pido que me dé su paz, esa paz que nada podrá quitarme y me permitirá distinguir las cosas por las que merece la pena que me preocupe y aquello que no es relevante. Dejaré de dar valor a las noticias pasajeras que vuelan rápidamente. No me agobiaré intentando llevar el control de mi barca en el mar abierto. Sólo Dios sabe cuál es la ruta que me conviene, yo lo ignoro. Dejo de hacer planes porque sólo Él tiene la paz que calma mis ansias. Simplemente dejo que entre y me calme por dentro. Y acabe de golpe con mis miedos.

Tomás me toca siempre el corazón. Su mirada de las cosas es tan humana. Mi mirada siempre está condicionada por mi pecado, por mi herida, por mi historia. Reacciono ante las cosas que me pasan de acuerdo con lo que he vivido antes. No reacciono como si fuera inmaculado. Tengo mi pecado, mi fragilidad, mi debilidad. Y todo lo que llevo dentro condiciona mi mirada. Es lo que le pasó a Tomás ese día al llegar al cenáculo, ese lugar de puertas cerradas que compartía con sus amigos, con los que amaba. Todos tenían pena en el alma. Pero ese día al llegar todo era alegría. Y Tomás no entendía nada o lo miraba todo con sus ojos marcados por su herida, por su pecado. Ese día lo que escuchó de sus amigos lo llenó de tristeza: «Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor». Los diez estaban felices. Le contarían con detalle lo sucedido, cómo entró Jesús con las puertas cerradas y les dio su paz, y les regaló el Espíritu. Todo era nuevo y estaba lleno de luz. Pero Tomás no compartía su alegría. Una nube densa se cernía sobre su ánimo y «les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». No puede compartir esa alegría porque él ha quedado fuera. Jesús no ha venido a verlo a él. Ha visitado a los diez, pero no a él. ¿Por qué no ha esperado a que llegara? Una pena honda turba su ánimo. ¿Envidia, celos? El corazón se compara siempre con el que más tiene, con el que menos sufre, con el que más éxito tiene. Tomás sufre por esa comparación. Si Jesús lo quisiera a él habría venido estando él presente. Pero no ha sido así. Es un excluido. Jesús no lo ama. A menudo me comparo y encuentro que otros son más valiosos que yo, o más queridos. Y sufro. Una nube espesa cubre mi ánimo y me entristece. Me siento relegado, no tomado en cuenta, no elegido. No estoy entre los que Jesús ama. Entre aquellos a los que los hombres aman. Y sufro por mi herida, por mi pecado, por mi historia. Como Tomás. ¿Cómo no voy a valorar hoy que uno de los doce, de los más amados, sienta lo mismo que yo? Me gusta ese apóstol tan humano y sencillo, tan básico. Sufre porque él no estaba y reclama una prueba imposible. Que Jesús vuelva y él pueda meter su mano en el costado de Jesús. Parece sencillo. Pero es imposible y Tomás lo pide, lo desea, lo espera. Tal vez nunca se habría sentido tan solo. Jesús parece no amarlo. Pertenece a ese grupo de los elegidos, pero se siente solo. Nadie lo ha echado de menos ese día. Como si él no importara. Me gustan las palabras de S. Efrén que dan consuelo: «Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras». No quiero llenarme de tristeza por lo que aún no tengo. No quiero perder la alegría al pensar en el ahora que no es completo. A mí me pasa a menudo cuando no toco la plenitud que deseo. O no obtengo los éxitos y beneficios que sueño. Me organizo la vida para ser feliz y no me funciona. Y sufro. El corazón sufre. Tengo miedo. Me asusta esta vida que llevo en la que tantas cosas pueden quitarme la alegría. Porque esta no está anclada en lo más hondo de mi corazón, en el corazón de Dios. Si realmente me supiera amado hasta mis entrañas. Si comprendiera que Dios me quiere como soy, con mis errores y caídas, con mis límites. Si supiera que el amor de Dios no depende de mi buen comportamiento y de mis santas acciones. Entonces no me compararía con nadie y no viviría triste echando de menos lo que no tengo. Tomás es querido por los suyos y por Jesús. Pero quiere una prueba de amor como la que todos ellos tuvieron ese día. Sufre al compararse y no ve lo bueno de su vida. Es lo que pasa cuando la tristeza invade como una niebla el alma y la llena de nostalgia. El deseo de un infinito que no poseo. El ansia de una paz que no me llega. Como si desease que todo a mi alrededor se llenara de vida y alegría. Esa tristeza de Tomás me recuerda a la mía. Y también su mirada sobre sus hermanos que ese día pasaron casi a ser sus enemigos. Como si le hubieran traicionado ellos ese mismo día. Mi corazón se envenena y dejo de ver lo bueno de mi vida. Ese grupo del cenáculo será luego el germen de lo que describen los Hechos de los apóstoles: «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía». Eso era lo que Dios quería para ellos. Pero el demonio introduce la cizaña de la envidia y todo se echa a perder. Desaparece la alegría y se rompe la unión. La división es muy fácil de introducir. La comparación, los celos, la envidia bastan para romper lo que Jesús había logrado entre ellos, que se quisieran como hermanos y que lo compartieran todo. Es muy fácil romper la comunión. Basta con un día de luz en el que uno no participa. Uno que se creía con derecho a la luz y se siente rechazado. Entonces brota la enemistad provocada por la envidia.

