Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de julio de 2019

Domingo 14 de julio de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XV Tiempo ordinario

Deuteronomio 30, 10-14; Colosenses 1, 15-20; Lucas 10, 25-37

«¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? ¿Quién es mi prójimo?»

14 Julio 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«De mí depende. De mi capacidad de acercar o alejar. De mi actitud para acercarme al lejano y hacerlo próximo. Depende de mi forma de mirar a los demás. De mis miedos y barreras»

Hay frases que se han grabado en mi alma desde niño. Por ellas sé hasta dónde puedo llegar. Y sé muy bien lo que puedo conseguir. Sé si puedo cantar bien, o ser un buen deportista. Sé si se me dan bien los estudios o soy limitado. Sé si podré llegar lejos en la vida o quedarme demasiado cerca del comienzo del camino. No sé por qué la gente tiene esa manía de decirme siempre lo que estoy haciendo bien y lo que hago mal. Y al hacerlo condicionan mi futuro porque dentro de mí me hacen creer que no puedo o me motivan para llegar más lejos. Recuerdo la historia del elefante del circo que contaba Jorge Bucay. Siempre estaba atado a una pequeña estaca, pero no escapaba. La historia era simple: «El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía… Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque cree que no puede». Me han dicho desde pequeño que no seré capaz de llegar hasta donde deseo y no lograré alcanzar las metas que me propongo. Yo lo he intentado desde pequeño y he fracasado. Con el paso del tiempo dejo ya de intentarlo. Asumo que es imposible. Por mis límites naturales, por mi herencia genética, por mi historia llena de heridas y tropiezos. Veo que siempre de nuevo he tenido que levantarme después de la caída. Dejo de intentarlo. Sé que no lo conseguiré nunca. ¿Es sana esta forma de pensar? Me han hecho creer que no tengo tantas capacidades como yo hubiera deseado. Han marcado mis límites mucho antes de que yo lo haga. Han cortado mi carrera mucho antes de empezar yo a correr. Así soy de limitado. Me cuesta mucho caminar porque me han hecho pensar que no es fácil. Dependo de esa afirmación que he recibido. ¿Cómo cambio entonces tantos pensamientos limitantes que tengo en mi interior? Venzo el miedo a la caída. Venzo el miedo a experimentar mis límites. Sé que no basta con pensar que sí puedo hacerlo para lograr todo lo que deseo. Puede que no lo logre. Puede que fracase. Pero no por ello dejo de intentarlo. Cambio mi forma de pensar. Escucho los mandatos de Dios que me hablan al corazón y me muestran lo que puedo llegar a ser: «Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo». Los mandatos de Dios son todo lo contrario a esos pensamientos limitantes. Son el sueño que Dios tiene para mi vida. Dios sueña con todo lo que puedo llegar a ser si me libero de esquemas limitantes. Si amo por encima de mis propias fuerzas. Si miro confiado el futuro en el que todo parece imposible. Ese mandato que está en mi corazón tiene que ver con la mejor versión de mí mismo que puedo llegar a ser. A menudo interpreto que un mandato me prohíbe, me marca los límites. Veo un mandato como el elefante ve la estaca de madera que sujeta su pata. Veo a Dios como ese ser infinito que limita mis pasos para que no quiera ser como Él. Para que no pretenda dejar de ser finito. Dios me pide que sueñe con las alturas. Y no me limita. Me dice que ame y entonces haga lo que quiera. Porque el que ama bien no se equivoca nunca. Sus mandatos tienen que ver con el amor que libera. No es una norma que limita. Me gusta la mirada que Dios me da. Esa mirada que ensancha el alma. No la mirada limitante de los hombres. A veces no sé bien en qué Dios creo. Si en el que me dice cada mañana cuánto valgo. O en ese otro Dios que ha metido en mi alma un sentimiento constante de culpa. Como si siempre estuviera en deuda con Él. Dios no quiere que lo haga todo perfecto. Conoce mis límites. Lo único que desea es que saque mi mejor versión, rompa la estaca limitante y corra por los campos feliz por saberme amado. Es curioso. No es un Dios de normas constantes que constriñen mi ser. Es más bien un Dios bueno que sólo quiere que siga con paz todos los pasos que me van a llevar lejos de mi pobreza. Más allá del mar.

