Homilía del padre Carlos Padilla - 13 de octubre de 2019

Domingo 13 de octubre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXVIII Tiempo Ordinario

2 Reyes 5,14-17; 2 Timoteo 2,8-13; Lucas 17,11-19

«¿No han quedado limpios los diez? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero? Le dijo: - Levántate, vete; tu fe te ha salvado»

13 Octubre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Tengo paz al mirar a Dios. Él me mira y ve en mí su rostro y sonríe. O un aspecto de su rostro. O un reflejo de su belleza. No son los demás los que tienen poder para decidir mi felicidad o mi pena»

Entre el cielo y el suelo se mueven mis ansias. Entre el límite infinito del sol y el aire y mi capacidad para asumir las deficiencias propias de mi naturaleza herida. Y en medio de mi pobreza vuelvo a constatar una verdad sencilla: La vida que no se da, se pierde. El abrazo que no sucede me deja helado. La palabra no dicha se vuelve silencio ahogado. Y el recuerdo olvidado deja vacía el alma. Entre el cielo y el suelo suceden mis días con la lentitud pasmosa que marcan las agujas de mi reloj de bolsillo. Uno tras otro. ¿Acaso no importa que el tiempo pase? Las horas que ahora tengo por delante, los planes y desafíos. Todo se desliza entre los dedos, corriendo por mis pasos hacia el pasado. Y yo me detengo a contemplar la vida, en silencio. Y lo hago dejando a un lado el camino. Sé que no quiero perder el tiempo. Las palabras dichas se las lleva el viento. Y las reflexiones profundas del alma se guardan para siempre. Quedan los hechos concretos, la vida amada. El amor hecho carne, y no poesía. Aunque un verso ilustre mejor lo que el alma siente. Pero los hechos, las renuncias, los abrazos y la fidelidad callada es lo que al final queda. No las promesas y las buenas intenciones. No las teorías y sueños de amar a la humanidad entera. Yo quiero ser de Dios y de la carne, del suelo y del cielo. Y que no me pase lo que leía el otro día: «Como no tienen la fuerza y la gracia de ser de la naturaleza, creen que son de la gracia. Como no tienen el valor de pertenecer al mundo creen que pertenecen a Dios. Como no tienen el valor de ser de uno de los partidos del hombre, creen que son del partido de Dios. Como no son del hombre, creen que son de Dios. Como no aman a nadie, creen que aman a Dios. Son los teóricos del amor universal, a toda la humanidad, y con el fin de no comprometerse con afectos y rostros concretos». Puede pasarme como sacerdote que quiera amar a la humanidad entera sin sufrir por nadie. Que mire conmovido las muertes de seres lejanos y pase de puntillas por la vida de los que me rodean. Sin preguntar, sin detenerme. Sin acompañar, sin cuidar la vida concreta de cada uno. Es cierto que amar supone involucrarse, dejarse tocar y perder el tiempo. Exige renunciar a mis seguridades y no querer siempre proteger mi mundo, mi espacio. Amar en genérico tiene sus ventajas. Me vuelvo inmune a los nombres concretos. No son necesarios porque amo en general, a todo hombre. Y amando a todos no amo a ninguno en concreto. Casi que no es necesario. Miro a Jesús escribiendo sobre la arena mientras una mujer suplica en silencio que salve su vida. Una vida concreta. Desconocida. Podía seguir amando en genérico. Amar en concreto suponía salvar la vida de una mujer y exponer la propia. El amor concreto es de alto riesgo. Me saca de mi comodidad y me coloca en el centro de las críticas y sospechas. De los comentarios y los miedos. El amor en general salva mi fama, mi nombre, mi imagen. Me guarda. Pero sé, no sé bien cómo, que si no amo en concreto a los hombres tampoco amaré con un amor personal a Dios. Decía el P. Kentenich: «Sólo unos pocos pedagogos vislumbran, cuán débil y raquítico es el amor personal a Dios, también en almas femeninas religiosas. La razón, entre otras, es y permanece siempre la misma. El amor a Dios no radica con suficiente profundidad en el amor al prójimo, religiosamente anclado; y por eso no es resistente en las crisis y cargas de la vida moderna». Un amor a Dios desencarnado es un amor de ideas, de pensamientos piadosos, de palabras poéticas llenas de fuego, de ensoñaciones bonitas que intentan sacarme de mi pobreza. Pero el amor de Dios se encarna. Y el rostro de Jesús deja de escribir sobre la arena y perdona en público a una mujer concreta mirándola a los ojos. Salva a una persona que ha cometido un pecado público. Y su mirada hacia ella la perdona. Su amor la levanta. Es concreto, es personal, es humano. Mi amor no puede ser genérico. Porque corro el riesgo de no ser sacerdote sino funcionario. De no ser pastor sino ideólogo. Encargado de actividades y no hombre de Dios entre los hombres. Corro el riesgo de escribir libros sin alma cuando mi alma no ama en lo concreto. Y levantar teorías como muros que separan a Dios de los hombres y a los hombres entre ellos. Es más pulcro el amor que no se embarra, que no se acerca, que no se abaja. Es más puro, más limpio como teoría abstracta. Pero no es el amor de ese Dios hecho carne que vertió su sangre por amarme en serio. Por amarme a mí con mi nombre, con mis deficiencias, con mis pecados. Amarme a mí en concreto, no a todos los hombres con un amor genérico. Es personal ese amor de Dios que me levanta y sostiene cada mañana. Para darme la vida. No es una teoría. Es un amor hecho carne. 

