Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de abril de 2019

Domingo 14 de abril de 2019 | Carlos Padilla

Domingo de Ramos

Isaías 50, 4-17; Filipenses, 6-1-1; Lucas 19, 28-40

«Entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios, por todos los milagros que habían visto: ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto»

14 abril 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Cojo mi ramo de olivo. Sujeto mi palma. Salgo a las calles a bendecir a Jesús que entra en mi vida, en mi tierra. Salgo de mí mismo para alabar, agradecer, cantar. Sí, estoy de fiesta. Jesús viene a mí»

Llega el final de la Cuaresma de repente. Cuarenta días de camino quedan debajo de mis pies. ¿Llego con el corazón renovado? ¿Con la esperanza dibujada en el alma? ¿Ha aumentado mi fe? Eso pretendo, eso deseo. Más fe, más paz, más alegría, más vida. Es todo lo que busco. Recuerdo las palabras del Papa Francisco al comenzar la Cuaresma: «El camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual. Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil». Me siento pecador. Necesito una mirada de misericordia. Una fuente en la que saciar mi sed. Un abrazo en el que calmar mi hambre. Una mano que devuelva la luz a mis ojos. Quisiera tener el rostro renovado al acabar la Cuaresma. Quisiera tener el corazón converso. ¡Está tan enfermo mi corazón! Tan herido por los avatares de la vida. El amor y el desamor. El encuentro y el desencuentro. Es duro el ritmo que marcan mis pasos. No llego a hacer todo lo que deseo. No alcanzo la meta que dibujan mis manos. Quisiera tener el alma más llena de la presencia de Dios. Tener a Dios muy dentro. Quisiera ser más libre para amar y estar así más vacío de esclavitudes. Más lleno de amor y esperanza en medio del polvo de mi camino. ¿Nadie me condena? Jesús no lo hace. Me mira con misericordia. Y logra así que yo viva más lleno de alegría y de vida. Me he arrepentido tantas veces. He pedido perdón humillado. He recibido la misericordia en forma de abrazo. Y así llego a las puertas de Jerusalén, en la semana de la Pascua. Asomo mis ojos en el domingo de ramos. Aguardo en la puerta por la que Jesús entra comenzando así estos días de Semana Santa. La semana más santa del año. Las más dolorosa, la más llena de vida. Acaban los cuarenta días y el corazón desea más tiempo. Necesita más tiempo para poder cambiar. Sigo siendo débil y superficial. ¿Qué me sucede que se me olvida lo importante en estos días? Me fijo en lo intrascendente, en lo que no me da la vida. Miro a Jesús que llega a Betania en estos días. Se adentra en el huerto de los olivos. Vuelve una y otra vez al templo. Allí predica, exhorta, sana. Y sueña en medio del temor que invade a los suyos. Siento ese dolor tan humano al previvir lo que va a suceder en estos días antes de que ocurra. Tengo el corazón pendiente de cosas poco importantes. Me fijo en la superficie de las cosas, en lo aparente. Vivo con miedos absurdos que no me dejan amar. Con el corazón no reconciliado con el mundo, con mis hermanos. Comienzo el camino a la cruz que conduce a la vida. El via crucis que será via lucis, camino de luz. Paso de la muerte a la esperanza. De la traición a la resurrección. Del abandono a la plenitud. Se abre ante mis ojos la puerta inmensa de la Pascua. Pero antes no dejo de mirar cada día como un nuevo presente. Una oportunidad para dar la vida, para entregarme por entero. Jesús me invita a seguir sus pasos. No quiere que me llene de dolor. Al contrario. Desea que me convierta y viva. Desea que deje atrás mis temores y egoísmos. Que entre libre en la Semana Santa. Libre de apegos innecesarios. De desamores que me llenan de amargura. Quiere que entre alegre con el corazón tranquilo. Deseo poder sujetar a Jesús como el Cireneo. Voy a limpiar su rostro como la Verónica. Voy a poder correr hacia Él como María para levantar sus pasos heridos. Él hace nuevas todas las cosas y yo no lo entiendo. Porque me cuesta creer en la victoria después de sufrir el fracaso. Y entender la novedad de un amor crucificado. Por eso huyo del sufrimiento como un niño temeroso. Y detesto la muerte de mis sueños cuando creía poder alcanzarlos. Me abro al presente, a la vida. Hoy no comienzo una Semana Santa más en medio de mis días. Es la misma Semana Santa de entonces que ahora cobra un peso nuevo. La revivo en mi alma, en mi carne. La revivo y quiero ser uno esos discípulos con miedo al lado del Maestro. Voy a Betania, al huerto. Amo a su lado

