Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de julio de 2020

Domingo 12 de julio de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XV Tiempo ordinario

Isaías 55,10-11; Romanos 8,18-23; Mateo 13,1-23

«El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta.    El que tenga oídos que oiga»

 12 Julio 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito aceptar mi verdad, lo que de verdad soy, para dejar entrar a Dios en lo más hondo. Porque Dios siempre actúa en la verdad»

¿Cómo es posible que de la sequedad del desierto pueda venir la vida que fecunde los bosques? Así es como la nube de polvo que viene del Sahara fecunda la Amazonia. El otro día leía sobre lo que explica Luis Ladino, investigador titular del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la Universidad Nacional Autónoma de México: «El polvo del Sahara llega a la Amazonía. Los vientos del Orinoco arrastran este polvo y lo introducen dentro del continente. El científico explica que los minerales que carga el polvo del Sahara funcionan como nutrientes para los suelos que los han perdido como consecuencia de una práctica excesiva de la agricultura, así como para los océanos. Trae hierro, que es importante para el fitoplancton y de mucho beneficio para los océanos». El polvo del desierto da vida porque aporta muchos minerales. Me impresiona cómo funciona la naturaleza. Lo imposible se vuelve posible. Hoy escucho en el salmo: «La semilla cayó en tierra buena y dio fruto». Yo me preocupo contantemente por regar mi jardín para que tenga vida. Procuro cuidar las plantas que están más necesitadas. Intento que los frutales den mejores frutos. Me angustian las plagas que afectan a los árboles sin que yo pueda hacer nada por impedirlo. Me duele si no llueve lo suficiente y si el sol es demasiado fuerte. Me asusta esta naturaleza que se escapa a mi control. Y Dios en la naturaleza hace que la Amazonia se ren¡ueve con polvo del desierto. Parece magia. Hoy nos preocupa tanto el daño que el hombre hace a la naturaleza. Y es verdad. La naturaleza es sabia. Tiene sus ritmos y caminos para dar vida. La semilla cae en tierra fértil y da fruto. Eso me impresiona. Dios actúa como quiere, donde y cuando quiere. Pienso entonces en mi propia vida, en mi alma que es un desierto con frecuencia. Me duele la sequedad de todo lo que vivo. Quisiera que en mi corazón hubiera ríos y pozos. Me gustaría que surgieran huertas completas y árboles diversos. Quiero ser fecundo, tierra fecunda. Pero aún así ese fenómeno del Sahara me muestra que mi desierto puede dar vida. La sequedad de mi polvo, de mi tierra árida, puede fecundar otras vidas. No lo entiendo muy bien, pero sé que Dios puede sacar hijos de debajo de las piedras. Puede sacar vida de la muerte y abundancia del hambre. Eso me consuela. Yo veo a menudo mi vida estéril, el desierto de mis vínculos, la soledad de mi alma y pienso que no es posible, que no va a salir vida. Pero me equivoco, para Dios nada es imposible. El polvo recorre miles de kilómetros desde el desierto para cumplir su misión. La espera es larga, pero el polvo y sus minerales llegan a la meta. Eso me gusta. La paciencia es lo propio del jardinero, del cuidador de la tierra fecunda. Pienso en el desierto de este tiempo que vivo. Un desierto de pandemia en el que tantas cosas buenas y posibles se quedan sin hacer. Un desierto en el que la vida no parece ir hacia ningún lugar. Y tengo miedo. Me asusta la soledad del desierto, la arena seca. Me asusta no tener la vida que tenía antes y pensar que por eso este tiempo puede ser infecundo. Es todo lo contrario. En el desierto de este tiempo que vivo confinado Dios me va a hacer fecundo para muchos. Me olvido de algo que vivo cada día en el santuario. Allí entrego mi vida en manos de María como mi capital de gracias y veo cómo mi entrega da frutos en corazones que no conozco. Me gusta esa mirada positiva sobre este tiempo. Ofrezco mis renuncias, mis sacrificios, mis soledades, mis planes cancelados, mis ilusiones perdidas, mis desafíos postergados. Mis metas que quedan tan lejos de mis pasos de ahora. Y en medio de ese desierto Dios me habla al corazón. Y me dice que todo eso dará vida sin que yo lo vea, sin que yo lo sepa. Será como una nube de polvo que trae fecundidad en el silencio. La fecundidad dentro de mi alma no depende solo de mí. Yo puedo esforzarme, puedo luchar y dar pasos. Pero es Dios el que me regala una fecundidad que no es mía. En este tiempo más que nunca valoro la renuncia que no puedo evitar. Valoro la muerte que no puedo eludir. Y el sufrimiento que querría dejar para otro momento. Valoro no poder salir y hacer lo que deseo. Es mi entrega silenciosa y voluntaria. Como ese polvo que, sin hacer ruido, fecunda la naturaleza. Ese milagro me habla de lo que es este tiempo para mí, para muchos que no conozco. Estoy sembrando semillas de eternidad y eso es lo que de verdad importa. 