No sé si soy yo o son los otros los que determinan quién soy y cuánto valgo. No sé si son mis propias mentiras las que me envenenan el alma y me ponen triste. O es el mundo con sus juicios el que determina cómo debo comportarme y actuar para recibir aplausos. El que decide de forma despótica si tengo o no derecho a sonreír y ser feliz. No sé si me estoy dejando llevar por la corriente, por las costumbres, por lo que todos piensan o sienten. O si soy suficientemente maduro para ser yo mismo siempre y lograr así conservar mi propia forma de ver las cosas. No lo sé. En medio del mar de dudas me sumerjo en la vorágine de lo que escucho, de lo que veo, de lo que siento. Pretendo ser alguien diferente y me ofusco queriendo caer bien. ¿Por qué digo a veces lo que no siento? ¿Por qué me da miedo ser verdadero y decir lo que siento, lo que pienso, lo que sufro? Cada vez que he sido sincero y veraz he recibido un elogio o una crítica. Tal vez algunos se han alejado de mí en silencio. No lo sé. No importa tanto. Veo que hay en mí un instinto voraz de supervivencia. Que pretende buscar siempre el reconocimiento del mundo, de los pueblos. Bendita costumbre la mía de buscar la sonrisa. ¿Por qué me duele tanto que algunos piensen mal de mí? ¿Me duele porque es mentira lo que dicen? ¿O me duele porque mancillan mi imagen ante los demás? La verdad se puede observar desde distintos ángulos. Cada uno puede acceder a ella desde su forma de entender la vida. Verán una cosa en mí y será verdadera. Verán otra y también lo será, aunque se contrapongan. Sólo Dios conoce toda mi verdad. ¿Es la mirada del otro la que determina lo que es verdad y lo que no? ¿Es el juicio del hombre el que decide lo que está bien y lo que está mal? Puedo no salir en la portada de ninguna revista, en el titular de ninguna noticia, y no por eso deja de ser noticia todo lo que me pasa. El mejor juez de mi vida es Dios y es un padre misericordioso. No sé muy bien cómo le he dado poder a las masas para levantar mi ánimo o hundirlo. Quizás por eso expongo mi vida una y otra vez deseando el reconocimiento. Esa búsqueda enfermiza de mi propio ego. Creo que no tengo nada que demostrarle a nadie. No vivo en una carrera por ser el número uno en todas las estadísticas. Quiero sólo vivir para servir donde Dios me quiera. Con una sonrisa. Con alegría. Quiero ser yo mismo allí donde me encuentre. Mostrar mi verdad sin miedo al rechazo. Quiero tratar a todos igual, sin hacer distinciones. Sin juzgar corazones cuando veo sólo rostros. Que no me importe lo que digan de mí, aunque sea una verdad sesgada, o una mentira manifiesta. No importa tanto. Las palabras, también las escritas, se las lleva el viento. Quisiera ser libre sin temer el fracaso, el rechazo, la indiferencia, el olvido. Libre siendo yo mismo. Y educar a hombres que reflejen esa misma libertad que tenía Cristo. Decía el P. Kentenich: «El ideal de la educación es este: - Aquí estoy y formo hombres según la imagen de Cristo. Cada vida humana encarna una idea de Dios. Dios quiere realizar un pensamiento suyo en cada individuo. Y mi tarea, como educador, consiste en ayudar a descubrir ese pensamiento de Dios y entregar mis fuerzas para que ese pensamiento de Dios se encarne y se realice en el tú». Esa