Tiene la Semana Santa un halo de misterio. Cada año repito los mismos ritos, las mismas lecturas, los mismos momentos sagrados. Es como si se detuviera de golpe el tiempo y todo quedara sostenido en el aire mientras yo lo contemplo. Jesús entrando en Jerusalén. Los ramos de olivo pisados en el suelo, algunos mantos. Las palabras de Jesús en el templo echando a los mercaderes. El odio condensado en los ojos de algunos fariseos. El miedo dibujado en la piel de algunos de sus discípulos. El amor de Marta y María en Betania. La cercanía de Lázaro. El huerto de los olivos y la oración elevada como un himno de alabanza. Silencios y gritos. Empujones y latigazos. Esa última cena en el Cenáculo. El pan mojado en el plato de Jesús. ¿Seré yo, Maestro? Haz lo que tienes que hacer. Judas es tentado. Traiciona con un beso. En la noche del huerto. Donde no pudieron velar unas horas. El sanedrín. La casa de Caifás. Las calles abarrotadas. Jesús llevado con violencia. Condenado sin testigos. Apresado en la oscuridad de la noche que todo lo esconde. El grito callado de María al saber la noticia. Jesús preso. No se defiende. No saca la espada. Pedro lo sigue. Lo busca entre la gente. Lo reconocen y él niega. Tres veces dice que no es de los suyos, que no lo conoce. Y el gallo canta. Y esa mirada de misericordia infinita. Y el silencio en lágrimas de Pedro que llora. Y la noche que ahoga el último suspiro de Judas. Y luego la cisterna, oscura y húmeda. La última noche en la tierra. Allí donde su voz se ahoga. ¿Qué pensaría Jesús en lo más hondo de la tierra? Lo ha entregado todo en un huerto de olivos. Allí donde iba cada día a encontrarse con su Padre. Ahora es aún más libre. El hombre más libre del mundo. Anclado en el corazón de su Padre. Desprendido de todas sus pretensiones y deseos. Libre para amar hasta el extremo. Deja de caminar con libertad justo cuando es más libre en su interior. Ha pronunciado su fiat entre lágrimas, sudando sangre. Duermen los discípulos que tanto lo aman. Ahora en la cisterna recuerda sus caras. Escucha sus voces. Y le duele tanto dejarlos huérfanos, solos. Especialmente a Pedro en su traición. Tres veces. Le duele su dolor. Esa culpa que se le clava en la sien con la fuerza de las patas de un gallo. La amargura de no haber sido fiel. Él, que iba a defenderlo hasta dar la vida. Y luego la flagelación. Ecce homo. Allí expuesto, desnudo, herido, humillado. No lo prefieren a Él, quieren a otro. Como yo tantas veces que elijo otro camino. Digo que no le conozco. O prefiero que liberen a otro, no a Jesús. Ya no hay mantos en el suelo. Ni ramos de olivo. Sólo gritos. Crucifícalo. Y el silencio inmenso de los que tienen miedo. ¿Hay algo que duela más que el miedo? El miedo paraliza mi alma. Me aprisiona en un gesto esquivo. Huyo de esa plaza. No quiero ver a Jesús ensangrentado. Me lavo las manos como Pilatos. Yo no lo estoy matando. Son otros, los de