Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de septiembre de 2021

Domingo 12 de septiembre de 2021 | Carlos Padilla

XXIV Domingo Tiempo ordinario

Isaías 50,5-9a; Santiago 2,14-18; Marcos 8,27-35

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. El que quiera salvar su vida la perderá; el que pierda su vida por mí la salvará»

12 septiembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Tocar el perdón de Dios, viendo que es inmerecido, me enseña el camino del perdón en mi propia vida. Perdono con una misericordia llena de ternura que viene de Dios»

Nadie es indispensable. Pero está claro que cada uno deja su huella allí por donde pasa. Marca el ambiente y a las personas. Influye con sus actos y palabras. Lo que hago no resulta indiferente. Seré recordado por lo que dije o hice, por lo que hice sentir y pensar a los que me conocieron. Por mis omisiones y silencios. Y luego, cuando me haya ido quedará mi huella, el paso de mis obras, el impulso que di o la herida que dejé marcada en la piel. Mi alegría o mi tristeza. Todo importa, lo tengo claro. Lo que hago y lo que dejo de hacer. Pero en realidad no soy imprescindible. A veces puedo llegar a creerme que sí lo soy, que si un día llego a no estar presente, la vida será peor para los que amo y perderán su alegría. En esos momentos, cuando esta tentación me asalta, llego a pensar que soy imprescindible. Creo que si yo no estoy o no aporto y no construyo, las cosas no van a salir bien. ¡Cuánta vanidad hay en ese pensamiento! ¡Cuánta necesidad de hacerme indispensable! Puedo crear relaciones dependientes y es como si no hubiera otro camino. O creo que tengo que estar siempre presente, y no faltar nunca de la vida de las personas y cargo sobre mí una responsabilidad infinita. ¿Qué pasará si no estoy presente? ¿Qué harán sin mí? Se trata de las dependencias que yo mismo he creado. He intentado que el mundo y los hombres sientan la dependencia. Sin mí están perdidos y yo me siento feliz de estar presente siempre cuidando sus vidas. Es como si con mi voz y mis actos salvara el mundo. ¡Qué gran error! No dependen de mí para salvarse. Pero yo corro el peligro de poner sobre mis hombros una responsabilidad inmensa. Nada pueden hacer sin mí, sin mi opinión, sin mi presencia salvadora. Yo resuelvo todos sus problemas. Y llegará el día en el que compruebo que si falto la vida sigue igual. Nada cambia en exceso. Las preguntas que quedan en el aire encontrarán respuesta. No es necesario que yo las responda. Y hasta me podrán echar de menos, pero mi falta no será el final de nada. Lo he vivido muchas veces. En mi propia carne, en la de otros. Y también he sufrido el