idea de Jesús que yo encarno es la que vale la pena. Lo demás es hojarasca que vuela y desaparece. Tanto como la fama de una noticia, que hoy es trending topic y mañana cae en el olvido. Así es el paso del hombre por la vida. Y no quiero perder un solo momento angustiado por el eco de mis palabras, por la sombra que proyecta mi figura, por la luz que surge de mis entrañas. Es lo de menos. Sólo quiero reflejar una idea de Dios. Un sueño. Una misión. Una forma concreta de amar y hacer las cosas. Una manera limitada, con deficiencias. No lo haré todo como Jesús. Porque sólo soy una idea suya. Un matiz. Una luz. Y junto a muchos reflejaré mejor el rostro de Jesús. No veré en los demás competidores. Desterraré la envidia de mis sentimientos. No me dejaré llevar por la pena cuando no me admiren. Viviré en la sombra como un niño confiado porque es ahí donde Jesús puede abrazarme y sostener mis pasos. Cuando sé lo que tengo que ser para los demás, dejaré de imitar a otros. Cuando tenga clara mi misión, desaparecerá de mí la envidia. Tengo paz al mirar a Dios porque Él me mira a mí y ve en mí su rostro y sonríe. O un aspecto de su rostro. O un reflejo de su belleza. Definitivamente no son los demás los que tienen poder para decidir mi felicidad o mi pena. Soy yo el que les da derecho sobre mis estados de ánimo cuando me dejo llevar y cedo a la búsqueda de la aprobación de todos. Es mía la culpa. Decido no caer de nuevo en ello. Sólo me importa la mirada de Dios. Siempre llena de amor. Es la que me da consuelo y esperanza.

A veces me canso y tiro la toalla, o la dejo caer. Me olvido de luchar y le echo la culpa al calor, al lugar, a las personas. Miro a los que están mejor que yo y siento envidia. No miro a los que sufren más o a los que están más solos. Paso por delante preocupado de mis derrotas y sinsabores. Y vivo buscando fuera de mí un culpable, una excusa, para poder justificar mi fracaso. No soy capaz de reconocer con humildad que no he estado a la altura, que no lo he hecho bien, que he fallado. Decía Toni Nadal al hablar de cómo entrenó a su sobrino, el tenista Rafael Nadal: «Siempre hay que tener la fuerza para poder hacer una bola más, hay que ejercitar la resistencia y contar con la adversidad y poderla superar. No he dejado que Rafa se queje. Cuando me decía es que en el partido hacía mucho calor yo le decía, pues sería en tu medio campo, porque el otro ha ganado. Le preguntaba: tú en esa situación ¿qué más podías haber hecho? Ninguna excusa ni justificación nos ha hecho ganar un partido». Educar en la resiliencia no es tan sencillo, pero es el camino. Se pueden perder muchas batallas, pero sigue en pie la lucha por ganar la guerra. No quiero dejar de luchar y pensar que no puedo. Esos pensamientos negativos me desmotivan, me quitan la fuerza para seguir dando más. Es posible entregar la vida. No me desanimo, no me desaliento. No me quedo con tristeza pensando en el último golpe fallado. Puedo hacerlo mejor. Puedo recuperar el tiempo perdido. Puedo volver a ganar si me esfuerzo, si lucho, si me entrego. La vida exige esfuerzos y renuncias. Como decía el P. Kentenich: «¿Podemos llegar a ser santos sin sacrificios, sin reciedumbre? No». Me gusta la vida fácil y cómoda en la que todo me lo dan hecho. Esa