siempre, los que odian, los que tienen ira. Yo sólo tengo miedo. El miedo no mata. Tampoco salva. Acompaño a la muchedumbre, escondido entre tantos rostros. Jesús carga el madero. Cae una vez. Dos veces. Un hombre es obligado a ayudarlo. No querría. Yo tampoco. ¿Exponerme? Podrían pensar que soy su amigo. Amigo de un condenado, de un culpable. No quiero ser el Cireneo. Que lo sea otro. María se acerca y le ayuda a levantarse. Lo ama tanto. Se miran. ¡Qué silencio tan hondo! ¡Qué amor tan profundo! Se miran un instante que dura horas. Son sólo segundos. Sigue caminando y una mujer valiente le limpia el rostro. Su rostro verdadero. Verónica. Y luego sigue el camino eterno. Tan duro bajo el madero. ¡Cómo no sentir el peso de tantos pecados! Mis pecados pesan. La culpa pesa. Y el daño causado que lacera el alma. Todo pesa. El camino cuesta. Casi como si no quisiera llegar a un final que conozco. Tres cruces. Dos ladrones. Y Jesús en medio. ¡Cuánta injusticia! Y yo me quejo cuando no son justos conmigo. Cuando me crucifican con calumnias. O me abandonan injustamente. Y me quejo. Y me duele. Sin juicio Jesús en lo alto de la cruz. ¿Cuánto duelen los clavos? No lo entiendo. Sólo ha hecho el bien. ¿Por qué lo condenan? Tanto amor no cabe en el alma humana. Desde allí perdona a los que son injustos, a los que no saben lo que hacen. Yo acompaño el momento con María, con Juan. Oigo sus palabras. Tengo sed. Tu madre, su hijo. ¿Por qué me has abandonado? Perdónalos porque no saben lo que hacen. Esta noche estarás en el paraíso. Todo está cumplido. Expira ante mis ojos. Lloro por dentro. ¡Cómo no hacerlo! Me conmueve su muerte. ¿Qué será de mí? Miro a María con Jesús en sus brazos. Tan Madre. Tan llena de Dios. Lloro con Ella. Será llevado a una tumba vacía, virgen. Entre los ricos. Sellarán su puerta. María Magdalena irá a ungirlo. Las santas mujeres. El sábado habrá tanto silencio. María calla. Lleva en su alma el dolor más grande. Siete espadas. Siete dolores. Herida de muerte por la misma muerte. Pero confía. Cree contra toda esperanza. ¿Cómo será posible? Lo será. Dios lo puede todo. Para Él nada hay imposible. No se desespera. El sábado del llanto y la espera. Del silencio y la contemplación. De la vida y la muerte unidas en una espera que salva. Me adentro en esa noche santa. Entre el fuego de una hoguera sagrada. Y el agua que salva. Y la historia de salvación de Dios que se hizo hombre poniéndose a la altura de mis ojos. Y yo contemplo estos días sagrados en los que me encuentro. Tan lejos de Dios. Tan cerca al mismo tiempo. Con miedo. Negando. Siendo perdonado. El sepulcro vacío me llena de luz. Sudarios caídos. Y un ángel. No temas, María. ¿Dónde lo han puesto? Yo creo que esta vez sí podré seguir sus pasos. Caminar con Él hasta el Calvario. Contemplar la muerte. Mirar a la cara a la vida. Anhelar su amor, su agua, su abrazo. Quiero que sea santa toda mi semana.

