Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de diciembre de 2019

Domingo 15 de diciembre de 2019 | Carlos Padilla

III Domingo Adviento - Domingo Alegría

 

Isaías 35, 1-6a. 10; Santiago 5, 7-10; Mateo 11, 2-11

 

«Los ciegos ven, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso el que no se sienta defraudado por mí»

15 diciembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Es lo que deseo, estar alegre. Dejar a un lado mis tristezas y penumbras. Llenarme de su luz. Han cantado los ángeles que Jesús ha nacido. En mi alma. Me han llenado de esperanza»

Revisto en Adviento mi vida de fiesta. La adorno con ángeles, bolas de colores, nacimientos, árboles navideños. Me empeño en llenar de luces la oscuridad de mi casa. Pinto de colores vivos la monotonía y el gris desaparece de mi paleta de pinturas. O quizás nunca estuvo y se formó sólo de repente, al mezclarse con otros colores. Pero ahora decido pintar mi vida de fiesta. ¿Para ocultar algo? ¿Para que parezca más bella? Todo bien limpio, ordenado, arreglado, el contorno de mi alma se embellece. ¿No puedo entonces seguir siendo yo mismo? El amor brota de la admiración. El otro día decía la protagonista de una película: «Yo pensé que siendo yo misma, con mi mal genio, con mis malas palabras y mi carácter difícil, nunca me ibas a dejar de querer. Y ya ves, me equivoqué». ¿Es posible que dejen de amarme cuando me muestro tal y como soy? No lo sé. Lo que sucede es que a veces, en medio de mis tristezas, puede brotar en mi alma la versión más fea y gris. Pierdo la alegría y la esperanza. Dejo de ser creativo y me conformo con la mediocridad en mi entrega. Y entonces el amor, que se sostiene sobre el pilar de la admiración, comienza a tambalearse. Y desaparece la fascinación. Y ese carácter mío tan difícil, esas palabras poco agradables, las quejas constantes ocupan todo el espacio en la relación. Siento entonces que ya no me aman. El amor desaparece lentamente. La persona amada sigue siendo ella misma, pero en su versión más pobre. Ya no la amo. ¿Cómo hago para recuperar el amor? Hace falta un cambio. Es necesario introducir cambios que provoquen una revolución. Si haciendo lo de siempre he llegado a esta crisis, tal vez tenga que cambiar algo. Y quizás entonces, al descubrir nuevos caminos, puede que la queja pase a un segundo plano y el mal carácter se suavice. Y puede que surja de nuevo la admiración y con ello el amor. En mi vida no veo que Dios se haya desenamorado de mí. Eso no lo veo. Más bien veo que soy yo el que ha perdido la fascinación que un día sentí por Él. Me he conformado. Hubo un tiempo en el que amé más a Jesús. Todo era novedoso y estaba lleno de música y colores. Y de repente me encuentro en una encrucijada de desierto. Mi cristianismo ha envejecido, se ha llenado de rutinas insípidas, se ha vaciado de la fascinación de aquel día primero. Y el amor, mi amor, que siempre fue pequeño, porque soy niño y me siento frágil. Ese amor que puso Dios en mi pecho como una pequeña llama temblorosa a punto de sucumbir con los primeros vientos. Se ha debilitado tanto que tiembla peligrosamente. En medio de mis rutinas de Iglesia he perdido el atractivo de Jesucristo. Ya no me parece tan bello ser cristiano. La santidad no es digna de admiración. Puede que llegue así a este tiempo de Adviento. En el que las calles se visten de colores de fiesta. En el que por todas partes brotan nacimientos y árboles de colores. Y me arreglo para la vida, para la fiesta. Dejo de lado el gris y los colores me llenan de belleza. Confío en que el amor vuelva a surgir en mi alma. No quiero perder el amor de Jesús, ni el de María. No quiero quedarme solo en medio de mi vida sin tonos vistosos. Me pongo en camino. Adorno mi alma para que la luz me ayude a descubrir su belleza oculta. No me da miedo caminar en estos días de Adviento con el corazón en paz y alegre. Quiero aprender a amar más y mejor. A ver detrás del gris mil colores navideños. Detrás del mal carácter una sonrisa afable. Detrás del mal genio o las palabras feas, el corazón más bello del mundo. Pero me cuesta tanto amar de esta forma. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «He comprendido qué imperfecto era mi amor por mis hermanas, vi que no las amaba como Dios las ama. Ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los otros, en no asombrarse por sus flaquezas, en edificarse con los más pequeños actos de virtud que se les vea practicar, pero, sobre todo, he comprendido que la caridad no debe permanecer encerrada en el fondo del corazón»[1]. Salgo de mí mismo para aprender a amar mejor a todos. Para mirar la belleza escondida detrás de la dureza del corazón, de su oscuridad y tonos grises. No me desanimo con las quejas y el mal carácter. No quiero perder el amor, quiero salvarlo. El Adviento me da fuerzas para amar en su verdad al que Dios pone ante mis ojos.