Me gusta la belleza que veo a mi alrededor. La música que acaricia la hondura de mi alma. La luz que muestra el cielo. Me inquietan la fealdad, el odio, la rabia, el dolor que veo cuando miro, sin buscar nada, sólo observando. Me detengo a contemplar con ojos de niño una puesta de sol, un paisaje, un amanecer, el ancho mar, un río. Sobrecogido ante la inmensidad que me parece inabarcable. «Ayúdame a percibir tu cercanía y a asombrarme con todo lo hermoso y bello sobre todo del amor que Tú me tienes»[1]. Esa belleza que existe en todo lo creado me lleva a Dios. A lo eterno. Al Dios que me ama. Por eso me inquietan la pérdida, el vacío, el rechazo, la condena que oprimen mi alma. ¿No seré yo el siguiente en caer, en morir, en enfermar? ¿No se acabará un día todo lo que amo y poseo? Es la eternidad ese cielo que deseo ver siempre. Decía hace poco un sacerdote hablando de su infancia y de su madre recientemente fallecida: «Me elevé sobre el reclinatorio tratando de ver, a través de la puerta abierta del sagrario, el cielo mismo, como me decía mi madre». Anhelo lo eterno que es bello. Ese Dios que se abaja a mirarme a través de la puerta de un sagrario. Y ve la belleza que hay en mí, y sonríe. Yo quiero que lo bello sea para siempre, porque llena mi alma de esperanza. Y quiero que lo feo pase, con su oscuridad, con su frío de muerte. Temo, con ojos de adulto, que de repente una mirada baste para volver feo lo bello, caduco lo que florece, triste lo alegre, lánguido lo hermoso. Una sola mirada. Una sola palabra. Un solo acto de desamor. Un único gesto de rechazo y odio. ¿Con eso basta para acabar con lo bello? Tampoco quiero yo destruir lo bello. No quiero que nadie lo haga. Y deseo conservarlo muy dentro de mi alma. Que nadie me quite mi inocencia con palabras y actos. A menudo vivo cuidando la imagen que muestro a los demás para parecer bello. No quiero el rechazo. Leía el otro día: «Una vida disipada es aquella en la que consciente o inconscientemente, vivimos con preguntas como estas: ¿Qué piensas de mí?¡Mírame! ¡Mira lo que estoy haciendo! Mira lo que poseo. ¿No soy genial? ¿Piensas que estoy bien? ¿Me aceptas? ¿Me ves como algo bueno? ¿Te gusto? ¿Me quieres? Trabajamos sin descanso para mostrarnos ante los demás con una buena imagen. Con la falsa creencia de que nuestra identidad procede de lo que somos a sus ojos, de lo que hacemos o de lo que tenemos. Miramos a los demás para que nos digan que somos únicos, aceptables y buenos. Necesitamos saber de los que nos rodean si pasamos el examen de ser alguien único y digno de ser amado»[2]. Quiero ser bello. El más bello. Y que mi vida sea bella para el mundo. Cualquier sombra. De vejez, de pecado, de enfermedad, de dolor. Cualquier sombra basta para acabar con mi belleza, con mi alegría. O cualquier juicio es suficiente para que desaparezca la belleza de mi vida. O de otras vidas. Es tan fácil afear al que parece bello. Basta con ver alguno de sus defectos, o debilidades. Y hacerlos grandes. Para que el mundo los vea. Y deje de ver la belleza para quedarse sólo en la fealdad. Para que caigan los ídolos, los admirados, los que triunfan. Mi belleza permanece intacta oculta bajo la apariencia de mi piel. Está ahí, sea mirada o no por los que me observan. Sigo siendo bello estando oculto. ¿Por qué me preocupa tanto lo que los demás piensan, dicen, ven? No quiero vivir mendigando que alguien se detenga ante mi vida para levantarme del borde del camino. Sé que valgo más de lo que creo. Y que es Dios el que me mantiene siempre joven y alegre con su mirada: «Amor único que Dios tiene por cada uno, reviste de belleza al mirado. Dios ama al alma, la hace digna de su amor y le imprime la semejanza con Jesús, purifica porque tiene esperanza, rejuvenece»[3]. Esa forma de mirar de Dios es la que me eleva y enaltece. Me gustaría aprender a mirar así. Con esos ojos de Jesús que se detienen ante el herido salvando su vida. Quiero aprender a mirar con un corazón puro y joven. Quiero ser capaz de hacer que se vuelva joven y bello todo lo que observo. ¿Es eso posible con mi mirada enferma? Sé que hay personas que con su mirada oscurecen el día. Entristecen mi alegría. Sé que hay otras que, con la luz de sus ojos, vuelven bello lo feo y llenan de luz las sombras. Devuelven la vida a lo que está muerto. Y sanan con sus manos lo que está enfermo. Pueden curar al herido y levantar al caído. No lo sé. Yo quiero ese poder mágico que ellos tienen. Quiero esa capacidad de hacer el bien que tienen los que están llenos de Dios. Deseo acabar con la oscuridad en la que viven los que han perdido la esperanza en medio de sus heridas. Me gustaría tener un corazón así de grande, lleno de luz y alegría. Un corazón noble capaz de descubrir bellezas ocultas y hacerlas visibles. Y vivir feliz con la belleza que llevo dentro. Dios me mira así, tal como soy, ve mi belleza y sonríe. Su mirada me sana.