Quiero descubrir el don que tengo escondido en mi alma. El tesoro guardado que Dios puso al crearme. El misterio que en mi vida desvelo torpemente. Intentando llegar a un ideal que nace dentro de mí, muy a escondidas. Estoy lejos de ser yo mismo tantas veces. Lejos de mi misión, de mi camino. Miro la cruz en Semana Santa. Y en ella me reflejo torpemente. Estoy tan herido y roto. tengo un don, una tarea, una misión a realizar en medio de los hombres. Estoy de paso por estos días fugaces. Y quiero pasar haciendo el bien. ¿Cómo se puede calmar tanto dolor? El hombre sufre tanto. El corazón está tan herido en sus límites. Desea hacer tanto y logra tan poco. Mi don, mi tarea, mi vida entregada por otros. Derramada desde mi cruz, desde mi madero. ¿Será ese el sentido de mis pasos? ¿Quién soy yo? Miro a Jesús en estos días de Semana Santa. Me adentro en el misterio de mi propia vida. Tengo un deseo inmenso de dar el corazón. Y a la vez soy tan torpe para hacerlo. Quiero ayudar a muchos a encontrar el sentido de sus pasos. Dando libertad, dejando de lado el control. Quiero confiar en lo que Dios puede hacer con los que me ha confiado. Conmigo mismo. No quiero vivir con miedo al error. Al daño que se deriva de mis actos fallidos. Soy carne de la carne de Dios. Soy hombre que quiere amar con un corazón grande. El P. Kentenich me recuerda cómo ha de ser mi vida: «Disponibilidad alegre para el sacrificio, un preclaro espíritu de lucha por el bien y una amplia conciencia de misión y victoriosidad»[1]. Sacrificio, lucha, misión, victoria. ¿Estoy dispuesto a entregar mi vida por hacer el bien, por amar? Puede que mi misión no sea vistosa. Pero quiero acompañar a Jesús desde mi lugar en la vida. Allí donde he llegado. Ese lugar en el que Dios me quiere. No me rebelo. Tomo mi don en mis manos. Es un tesoro precioso que quiero compartir. Me duele encontrarme con personas que no le ven sentido a la vida que llevan. No son felices. No hacen felices a otros. ¿Soy yo así? Quiero descubrir mi tesoro. Y ayudar a muchos a encontrar el sentido de sus pasos. Dios me ha soñado. Me ha querido desde que fui concebido. ¡Qué difícil resulta verlo en ocasiones! Tengo la tentación de no valorar lo que hay en mí. Me comparo. Me quedo con los límites sin apreciar las posibilidades. En todo fracaso hay una nueva oportunidad. En toda puerta cerrada un desvío, un nuevo camino. Jesús carga con la cruz y me lo recuerda: «Yo hago todas las cosas nuevas». Carga con un madero. Es llevado a la muerte. Y está haciendo todo nuevo. No lo entiendo. Justo cuando no hace nada más que obedecer. No es dueño de sus pasos. Sus manos están atadas y sigue bendiciendo. Guarda silencio y sigue anunciando la Buena nueva. Está siendo odiado y brota de su corazón un amor sereno y hondo. Un amor verdadero que se hace sangre en lo alto de la cruz. Me conmueve su perdón. Es el sentido de su vida. Vivir y morir amando. Aparentemente no es una vida lograda. Los fariseos no acaban de entender sus palabras. Sienten rabia e ira. Quieren acabar con el hombre hacedor de milagros. ¡Qué paradoja! Hace el bien y quieren matarlo. No hiere, no difama, no condena. Pero Él mismo es condenado. La misión de mi vida. Miro la vida de Jesús. Miro la mía. Tengo un tesoro guardado bajo gruesas paredes. Me da miedo mostrarle al mundo mi verdad. Mi misión secreta. Mi tarea imposible. Respetando mi forma original de ser y de amar. Siendo yo mismo en medio de los hombres. Quiero pensar en mi misión. No es sólo para unos años. Es para toda mi vida eterna. Comenta el P. Kentenich: «Lo que hemos abrazado y anhelado aquí en la tierra, aquello por lo cual nos hemos esforzado, puede y debe ser objeto, en la medida de lo posible, de nuestra ocupación en la eternidad. Santa Teresita estaba convencida de que en el cielo y desde el cielo continuaría y perfeccionaría la tarea recibida en la tierra»[2]. Pienso en ese sueño de Dios guardado en mi alma. Esa misión que trasciende mi presente. Quiero reconocerla y amarla. Guardo silencio para encontrarme con el rostro de Jesús que se me desvela en estos días santos. Él camina conmigo hacia el Calvario. Me lleva de la mano hasta lo hondo de mi vida más oculta para que aprenda a besar mi cruz. Me conduce allí donde ni yo mismo me reconozco. Allí donde Él me recuerda lo que valgo y lo importante que son mis palabras y gestos. Tengo una tarea preciosa por delante. No me desanimo porque sé que es necesaria mi forma única de ser. Lo que yo no haga. Lo que yo no diga. Se quedará sin hacer, sin decir. Eso despierta todas mis fuerzas. Puedo hacer algo que nadie más podrá hacer en mi lugar. Miro a Jesús en este tiempo. Pido su paz para encarar la vida