Me detengo a mirar con calma las figuras de mi nacimiento. Son los protagonistas de mi Belén. No quiero mucho adorno. No necesito nada superfluo. Quiero quedarme sólo con aquellos que estaban en Belén ese día. Cada uno tiene su lugar. Yo el mío en mi vida, en sus vidas. Soy uno de esos que camina hacia Belén en este Adviento, siguiendo sus huellas. Uno más, otro año más. No quiero que se me escape el tiempo. Quiero aprender a ser como esos personajes de entonces. Adoptar sus actitudes. Adentrarme en su misterio. Quiero estar despierto y atento. Me fijo en los pastores. Hay un pastor con una oveja que siempre toca mi alma. Un pastor cuidando su oveja. Un pastor que quiere acercarse al niño que es el pastor que nace. Quiere arrodillarse ante María, la divina pastora. Ese pastor humilde, pobre, perdido en una noche de invierno. Vigilando sus ovejas. Tal vez dejó al resto con el rebaño en ese mismo monte en el que el ángel sorprendió sus pasos. Yo también quiero ser pastor. Como Jesús me dice: «Soy el Buen Pastor, doy mi vida por mis ovejas. Si también nosotros queremos ser buenos pastores, debemos poseer tal conciencia de misión divina. Todos los profetas, todos los grandes apóstoles de la Iglesia poseían una conciencia profunda y explícita de su misión divina. El buen pastor da su vida. No existo para mí mismo, existo para los míos; para ellos me envió el Dios Padre»[2]. Yo soy un pastor con conciencia de misión. Creo saber lo que Dios me pide. Quiere que cuide mis ovejas, y las conduzca hasta Él. El pastor trae su oveja. Es su ofrenda, su entrega fiel al niño. Quiere que Jesús la cuide. Es lo que más desea. Miro a mi pastor que desea un mundo mejor, con más justicia, con más verdad, con menos odio. ¿No soy yo acaso ese pastor que camina despacio hacia Belén estos días queriendo que cambie el mundo? Ese pastor que sueña con lo imposible. Y corre en búsqueda de la verdad, del abrazo de Dios. Tengo la piel gastada por los vientos, por los años, por el sufrimiento que llevo grabado en el alma. Llevo el peso de la vida sobre mis espaldas, demasiada carga. Y los pies caminan más lentos después de tanto andar. Tal vez he sufrido caídas y decepciones. Y quiero que Jesús levante mi ánimo que está algo bajo. O logre llenar de alegría mi voz transida de dolor. Como dice Rozalén en su canción «La puerta violeta»: «Tengo un nudo en las cuerdas que ensucia mi voz al cantar. Tengo una culpa que