La verdad me hará libre, lo sé. Aceptar la verdad de mi vida, mi propia verdad, es el camino para ser feliz y ser pleno. Siempre me impresiona esa frase de Pilatos ante Jesús: «¿Qué es la verdad?». Creo que esa pregunta recorre a todos los hombres. A mí también. ¿Es verdad lo que afirmo de forma contundente como una opinión? ¿Es mi juicio sobre la realidad verdadero sólo porque yo lo percibo así? ¿Es verdadero mi sentimiento provocado por la interpretación subjetiva que hago de los hechos? ¿Son verdaderos mi dolor, mi rabia, mi alegría, mi pasión? ¿Puede ser verdadero un sentimiento? ¿O lo son sólo los hechos? En realidad, un mismo hecho, una misma palabra, puede ser interpretado de muchas formas. Cada persona lo vive de una forma diferente. ¿Dónde está la verdad? ¿Cómo hago compatible mi sentimiento con el hecho objetivo? Mi manera de verlo no es la única. Ni mi sentimiento es la verdad absoluta. Pero creo que es bueno saber mirarlo. Mirar hacia el río de mi alma por el corre mi vida. Allí dentro se encuentra lo que en verdad soy. Vivo en una época en la que manda el sentimiento. Eso es lo verdadero. En parte es cierto, porque lo que siento es real y auténtico, aunque el hecho que lo provoca no sea tal como yo lo dibujo. Lo que yo he sentido al verme mirado por ti de forma injusta es una verdad que hay en mi alma. Y necesito que me respetes, que me mires con misericordia, que me pidas perdón y aceptes mi dolor. Quizás mi corazón tiene una herida que ha hecho que esas palabras o esos hechos los haya recibido de esa forma dolorosa. Cada uno interpreta lo que mira o lo que oye unido a una historia única y original. Quizás, aunque tú no estuvieras siendo injusto en tu interior, yo he percibido una injusticia. Mi interpretación es auténtica. No es mentira, es verdadera. Quizás, tengo derecho a que la aceptes. Forma parte de mí. Pero tu verdad también cuenta, tu propia historia, las intenciones con las que has dicho o hecho algo. Mi verdad no es la única. Creo que sólo Dios es la verdad absoluta en la que caben mis pequeñas verdades. Yo sólo tengo trozos de verdad, retazos limitados de una verdad infinita. Y cuanto más ame, cuanto más escuche a mi corazón y al de los otros, más amplia será mi mirada. El mar es más de lo que veo. Yo sólo veo una parte con sus límites, con orillas y horizonte que se pierde a lo lejos. Dios es el mar completo, inabarcable para mí. Él es más que lo que siento. Y el otro tiene un alma que no cabe en mi juicio, ni en mi opinión. Dios conoce mi verdad, quizás mejor que yo mismo. Conoce y pronuncia mi nombre único. Sólo Él sabe los rincones escondidos de mi alma. Conoce mis mares y mis playas. Mis montes interiores. Mis valles oscuros. Mejor que yo mismo. Por encima de todo, mi verdad es que soy hijo de Dios, que le pertenezco. Y sé que Él me ama tiernamente. Y esa verdad no cambia por el reconocimiento o la desvalorización de los otros. La verdad de mi historia, de mi vida, no la cambia que alguien me vea distinto, me vea culpable, me vea mala persona. O me vea maravilloso y perfecto, sin mancha. Yo sigo siendo el mismo, antes de la condena y después de la condena. Sigo siendo el mismo, antes y después de una opinión o de una noticia que sale a la luz. Tendré mis mismos defectos, debilidades y pecados. Y también las mismas virtudes y talentos. Mis sombras y mis luces son las mismas antes de que alguien opine sobre mí. Todo estaba ahí, en mi interior, aunque el mundo no lo conocía, Dios sí. ¡Cuántas veces, en un segundo, creo que ya conozco todo del otro! Incluso sus lados ocultos que imagino. ¡Cuántas veces por una sola cosa que veo o que oigo de una persona, hago mi valoración de su vida entera y la salvo o la condeno! Reconozco que yo soy más que mi pecado, soy más que un acto o una palabra concreta, más que mis vacíos y mis silencios. No es necesario que mi historia íntegra, mi esencia, lo que soy, mi verdad más profunda, sea conocida por todos. No tengo que hacer públicos mis pecados. Esa verdad es sólo mía y de Dios, y de aquellos con los que la quiera compartir. Nadie me puede exigir que me muestre, que cuente, que me exponga. Los que me aman intuyen mi verdad, aunque no capten todo. Los que me aman no dudan de mí. Eso es lo más sanador que existe en la vida. Que crean en mí. Que no tenga que estar permanentemente defendiéndome o justificándome ante el mundo. O explicándome y defendiendo mis actitudes. Sé que me aman por mi verdad, por lo que soy, porque están de mi parte. Como Dios mismo me ve, ellos me ven. Dios mira mi corazón en lo más hondo. Él sabe lo que se mueve en mí. Por eso tengo que estar en paz con mi verdad y aceptarla, y quererla. Leía el otro día: «La voz de Dios comenzamos a escucharla cuando escuchamos hasta el fondo nuestra verdad»[1]Necesito aceptar mi verdad, lo que de verdad soy, para dejar entrar a Dios en lo más hondo. Porque Dios siempre actúa en la verdad. Y tantas veces estoy desconectado de mi interior, de lo que me sucede. Ortega y Gasset decía: «No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa». Me desconozco. Y también desconozco a los que viven a mi lado tantas veces.