Me quiero detener ante Jesús esta Semana Santa. No para que me diga lo que debo hacer. Muchas veces lo hago así. Pero no escucho bien sus deseos. O quizás creo que escucho y hago luego lo que pienso que es mejor para mí. Quisiera simplemente quedarme quieto ante Él. Escuchar su latido al entrar por la puerta de Jerusalén. Oler su olor. Sentir su presencia cálida. Su música, la música que brota de su alma. Y escuchar las palabras que calman mi sed. Sus palabras que son como un bálsamo. Quiero oír cuando me diga que me quiere con locura. Que me ama desde que me soñó. Que siempre ha cuidado mis pasos y ha sostenido mis miedos. Quiero oír que me dice que soy lo que más quiere. Me cuesta ver así a Jesús. Lo veo más bien como un juez justo y firme. Un juez que no admite errores y no desea a su lado a los que no han sido ni firmes ni recios. ¿Qué imagen de Jesús guardo en mi corazón? Decía el P. Kentenich: «Basta pensar cómo solemos vivir muchas veces: La mínima falta genera enseguida el sentimiento de que Dios ya no nos quiere»[3]. No creo tanto en su misericordia. Creo más en su justicia. Pero lo que necesito es que me diga que me quiere, que me sueña, que me necesita. Tal y como soy. En mi debilidad, en mi pecado. Quiero acompañar a ese Jesús que cruza hoy la puerta de Jerusalén. Viene a celebrar la Pascua. Quiere hacerlo con los suyos. Cenar esa última cena. Quiere dar la vida como cada día. Amar hasta el extremo. ¿Sabría Jesús cómo iba a ser esa Semana Santa? ¿Habría hecho suyas las palabras de Isaías? «No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado». Me conmueven esas palabras del profeta. Dichas después de la pasión cobran una fuerza especial. ¿Conocía Jesús los pasos que iba a dar? Jesús era hombre. Con los límites de su naturaleza. Jesús pronunció en Getsemaní su sí más difícil. Y tomó en sus manos ese cáliz que dolía en las entrañas. ¿Cómo se puede resistir sin taparse el rostro ante los ultrajes y salivazos? Jesús era hombre y era Dios. Y en su pecho ardía la esperanza. Había recibido el amor de su Padre. No quedaría defraudado. Sólo tenía que besar la cruz que cogían sus brazos. Y sostener el mundo en su costado abierto. Todo imposible. Todo sin sentido. ¿Y los planes de un reino en este mundo en medio de políticas corruptas? Todo frágil como el corazón del hombre que se deja seducir tan fácilmente. Un reino que se abre paso a golpe