vida en la que aparentemente no tengo que renunciar a nada y todo me resulta. Una vida blanda que educa hombres blandos. Como si no necesitara poner nada de mi parte para llegar a la meta. Educar en la resiliencia es exigente. En la lucha, en el reconocimiento de la debilidad. Cuando educo de esta forma, sé que luego, si todo sale mal, no puedo quejarme. No puedo vivir denunciando al mundo que no ha estado a la altura. Como si siempre hubiera un culpable fuera de mí. La pregunta importante es la siguiente: ¿Qué más podría haber hecho yo? Seguro que algo. Seguro que podría haber dado más. Podría haberme esforzado más. Podría haber trabajado más horas, haberme sacrificado, haber puesto mi corazón entero en la lucha y no sólo una parte. No puede ser que yo lo haga todo bien y los demás sean los que lo hacen mal. Hay personas que conozco que siempre me sorprenden. Ellos nunca hacen nada mal. Siempre son los otros, los predecesores, los que estaban antes, los que ahora están y no me dejan hacer a mí. Ellos son los culpables del fracaso, no yo. Esas personas ven la vida de tal manera que si fuera por ellos todo iría mucho mejor. ¿Cómo se llama esa actitud? Falta de autocrítica. Es fácil caer en esta actitud. Siempre el último que arregló mi coche lo hizo mal. O el que pintó mi casa. O el que me dio un diagnóstico médico. O mi último dentista. Ellos se confundieron, no yo. Siempre el anterior no hizo las cosas como debía. Le pido a Dios que me permita ver con claridad mis propios errores sin quejas ni justificaciones. Tampoco quiero quedarme atormentado en mis deficiencias. No quiero vivir meditando el último punto fallado. No quiero dejar de luchar en la vida justificando mi inactividad por mis anteriores derrotas. Puedo aprender siempre de mis derrotas, mucho más que de mis victorias. Puedo aprender a mejorar y corregir mis debilidades. Puedo confiar más en todo lo que Dios puede hacer con mi barro. No dejo de mirar mi vida con alegría y sonreír. Dios me quiere y cuida. Dios construye sobre mi alma herida, a partir de mi humanidad. Dios puede hacer que todo en mí sea mejor de lo que ahora es. Yo sólo tengo que dejarme hacer. Dios sabe mejor que yo lo que más me conviene. Él lo sabe. Por ese motivo no me quejo cuando no me resultan mis planes. Cuando no estoy haciendo lo que quisiera hacer. No protesto cuando el escenario no es el mejor para sonreír. No busco culpables cuando las cosas no resultan. Sé que en esos momentos sólo me queda aprender a bailar bajo la tormenta. No desisto de mi lucha porque es mucho lo que está en juego y yo estoy en medio de mi vida. No puedo descansar exigiendo a los demás que ellos trabajen. Toda mi vida se juega en mi sí concreto y pequeño. En mi sí oculto y silencioso. Repito ese sí con alegría. Lo hago en medio de sacrificios y renuncias. En ellos Dios me hace sonreír y mirar confiado. Dios sabe todo lo que hay en mi corazón. Y Él logrará que mi vida sea fecunda de la mejor manera. ¿Qué más puedo hacer yo? Me lo pregunto. ¿Qué más quiere Dios que haga? Me levanto. Me sacudo el polvo. Miro confiado hacia delante. No olvido, es cierto. Pero la memoria me da fuerzas para volver a intentarlo. Una y otra vez. Confiando en la mano de Dios sobre mi vida. Eso es lo que más cuenta.