Me muevo entre el cielo y la tierra. Deseando el cielo aquí, ahora, en todo lo que hago. Queriendo retener entre los dedos esos momentos de cielo que cuento como sagrados. Quiero encontrarme con Jesús cada mañana para saber qué piensa, qué quiere, qué necesita de mí. Como en una entrevista en la que me detengo ante el otro para llenarme de su presencia. Y le pregunto dentro de mi propia alma: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Esa pregunta resuena en mi corazón con fuerza inusitada. ¿Tengo que hacer algo en concreto para poder ser eterno? ¿Hay un manual de instrucciones para saber qué hacer en cada circunstancia de mi vida? Me gustan las respuestas exactas, los caminos precisos. Marcados con señales que me avisan de todos los riesgos posibles: «Haz esto. Deja de hacer esto otro. Vete y no peques más. Deja de hacer lo que estás haciendo. Compórtate mejor. No estás a la altura». Hoy escucho que un maestro de la ley hace esa pregunta. No porque tenga anhelo de cielo y crea que Jesús tiene respuestas. Se acerca a Él con otras intenciones: «Un maestro de la Ley le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba». El maestro de la ley sólo quiere cuestionar la autoridad de Jesús. No busca la verdad. No le interesa. Quiere desautorizar a Jesús. Sólo eso cuenta. En otro evangelio es un joven rico quien pregunta lo mismo con ingenuidad y deseo de cambiar de vida. Pero luego no es capaz de vender todos sus bienes y seguir los pasos de Jesús. Es demasiado rico. Hoy no sucede lo mismo. Nadie quiere cambiar de vida. Sólo ponen a prueba a Jesús. Pero la pregunta queda resonando en mi interior. ¿Qué tengo que hacer para vivir para siempre? En ocasiones me planteo lo mismo. Y pienso que necesito no cometer errores. Hacerlo todo bien. Vivir con una pureza que desconozco. Sin errores, sin fallos. Creo que tengo que discernir siempre lo correcto, lo que Dios quiere. ¿Estará Jesús desilusionado conmigo cuando me mira al final del día? ¿Como si viera que tengo muchas capacidades, he recibido mucho, y no estoy dando nada? ¿Como si se indignara al ver mi pasividad, mi pereza, mi egoísmo? ¿Me habla Dios cada mañana para mostrarme el camino a seguir? Leía el otro día: «-Te he preguntado, Viktor, si crees que Dios nos oye, si Él piensa realmente en nosotros, gente horrorosamente torturada y humillada. Responde: Tenía yo catorce o quince años cuando descubrí que la mejor definición de Dios es, quizás la de ser el interlocutor de nuestros diálogos más íntimos. Esto significa que lo que uno piensa en su soledad, y en la máxima sinceridad consigo mismo, se