exceso de responsabilidad. Me he sentido tan necesario que no podía dejar de lado lo que había que hacer. Siempre había que hacer algo, salvar a alguien, levantar el mundo con mis manos débiles. Decir la palabra correcta, guardar el silencio adecuado. Después de todo siento que asumir que no soy indispensable, es en realidad lo que me salva. Me libera de cargas que otros ponen sobre mí. Me da paz saber que soy importante pero no indispensable. Es así como acabo comprendiendo que soy único. Valioso en mi originalidad. Tengo algo que aportar y por eso no puedo dejar de dar lo mío, de entregar lo que Dios me ha dado. Pero no tengo razones para vivir con angustia. Nadie tiene derecho a presionarme. Y no debo tener miedo a fracasar en el intento. Doy todo lo que tengo, lo mío, eso basta, aunque no sea suficiente. Pero si más tarde no puedo darlo, no pasa nada, la vida sigue y cada uno avanzará por su propio camino. Hago lo que puedo y eso basta, porque es eso lo que Dios me pide. Que sea fiel a mí mismo. Les decía S. Juan Pablo II a los jóvenes: «Si sois lo que tenéis que ser encenderéis el mundo». Basta con que sea quien soy en mi verdad para cambiar mi ambiente, mi mundo. No tengo que ser distinto a lo que ya soy. Parece sencillo, pero me cuesta ver mi verdad y ser fiel a ella. Busco parecerme a otros. Continuamente me comparo, mirándome en el espejo de otros hombres. Miro a los que admiro y quiero ser como ellos. Me olvido en el intento de ser como realmente soy. No importa que muchos no me quieran como soy, no me acepten o no entiendan mi forma de amar y vivir. Quiero ser fiel a mi verdad y aportar lo que tengo. Tal vez no parezca suficiente para cambiar el mundo, para saciar la sed que el hombre sufre. Pero es mi aporte pequeño el que cuenta. Si soy el que tengo que ser, encenderé el mundo con mi vida. Eso me alegra. Si soy fiel al ideal que Dios ha escondido en mi alma. Ese aporte nadie más que yo lo puede dar. No lo olvido. Me mantengo fiel a mi originalidad, sin querer imitar a nadie. Y por el tiempo que Dios quiera, porque no depende nadie de mí. Esa actitud me salva. Comenta el P. Kentenich: «Cultivar una sana conciencia de sí mismo, la conciencia de que somos dueños de nosotros mismos, que Dios me pensó como un ser único y que yo vivo mi auténtica vida»[1]. Dios me creó de una forma concreta. Con mi belleza y mis límites. Esa mirada de Dios sobre mí me sostiene. No soy irreemplazable. Alguien vendrá que hará todo lo que yo no hice y llegará donde yo no llegaba. Estoy de paso y eso me da fuerza para aprovechar cada segundo. Para dar lo mío sin pensar que sin mí nada será lo mismo. Me da paz ver la vida de esta forma.