Jesús pasa hoy por la vida de unos leprosos. Lo importante es estar en mitad del camino cuando Él pase: «Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos». Tienen lepra. En la época de Jesús esa enfermedad es incurable y conduce al aislamiento social y a la muerte. Sólo un milagro puede salvar al leproso. Jesús pasa y se encuentra con los leprosos. Jesús siempre pasa por el lugar donde yo estoy. Ese es el misterio de Jesús y el misterio de mi vida. Da igual mi lugar. Si estoy lejos, si vivo al margen, si me siento en medio de una rutina gris. Él siempre pasa delante de mí. Tantas veces lo he experimentado en mi vida. Aunque nadie pase, Él siempre pasa. No tengo que salir de mi vida para encontrarlo. No tengo que hacer grandes cosas. En medio de mi cotidianeidad Jesús se hace presente. Jesús, cada día, está en camino hacia mí. Y pasa por mi historia, por lo concreto de mi vida. Esa certeza cambia mi manera de verlo todo. Jesús se hace peregrino como yo para caminar a mi lado, para pisar mis huellas. Igual que hoy hace con los leprosos que viven marginados. Rechazados por todos. Ellos se detienen lejos. No se atreven a acercarse. Conocen la ley que les obliga a apartarse. Su enfermedad los separa de la sociedad y de los que aman. Es duro tener que alejarse para proteger a los suyos. Gritan y se detienen lejos. Me conmueve su grito: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». No exigen la curación. Se habrían sentido tantas veces excluidos, maltratados, desvalorizados. Sólo piden compasión. Que se conmueva, que los vea. Jesús los mira. Me imagino su mirada. Seguramente mira a cada uno. Cada uno lleva su dolor de forma distinta, siempre es así. Al verlos, descubre su sufrimiento y su anhelo, su historia difícil y lejos de los otros. Y se conmueve. No mira a otro lado. Jesús no los rechaza. Habla con ellos. Y les pide algo pequeño para que queden curados. ¿Qué tengo que hacer para lograr lo que deseo? El mundo pone sus condiciones y yo me obsesiono por cumplirlas. Y cuando veo lo que quiero pienso que tengo que cumplir muchas condiciones, lograr muchas exigencias. ¿Qué me pide Dios? Poco. Sólo me pide fe. Yo quiero alcanzar la meta marcada. Quiero la sanación. Quiero el milagro. El sirio Naamán tuvo que bañarse siete veces en el Jordán y quedó sano. Se curó porque creyó en Dios, se fio de Él: «En aquellos días, el sirio Naamán bajó y se bañó en el Jordán siete veces, conforme a la palabra de Eliseo, el hombre de Dios. Y su carne volvió a ser como la de un niño pequeño: quedó limpio de su lepra. Naamán y toda su comitiva regresaron al lugar donde se encontraba el hombre de Dios. Al llegar, se detuvo ante él exclamando: - Ahora conozco que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel». Creyó en el profeta y creyó en su Dios. Hizo algo aparentemente absurdo y pequeño. Bastaba con bañarse en un río lejano al Nilo. Lejano a su tierra. Parecía una condición pequeña y absurda. Tuvo fe y quedó curado. Y a partir de ese momento su vida fue diferente. Hizo lo que había que hacer y obtuvo la realización de la promesa. A los leprosos Jesús les explica lo que tienen que hacer: «Al verlos, les dijo: - Id a presentaros a los sacerdotes». Parece poco. Los sacerdotes son los que tienen que dar fe de que están curados y permitirles volver a vivir con todos. Jesús no los cura en ese momento. Quizás para algunos fue una decepción. Jesús no hace nada. No les impone las manos. Con otros lo hizo, ¿por qué con ellos no? A veces Jesús no hace lo que yo quiero cuando yo quiero. Pero siempre toma lo mío, siempre me escucha, se conmueve y se compadece de mí. Quizás es en otro momento, de otra forma, como me cura. Yo soy impaciente. Jesús sólo les dice que vayan al sacerdote. Y, llenos de llagas, creen. ¿Están desesperados? Tal vez cuando uno lo ha probado todo buscando la salvación recurre al milagro como una tabla de salvación en medio del océano. Una tabla para salvar la vida y ser curado. Tal vez sólo les queda creer. Puede que la mirada de amor con que Jesús los mira les hace creer en Él. Ellos creen en la promesa y obedecen. Basta con una condición aparentemente inoperante. ¿Qué tendría de especial ese río del Jordán? ¿Qué efecto iba a producir el hecho de ir a encontrarse con los sacerdotes estando enfermos? Una condición sin sentido puede ser suficiente. Los leprosos creen. Naamán cree. Y se baña siete veces en un río. Y es curado. Los leprosos creen y van a ver a un sacerdote para ser curados. «Mientras iban de camino, quedaron limpios». Y el sacerdote dará fe de su nuevo estado y podrán empezar así una nueva vida. En ese camino hasta el sacerdote sucede el milagro. Ellos creen y son curados. ¿Qué tengo que hacer para quedar sano, para quedar limpio y ser curado para siempre? A veces es así en mi vida. Tengo que dar saltos de fe, aunque esté enfermo, aunque no vea, aunque no toque. Dar un salto de fe y creer. Nunca quedaré defraudado. Cuando avanzo, cuando doy un paso en la fe sin ver, sin saber, Dios sale a mi encuentro para darme el ciento por uno. Soy consciente de mi debilidad. Conozco mi lepra, mi suciedad, mi pobreza. Miro mi corazón de leproso. Mi corazón enfermo, herido, sucio. Pienso en mi enfermedad espiritual. En mi ceguera. En mi pobreza. Necesito que Jesús venga a tocar mi alma. Quiero que me libere de mi corrupción. De los sentimientos que me hacen daño. Que me libere de mi egoísmo, de mi egocentrismo, de mi envidia, de mi vanidad y prepotencia, de mi sensualidad desordenada, de mis afectos enfermos. Miro mi piel enferma. Miro mi alma. Me duele por dentro. ¿Qué tengo que hacer para quedar limpio? Mi corazón sangra. Basta con hacer algo pequeño para que Dios me cure. 