Pero la realidad es que no siempre estoy dispuesto a aceptar la verdad: «Estamos dispuestos a creer cualquier cosa menos la verdad»[2]Prefiero a veces mentiras que maquillen la verdad que duele. Esa verdad que habla de mi pasado, de mi presente, de mi realidad, de mi fragilidad y necesidad. Esa verdad contra la que me rebelo como un niño inmaduro queriendo que sea distinta. Cuando vivo en la verdad soy libre, cuando me apego a las mentiras, soy esclavo. Sé que sólo si me siento amado tal como soy, sin caretas, sin condiciones, seré profundamente libre. Pero mi verdad no es sólo lo negativo, el pecado que me confunde. A veces lo veo así. Me detengo en la debilidad. La verdad tiene sus luces y sus sombras. Pero ante todo es la belleza la que define mi verdad. Dios me creó para la luz y puso en mi alma al modelarme su aliento más puro y su capacidad de amar. Me gustan las palabras el P. Kentenich hablando de «La imitación de Cristo» de Kempis: «En este libro, las debilidades humanas son acentuadas muy fuertemente. Habla de cerdos, de acervos de estiércol. Todo esto son verdades, pero inducen a detenerse demasiado en la pequeñez del hombre, en su ser nada»[3]. La verdad de mi pecado importa. No quiero negarla. Es parte de mí. Pero no quiero que esa realidad oscurezca mi belleza, mi luz interior. Soy mucho más que mis caídas. No soy blanco o negro. No soy noche o día luminoso. Soy una mezcla de bondades y maldades, de fortalezas y debilidades. De alturas y de abismos. Y más allá de todo, mi corazón está hecho para el cielo. Y soy profundamente amado y elegido tal como soy. Dios me espera cada noche y cada mañana. Para Él soy precioso y único. Ha soñado conmigo desde siempre. El juicio de los demás sobre mi vida, sea injusto o cierto, no me cambia. No aumenta mi maldad. No engrandece mi bondad. Hoy parece que un juicio lanzado en las redes sociales vale más que muchas investigaciones minuciosas sobre un caso, sobre una persona. Lo que se publica en seguida se acepta como veraz, o por lo menos surgen las dudas, las sospechas, los miedos. Anthony C. Grayling comenta sobre la «posverdad» que impera ahora: «Todo es relativo. Se inventan historias todo el tiempo, ya no existe la verdad». Parece que lo único verdadero es lo que siento. Lo que en mí despierta un hecho concreto, o una noticia. La decepción y la rabia, la duda y el miedo. Los hechos objetivos que no conozco importan poco. Y a veces parece que lo sé todo. Puedo hundir a una persona o elevarla con una sola opinión, con un juicio lanzado al aire de forma temeraria. Brota la sospecha. No importa si es verdad lo que digo, o no lo es, o sólo lo es en parte. No siempre podré saber toda la verdad de los hechos. Puedo entonces dejarme llevar por los juicios que vierten los hombres. Y me haré una idea falsa o verdadera de las personas. Pero no es mi criterio, es el de otros que yo hago mío. Tengo claro que la