lo está diciendo a Dios»[4]. Miro a Jesús en mi alma. Él escucha mis voces interiores. Me contempla en mis silencios. Y me responde con un abrazo cuando lloro ante Él. Y me dice qué tengo que hacer, a su manera, cuando lo escucho. Pero a mí me sigue costando entender el significado de la palabra discernimiento. No sé bien qué quiere que haga para llegar a ser eterno. Reconozco en mi corazón que quiero estar con Él todos los días de mi vida. Allí no tendré el límite del tiempo y del espacio. ¡Cuánto podré amar! No tendré esos límites que hacen que aquí vaya con prisa de un lado para otro sin descanso. Sin lograr hacer bien todo lo que deseo. «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Resuena en mi alma la misma pregunta. ¿Estoy aprovechando bien la vida que Dios me regala, los días que crecen delante de mis pasos? Me gusta pensar que Jesús me sonríe cada vez que le miro al final de la tarde. Se da cuenta de mis debilidades, de la enfermedad de mi alma y sonríe. Sabe cuáles son mis límites y confía en todo lo que puede lograr en mi carne mi sí débil y cansado. No me recrimina cada vez que llego cargado de omisiones, sólo sonríe. Y simplemente quiere que yo sea feliz. Tan solo eso. Él sabe el camino que he de seguir para ser más feliz. Lo seré cuando deje de lado todos mis miedos y confíe más en el poder de su abrazo. Lo seré cuando no me aferre tanto a sueños imposibles que me quitan la paz, y viva el presente con una sonrisa ancha en el alma. Lo seré cuando haga de mi camino en la tierra el cielo soñado. Lo seré cuando deje de preocuparme antes de tiempo por cosas que no están en mi mano o no tienen solución. Yo sufro por apegos que tal vez no estén bien ordenados dentro de mí. Ya no lo sé bien. Jesús sólo quiere que ponga mi corazón en el suyo. Parece tan sencillo, no lo consigo. Sólo quiere que aprenda a dejar mi barca en sus manos. Él conoce la ruta. No sé muy bien qué hacer para heredar la vida eterna. Para vivir en armonía con Jesús para siempre. Para vivir a su lado, descansando en su pecho. Es el sueño que mueve mis pasos. Esta pregunta no se convierte en una amenaza. Más bien es un consuelo. No tengo que hacer tanto. Tal vez necesito más dejarme hacer por Él. Jesús me ama y su amor me cambia. Y entonces hago mías las palabras de S. Agustín: «Ama y haz lo que quieras». Si lo que mueve mis actos es el amor, estoy en el camino. Si el amor prevalece sobre mi orgullo, mi vanidad, mi egoísmo. Estoy dejando paso al cielo dentro de mi tierra. Se está haciendo eterno mi presente limitado y esquivo. Yo sé cuándo mi amor es verdadero y eterno.