me aprieta se posa en mis hombros y me cuesta andar». Hay tantas personas que sufren a mi alrededor. Les pesa el alma. Es como si hubieran tejido un nudo en su garganta. Y falta la voz firme y libre. Brota el deseo de que un jilguero venga a anidar en mis entrañas. En la misma canción: «Sé lo que no quiero, ahora estoy a salvo. Hay un jilguero en mi garganta que vuela con fuerza». Quiero que este Niño Dios que va a nacer traiga alegría a lo profundo de mi ser y me libere de todo lo que me pesa y aprisiona. Que rompa las paredes de mi prisión abriendo una puerta a la esperanza. Mostrándome un nuevo camino, un paisaje nuevo. Quiero que ese niño lo llene todo de esperanza y de cielo llenándome a mí de luz a un mismo tiempo. Me siento como ese pastor del Belén que trae todo lo que tiene y no cuenta con nada más. Al fin y al cabo, son ciertas las palabras de Santa Teresita de Lisieaux: «En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, porque no te pido, Señor, que cuentes mis obras»[3]. No tengo nada que ofrecer. Llevo sobre mis hombros con tanta delicadeza a una de mis ovejas más amadas. La mejor, no la que me sobra. Y se la ofrezco a Jesús en medio de la noche. Se la entrego para que la cuide, la sane, la salve. Para que me cuide a mí en ella, pues soy esa misma oveja. Para que la tenga el Niño a su lado cuando se despierte con el día y me abrace en medio de mis miedos. Esa oveja soy yo que sueña con un hogar, con la paz de un pastor sujetándome sobre sus hombros. Necesito a ese Niño Dios, a mi pastor bueno. Necesito más que nunca a Jesús en mi vida para que me abrace, sacie mi sed de infinito y calme mis miedos constantes. Para que me sostenga y me dé la vida eterna que se me vuelve esquiva. Llego con mi bastón, con el rostro algo serio y cansado. Me siento tan pequeño. Me acerco turbado al Belén. ¿Por qué no sonrío más en medio de mis noches? Es lo que deseo, estar alegre. Y dejar a un lado todas mis tristezas y penumbras. Y llenarme de su luz. Han cantado los ángeles que Jesús ha nacido. Sí, en la noche, en el monte al raso, en mi alma. Los benditos ángeles. Y me han llenado de esperanza. Y entonces me he puesto en camino. Un pastor llevando una oveja al establo. Un niño ha nacido en la oscuridad. Una luz en manos de sus padres. Lo sostienen conmovidos en medio de la noche. Me siento yo ese buen pastor que llega cansado y feliz. Me arrodillo ante Jesús y le pido la paz.