Tengo claro que el perdón es algo muy difícil. En nombre de Jesucristo perdono tantas veces. Es Él el que lo hace, no soy yo. Yo sólo pongo voz a sus palabras y alzo en mi mano su gesto. Y doy un perdón que no es mío, yo soy demasiado pequeño y el perdón supera mis fuerzas. Perdono faltas y pecados, con una facilidad única. Es Dios quien perdona y yo solo obedezco. Pero luego, cuando alguien me hiere y hace daño, cuando el rencor se asienta en mi alma, la impotencia se apodera de mí. No puedo hacerlo, no soy capaz de absolver a nadie en mi propio nombre. No logro perdonar olvidando el rencor que me hace tanto daño. Alguien me hizo daño, a mí o a otros a los que aprecio y admiro. Y me hierve la sangre por dentro. Y no surge el deseo del perdón, es más bien el deseo de venganza. ¿Cómo puedo llegar a perdonar de corazón a quien me ha hecho daño? La herida está abierta. El odio que brotó un día no lo mitiga el tiempo. Me dicen que si perdono me libero y si no perdono sigo encadenado a quien me hizo daño. Es verdad, no lo niego. Pero la cadena del rencor es demasiado gruesa. Y lo que queda grabado en el corazón no es fácil de borrar. No hay quien lo olvide, no puedo. Leía el otro día: «Perdónale lo que te hizo tanto daño como para que reaccionaras de esa forma y haz lo que sabes que debes hacer para que te perdone. No dejes que nada te lo impida. Solo estas cosas merecen la pena, lo demás no vale nada»[2]. Perdonar y ser perdonado. Parece tan sencillo pero todo esto es la clave sobre la que se asienta la vida del hombre. Una orilla, la del rencor y el recuerdo lleno de dolor. La otra orilla, la de la paz que da perdonar y ser perdonado. Entre las dos orillas me muevo en mi barca inquieto. De una a otra, casi sin darme cuenta, las aguas y el viento me llevan. Es tan difícil perdonar. Es tan milagroso que puedan perdonarme. Cuando la herida ya no tiene remedio. Cuando no puedo desandar el camino andado, retener las palabras vertidas, romper los silencios hirientes, contener los gestos violentos que rompen por dentro. Cuando no hay vuelta atrás es como si el perdón pretendiera disculpar el daño causado. Y eso no es posible. Hay siempre un culpable y una víctima. ¿Qué he de hacer para merecer el perdón? ¿Qué gesto reparador es necesario para que se justifique mi olvido o la paz después de haber perdonado? No hay nada que sea suficiente para que suceda el perdón. Ni el arrepentimiento del culpable. Ni su castigo o condena. Nada es suficiente. Porque la dimensión del daño sufrido supera cualquier gesto reparador. Es más hondo, más terrible. Por eso me queda claro que el perdón nunca está justificado. No perdono porque la deuda esté pagada. Es impagable. No me basta la enmienda, ni el castigo. El perdón sólo puede ser gratuito. Perdono porque Jesús logra que brote el perdón en mi corazón. Sólo Jesús puede hacerlo. Y si lo hace no es para que libere de su culpa al culpable. Él tendrá que hacer su propio camino de redención. Si perdono es porque es a mí a quien me hace falta pasar página, dejar atrás el rencor, sanar la herida y ser libre. Mientras siga adentrándome en mi propio resentimiento no avanzaré nunca, no creceré, no seré libre. Seguiré cargando el peso terrible de mi dolor. Sólo por gracia de Dios podré abismarme en ese mundo profundo de la misericordia. Sólo Dios puede hacerlo, no soy yo. Yo me siento impotente y seguiré eternamente condenando al culpable, porque se merece todo mi odio y mi desprecio. El odio del mundo entero. Pero no soy yo su juez, ni el que ha de hacer cumplir su condena. Eso no me toca a mí. A mí sólo me queda alejarme de él con paso firme. Dejar de invocarlo como culpable de mis males presentes. El daño causado lo guardo como parte de mi historia, no lo olvidaré nunca. Pero el perdón me permite emprender un camino nuevo de libertad, sin barreras ni ataduras. Le pido al Señor que me dé la gracia del perdón. Perdonar para salvar mi vida, para iniciar un camino nuevo, una vida nueva. El perdón que toco en la reconciliación con Dios me salva y enseña el camino de mi salvación. Comenta el Papa Francisco: «Es importante encontrarnos con la Misericordia de Dios, especialmente en el sacramento de la Reconciliación, teniendo una experiencia de verdad y ternura». Tocar el perdón de Dios, viendo que es inmerecido, me enseña el camino del perdón en mi propia vida. No perdono porque alguien lo merezca. No perdono porque se arrepienta y me pida perdón. Perdono con una misericordia llena de ternura que viene de Dios. Si no es así resulta imposible. El perdón de Dios en mi vida me enseña a perdonar.