de martillazos sobre la piel. Al ritmo de una lanza que desgarra su costado. ¿Cómo creer en la vida ante el último suspiro del que sostiene la esperanza? ¿Y los milagros? ¿Y sus palabras? Un silencio ensordecedor que contrasta con mi fiesta del domingo de ramos. Cuando creo que todo va a ir bien y no hay nada que temer. Cuando lanzo mis ramos a los pies descalzos de Jesús. Y mi manto. Y el pollino pisando con desprecio mis halagos. Quiero pensar en ese Jesús que recorre esos días Jerusalén poco antes de su muerte. No deja de predicar, de denunciar, de exhortar, de pedir la conversión. Y va creciendo el odio con sus gestos y sus palabras. ¿De qué tenían miedo los que querían matarlo? Es comprensible su rabia, su desprecio. Temen perder lo que defienden. ¿Cuántas cosas que poseo me dan seguridad? ¿Estaría dispuesto a perderlas? El problema es cuando me ato a lo que tengo. ¿Qué estoy dispuesto a traicionar para conservar lo que hoy me da alegría? ¿Cuál es mi precio? ¿Treinta monedas? En mi vida también hay de vez en cuando algún Jesús al que silenciar. Algún profeta incómodo que me dice las cosas que no quiero oír. He construido muros para defender mis propiedades. He asegurado mi bienestar. No quiero a nadie que pueda incomodar la vida que llevo. Jesús anuncia y denuncia. Dice y calla. Y tanto sus palabras como sus silencios pueden denunciar casi sin darme cuenta mis incongruencias. Tengo mi vida asentada sobre tierra blanda. Y cualquier viento altera mis seguridades. Me gustaría dejar en las puertas de Jerusalén hoy lo que pesa en mi alma. Lo que me vuelve temeroso y cobarde. Lo que me pone inseguro. Temo perder. Temo dejar de tener. Alguien ocupará mi lugar cuando falte. Me olvidarán tan rápidamente. La vida es fugaz. Hoy es todo de una forma. Mañana será de otra. A veces me dan ganas de matar a ese profeta que denuncia mis seguridades. A aquel que pone en peligro mi vida como es hoy. Con sus palabras. Con sus gritos. Con sus denuncias. ¿Quién soy yo? ¿Quién es Jesús? ¿Cómo he levantado los pilares de mi vida? ¿Sobre qué lugar descansan mis esperanzas? Quiero cambiar el mundo, pero sólo si Dios lo hace en mí. Todo lo demás es vanidad. No lo dudo. Miro a Jesús que me dice que me quiere. Que cree en mí. Yo también en Él. No me bajo de su pollino. Con Él quiero entrar en Jerusalén. No tengo miedo a la suerte del profeta. La acepto. No aparto mi rostro.