Hay una pregunta que resuena con fuerza en este domingo. «¿Y quién es mi prójimo?». Entiendo como prójimo al que está cerca de mí. Al que me interesa. Al que le interesa mi vida. Aquel por el que sufro cuando sufre. Cuando me falta. Aquel al que lo mío le importa y me pregunta con cierta frecuencia: «¿Cómo te encuentras? ¿Qué sientes? ¿Eres feliz?». El prójimo puede estar lejos en distancia física. Puede vivir al otro lado del mar. Pero es prójimo. Porque está próximo a mi alma. Porque todo lo suyo me interesa. Y no me interesa lo que a él tampoco le preocupa. Veo entonces que la proximidad la determina el corazón, el alma. Hay vidas cercanas que están muy lejos. Y hay personas que están lejos y viven muy dentro. Me asusta tener muy cerca a personas lejanas y no me preocupa que estén lejos los que tengo tan cerca. Aquellos que me quieren cuando están cerca y lejos son los que cuentan. Aquellos que me importan sin importar la distancia. Veo que el amor es el que acerca o aleja. El amor atrae, la indiferencia aleja. La distancia la ponen mis ojos guiados por mi alma. Yo veo lejos a algunos estando cerca. Y veo muy cerca a otros estando lejos. Jesús hoy me pide que ame a mi prójimo. Y me dice cómo amarlo: «Y al prójimo como a ti mismo». ¿Sólo al que está cerca en mi corazón? ¿Sólo al que me preocupa y al que yo le preocupo? ¿Sólo al que me ama con toda su alma? La medida del amor soy yo mismo. La medida con la que yo me amo. A menudo veo que me amo mal. Elijo lo que no me conviene. Opto por el camino equivocado. Me ato de forma enfermiza. Y dependo para estar feliz de tantos amores que es imposible lograrlo. No me amo bien. No me quiero tanto. Me cuesta aceptarme como soy, en mi pobreza. Y me rebelo contra mi cuerpo, contra mis defectos, contra mis debilidades. No escucho mis gritos pidiendo ayuda. No soy sensible a mis necesidades del alma. Si a mí mismo no me quiero bien. ¿Qué le queda al resto? La medida con la que amo no es la mejor de las medidas. Manda en mí mi amor propio. Mi orgullo busca vencer en todas las batallas. Pero no es suficiente. Necesito amarme bien, respetar mis tiempos. Alabar a Dios por todo lo bueno que hace en mí. Cuando logro tener una medida grande de amor a mí mismo, de amor sano, soy más capaz de amar a otros. La medida de mi amor es escasa. Un amor generoso es el que necesito para ensanchar el alma. Una mirada más honda. Una mirada que acerque y no aleje. Cuando mi amor es escaso y pobre veo a todos demasiado lejos. Vivo exigiendo que me atiendan, que me busquen, que me quieran. Vivo esperando que los demás tomen la iniciativa y se comporten como yo espero. «¿Quién es mi prójimo?». Comenta el Papa Francisco: «Cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios». Mi amor a Dios y al prójimo están unidos. Digo amar a Dios con toda mi alma, pero luego desprecio al prójimo. No lo veo. O lo veo demasiado lejos como para que me preocupe. Se preguntaba el P. Kentenich: «¿Cómo aprender de nuevo a amar correctamente a Dios y al prójimo? Por otra parte, ¿cómo aprenderá nuevamente a amar con un sano amor filial?»[5]. El amor a Dios y al hombre están tan unidos. El amor a Dios y el amor a mí mismo. Un amor sano que me saca de mi oscuridad y de mis fríos. Comenta el Papa Francisco: «Entonces, quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza para llevarlos a las cumbres de la unión mística». El amor al hombre que está próximo me acerca a Dios. El amor al Dios que habita en mi alma me acerca al hombre. El amor tiene que acercarme. Soy yo el que se mueve en mi interior para acercarme al otro. Soy yo el que aproxima o aleja. Hay personas tan heridas en su amor que ven lejos a los demás, no sintiéndose amados. Y al alejarlos de su vida con dolor alejan la posibilidad de sentirse amados. Es una paradoja. Queriendo ser amados no aman. Queriendo estar cerca se alejan. En lugar de amar desprecian. En el fondo no se aman y sienten que nadie más los podrá amar nunca. La cercanía y la distancia es el juego que tienen lugar en mi alma. Tengo a tantas personas cercanas. Y otras que están lejos y quisiera aproximarlas. A veces no puedo. Mi rencor, mi egoísmo, mis prisas, mis miedos son las razones que me alejan del próximo. Lo mantienen a distancia para que no moleste. Para que no me quite la paz y tranquilidad de mi vida. La distancia ayuda a vivir tranquilo. La cercanía incomoda. Depende de lo que elija en mi vida seré feliz o infeliz. Si elijo la distancia, sufriré menos, amaré menos, creceré menos. Si elijo la cercanía sufriré más, amaré más y mi alma se ensanchará y será más profunda. De mí depende. De mi capacidad de acercar o alejar. De mi actitud para acercarme al lejano y hacerlo próximo. Mi capacidad para amar atrayendo. Depende de mi forma de mirar a los demás. De mis miedos y barreras. De todo lo que me hace sentir rechazado o alejado de los hombres.