Debo tener cuidado con lo que deseo, con lo que pido, con lo que ofrezco. Porque luego la vida me puede pasar factura. Y lo que deseo se puede convertir en una obsesión o acabar quitándome esa paz que pensaba conseguir poseyendo lo deseado. Los deseos no son malos ni buenos. Como leía el otro día: «El deseo, como cualquier otra realidad, se presenta de un modo ambiguo; ciertamente, puede conducir al mal, pero ello no impide que se presente originariamente como deseo de un bien»[3]. Deseo algo que me parece un bien. Sueño con ello. Me proyecto queriendo que ya sea una realidad en mi vida. Los deseos brotan en el corazón continuamente y mueven mi voluntad. El deseo de lograr una vida mejor y ser más feliz. El deseo legítimo de satisfacer mis ansias. El deseo me mueve por dentro. Quiero poseer lo que aún no es mío. ¿A qué precio? No sigo todos mis deseos. Miro en mi corazón, en lo más hondo. ¿Qué es lo que más deseo? ¿Qué le pido a Dios cada mañana? En mis peticiones se encierran deseos a veces inconfesables. Mis intenciones aparentemente puras no siempre lo son. Los deseos insatisfechos. Las heridas que me llevan a desear lo que no he elegido. Esos deseos que pueden apartarme del camino marcado. ¿Cómo distingo con precisión lo que me conviene? Rara vez sé lo que de verdad me conviene. Escucho en mi alma a ver qué grito por dentro. ¿Hará caso Dios a mis súplicas? Esas súplicas expresadas o esas otras calladas. Súplicas que se elevan como el incienso buscando la paz de Dios. Tengo cuidado con lo que deseo. Una vida con paz no siempre es una vida feliz. Una vida feliz no está exenta de renuncias y sacrificios. Lo que me conviene es lo que me hará feliz a la larga y moldeará mi corazón a imagen del corazón de Jesús. Sus mismos sentimientos, sus mismos deseos. Desde que avanzo en años asumo que no todos mis deseos son legítimos ni me llevarán a una vida lograda. Pero otros sí, los reconozco, los elevo en forma de súplica a los pies de Dios. Él hará posible lo que a mí me parece lejano e imposible. El amor de Dios quiere mi bien, lo mejor para mi vida. El alma se calma. En momentos de éxtasis puedo ofrecerle a Dios entregárselo todo. Cuidado, pienso en silencio. Dios puede aceptar mi entrega. Es fácil ofrecer la vida entera cuando sólo tengo ante mis ojos las siguientes horas. Pero luego la vida es muy larga. Cuidado con lo que ofrezco. No quiero ofrecer más de lo que luego podré dar. No quiero encadenarme atado a mis ofrecimientos incumplidos. No me hace bien pretender darlo todo mientras con la otra mano me guardo lo importante. Tengo en mi alma bolas de oro que no estoy dispuesto a soltar. Se lo he dicho a Dios ya muchas veces, para que lo sepa. Ya lo sabe. Y por eso he dejado de prometer lo que no está en mi mano dar. Sólo puedo decirle que lo amo ahora y le entrego todo en este momento preciso. Lo demás será don de Dios, no fruto de mi esfuerzo. Es verdad que me apasiono y, como cualquier enamorado, digo barbaridades. Prometo lo imposible. Y sueño con lo inalcanzable. Y Dios me mira conmovido, esa mirada la he visto muchas veces. No hay desilusión en su forma de mirarme. Sólo ternura porque sabe que mi voz expresa lo que deseo, aunque luego no esté a mi alcance. Por eso hago mías las palabras del Cardenal Sarah: «Cuando estés en silencio después de recibir la Sagrada Comunión, no pienses mucho ni ofrezcas muchas oraciones al Señor. En cambio, quédate ahí, en presencia de Jesús y dile: Jesús mío, ¿Quién soy yo para que estés aquí en mí? Y en tu intimidad maravíllate y admira». Tengo cuidado con lo que le ofrezco a Dios. Le doy mi vida, eso sí, pero con sus límites. Soy consciente de mi pobreza, de la textura de mis sueños y deseos. Conozco todas mis incoherencias e incapacidades. Pero Dios me escucha y me acompaña. Hoy he rezado en el salmo: «Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco». Dios me escucha porque quiere hacer posible lo imposible en mi vida. Quiere que tenga paz en el alma y no se borre nunca la sonrisa de mis labios. Me gusta ese Dios que no se deja engañar por la grandilocuencia de mis oraciones. Sabe cómo soy en lo más hondo y no se conmueve cada vez que le entrego todo. Conoce mis torpezas y sabe de mis reticencias. Aún así no me canso de soñar, de esperar, de desear incluso lo que no me conviene. Y Dios irá haciendo mi vida a su medida, aunque me duela muy dentro. Por eso no dejo de desear para que no me pase lo que leía el otro día: «Nuestros deseos nos pueden desviar, no porque exijamos demasiado, sino porque nos contentemos con demasiado poco, con satisfacciones modestas»[4]. Tengo deseos tan del mundo que no aspiro a mucho en esta vida. Me conformo con demasiado poco y así se me escapan la vida y los sueños entre los dedos. Quiero reconocer mi pobreza y soñar con las alturas, donde el alma encontrará la luz.