Me cuesta tanto mirar a la cara la enfermedad. Esa enfermedad del cuerpo que no comprendo ni acepto. El dolor, el no controlar lo que puedo hacer y no hacer. La impaciencia ante los procesos lentos. El diagnóstico que no deseo. El deterioro que no acepto. La pérdida de facultades. ¿Por qué Dios permite que mi cuerpo enferme? No lo entiendo. No quiero la enfermedad, no quiero el dolor, no quiero la angustia que provoca en mí la posibilidad de la muerte. Sin duda fui creado para el cielo, para la vida, no lo olvido. Comenta el Dr. Rogério Brandao hablando de una niña de once años enferma de cáncer y su forma de entender la vida. Le preguntó: «¿Y qué es la muerte para ti?» Y ella en su ingenuidad le contestó: «Cuando la gente es pequeña, a veces nos vamos a dormir a la cama de nuestro padre. Y al día siguiente nos despertamos en nuestra propia cama, ¿A que sí? Esto mismo es. Un día yo me dormiré y mi Padre vendrá a buscarme. Me despertaré en la casa de Él. ¡En mi verdadera vida! Y mi madre, me recordará con nostalgia. La nostalgia es el amor que permanece». Me conmueven sus palabras de niña. ¡Cuánta verdad en ellas! Pero vuelve a mi corazón la pregunta: ¿Qué sentido tiene la enfermedad? Sólo deseo salud. El control de mi cuerpo y de mi vida. Sin lugar a duda no cualquiera puede cargar ciertas enfermedades del cuerpo. No cualquiera está preparado para vivir santamente el viacrucis del sufrimiento. Lo sé, porque lo he visto. Algunos lo viven santamente, como esa niña que se aproxima al cielo. Otros lo viven en constante rebeldía y negación, llenos de rabia y rencor. Cuando me encuentro cerca del que lo vive en Dios se me pega algo a la piel, como una luz oculta, o un olor extraño. Es como si mi propia vida fuera mejor al tocar las llagas enfermas, al acariciar el dolor hondo dentro del alma, al contemplar una mirada llena de luz en medio de miedos y sombras. Es como si un ángel me hablara en la tierra y yo tuviera que sonreír conteniendo mis lágrimas. Todo depende de mi actitud ante la vida y ante la muerte, ante la tierra y el cielo. Cuando todo lo que amo me conduce al cielo, es más fácil vivir, enfermarme o morir. El anhelo del cielo me hace más libre, más de Dios. Tiene más sentido entonces ese aparente sinsentido de la enfermedad. Aunque siga sin entender nada. Y la sonrisa se me pega en los labios cubierto mi rostro de lágrimas. En ese momento me parece dulce la enfermedad. Algo así como un bálsamo antes del cielo. Sigo sin comprenderlo, tengo que decirlo. Pero hay personas que con su vida me enseñan el valor de mi vida. No tengo derecho a quejarme por nada. Y no puedo vivir exigiéndole al mundo lo que no puede darme. Tengo al menos el día de hoy por delante. Unas horas. Más no lo sé. Nadie me lo asegura. Mientras me rebelo contra la enfermedad descubro que el secreto está en saber vivir la vida, sano o enfermo. En saber enfrentar las cruces con una sonrisa. Abrazando el presente como el mayor don, agradecido. Y cuando el cuerpo no me responda. Y no sepa bien cómo voy a enfrentar el dolor, en esos momentos recordaré que he nacido para el cielo. Y sabré que la vida es lo que hoy toco. Sin quejas, sin pretensiones, sin exigencias. Sin obsesionarme con lo que no poseo porque es frágil y muere. Es tan débil mi piel enferma. Mi piel llena de lepra que un día dejará de estar sana. Me enseña esa mirada de algunos enfermos una nueva manera de vivir. Ellos están naciendo a la vida eterna con una sonrisa, sin ruidos. Con la paz en el alma. Y ante ellos hago lo que el otro día leía: «Ante un enfermo que sufre no hace falta hablar. Hay que compadecerse silenciosamente, amar y rezar, con la certeza de quien el único lenguaje que conviene al amor es la oración y el