Tomás tiene que vivir la envidia y la tristeza para poder experimentar un amor más grande. Jesús no tenía por qué volver sólo por él, pero lo hace: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llego Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: - Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Tomás vivió este día la infinita misericordia de Jesús. Dios se compadeció de él, se abajó, y se puso a la altura de sus deseos. Conocía su corazón y lo amaba profundamente. Y por eso volvió y se puso junto a él, porque lo amaba. Se detuvo a su lado porque eso bastaba. Eso y tocar su carne herida, meter la mano en su costado. Esa imagen siempre me emociona. Me imagino a Jesús entregado a los deseos de Tomás mostrándole sus heridas. Tomás puede tocarlas para ver que son verdaderas. Que están ahí. Que no han desaparecido después de la muerte. Que no es mentira y Jesús, aquel al que él ama, está vivo. Las heridas hacen reconocible a Jesús. A mí también me hacen único mis propias heridas. Recuerdo muy bien de dónde vienen. Recuerdo la escena en la que fui herido, el momento, la persona, las palabras, los hechos. No tengo que hacer un gran esfuerzo. Siento hasta los olores y percibo la luz de aquel mismo momento. Hay algunas otras heridas que quizás no sé de dónde vienen. Están ocultas en la nebuloso de mi infancia o juventud o simplemente mi espíritu de supervivencia las tapó para que no siguieran doliendo. Son heridas visibles u ocultas. Pero todas ellas me hablan de mi verdad, de mi historia. Como recordaba un joven hace unos días: «No olvides tu historia pasada, aunque te arrepientas de lo que has hecho. Porque gracias a esa historia santa, la tuya, eres hoy el que eres». Esa es mi verdad, el color de mis heridas, su hondura, su dolor. Y si no sé cuáles son mis heridas y no me conozco, siempre habrá un momento, o una época en mi vida para ahondar en mi historia y tocar el lugar que más me duele. Abrirlo a la gracia de Dios, a su misericordia. Pienso en esos dedos de Tomás tocando la herida de Jesús. Mis dedos han tocado mis heridas alguna vez. He sentido el dolor porque sé que desde que las tengo reacciono ante la vida desde lo que sufro, desde lo que yo soy. No cuento mis heridas, no las publico, tengo pudor. Pero sí he dejado que alguien alguna vez metiera con respeto sus dedos y me ayudara a entenderlas y a aceptarlas. Y veo también los dedos de Jesús tocando mis heridas, como yo las suyas. Él llenando con su luz mi oscuridad, yo penetrando con mis sombras en sus luces. Así es ese encuentro desde mi herida. Y aceptar esa verdad llena de luz mi corazón. Por eso me gusta tanto la mirada de hoy de Jesús sobre Tomás, que también está muy herido. Jesús no le echa en cara su falta de fe. No habla mal de su envidia ni de su rabia, de esa actitud inmadura que había provocado la desunión en el grupo de apóstoles. No le recrimina por sus pensamientos más íntimos. Simplemente le muestra su amor infinito y le permite tocar sus propias heridas para comprobar que es Él. ¿Puede haber un amor tan grande, tan humano, tan de Dios? Tomás no puede dejar de sorprenderse. Es un milagro. Jesús ha venido sólo para estar con él, para conducir su mano al interior de su costado. Para decirle que lo ama con locura. Y él sólo puede exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!». Un amor así es el que quiero tocar en mi vida para creer como Tomás. Aunque Jesús me recuerde lo importante: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Yo quiero que Jesús me deje meter la mano en su pecho. Y quiero que Él meta su mano en mis heridas. Que vuelva por mí. Él viene a salvarme y a levantarme por encima de todos mis miedos y rencores. Viene a calmar mis iras y tristezas. Viene a hacerme creer en el sentido de mi vida, aunque palpe a menudo lo que he sufrido. Y entonces exhala su aliento sobre mí como hoy hace sobre los suyos. Aquellos a los que ha amado. Les da su fuerza para que ellos a su vez sean testigos de su misericordia: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidas». Ese día octavo, cuando ha pasado una semana de la Resurrección, de la Pascua, Jesús les muestra el camino a los suyos. Les muestra que no hay que desconfiar. Al pensar en ese día descubro que Dios me ama. Y entiendo que me basta con creer en el amor personal de Jesús por mí. No se olvida de nadie. Tomás es tan importante como cualquiera de los otros. Y por él vale la pena dejarlo todo y ponerse en camino. Jesús vuelve por Tomás porque le importa, porque no puede permitir que desconfíe de su amor y dude de su verdad. Las heridas son las huellas de la vida en el alma. Y la mirada de Jesús me hace comprender que tengo un valor mayor desde que fui herido. Porque soy más original todavía. Y puedo lograr que mis heridas, esas que tanto me cuestan y duelen, lleguen a ser fuente de vida para otros, para mí.

 



[1] Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[2] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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