opinión que escucho sobre alguien a quien quiero o incluso el saber algo verdadero de su vida, no altera mi relación con él que es verdadera y está basada en muchos más elementos. Tengo un vínculo personal, conozco su historia. He tocado su verdad y su mentira. Conozco su bondad y su maldad, su debilidad y su fortaleza. Sus heridas y su historia. Me he enamorado de su estilo, de su impronta personal. De su carisma que es sagrado, porque viene de Dios. Podrán lanzar juicios al aire sobre él, o hablarme de hechos que no puedo demostrar. Y quizás dudo sobre él, tengo sospechas. Pero ¿quién soy yo para juzgar su vida? Sólo Dios lo puede hacer. Y ante los ojos de Dios es él lo más valioso, el hijo más amado. Y si lo amo, ese amor entre nosotros es la verdad para mí. Porque yo estuve a su lado y toqué su corazón. Y lo que viví es verdad. Eso no me lo quita nadie. No dudo de esa verdad. Porque mi fe en él ha ido creciendo con los años. Y esa fe se sostiene, aunque otros emitan juicios sobre él, opiniones desvelando hechos desconocidos. Incluso aunque en mi ignorancia de todo no pueda refutar cada una de sus críticas. Mi amor es más firme, no se desalienta. Es mi forma de mirar la verdad sobre las personas. Me gustaría también que los que me aman sean así conmigo. Que crean en mí. Que por encima de un juicio que escuchen, o incluso algo que vean y que no les guste, me sigan amando. Y sigan confiando en mí, en lo que hay entre los dos. Una opinión sobre mí vertida al aire, o el desvelar un pecado de mi pasado, no altera lo que yo soy. Ya estaba todo ahí en mi corazón antes de salir a la luz. Soy el mismo con mi verdad, con mi dolor, con mis miedos, con mis pecados. Es importante aceptar la verdad. La mía y la del otro. La verdad de los hechos. Puede que no siempre esté preparado para hacerlo. Cada uno necesita su tiempo, hacer su camino, vivir su duelo. La verdad y el amor van de la mano. Sin amor la verdad es dura como un cuchillo. Y sin verdad el amor es un sentimentalismo fugaz, superficial e inmaduro. La cruz de Cristo está sostenida sobre el brazo de la verdad y del amor. A veces necesito tiempo para aceptarlo. Quizás no estoy maduro en cualquier momento para enfrentar verdades dolorosas. Puede ser que una verdad me aleje de los que amo. Porque creí ingenuamente en su pureza inmaculada. Los encumbré creyéndolos perfectos, poniendo en ellos expectativas que en realidad suplían mis propias carencias y estaban por encima de sus límites humanos. Y cualquier hecho imperfecto de su historia me parece punible y me aleja de él. Quisiera tener un corazón grande, humano, amplio, como el de Jesús, para acoger a las personas en su verdad completa y sin miedo. Aceptarlos en sus límites, en sus heridas, en sus pecados. Y no quedarme en una imagen idealizada de su vida que no es real. Quiero mirar con los ojos de Cristo. Con humildad y respeto. Es la tarea de toda mi vida.