silencio». Acojo en silencio al que sufre. Lo abrazo con ternura. Velo su dolor. Acaricio sus llagas. Y sé que en ese encuentro va a cambiar mi vida. Abrazando al enfermo del alma y del cuerpo. Abrazándolo con fe cambiaré yo mismo. Hay tantos enfermos del alma que buscan en mí consuelo. Ante ellos callo y espero. Abrazo y sostengo. Como Francisco ese día en que abrazó a un leproso y Dios le habló en ese abrazo: «Ninguna voz desde las alturas, ni del cielo ni del púlpito, trae la respuesta a su búsqueda de sentido. En contacto con los marginales y con un secreto profundo, Francisco recupera la alegría de vivir perdida y sigue avanzando a tientas. En el repentino encuentro con un leproso, se produce una primera manifestación». Me detengo ante el que sufre. Quiero sanar sus heridas. O al menos tocarlas para que me den vida. Para que me den fe y fuerza para seguir luchando, cada día. 

¡Qué importante es la gratitud como actitud de vida! Los diez leprosos son curados. Todos, pero tan sólo «uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano». Vuelve sólo uno de los leprosos curados. De los diez, uno no puede seguir con su vida sin antes arrodillarse ante Jesús. Es un samaritano. Quizás este hombre había sufrido más. Tal vez tenía más que agradecer. Jesús había pasado por Samaria, el lugar que todos evitaban. No se había alejado de él siendo leproso. Se acercó dos veces. A su pueblo, y a él, en su enfermedad. Hoy le pregunta: «Jesús, tomó la palabra y dijo: - ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero? Y le dijo: - Levántate, vete; tu fe te ha salvado». Los demás leprosos volvieron a su vida de antes, cuando estaban sanos, con los suyos. Lo comprendo. Pero este leproso samaritano ya no puede volver a su vida anterior. Ha conocido una mirada distinta, ha tocado con sus manos deshechas el corazón de Jesús. Y eso lo cambia todo. Por eso desanda el camino recorrido y vuelve a Jesús siendo ya libre. Ya no suplica, ni exige, ni pide. Sólo se arrodilla para darle las gracias a Jesús, tocar su manto y ponerse a sus pies. Y entonces Jesús le dice que su fe lo ha salvado. No sólo el cuerpo está ahora sano, también su alma. Ha sido salvado más allá de su carne. El milagro va más allá de estar sano o enfermo. Ha sido un milagro más profundo. Su alma se ha llenado de un amor antes desconocido. Él es el único que, antes de volver con su familia, con sus amigos, a su casa, necesita postrase ante Jesús. Su corazón, no sólo su cuerpo, ha sido tocado. A veces yo le pido un milagro a Jesús, para seguir con mi vida. Veo a Dios a lo lejos y le suplico que cumpla con lo que necesito. Pero no me acerco, Dios sigue lejos. Sólo le pido que cumpla mi deseo y luego sigo mi camino. Quiero que Jesús actúe como yo deseo. Sólo pienso en mis planes. Y si no salen me enfado con Dios. Me gustaría tener la mirada de este leproso agradecido. Quejarme menos, agradecer más.  Quiero acercarme a Jesús. Quiero postrarme cada atardecer ante él, agradecido. Quiero mirar conmovido todo lo que me ha regalado en este día. Jesús me ama tal como soy y me mira hasta el fondo. Él conoce mi dolor y mi alegría. Lo mío le importa y lo hace suyo. Pasa por mi lugar sea cual sea. Y me mira con compasión como nunca nadie me ha mirado. Quizás este leproso lo siguió por el camino a partir de ese día. No lo sé. Lo que sí sé es que Jesús le limpió el cuerpo y el alma. Jesús siempre da más de lo que le pido. Este hombre recibió algo mucho más grande de lo que se atrevía a pedir. Recibió el don de Dios. Su alegría y su agradecimiento es mayor que el de los otros nueve. Conoció la compasión y la gratuidad del corazón de Jesús y sólo pudo agradecer conmovido.

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