Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de marzo de 2020
Domingo 15 de marzo de 2020 | Carlos PadillaIII Domingo Cuaresma
Éxodo 17, 3-7; Romanos 5, 1-2. 5-8; Juan 4, 5-42
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva. El que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed»
15 Marzo 2020 P. Carlos Padilla Esteban
«Elijo seguir este camino que va de la muerte a la vida, del desierto al vergel, del secarral al océano. De las heridas que no cierran a la carne cicatrizada desde lo más profundo. Elijo la vida que nace»
No tengo muy claro cuál es la motivación que mueve mis actos. Debería saber por qué hago las cosas, pero a veces no sé si soy yo el que quiere hacer algo o lo hago porque otros lo quieren. No sé si mi única obsesión en la vida es contentar a todos, para que me quieran y me aplaudan o me dejen tranquilo. No sé si quiero realmente la vida que apoyo o me gusta más la cultura de la muerte. No sé si camino hacia la Pascua porque me lo imponen desde fuera o yo mismo he decidido hacer ese camino en mi alma. No sé si renuncio por decisión propia a las cosas que quiero por amor a los demás o a Dios, o simplemente acepto que me impongan renuncias a la fuerza. No lo sé, pero tengo claras las cosas que me gustan y las que no tanto. Me gusta el sol que ilumina los paisajes llenándolo todo de vida y no me gusta ese frío que me entumece el alma. Amo la luz que recorre las hojas de los árboles deslizándose dentro de mi vida y no me gustan las sombras que oscurecen el ánimo. Me gusta el agua del río que corre y no me gustan ni el cauce vacío ni tampoco las aguas estancadas. Me gustan las montañas altísimas, esas que no sueño siquiera con escalar, porque parece imposible y me aburren las llanuras eternas que se pierden en el horizonte. Me gustan los vientos que despejan las nubes y me permiten ver todo con claridad infinita. Me asusta esa calma apacible del tiempo en el que nada sucede. Me gustan los barcos en el puerto esperando la hora de su partida y me gustan también los barcos zarandeados por las olas en mitad del océano. Elijo seguir este camino que va de la muerte a la vida, del desierto al vergel, del secarral al océano. De las heridas que no cierran a la carne cicatrizada desde lo más profundo. Elijo la vida que nace desde las semillas más enterradas. Elijo vivir por encima de la muerte, porque es eso lo que desea mi alma. Con frecuencia siento zonas frías de muerte dentro de mí que quiero que desaparezcan. Siento que las hojas del otoño han empezado ya a cavar su tumba en la tierra dando pequeños brotes verdes que me dejan creer y vivir con esperanza. No le tengo tanto miedo al pecado que a veces me confunde y turba. Temo más bien la tibieza en mi alma, la desidia y el desinterés. Porque el pecado me confronta con mi fragilidad y me hace experimentar todas mis deficiencias. Y más tarde en el perdón me permite vivir la misericordia. Mientras que la rutina es como esa gota de agua que va cayendo suavemente sobre la roca horadando lentamente un orificio. Una gota tras otra en un eterno fluir dentro de mi alma que me desgasta. Por eso elijo como motivación vivir alegre estos días de Cuaresma. Cuando el desierto pasa a ser monte y luego fuente. Acaricio los momentos que me regala Dios para ensanchar el alma y prepararme así para la vida eterna. Quiero recorrer el camino de estos días. Renunciando, amando, sonriendo, cavando hondo. Elijo vivir en paz en medio de las tormentas. Elijo vivir el presente, lo que me toca. Como dice Jorge Bucay: «Cuidado con escaparse del dolor y la desolación. Cuidado con no querer vivir esto». Elijo vivir el madero de la cruz que me pesa en la espalda. Elijo la vida que muere con dolor para dar nueva vida. No le tengo miedo a las heridas que no cierran. Ni al dolor constante. Ni a la sed infinita. Sé que en mis límites podré decir cada mañana: «Esto es lo que me toca vivir ahora». Y lo diré con una sonrisa. Es lo que importa. Esa mirada mía que me hace ver la luz encerrada en la noche, y la alegría guardada dentro de mil lágrimas. Elijo despertarme con una nueva motivación cada mañana. Elijo ese amor que recibo y que es una coraza que me arma para la vida. Y ese amor que doy que es un trampolín que me permite saltar por encima de mis miedos. Me gusta la Cuaresma en esos días de desierto, montaña y fuente que se derraman ante mis ojos ciegos. Sé que la vida es más de lo que parece cuando es Dios el que guarda mis pasos. Y la motivación para vivir me la da Aquel al que pertenezco para siempre. Porque soy cristiano, hijo de Cristo, enamorado de su corazón crucificado, que lo dio todo por amor a mí, que tan pobremente amo. Elijo seguir sus pasos por un desierto santo. Y abrazo con esperanza su venida en torrente de vida en medio de la muerte. No le tengo miedo a los que me amenazan con quitarme la vida. Es sólo de Dios y eso me da paz eterna. En Él descanso siempre.