Celebro este domingo Gaudete, domingo de la alegría, con el corazón en paz. Suplico tener más alegría en mi alma al llegar a esta altura del Adviento. ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Dónde bebo cada día cuando me turban las cosas difíciles que me suceden? Comenta el P. Kentenich: «Vive con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es un portador de alegría, un maestro de alegría»[4]. Necesito tener más alegría en el alma. Ser capaz de vivir la vida con buen humor. ¿Soy capaz de reírme de mí mismo? En ocasiones creo que me tomo demasiado en serio. Pienso que todo lo que me pasa es muy serio e importante. Vivo agobiado pensando en lo que me ocupa y preocupa. No tengo paz ni sonrisas en el alma. ¿Qué hago para aprender a sonreír? Quiero buscar a los que sonríen y me enseñan a reír a carcajadas. ¿A quién busco para vivir más alegre? Quiero que mi corazón se alegre con lo que me sucede. Hoy escucho en labios del profeta Isaías: «Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo». Me falta esta alegría a la que se refiere el profeta. No soy capaz de dar gritos de júbilo. Espero tal vez a que me vaya todo bien para hacerlo. Cuando triunfe, cuando tengan éxito mis planes, cuando esté en el lugar que deseo, cuando no me suceda nada malo. Y como todos esos futuribles no sé si sucederán, vivo con angustia, agobiado, sin paz. Quiero huir de mis tristezas de siempre que me hacen vivir apesadumbrado. Está claro que vivir alegre salva el mundo, cambia el corazón de los que me tocan, de los que llegan a mí. Si respondo con una sonrisa a cada agravio, a cada contratiempo, todo a mi alrededor cambia. Quiero tener a Jesús en el alma. Porque su presencia me hace mirar la vida con más paz. Los contratiempos pierden fuerza ante lo que de verdad importa. Quiero que Él sea la causa de mi alegría. Me gustan las palabras de Santa Teresita: «Veo con alegría que, al amarlo, el corazón se ensancha y puede dar incomparablemente más cariño a los que le son queridos que si se hubiera concentrado en un amor egoísta e infructuoso»[5]. El egoísmo me centra en mí mismo, me encierra y limita. Me aleja de un Dios que es amor y entrega. Es incompatible vivir encerrado en mis miedos y angustias y proclamar el amor de Dios. Incompatible el miedo con la alegría del que anuncia la buena nueva. La magnanimidad que me regala Jesús logra ensanchar mi alma y me hace más alegre. Sé que cuando vivo en Él puedo amar más y mejor a los que se me confían. Cuando más conozco las cosas, más las quiero. Cuanto más conozco a alguien más lo amo. Tengo claro lo que leía el otro día: «El amor precede también a la alegría. ¿Cómo se podría tener alegría en la complacencia de una cosa si no se la ama?»[6]. El amor que tengo me da alegría. No amar me entristece. Amar y ser amado colma todos mis deseos. Es el sueño que busca mi alma inquieta. El Adviento es una invitación constante a alegrarme. En medio de mis preocupaciones y tristezas. De nada me sirve sonreír detrás de la máscara de un payaso si por dentro sigue reinando una tristeza oscura y amarga. Algo tiene que cambiar en mi corazón para que todo cambie. La realidad no la puedo cambiar fácilmente. Las desgracias siguen siendo desgracias. La mala suerte seguirá siendo mala. El mal tiempo ocultará el sol. Pero sé que el misterio de mi alegría se juega en lo más profundo de mi ser. No puedo cambiar lo que me entristece. Pero puedo pedir una gracia al cielo. Que Dios cambie en mí, muy dentro, mis prioridades. Que me haga vivir el momento con la alegría del niño que elige ser feliz ahora, en el presente. Y disfruta con la ingenuidad de los niños de esos pequeños regalos que la vida me hace. Regalos que paso por alto cuando me duele el alma. Creo que aprender a ser cristiano pasa por no perder la alegría por cosas poco importantes. Me encuentro lejos del ideal que persigo. Que mi sonrisa sea auténtica, que brote de lo más profundo del alma. Quiero que las tinieblas que enturbian mi corazón desaparezcan. Aprender a reír como los niños. Miro ese portal de Belén hacia el que caminan mis pasos. ¿Es Él de verdad la causa de mi alegría? Si de verdad lo fuera no habría nada en este mundo capaz de enturbiar mi ánimo. Debe ser entonces que tengo mal puestas las prioridades y mi orden de amores. Cuando amo me alegro en lo que amo. Cuando soy amado tengo la alegría del niño que descansa en manos de su madre. Recordar los regalos que Dios me hace cada día es motivo de alegría. Mirar en silencio el sol cada mañana. Escuchar una canción que me habla de lo importante. Hablar con un amigo de las cosas que valen la pena. Pasear por lugares que me llenan de sol el corazón. Experimentar el perdón como una lluvia de misericordia. Abrazar y ser abrazado. Descansar mirando el cielo. Sonreír sin un motivo. Reír a carcajadas. Dibujar, escribir, cantar. Esperar cada día una nueva mañana. Desear con ilusión renovada que me pinte Dios el alma de colores. Apague los grises e ilumine el camino que me lleva a las estrellas.