Jesús no es rey de este mundo. Pero hoy lo aclaman como rey y salvador del mundo: «Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar. Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, diciendo: - ¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto». Quieren que sea el nuevo rey que cambie la realidad que tanto pesa. Se alegran al verlo entrar montado en un pollino. El rey que llega para salvar a los humillados, a los pobres, a los más desgraciados. El rey que llega para salvar a los que no tienen a nadie que los salve. El rey que viene a levantar a los caídos en el oprobio. A los que no tienen nada que defender, porque no tienen nada que guardar. Los ramos de olivo que se agitan en el aire evocan el deseo de victoria que hay en el corazón del hombre. Que huye de la cruz y el sufrimiento. Y anhela un paraíso aquí en la tierra. Yo también busco a menudo un Jesús rey, majestuoso, poderoso. Un rey que me salve de mi pequeñez. Un Dios que haga milagros delante de mis pasos. Para seguir creyendo. Para que todo salga bien. Limpie los obstáculos de mi camino. Allane los montes. Eleve los valles. Un Dios milagroso en mis manos. Al que yo pueda adorar y suplicar que me salve. Es lo que deseo. Me puedo acostumbrar a buscar un Dios así. Un hacedor de milagros. Me conmueve la experiencia de Francisco: «Francisco ora en la semipenumbra de San Damián al ‘Altísimo y glorioso Señor’, su mirada se detiene en una imagen poco común: un Crucifijo, que no presenta a Cristo como Pantocrátor en toda su majestuosidad imperial sobre un trono dorado, sino desnudo en la cruz. El Altísimo, al que ora desde hace un año, se presenta aquí sin adornos y despreciado en su pobreza humana. No es el Rey del Universo, sino el que se ha hecho hombre; no lo espera el excelso, sino el solidario. No es el Rey de Reyes, sino el amigo de los pequeños, los caídos y los rechazados, el que le toca lleno de amor, como poco antes le había abrazado el leproso. Jesús a la altura de los ojos»[4]. Ante ese Jesús humano. Pobre. Herido. Maltratado. Francisco descubre el sentido de su vida. El Jesús que cambia la vida de Francisco no es el rey que entra glorioso en Jerusalén un domingo de ramos. Es el Jesús doloroso que muere un viernes santo. Es el Jesús herido al que nadie pudo ni quiso salvar una noche oscura. Ese Jesús a la altura de los ojos es el que conmueve su corazón adormecido. Ese sí es el Jesús de los pobres y despreciados. El Jesús de los que sufren y no encuentran consuelo. El Jesús humano y cercano. De carne herida. De piel llagada. Ese Jesús es el que S. Francisco ama con todo su corazón herido y pobre. No busca tanto al Jesús de los ramos de olivo. Ama al Jesús crucificado en la soledad de un viernes Santo. Es el mismo Jesús ante el que yo me arrodillo. Porque la fama del domingo de ramos dura muy poco. La fama de Jesús dura un solo instante. La fama es efímera, dura pocos días. Decía el Papa Francisco en la entrevista publicada hace unos días: «La fama dura un minuto. ¿Qué añade la fama a mi verdad? Nada». ¿Qué añadía a Jesús la fama de sus milagros? ¿Y las palabras de elogio dichas sobre su persona? No añadían nada. Es el Jesús que no me libera de mi pobreza. No me saca de mis dolores. No me libera de la cruz que me pesa. Ese Jesús a la altura de mis ojos me incomoda. Prefiero al Jesús lejano, Pantocrator, Salvador. Ese Jesús al que miro con reverencia, compungido. Ese Jesús que está lejos y todo lo puede. Ese Jesús no me incomoda. Pero el otro sí. El de carne y hueso. El que sufre a mi lado de forma injusta. El que es escupido, azotado, insultado. Ese Jesús para el que no hay defensa ni juicio justo. Si es ese el camino del Mesías, ¿qué me puede esperar a mí? Me lleno de angustia al ver su carne lacerada. Me siento desprotegido al verle clavado en la cruz. Es ese Jesús humillado el único que me salva. El que viene a mí a liberar mi corazón enfermo. El que muere por mis pecados para que yo viva justificado. Es ese Jesús por el que estoy dispuesto a dar la vida. Se ha puesto a la altura de mis ojos. Y su voz llega a mis oídos. Y mi voz llega a su alma. Y no quiero ni su fama, ni su gloria. Quiero su abrazo roto. Su mirada de misericordia. Sus brazos que intentan abrazarme estando clavados. Su mirada sufriente que se posa en la mía. Yo sonrío. Él me sonríe. Para que confíe y crea que no es el poder lo que me salva. Ni la fuerza. Ni la fama. Que no depende mi salvación de que yo lo haga todo bien. Puedo llegar a su altura lleno de traiciones y caídas. Él me mirará tranquilo. Lleno de paz y de amor. Él me ama.