Me asusto muchas veces al ver sentimientos en mí que creía superados. O al descubrir bajo la piel miedos inconfesables. O percibir pasiones desbordantes que creía controladas. ¿No estaba ya todo educado en mí? ¿Educar significa reprimir lo que no me gusta de mí, lo que simplemente no acepto o es algo más? Recuerdo en una ocasión a un seminarista ya ordenado diácono despidiéndose del seminario. Al irse comentó: «La educación en mí no ha resultado». Me quedé pensando. Después de tantos años de camino, después de todo lo vivido, después de dejarme educar por Dios, por mis formadores, por mis hermanos, ¿me siento ya una persona educada? Me duele detenerme a observar mi ira, mi rabia, ese sentimiento tan negro que pensaba que no existía dentro de mí. Me veo por fuera manso, pero por dentro veo que no lo soy. Brotan con facilidad la rabia, los gritos, las palabras fuera de lugar. ¿Estará todo mal en mi autoeducación? ¿Habré fracasado en el intento? ¿Soy sólo el hombre refinado y educado que quiero mostrar hacia fuera, todo bajo control, como cuando voy de visita? ¿O soy también ese otro lleno de impulsos ingobernables, que se desborda en sentimientos difíciles de contener dentro de un molde? Educar es mucho más que reprimir. Cuán a menudo he visto a personas aparentemente mansas confesarse de estallidos abruptos de ira. ¿Estarán exagerando? No lo creo. Seguro que bajo su aparente calma hay un mar revuelto de emociones, un mundo interior lleno de fuego. Y estalla cuando aflojan las barreras que intentan contener el mar. No quiero simplemente ahogar mis sentimientos más profundos. Leía el otro día: «Las emociones, especialmente cuando no son escuchadas y educadas, tienen la peculiar característica de propiciar una reacción exagerada con respecto al hecho originario. Cuando una reacción es desproporcionada, es señal de que su causa era fundamentalmente interior, que está emergiendo algo muy personal, desencadenado por una causa ocasional, generalmente irrelevante. una reacción exagerada (y quien observa desde fuera se da cuenta de ello fácilmente) indica que hay algo no resuelto que anida en el interior como un polvorín presto a estallar: ¡basta una insignificante cerilla para que se produzca el desastre!»[4]. Miro lo que todavía en mi interior no está superado. Hay emociones que provienen de rencores guardados en el alma. Siento que el perdón no ha resultado. Sigo sin perdonar y la herida provoca emociones que se desbordan. Tengo que ser un observador paciente de mi alma. Descubrir las corrientes interiores que fluyen bajo la piel. No negarlas, no ignorarlas. Sólo me queda hacer consciente lo que siento, aceptarlo y entregárselo a Dios. No lo niego, no lo tapo con mis manos como si no existiera. No quiero olvidarlo porque cuando menos lo miro más fuerza adquiere. Hoy escucho que «hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto». Yo también gimo en mi interior con dolores de parto. No todo está ordenado dentro de mí. Sé que en el cielo será distinto. Pero ahora mi pecado hace brotar en mi interior sentimientos que me descolocan, me asustan, me incomodan. No los ignoro, pero tampoco me asusto. No soy una persona sin solución. Dios me quiere como soy, también con ese volcán que tengo en mi alma. También ese yo que pocas personas conocen. Dios sí conoce toda mi verdad, todos mis exabruptos, todas mis negaciones y mis miedos. Ha mirado mi alma con mirada compasiva y me recuerda que soy más que lo que siento, más que lo que no me gusta de mí y que aflora a la superficie en días de tormenta. Me mira con paciencia. Me ama con profundidad. No quiero negar lo que veo en mí. Se lo entrego a Dios para que me calme y haga nacer el perdón con la paz en lo más profundo de mi alma. Reconozco que la educación de Dios en mí no ha acabado. No acabará hasta que cruce la puerta del cielo, hasta que exhale mi último aliento y sienta que lo he dado todo. Mi corazón que ama hasta el extremo no conoce de medidas razonables y prudentes. Tiene la fuerza interior de los volcanes, esa velocidad terrible de los vientos. Busca a Dios escondido en mi alma y en el alma de tantos. Y recorre los caminos de su mano, calmado en su pecho. 