Jesús hoy me habla del buen samaritano. Y de un hombre tirado al borde del camino: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: - Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta». Una parábola sencilla para explicar la vida. Parece ser que del samaritano no puedo esperar nada bueno. El que escucha estas palabras sabe que los samaritanos no son buenos. No adoran al mismo Dios que los judíos. No se puede esperar nada de ellos. Pero los levitas y los sacerdotes son los que conocen la ley. Saben lo que está bien y lo que está mal. Saben lo que tienen que hacer en cada caso. Y lo que hacen está bien seguro. Por eso la expectativa con ellos es mayor. Lo tienen todo, lo han recibido todo. Algo tendrán que dar. Se saben amados. Tendrán que saber amar. Pero a medida que Jesús cuenta su parábola los papeles se van cambiando. Es un problema de conciencia. Una decisión que esos hombres tienen que tomar en segundos. ¿Quién actúa bien? ¿Quién actúa mal? Lo que está en juego es saber quién es prioritario en mi vida. A quién tengo que amar por encima del resto de mis obligaciones. Si tengo claras las prioridades no habrá problema. Parece que hay una respuesta correcta en esta parábola. Un hombre herido necesita de alguien que lo ayude. Un hombre que no tiene a nadie. Un hombre que puede morir. Es un caso claro. No hay dudas en la interpretación de la ley. ¿O sí las hay? El próximo al que tengo que amar es un hombre tirado al borde del camino. Un hombre herido y desconocido. Un hombre demasiado lejano. Un hombre ajeno a mi vida. Un hombre al que no amo. Si me acerco sentiré compasión, lástima. Si me alejo, no sentiré nada. Me imagino la escena y me veo yo en ella. Yo con mis prisas caminando por un camino. No suelo mirar al borde, no me fijo en lo que sucede a mi alrededor. ¡Cuántas veces me ha pasado! Tengo claro a donde voy y no me detengo. Tengo prisa por cumplir con lo exigido. O camino mirando el móvil. Sé dónde me requieren y lo que tengo que dar. Sé cuánto tiempo tengo. Y sé que no puedo faltar ni llegar tarde. Quiero cumplir con todo lo que me piden. No quiero fallar a nadie. Dicen que las prisas no son buenas. Pero el mundo en el que vivo me hace vivir con prisas. ¿O tal vez soy yo mismo el que me pongo las prisas? Digo que son los otros. Los que exigen. Los que reclaman. Los que llenan mi agenda de peticiones. Pero tal vez soy yo. Me lleno de prisas porque creo que el mundo no puede vivir sin mí. Me creo imprescindible. O busco el reconocimiento, el amor que recibo a cambio, la alegría del trabajo bien hecho, el aplauso por todo lo que entrego. Es como si quisiera que los demás dependieran de mí. Así me siento seguro. No sé si buscando amar estoy deseando ser amado. Buscando dar espero recibir. No sé si es mi amor propio lo que prevalece en mí o es mi amor a los demás. Surgen las dudas. Me da miedo caer en este egoísmo aparentemente tan generoso y altruista. Mis benditas prisas me vuelven egoísta. Me hacen pasar de largo por las personas detenidas al borde del camino. Son los pobres de Dios, aquellos que no me interesan. Los que no me dan nada a cambio y sólo piden. ¿Quién es mi prójimo? Surgen las dudas en el alma. Entre un bien y un mal elijo fácilmente. Entre dos bienes posibles, dudo. ¿Cuál tiene prioridad? En ocasiones lo tengo muy claro. Otras veces aparece todo oscuro ante mí. Me da miedo pasar de largo ante lo que Dios me pide. Hoy escucho que un sacerdote pasaba por allí y pasó de largo. Un levita hizo lo mismo. Los dos tenían la conciencia tranquila. Un prójimo los esperaba no muy lejos. Tenían una cita que atender. Un problema que resolver. ¿Quién soy yo para juzgar sus intenciones? Lo harían bien mirando en su corazón. Buscarían el querer de Dios para sus vidas con honestidad. Y decidieron dar un rodeo y pasar de largo. ¡Cuánto tiempo pierdo juzgando las intenciones de los demás! Juzgo sus vidas. Lo que hacen. Lo que no hacen. Los condeno. Critico al sacerdote y al levita de hoy por ser poco compasivos. Y tal vez esté en lo cierto. Pero ¿quién soy yo para juzgar a nadie? Miro mi corazón herido. Miro mi falta de amor y compasión. Mi mirada sin misericordia que sólo mira el camino, no el borde. ¡Cuánto me gusta ver la caída de los justos, de los que han tenido éxito, de los inmaculados! ¿Me da paz que los demás hagan mal lo que yo creo estar haciendo bien? ¿Me creo mejor que otros? ¡Qué pobre es mi corazón que observa el camino y a los que por él caminan sin hacer yo nada! Juzgo y condeno. Pero yo no me detengo a mirar al que está al borde del camino. No siento compasión. Paso de largo. No me preocupa tanto la necesidad que veo. Miro a los que no hacen bien las cosas. Y me recreo en sus pecados. Pienso que yo lo hubiera hecho bien. Yo habría visto al herido. Al pobre. Al abandonado. Yo no habría tenido prisa. Yo habría sido misericordioso. ¿Es eso cierto? No lo sé. Paso de largo a menudo ante el que sufre. Agobiado por lo que me preocupa. Dejo al borde de mi vida a tanta gente. No cuento con ellos, no los miro.