Me gusta pensar en un Dios que viene a mi auxilio. ¿Qué miedos atenazan mi alma? ¿Qué me angustia? Hoy escucho: «Ven, Señor, a salvarnos. El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; Él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado. Ama el Señor al hombre justo y toma al forastero a su cuidado. A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo. Reina el Señor eternamente. Reina tu Dios, oh Sión, reina por siglos». Es un Dios cercano que va a nacer para salvar al oprimido y rescatar al preso. A veces me falta fe, me cuesta creer en ese Dios que va a resolver mis problemas y va a curar mis dolencias. Mis cegueras, mis agobios, las injusticias que sufro, el hambre que padezco, las cadenas que me esclavizan. ¿Será todo como yo espero? No, no será igual. Pero la liberación es real y la salvación se acerca. ¿Cómo será esa sanación de la que me habla? Un Dios que se hace hombre para vivir entre los hombres. Sometido a su fragilidad. Limitado en el tiempo y el espacio. Un hombre humillado por otros hombres. Perseguido, herido, crucificado. Esos pastores del Belén esperaban ser liberados de sus cargas. Y todos los enfermos que vieron a Jesús caminar por sus calles soñaban con quedar sanados. Pero no todos fueron liberados. No todos fueron sanados. ¡Cuántos murieron sin ver la luz de la liberación final! Esperaban ser testigos de la victoria. Pero nada sucedió ante sus ojos. Un pobre niño que venía a salvarlos. Un niño en un pesebre con padres pobres. ¿Cómo se puede vencer el poder del mundo sin armas, sin poder, sin medios? Parece todo tan absurdo. Una quimera que se lleva el viento. La injusticia no se soluciona. El daño causado no queda sanado. Parece imposible. ¿Por qué me empeño cada Navidad en soñar con lo que no es realista? Me falta fe. Sí, mucha fe. Vivo anclado en mi carne y apegado a este mundo. He dejado de creer en los imposibles. Y la satisfacción de mis deseos me parece un sueño innecesario. Me apego al presente, a lo que toco y veo. Eso me basta. ¿Dónde queda mi fe? Me vuelvo desconfiado. Un Dios que no hace milagros. Un Dios que no me rescata de la fosa en la que caigo. Un reino que no es de este mundo. Un Rey que reina y no logro verlo. Me inquieto. Querría que fueran posibles tantos milagros. ¿Qué me angustia en este Adviento? ¿Qué me quita la paz? Tengo tanto miedo a la muerte. A la propia. A la de seres queridos. Me aterra la inseguridad de este mundo en guerra. La inestabilidad del dinero que no alcanza. La angustia por esas personas a las que temo. Aquellos que pueden hacerme daño. Quisiera tener la fe de los niños para creer en un Dios que puede venir en mi rescate. Me falta fe. Me falta la confianza de la que habla el P. Kentenich: «Quien esté profundamente imbuido del poder en blanco, vivirá con toda el alma fundado en esa fe divina en la misión y en la conciencia de ser instrumento. Porque si no estuviese en la base esta fe a modo de gran potencia, sería absurdo dedicar todas las capacidades del cuerpo y del alma, todos los bienes espirituales y materiales, toda la vida, a una obra que no promete recompensas terrenales»[7]. La fe que me pide Jesús es otra. Es la fe en un poder que no veo. Ese poder de un Dios que me ama y quiere utilizarme como su instrumento. Al sellar la alianza de amor con María en el Santuario le entrego mi confianza. Sello un poder entregándole mi vida, para que haga con ella lo necesario para llegar a muchos. Entonces dejo de angustiarme. Porque mi vida no está en mis manos. No tengo que preocuparme inquieto de todo lo que hago. Es su obra, la de Dios. Es su reino. Nació entre los hombres para salvar al hombre. Pero a su manera, según sus reglas. Y entonces el único acto de fe válido es el que permite que me libere de mis aprensiones. Puedo descansar en sus manos de Padre porque nada malo me va a pasar. Todo va a ser para mi bien y el de los míos. ¿Por qué temer? Descanso en un Dios que salva mi vida de la angustia y me rescata para una vida plena. Me saca de mis cadenas para que sea dócil y me deje llevar donde Él me pida. Esa es la justicia que quiere instaurar. Un reino nuevo con otras categorías. Esta tierra que piso es temporal. Estoy de paso entre los hombres. Mis días están contados. Y mis dolores y alegrías. Todas en las manos de Dios. Yo confío. Me vuelvo niño en medio de las noches de este Adviento. Un niño confiado que no teme. Quiero entrar en su corazón para descansar tranquilo. No quiero temer porque sólo la confianza me rescata de todas las angustias. La confianza es plena. Nada malo puede pasarme porque descanso en su corazón de Padre. Esa actitud de poder en blanco es la que quiero vivir este Adviento. Me sé amado en lo más profundo por Dios. Ya no temo porque nada malo me va a suceder. Siempre será lo mejor, para mí, para los míos. Confío y sueño y me abrazo a Dios como un niño.