En el fondo de mi alma sé muy bien que yo deseo la gloria, los ramos de olivo, y los mantos tendidos a mis pies. Me han dicho que me viene bien un día de aplausos y gloria en mi vida. Un día en el que me sienta querido, especial, valorado, ensalzado. Puede ser un bien para mi autoestima. No lo dudo. Para contrarrestar todos aquellos días del año en los que soy invisible, o criticable, o sospechoso. Para compensar tantos días de desprecios y olvidos. Un día de gloria que maquille mi pasado pecaminoso, mi presente fútil, mi futuro poco seguro. No lo sé. Un día de esos en los que pueda ser especial, elegido por todos, querido por muchos. Esos ramos de olivo y esos cantos de alabanza de este domingo me hacen sentirme bien. Se alegra el alma al entrar en Jerusalén. Me siento único, amado por Dios y por los hombres. Tengo claro que no deseo quedarme sólo con el menosprecio y la ofensa. Quiero la alegría de este domingo. Quiero la esperanza y la ilusión que se despierta en muchos corazones al ver entrar a Jesús. Quiero alegrarme con mi vida como es hoy. Este domingo alabo. Doy gracias. Me siento feliz por lo que tengo en mis manos. ¿Hay algo ilusionante en mi vida? ¿Hay algo por lo que merezca la pena seguir esperando y luchando cada día? Me encuentro a tantas personas que han perdido la ilusión en su camino. Han dejado de soñar con algo nuevo. Han olvidado la sonrisa permanente en su alma. Se han llenado de dolor y tristeza. Quizás por miedo a sufrir una nueva desilusión. Jesús no es rey de este mundo, pero hoy todos lo aclaman como salvador. El que trae la esperanza a un mundo que parece vivir en tinieblas. La alegría es contagiosa. Será Él, seguro, piensan algunos. Es el que viene a salvar al hombre en su tristeza. A sacarme de la penumbra. Miro a Jesús hoy al comenzar la Semana Santa. Me lleno de luz. No quiero vivir en el dolor de las tinieblas. Tengo una razón para seguir esperando. Jesús me abre los ojos. El domingo de ramos es la alegría hecha carne en la tierra. Es un momento de Tabor en el que todo parece vestirse de una luz nueva. Una vida nueva que supera mi vida dolorosa. En el domingo de ramos me sumo yo a la fiesta. Cojo mi ramo de olivo. Sujeto mi palma. Salgo a las calles a bendecir a Jesús que entra en mi vida, en mi tierra, en mi alma. Salgo de mí mismo para alabar, agradecer, cantar, gritar. Sí, estoy de fiesta porque Jesús viene a mí montado en un pollino. Sé que esta fiesta no dura eternamente. No es como la fiesta de la resurrección, que sí es para siempre. Pero agradezco por mi vida como es hoy, en medio del polvo del camino. Doy gracias a Dios por la vida que recorren mis pasos. Por los días como me los ha dibujado Dios. Miro a Jesús y confío. Me pide que no tenga miedo. Y yo alabo. No siempre es fácil. «Dios existía para que le alabásemos, no para que gruñéramos contra Él. Y sin embargo, seguir alabando a Dios y, sobre todo, alabarlo en el día de la prueba, como Job cuando cayó leproso, ¡qué terriblemente duro se le hacía!»[5]. Alabar a Dios y darle gracias en mi dolor no es tan sencillo. Hace falta mirar más alto, más lejos. Creer en la misericordia de un Dios que permanece oculto en el silencio. Quiero aprender a dar gracias por todo lo que tengo. A alabar con cantos a ese Dios que se hace presencia en mi vida. Hoy alaban todos a Jesús por todos los milagros que han visto. «Se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto». Pienso en los milagros que he visto en mi vida. Los milagros que muestra Dios en el camino. Doy gracias por ellos. En medio de mi cruz me sigue amando. Lo alabo con toda mi alma. Con todo mi cuerpo. Miro mi vida con paz al comenzar la Semana Santa. El domingo de ramos es un día de fiesta. No pienso en lo malo. Valoro feliz los pequeños momentos de alegría que tiene mi vida. Lo humano me alegra. El mundo me da alegrías. Pienso en tantas cosas buenas que tiene mi camino. Son pequeñas alegrías. Son importantes. Aprendo a saborear la alegría de una buena comida. De un encuentro. De una canción. La alegría de un paisaje. De una conversación. Del tiempo perdido sin hacer nada. La alegría de la vida diaria. Esa que pasa casi sin darme cuenta. Doy gracias. Quiero cuidar mi capacidad para estar alegre. Decía el P. Kentenich: «Tampoco nosotros podemos estar sin alegría. Sentimos eso cuando nuestro órgano para la alegría se atrofia tan fácilmente en la actualidad y lamentamos que sean tan pocas las fuentes de alegría que vemos manar en nuestro entorno»[6]. Quiero cuidar ese órgano que me hace valorar todo lo que tengo. Y alegrarme con las pequeñas alegrías de cada día.

 



[1] J. Kentenich, El Fundador a las familias, 1966, p. 60-61

[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[4] Niklaus Wilfried Kuster, Francisco de Asís, el más humano de todos los santos

[5] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)

[6] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

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