Una fe sin obras es una fe muerta. Así lo escucho hoy: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: - Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: - Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe». Decir que creo en Dios y no actuar en consecuencia no es coherente. La fe me permite creer en lo que no veo, en lo que no poseo, en lo que parece imposible. Y los frutos de la fe tienen que ver con mi actitud ante la vida. Esa actitud es la que lo cambia todo y así surgen los logros que tienen que ver con esa nueva mentalidad que se me regala. Mis creencias hacen posible que la realidad cambie desde mi debilidad. Creer que puedo llegar a la cima de la montaña me permite seguir escalando. No dudo, no desfallezco, me guardo el cansancio y sigo luchando sin desfallecer. Es la fe la que me saca de mí mismo, de mis miedos a perder la vida. La fe me pone en camino, provoca un éxodo que rompe las barreras que intentan contenerme. La fe me permite creer en las personas, en su bondad, en su poder. Creo en aquel que Dios pone en mi vida. Creo en sus palabras y en sus obras. No dudo de su verdad, no dudo de su amor. La fe es un pilar sobre el que camino. Es mi seguro de vida. Creer en Dios me permite no angustiarme al ver mis límites y deficiencias. ¿Cómo hará posible Dios que logre lo imposible? La tentación es perder la fe, dejar de creer. Un lema siempre me motiva: «Nunca dejes de creer». Aunque las circunstancias sean adversas, aunque todos me aconsejen que desista y tire la toalla, yo no dejo de luchar. Caigo y vuelvo a levantarme sin importarme el esfuerzo que tengo que hacer. Saco fuerzas de flaqueza. Siempre me impresionan las personas resilientes. No se desaniman, no se defraudan. Siguen luchando en medio de la batalla aunque parezca que la guerra está perdida. ¿Cuáles son las creencias que sostienen mi vida? Son el motor que me permite seguir luchando, navegando más allá de mis fuerzas. Creo en mí, en el poder de Dios escondido en mi carne. Creo en el poder de las palabras que escribo, está en su semilla, no es mi poder. Creo que Dios nunca me dejará solo en medio de mis luchas. Creo que el poder del mal no es tan fuerte, aunque lo parezca. Creo en las buenas obras que son el fruto de la fe en corazones dóciles y filiales. Creo en el poder del sol para rasgar el velo de la noche. Creo en la fuerza del mal que va desgastando la orilla, y las rocas de mi acantilado. Creo en la bondad escondida en todo corazón humano. Creo en la victoria final de Dios aun cuando a mi alrededor parezca que nunca vence. Creo en la belleza del mundo, más fuerte que la fealdad que tantos destacan. Creo en el poder del fuego que purifica el alma y da calor. Creo en la oración honda, que es más fuerte que miles de buenas intenciones. Creo en ese Dios que transforma el corazón aunque este se resista a cualquier cambio. Creo que la misericordia es el único camino de salvación, más allá de los escasos méritos que se me puedan atribuir. Creo en la luz que vence la oscuridad. Creo que mi fe es poderosa, porque cree en lo que no ve y se levanta de nuevo cada día luchando contra toda desesperanza. Creo en la semilla escondida en mi alma que dará fruto un día. Creo en las obras que descansan en mis manos, sin caer en la vanidad ni en el orgullo. Esas obras son fruto de la fe, fruto de Dios en mí, no son obra mía. Creo que el bien puede imponerse por encima del mal. Creo en el cielo que se desvela como mi paraíso al final del camino. Allí cogeré fuerzas y sonreiré, habrá merecido todo la pena. Creo en la vida escondida detrás de obras silenciosas. Los gestos sagrados de los santos que nadie conoce. Creo en ese Jesús que camina a mi lado, aún sin saber distinguir su sombra proyectada sobre mis pasos. Creo en sus palabras que me hablan de un lugar donde habita, dentro de mi alma, o más cerca del cielo. Creo en la fecundidad que puede tener la semilla sembrada. En la fuerza de las palabras que enaltecen. En la energía que regala una sonrisa. Creo que la fatiga nunca detendrá los pasos del creyente. Más allá de los fracasos del momento, pasajeros, no perderá nunca la esperanza. Creo que tras la tormenta llega siempre la cama. Y que la semilla enterrada dará fruto. Creo en los abrazos, en las palabras de ánimo, en los gestos que enaltecen. Creo en la gratitud, en la bondad, en la misericordia. Creo en todo lo que florece cada mañana después de haber muerto por la noche. Creo que la vida es demasiado corta, pero no importa. Llegará el cielo a mi vida si dejo que brote dentro de mí la esperanza. Nadie podrá quitarme la fe en el hombre, en la vida, en la belleza. Nadie podrá lograr que deje de creer en ese amor tan íntimo que Dios me tiene.