Hoy de nuevo Juan Bautista es el protagonista. En este domingo de la alegría Jesús me muestra un motivo para la esperanza, para seguir creyendo. Juan está en la cárcel y quiere saber si es Jesús el Mesías: «En aquel tiempo, Juan se encontraba en la cárcel, y habiendo oído hablar de las obras de Cristo, le mandó preguntar por medio de dos discípulos: - ¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Jesús les respondió: - Id a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: - los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí». Feliz el que crea en Él y no se sienta defraudado. Feliz el que confíe en sus obras y crea en sus palabras. Juan podrá morir tranquilo. Busca respuestas y las encuentra. Los signos hablan de esperanza. Dios está actuando en medio de la humanidad. Un Dios que salva, que libera, que sana, que abre los ojos y permite al cojo caminar. Son los signos más claros de su amor. Ese amor que se abaja y se entrega. Ese amor que se hace carne para salvar mi propia carne. Me conmueven las palabras de Jesús. A menudo los hombres me defraudan. Pongo la esperanza en ellos. Creo que son infalibles y nunca van a decepcionarme. Pero lo consiguen. No están a la altura. Busco líderes, héroes en los que creer. Busco personas impecables que siempre respondan a mis expectativas. Y cuando me defraudan huyo. Busco a otros. Caigo en la murmuración y la crítica: «No murmuréis, hermanos, los unos de los otros, para que el día del juicio no seáis condenados. Mirad que el juez ya está a la puerta». No quiero murmurar contra el que no actúa según mis deseos. No quiero criticar y caer en la maledicencia. La actitud del juicio condenatorio no es lo que me salva. No quiero caer en los chismes y comentarios. Ningún hombre va a estar a la altura con la que sueño. Todos de alguna forma me van a decepcionar. Pero yo he puesto mi confianza en Dios. Y no les exijo a los hombres que sean como Dios. Eso me hace daño. Sólo quiero hacerle caso al apóstol y ser paciente: «Sed pacientes hasta la venida del Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los frutos preciosos de la tierra, aguarda pacientemente las lluvias tempraneras y las tardías. Aguardad también vosotros con paciencia y mantened firme el ánimo, porque la venida del Señor está cerca». La paciencia me salva. Si tuviera más paciencia sería más feliz y tendría más paz. La paciencia me da paz. Si logro no vivir inquieto, nervioso y angustiado, tendré más paz. Confío en Dios. Confío en los hombres. Pero no pierdo la paz cuando no cumplen con lo previsto. La paciencia me pone en camino en este Adviento. Soy paciente porque se acerca mi liberación. Jesús está cerca y su poder es el amor y la misericordia. Nada temo. La paciencia me hace esperarlo todo de Él. Y al mismo tiempo no me mantiene sin hacer nada. Estoy en camino. Me pongo manos a la obra. No me quedo quieto. Decía el Padre jesuita Arrupe: «No pretendemos defender nuestras equivocaciones, pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de esperar con los brazos cruzados y no hacer nada por miedo a equivocarnos». Mi paciencia me pone en acción. No quiero permanecer con los brazos cruzados por miedo a equivocarme. Puedo cambiar este mundo. Los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan. Son signos del reino en medio de la oscuridad. Es posible que Dios actúe en mis manos y palabras. No me quedo sin hacer nada. Me pongo en sus manos. Feliz si no vivo amargado, defraudado, escéptico. No hay nada más corrosivo que el escepticismo. Dejo de creer en el poder de Dios y no hago nada. Me desilusionan los hombres y dejo de confiar en sus fuerzas. Me quedo quieto esperando una salvación que no llega. Este Adviento es un tiempo para alegrarme de los brotes verdes que veo a mi alrededor. Me hace falta una mirada más profunda. Quiero fijarme con atención en todo lo que pasa en mi entorno. Ahí está Dios actuando casi sin que yo me dé cuenta. No me quedo en lo negativo. Soy paciente. Quiero buscar los signos de esperanza. El corazón alegre es el que sabe sacar algo bueno de todo lo que le sucede. En un cambio de planes ve una oportunidad. En una derrota una ocasión para mejorar. En un fracaso un desafío para aprender cosas nuevas. Nunca se desanima ese corazón joven que siempre espera y se alegra. Quisiera ser así. Quiero tener una mirada positiva sobre la vida. Y no vivir quejándome sino alegrándome de las pequeñas victorias en medio de duras derrotas. Ser capaz de esperar contra toda esperanza y aguardar paciente una liberación final que se retrasa. No importa. Estoy llamado a actuar. A sembrar semillas de esperanza. A hacer surgir la luz de las sombras. Y la vida de la muerte. Me gusta apreciar las oportunidades que me da esta vida en la que suceden tantas injusticias. En medio de la guerra que me inquieta yo puedo sembrar la paz. Y en medio de los miedos puedo poner como bandera mi confianza. Así es como crece la paciencia y la esperanza en mi corazón. Mi corazón se alegra con los pequeños brotes verdes. Veo el vaso siempre medio lleno. Y en todo lo malo a mi alrededor veo una oportunidad para dar la vida con generosidad.