¿Cómo es posible que queriendo hacer el bien sea el mal lo que consiga? ¿Por qué si deseo ser libre totalmente acabo cediendo y me hago esclavo? ¿Cómo puede ser que mi vida no sea tan perfecta como la he soñado, ni mis actos, ni mis pensamientos? Es tan débil la vida que sostengo entre mis dedos. ¿Cómo puede ser que se marchite esa planta que he cuidado con tanto esmero? ¿Demasiada agua, demasiada poca? Rara vez muere una planta por tener poca agua. Muchas veces se pudre cuando tiene demasiada. Tal vez mis pecados pesan más, mucho más que mis obras buenas. Al menos me parece que pesan mucho en el alma, dentro de mi cuerpo, como una losa pesada que no logro apartar del pensamiento. ¿Cómo es posible que mi voluntad sea tan débil y no logre resistir la tentación que me provoca? La culpa se adentra como una marejada dentro del alma. Como una niebla gris que todo lo oculta. No logro ver el siguiente paso por la oscuridad de esa culpa que me enceguece. Quisiera ser libre de toda culpa, vivir desprovisto de toda falta o pecado, como un hombre perfecto, sabio e inmaculado. Me gustaría hacer bien todo lo que intento, controlarlo todo. Mi ánimo, mis gestos, mis movimientos, mis palabras, mis silencios. Incluso lo que pienso o siento. No resulta. El silencio que busco no acalla mis gritos. La paz que tanto deseo no calma mis rabias. Indefectiblemente caigo en la corriente del pecado y la dejadez, la tibieza y la mediocridad, el olvido y el miedo. Todo esto como si fuera llevado como un autómata allí donde no deseo ir, allí donde me siento tan infeliz que no quepo dentro de mi rabia y tristeza. ¿Cómo logro romper esa cadena de pesares que lentamente va atrapando mi cuerpo y mi alma? Hoy escucho: «Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». El sufrimiento de la experiencia de la propia debilidad, de la corrosión que produce en mi alma el pecado, de la pobreza que experimento al no ser dueño de mi propia vida. Todo ese sufrimiento que cargo sobre mis hombros no es nada si lo comparo con el cielo, con lo que sueño al final del camino, con la paz que tendré al cruzar la santa puerta de la vida. Leía el otro día: «El pecado consiste fundamentalmente en la autoafirmación del ser humano, que se encierra en su propio poder para asegurarse contra Dios y frente a su hermano»[5]. Mi debilidad me lleva a autoafirmarme. Valgo más que ese Dios al que tanto amo. Valgo más que los sueños que tengo dentro de mi alma. Valgo más, es más poderosa la tierra que encierro dentro de mi alma. Sólo Dios tiene la última palabra sobre mi vida. No soy yo a fuerza de voluntad el que saca adelante mis semillas, la vida que hay en mi alma, el camino santo que quiero recorrer. No, debo dejarme hacer por Dios. «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo». La palabra de Dios viene sobre la tierra de mi alma para hacerla fecunda. Pero yo veo tanta dureza, tantas plantas que opacan la luz del sol, tanta sequedad y tanta pobreza. Nada bueno parece poder salir de mi tierra enferma. Sólo el pecado, y esa cadena pecaminosa que se pega al alma y la va enfermando lentamente. El otro día me hablaron de la plaga de muérdago en los árboles. Un árbol de mi jardín la tenía. Parecía una planta inofensiva. Los pájaros se alimentan del fruto del muérdago y al defecar depositan las semillas sobre las ramas. En las ramas germina el muérdago y se desarrolla. Hay que cortar la planta que parece inofensiva para que el árbol no muera. Así sucede también en mi vida. Algo en mí empieza a crecer con fuerza. Parece inofensivo. Hago algo que es bueno, no es malo. Es bello, no es feo. Puede ser una relación, una tarea que me parece positiva. Pero pronto comienzo a ver efectos negativos. Voy perdiendo la paz, o la fuerza. Languidece mi energía. O es tóxico aquello que parecía inofensivo. Me va quitando la vida poco a poco, sin darme cuenta. Puede ser una relación que no me hace bien, o puede ser un encargo que ponen sobre mis hombros y me va desgastando sin darme cuenta. O una exigencia que parece legítima, pero que me va quitando la alegría y la paz. Tal vez tengo que quitar aquello que no me hace bien, siendo aparentemente bueno y valioso. Esas plantas son parásitos que viven de la vida del árbol. Puedo tener parásitos que viven de la vida de mi alma y me hacen languidecer. El jardín interior de mi alma se va secando, desgastando, por el peso de tareas que superan mi capacidad. Y pierdo la alegría y la esperanza. Creo que puedo con todo. Pero me ahogo dentro de la noche de mis miedos y pesares. ¡Cuánto pesa el pecado, cuánto pesa la dejadez en la que me encierro! Necesito que Jesús sea el jardinero de mi vida. Necesito su palabra que anide en los pliegues de mi alma.