Hoy Jesús quiere saber qué piensan de Él. primero la gente que escucha sus palabras: «En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos: - ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le contestaron: - Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Es una pregunta casi rutinaria. Como si quisiera saber el efecto de sus palabras en los que lo escuchan. ¿Se habrán convertido? ¿Habrán comprendido su mensaje más profundo? Muchas veces Jesús se daría cuenta de la incomprensión. Lo confundían con uno de los profetas. No tenían otros criterios para juzgar sus obras. Eran milagros llamativos. Tenía palabras llenas de vida y sus gestos eran claros y profundos. Pero no sabían que era Dios. Simplemente veían en Él a un profeta. Jesús no tenía motivos para entristecerse. Era normal que lo vieran así. Jesús hacía milagros y despertaba expectativas. Él podría sacar hijos de Dios de debajo de las piedras. Tenía un poder aparentemente ilimitado. Nadie podría detenerlo. ¡Cómo no creer en su poder! Cuando el corazón ha tocado los límites, sólo vive esperando milagros que superen lo razonable. Un milagro que rompa mis frustraciones y me abra a una vida infinita. Es lo que el alma sueña. Y Jesús era ese profeta que venía a denunciar y a cambiarlo todo. Eso es lo que esperaba la gente. Los que lo veían de lejos. Los que escuchaban sus palabras desde la orilla o al pie del monte. Eran los buscadores de un sanador, de un hombre con palabras nuevas, llenas de vida. Pero Jesús quiere saber algo más. Se muestra vulnerable ante los suyos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Esta pregunta me conmueve. Necesita saber lo que piensan los más cercanos, los que lo aman con todo su corazón. Aquellos que han compartido su mesa, su lecho, sus sueños. Los que han caminado con Él por caminos polvorientos. Los que han sufrido con Él el desprecio de algunos y la admiración de muchos. Son los que han compartido lo cotidiano y mantienen una intimidad sagrada con el Maestro. ¿Qué piensan ellos? Jesús necesita saber si sus primeros pasos van por buen camino. ¿Habrán comprendido algo de su misión? Tantea el alma de los suyos. Tal vez intuye lo que piensan. Pero quiere que lo digan en voz alta. ¿Qué ven en Él? Y entonces Pedro contesta: «Tú eres el Mesías». Esa respuesta le impresiona a Jesús. Ha descubierto lo más íntimo de su misión. Y entonces les explica lo que eso significa: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Su misión no será comprendida. Pretende aclararles lo que ahora sólo atisban con poca claridad. Él es el Mesías y el mundo no acepta al Salvador. Por eso rechazarán su mensaje. Pero Pedro no quiere oír. Él tiene muchas expectativas con Jesús. «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo». No puede hablar con ese lenguaje sin esperanza. No puede ser su muerte el final de todo. Él ha venido para salvar el mundo. Él está ahí para cambiar las cosas. Pedro es un buen representante. Sabe mejor que Jesús lo que conviene decir en estos casos. Él comprende al alma humana y lo frágil que es. El mensaje de Jesús no puede ser ese. Siempre hay personas que me dicen lo que me conviene decir. Lo que es mejor para mi imagen. Para que el poder de la Palabra se manifieste. Sí, siempre hay miradas muy humanas que tratan de sacar el mejor rendimiento de todo. Una práctica pastoral adecuada. Un método que funcione. Mejor tapar la cruz, no hablar de la muerte. Sólo de la vida, tapando el sufrimiento. He tratado de esconder el dolor para que nadie sufra. Mejor no hablar de derrotas que empañen nuestras ansias de victoria. Pedro piensa como yo, con criterios humanos. Por eso Jesús le encara: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». pedro piensa como los hombres. Yo también. Me construyo una imagen de Jesús que me salva. Una imagen positiva donde el bien siempre vence. Hoy me quedo pensando en esta pregunta que recorre el evangelio. ¿Quién es Jesús para mí? Me gustaría escribirlo con claridad. Jesús es mi Maestro, mi hermano, mi guía. Quisiera hoy pensar en todo lo que Él representa en mi camino de vida. ¿Quién es? Quiero ponerle un nombre a Jesús. Tiene que ver con mi propio nombre, resuena en mi alma. Es el peregrino que va a mi lado. El caminante que recorre mi tierra. Es el que me espera siempre cuando regreso a casa. El que me busca cuando me alejo avergonzado. Es Jesús el rostro ante el que me inclino. La presencia que llena mis vacíos. Va conmigo en mi soledad y sostiene mis miedos. Conmigo construye hogares donde puedan llegar los desahuciados. Es la mirada que me retiene para que no deje de mirar su amor profundo. Es la voz que me llama por mi nombre para que no olvide quién soy, a quién pertenezco. Al decir su nombre escucho el mío propio. Tratando de saber quién es Jesús me acabo encontrando conmigo mismo. Sé que navega en mi barca para que no me pierda. Y guía mis rumbos para que no me aleje de su amor que me salva. Es Jesús el sentido de todo lo que hago. y el que me hace ver que sólo por Él, por amor a Él, estoy dispuesto a renunciar a todo. Por Él puedo caminar mis caminos, porque su fuerza se convierte en razón de mi esperanza.