Jesús me invita hoy a mirar al profeta para confiar más: «Cuando se fueron los discípulos, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: - ¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿A qué salisteis? ¿A ver a un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: - Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti. En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él». Juan es el más grande de los profetas. A él fueron a verlo todos aquellos que recibieron el bautismo en el Jordán. Fueron a ver un hombre sabio, justo, que podía enseñarles una nueva forma de vivir. ¿Para qué sirven los profetas? Son los que anuncian un mundo que aún no se ve. Son los que hablan de una tierra que todavía no poseo. Son los que me dicen qué tengo que cambiar en mi alma para vivir con más plenitud. Hoy el mundo busca profetas. Personas que se rebelen contra lo establecido y crean que el mundo se puede cambiar. ¿Cuáles son los profetas de hoy? Hoy tanta gente sale a las calles para pedir que se haga algo por salvar este mundo. Personas que creen en un mundo mejor, donde se salve el medio ambiente. Donde se tomen medidas políticas para mejorar el uso de los recursos naturales. Es cierto que Dios ha creado este mundo que estoy destruyendo, abusando de la naturaleza. Dios ama la creación porque Él la ha creado. Y me pide que la cuide, que me haga responsable de todo lo que tengo en mis manos. Comenta Ignacio González Kindelán en un estudio sobre la ecoteología: «En esta teología de la creación, como también se conoce la ecoteología, el ser humano aparece en un lugar singular. Él no está encima, sino dentro y en el límite de la creación. Él es el último en despuntar, se encuentra en la retaguardia. El mundo no es fruto de su deseo o de su creatividad; no vio su principio. Y como el mundo es anterior a él, no le pertenece a él sino a Dios, su creador. Pero el mundo le es dado como jardín que debe cultivar y cuidar. Por lo tanto, la relación que el ser humano tiene con la creación es fundamentalmente de responsabilidad, una relación ética». Yo estoy llamado a ser responsable de este mundo en el que vivo. Este mundo que llegará a ser un nuevo mundo en el reino de Dios. Hay profetas hoy que hablan y quieren un cambio. ¿Y la Iglesia que amo tiene mensajes proféticos? Los jóvenes tienen la responsabilidad de despertar el corazón del cristiano. Tienen que ser proféticos. Y gritar por un mundo mejor. El Adviento es un tiempo profético que me habla de un mundo nuevo que he de construir. El mundo y el hombre están llamados a renovarse. Jesús viene a nacer y trae un mensaje profético. Es necesario cambiar de vida. Necesito adoptar nuevas posturas, nuevas creencias. Para ello quiero vivir anclado en Dios para saber lo que tengo que decir. El mensaje del profeta puede escandalizar. Porque propone el cambio. Y el cambio duele. Dejar de hacer lo que estoy haciendo. Adoptar nuevos hábitos más sanos y beneficiosos. Iniciar un camino de conversión. Cambiar actitudes nocivas para mí o para otros. No es fácil el cambio. Hace falta tener un corazón abierto y flexible. El hombre se resiste al cambio. No lo quiere. Por eso el profeta puede correr la suerte de profeta. Sus renuncias pueden no ser escuchadas. Y corre el riesgo de perder la vida si persiste en ellas. El caso de Juan Bautista está ahí. No desistió de su lucha y acabaron con su vida. Jesús va a ser ese profeta que busca construir un mundo mejor. Quiere cambiar lo que hay. No se conforma. Y muere en la cruz. ¿Qué hago yo hoy por cambiar el mundo? Estoy llamado a ser profeta. No quiero que se aburguese mi alma. El peligro grande es que me acomode y mimetice con el mundo. Me hago uno más entre muchos. Adopto los juicios del mundo. No quiero que me rechacen por mi forma de pensar. Decía el P. Kentenich: «La misión de profeta trae siempre consigo suerte de profeta». ¿Dónde creo que debo hablar y decir lo que pienso que debe cambiar en mi mundo? ¿Qué tiene que cambiar en el hombre? ¿En qué tiene que cambiar esta Iglesia que amo? El tiempo de Adviento despierta en mí la vocación de profeta. Mi mensaje quiere inquietar el corazón del hombre que fácilmente se acomoda. No me detengo. Juan y Jesús vienen a incomodar mi alma algo acomodada y tibia. Quiero asumir mi vocación de profeta para no callar lo que piensa mi corazón. Y decir aquello que Dios siembra en mí. El reino de Dios se hace presente.

 



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[4] José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[5] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[6] Prólogo Michael Marmann, José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[7] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

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