Hoy Jesús me invita a estar abierto para recibir su Palabra. Esta parábola la he escuchado muchas veces, pero sigo sin hacer caso: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga». Yo parezco no entender lo que Jesús quiere de mí. Simplemente necesito que me abra como tierra nueva, como tierra sana. Su Palabra es la semilla que necesita una tierra en la que poder dar fruto. Su palabra despierta vida en mi corazón. Necesito saber escuchar lo que Dios me dice. Me cuesta escuchar y entender las voces donde Dios me habla. Soy como un terreno pedregoso en el que es difícil que la semilla pueda germinar. Necesito dejar que Dios me diga lo que tengo que hacer y cómo interpretar la vida. Necesito saber lo que Dios quiere. Cae su semilla al borde del camino y es imposible. Mi alma es un desierto. Y a veces me asusta que nada dé fruto en mi interior. Un desierto en el que vivo. Y sé que Jesús quiere que mi vida sea un vergel. Un huerto sagrado en el que ha de nacer la esperanza. ¿Qué puedo hacer? Trabajar la tierra de mi alma. Hacer silencio para que pueda escuchar esa Palabra. Acabar con los ruidos que son como la maleza que me impide interpretar los signos de Dios. Hoy escucho: «Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales. Riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes. tus carriles rezuman abundancia; y las colinas se orlan de alegría. Los valles se visten de mieses, que aclaman y cantan». La parábola de la semilla habla de un reino que crece en lo escondido y da fruto donde parece imposible que crezcan plantas buenas, frutos buenos. A veces siento que mi vida herida no puede dar el fruto que Dios espera de mí. Se me olvida que Él nunca me va a pedir lo que yo no puedo dar. No va a esperar de mí un fruto que no posea en forma de semilla. ¿Qué frutos espera de mí? Sólo los que ya tengo en mi interior. Sólo los que tienen que ver con mi originalidad. Dios me ha creado con unos talentos, con unos límites, con unas heridas que se han hecho patentes con el paso del tiempo. Dios me ha hecho niño, pobre, consciente de mi fragilidad. No espera que solucione todos los problemas. No pretende que esté a la altura en todas las circunstancias. Simplemente me ama con locura. Sabe que soy suyo y le pertenezco. Me ama en mi pobreza y me mira compasivo porque no me exige que esté por encima de mis capacidades. Ya se encargará Él de hacer fecundar mi desierto, hará posible que crezcan con la arena del desierto todos mis frutos. Él me trabajará con cariño y ternura. Y regará todo lo que siembre en mi interior. No me desanimo cuando se seca alguna planta, o muere otra por tener demasiada agua. No pierdo la esperanza cuando el miedo se apodera de mi ánimo y parece que todo está perdido o tiene difícil solución. No me pide que dé yo respuesta a los interrogantes del mundo. Ni me exige que esté a esa altura a la que no puedo llegar. Simplemente quiere que escuche su Palabra como un niño, con el alma abierta. Me gusta esa mirada de Dios sobre mí. No me eligió porque comprobó todas mis cualidades humanas. No lo hizo porque vio en mí una naturaleza única. No me eligió por mis muchas capacidades. Simplemente me llamó porque quiso, no por mérito mío. Y me capacitó para su misión. Me pidió que le siguiera no porque necesitara mis talentos especiales sino porque veía en mí una tierra que podía dar fruto si me dejaba hacer. Es lo que me pide. Que confíe en el agua, en la semilla, en el sol, en el tiempo. Que no sea impaciente y mire mi alma como un jardín florido incluso cuando en él no haya ninguna flor, ninguna vida. Me pide que no desespere. Que no me eche atrás movido por el miedo o la tristeza. Me anima a seguir caminando en medio de dudas y sospechas, de verdades incompletas y sueños inconclusos. Me pide que no me desaliente ni desaliente a otros con mis miedos. No quiere que me muestre como aquel que lo sabe todo y tiene todas las respuestas. Simplemente me pide que acoja su Palabra y enseñe a otros a acoger su Palabra, no mi palabra. La suya que es la que da vida y despierta esperanza. La suya que es capaz de recoger una cosecha que no ha sembrado.  

 



[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[2] Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento

[3] José Kentenich. Charla 3 de septiembre 1949. En las manos del Padre, Editorial Patris1998, 66.

[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[5] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

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