El hombre al borde del camino es el que más me necesita. Más que los que están fijos en mi agenda. Son los más próximos porque interfieren en mi propio camino y me detienen. Están ahí. Junto a mí. Demasiado cerca para no verlos. Gritan, suplican. No los oigo. Siento la tentación de evadirme de mi mundo real para sumergirme en el mundo virtual. ¿Están más cerca los lejanos que me buscan por medio de mensajes en el móvil? ¿Son ellos mi prójimo o lo es ese hombre herido al borde de mi camino a quien no veo? Dudo. Jesús contesta mi pregunta: «¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Él contestó: - El que practicó la misericordia con él. Jesús le dijo: - Anda, haz tú lo mismo». El prójimo es el compasivo. El que se detiene. El que rompe su agenda y acaba con sus prisas. El prójimo entonces es el que se aproxima. El que ve con el corazón el dolor del otro. El que no juzga desde lejos y luego justifica sus omisiones. El que vive buscando próximos en su vida con los ojos del corazón y no pensando en sus planes. El que no quiere quedar bien con todos. Sino que prefiere buscar al más necesitado, al más pobre, al más herido, al que menos pide. Ese es el prójimo del que está próximo. Es el que sale de su camino para perder el tiempo. ¡Cuánto me cuesta perder el tiempo! Quiero sentir que pierdo la vida ayudando a otros. ¿Y si luego no recibo nada a cambio? No importa. En ocasiones querré hacer el bien y juzgarán mal mis intenciones. Me detendré ante el que me necesita y dirán que busco algo de él. Dejaré de atender a otros por detenerme al borde del camino. Y dirán que no cumplo con mis compromisos y pierdo el tiempo. Me vaciaré por el que no puede darme nada a cambio. Y dirán que sólo actúo movido por mi interés, ayudando a mis amigos. No es justo. Pienso en mi corazón. No importa. No es lo que piensan los demás lo que mueve mi corazón. Me importa lo que Dios me pide en mi alma. Lo que me habla en susurros. Lo que me dice en personas que aparecen en mi camino. Al borde, tirados, necesitados. ¿Acaso no está Dios en ellos? Sí, me habla ahí, en lo más sagrado que es el corazón del hombre herido. Comenta el P. Kentenich: «¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa son precisamente las cosas de Dios»[6]. Las cosas de Dios son las que deberían llevarme a moverme con prisas. Pero ¿cuáles son las cosas de Dios? Me habla en la vida, en lo que tengo frente a mí, en los hombres heridos al borde de mi camino. En el abandonado al que nadie cuida. Eso es más de Dios que otros muchos compromisos religiosos. En el sufrimiento ajeno me habla Dios con fuerza y me saca de mí mismo. «La única cosa capaz de sustraer del mayor sufrimiento a un hombre bueno es el dolor ajeno»[7]. Salgo de mí mismo, de mi propio dolor, cuando veo sufrir a alguien junto a mí. Está bien amar a Dios en mi corazón como dice la ley: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser». Es fundamental. Pero si no amo a mi prójimo, si no me detengo ante él. No estoy siendo hijo de Dios. No estoy siendo hermano de mis hermanos: «En nuestro prójimo se nos ofrece, además, un hermano»[8]. Mi hermano. Tengo un mismo Dios, un mismo Padre. Entonces ese Dios que llevo dentro es el que me impele a salir, a no quedarme seguro dentro de mis muros. Me lleva a mirar al borde del camino, no sólo a mirar mis pies que tienen prisa. Pienso en lo que no es urgente. En lo aparentemente innecesario. Y surge ante mí el que está herido y abandonado. Cuando no tengo prisa miro al borde del camino. Cuando voy corriendo no soy capaz. ¿Quién hay al borde de mi camino? Salgo de casa, voy de un lado para otro, paso de largo ante mis próximos sin verlos. No me detengo porque tengo prisa. Quiero aprender hoy del buen samaritano. Voy con los ojos abiertos. Mirando al más herido.

 



[1] Tomás Trigo Oubiña, Dios te quiere y tú no lo sabes

[2] Henri J. M. Nouwen, Esta noche en casa. Más reflexiones sobre la parábola del hijo pródigo

[3] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[4] Rafael de los Ríos, Cuando el mundo gira enamorado, 69

[5] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt, Rafael Fernández

[6] Benedicto XVI, La infancia de Jesús

[7] Dolores Redondo, Todo esto te daré

[8] Herbert King Nº 3, El mundo de los vínculos personales

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