Y después de las palabras a Pedro mira a todos y les explica el sentido de la vida: «Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: - El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará». Yo quiero caminar con Él y seguir sus pasos. Pero está claro el camino, tengo que negarme a mí mismo para poder ser libre. ¿Cómo se hace? No puedo negarme a mis deseos, a mis sueños cuando están entretejidos en lo más profundo de mi alma. No sé renunciar a lo que me atrae y me enamora. Lo que me sale de mi interior es el deseo de salvar mi vida. Por eso le grito as Dios: «Señor, salva mi vida». Porque no quiero perder lo que tengo asegurado. No quiero que la vida me arrase con su fuerza. Quiero salvarme, que Él me salve: «El Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó. Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída». Esa es la esperanza que me mantiene en pie cada mañana. Dios salva mis pies de la caída y de la muerte. Esa forma de ver las cosas me alegra en lo más profundo. Es el Dios en el que creo. Cuando menos lo espero sale a mi encuentro. Entonces ¿qué sentido tiene la renuncia? Quiero seguir a Jesús pero sin renunciar a mis planes y deseos. Sin querer tomar la cruz en mis manos. Prefiero dejarla a un lado para que sean otros los que la carguen. Yo no quiero esa carga pesada que agota mis fuerzas. No quiero dejarme llevar por la corriente que puede con mi fragilidad. La renuncia tiene que ver con la capacidad que no tengo de dejar a un lado mis deseos y ponerme en manos de Dios. Es un ejercicio nuevo que rompe todas mis pretensiones. Entre un mal y un bien elijo siempre lo que me conviene. Entre ganar y perder, ganar siempre. Entre llegar a la meta o quedarme lejos, elijo ser el primero. La palabra renuncia no entra entre mis palabras preferidas. Opto por lo bueno alejando lo que me hace daño. ¿No es eso acaso lo normal en el ser humano? ¿No estoy llamado a la vida y al amor, a la paz y a la felicidad? El corazón desea un amor eterno que lo sostenga siempre. El corazón limitado y pobre sueña con cruzar los mares y llegar al cielo. Es así de sencillo, no estoy hecho para la muerte. Por eso las palabras de Jesús me desconciertan. Quiere que abrace la cruz y renuncie a mis deseos, a mí mismo. Quiere que me niegue en mi orgullo y vanidad viviendo la vida en segundo plano, con humildad. Yo quiero salvar mi vida, mi fama, mi físico, mi orgullo. No quiero perder nada. Y hoy me dice que el requisito es renunciar a mi ego. ¡Qué lejos estoy del cielo! ¡Qué lejos de tantos sueños que no logro ver! Quisiera tenerlo todo bajo mi poder. Tocar la gloria y sentir que he vivido una vida lograda. Vencer siempre, no caer nunca derrotado. No entra el fracaso en mis planes. ¿Cómo voy a elegir la cruz pudiendo negarme a ella? Y Jesús me pide que lo entregue todo, que renuncie a todo por amor a Él. El que quiera seguirlo tendrá que vivir de otra manera. Y yo recorro mis pasos buscando la fama y la gloria, el éxito en todo lo que hago, sin renunciar a nada, teniéndolo todo en mi poder, sin besar la cruz de la realidad que se impone. Jesús me pide todo lo contrario a lo que deseo. Me ofrece la vida a cambio de la muerte de mi propio yo. No sé hacerlo porque quiero salvar mi vida para que no se pierda en medio de un mar de confusiones. Hoy sé que para vivir como he rezado en el salmo tengo que cambiar la mirada: «Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida». Acepto las palabras de Jesús como un camino de salvación. Negarme e mis caprichos y deseos. Renunciar a las expectativas que se han hecho fuertes en mi alma. Dejar a un lado mis pretensiones y orgullos. Tomar la cruz con paso firme y alegre sabiendo que la cruz bendice al mundo. Y elegir la vida, aunque implique muerte. Elegir perder la vida y no salvarme, al hacerlo me estaré salvando. Sin querer salvar lo que me da la vida estoy eligiendo seguir sus pasos. Decía el P. Kentenich: «Aprendamos a renunciar no solo a lo que debemos renunciar obligatoriamente sino también a las cosas que nos podemos permitir»[5]. Si aprendo a renunciar seré más libre. Más desapegado de ataduras innecesarias. Para emprender el vuelo y llegar al cielo. Así es como quiero aprender a vivir.

 

 



[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

[2] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[5] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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