Tengo miedo. Y a veces el miedo me hace ver la realidad peor de lo que es. Surge en el alma el miedo a perder la vida, a enfermar, a que enfermen los que amo, a que me contaminen, a contaminar yo a otros. El miedo a la cuarentena, a vivir aislado, a la crisis económica, al caos. El miedo a la violencia, a la ira propia y a la de otros. El miedo a que no me respeten, abusen de mí, no me amen, no me cuiden. El miedo a enfrentar la verdad, el miedo a la vida llena de incertidumbres. ¿Qué va a pasar? ¿Cómo va a seguir la vida? ¿Qué voy a hacer en medio de esta crisis mundial? El miedo despierta en el corazón inquieto. El P. Kentenich comenta: «El instinto primordial de mi alma es el amor. El peso, la fuerza de gravedad de mi alma es el amor. El instinto primordial no es el temor, sino el amor»[1]. El amor dentro de mí es más fuerte que mi miedo. El amor a Dios, a los hombres. El amor de misericordia que se compadece de los más frágiles y sufre con el que sufre. En medio de mis miedos me piden que sea prudente. Que lo haga por amor. Que me cuide para cuidar a otros. Para proteger a los mayores, a los más quebrantados de nuestra sociedad. Que sea solidario. Se acabó lo individual, importan todos, vamos juntos La prudencia es necesaria para enfrentar el miedo. Pero no necesariamente el miedo y la prudencia van de la mano. No siempre está lleno de miedo el prudente. Y no siempre el miedoso es realmente prudente en sus actos. El miedo se contagia más rápido que cualquier virus y me priva del juicio razonable y justo. Me asusto y asusto a los demás y brota el pánico. Y dejo de hacer cosas por miedo. O hago otras diferentes. Esa emoción se mete dentro del alma y me lleva a decisiones precipitadas, o mal pensadas. El miedo puede paralizarme. Puede ponerme en el centro. Me quiero cuidar a mí mismo, a mis amigos, a mis parientes. Quiero proteger a los que amo. Y cierro mis puertas, para no contagiarme. Y eso es bueno, pero quizás más allá, quiero tener un corazón solidario, con entrañas de misericordia, como el de Jesús. Quiero proteger a otros, a los que tienen menos salud o más años que yo. Cercanos a mí o más alejados, no importa. Le pido a Dios que nos enseñe a cuidarnos unos a otros. ¿Cómo se puede vivir con paz en medio del miedo y la incertidumbre? Para el cristiano es posible. Para el que ha puesto su confianza en Dios. Para el que vive anclado en los brazos de María. No sólo con rezar se solucionan los problemas. No creo en un Dios milagrero al que le pido y me despeja los caminos, sólo por mi fe. Sí creo en el Dios peregrino que camina a mi lado sosteniendo mis pasos. Para que viva confiado, para que el miedo no me paralice, para que no minimice los riesgos de mis actos, para que no desconfíe de las medidas preventivas. Para que mire a mi alrededor, más allá de mí, más allá de los míos. Dios quiere que sea prudente y quiere que viva arraigado en su corazón. No es tan sencillo, sobre todo cuando mi mundo parece tambalearse y las noticias son preocupantes. Y entonces le doy valor a las cosas importantes. Y dejo de preocuparme por lo que no es tan valioso. Cuando la vida está en peligro cobra más fuerza lo esencial. Los vínculos humanos, el amor filial, esponsal, fraterno, de amistad. Puedo pasar más tiempo con mi familia. El tiempo entra en otra dimensión cuando todo se paraliza. El miedo puede hacerme perder la alegría. ¿En quién he puesto mi confianza? En estos momentos me doy cuenta de la hondura de mi fe, de la madurez de mi vida cristiana. No tanto para pedir que Dios milagrosamente detenga todo el mal que me amenaza. Sino para que su Espíritu sostenga mi confianza. Y ensanche mi corazón para amar mejor. ¿Por qué tengo miedo? ¿Acaso no le he dicho una y mil veces a Dios que mi vida está en sus manos? Mi madre me quitaba el miedo cada noche al morir el día, siendo niño. Ahora es mi Madre, es Jesús, es Dios quien me sujeta de la mano cuando mis miedos más oscuros luchan por quitarme la alegría. Vuelvo a mirar al cielo. ¿No estoy hecho acaso para la vida eterna? Esa vida que nada podrá matar. Esa vida que ningún dinero me podrá asegurar. Creo en ese Dios que me ama con locura y guía mis pasos. No me va a dejar solo nunca. No va a dejar que mi barca se hunda en alta mar. Va a cuidar mis pasos en la tormenta. Sabe que le he entregado toda mi vida. He puesto en sus manos mis sueños, mis anhelos, mis deseos. Sabe que le he dicho tantas veces que confío en su poder. Y yo pongo mi confianza en el dinero, en mis seguridades humanas. Puedo pensar sólo en mí olvidándome del resto. Puedo abastecerme de todo, para que nada me falte. Pero es más bien el momento de pensar en los frágiles, en los vulnerables, en los más necesitados. Es el momento para ser solidario y salir de mí. Es el momento de ampliar la mirada por encima de mis barreras. Si me protejo no es por mí, es por proteger al más débil. Quiero ser generoso. No voy solo en el barco de la vida. Camino con otros. Voy con otros. Quiero que esta situación saque lo mejor de mí y no lo peor. Ayudaré guardándome. O ayudaré sirviendo. Ayudaré dando la vida en lo concreto sin miedo a perder mis seguridades. Cada uno desde el lugar en el que le toca vivir este momento. Soy hijo de Dios y esa confianza me sostiene en medio de mi camino. Él camina a nuestro lado. No le tengo miedo a la vida, ni a la posibilidad de llegar a perderla. En mis actos se juega mi humanidad y la madurez de mi fe. En mi forma de enfrentar una crisis con altura, confiado, con paz. Quiero vivir mi miedo anclado en Dios, en el corazón de María.
Una mujer va al pozo cada mañana a buscar agua: «Llega una mujer de Samaría a sacar agua». Una mujer con una historia sagrada, santa. Una mujer herida, amada y rechazada. Querida y despreciada al mismo tiempo: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido». Una mujer que se ha sentido valorada y anulada. Hay tantas mujeres rechazadas, repudiadas, infravaloradas. Tantas mujeres utilizadas y heridas. Jesús ama a la mujer, la mira con ojos de misericordia, la enaltece. Siempre me impresiona su mirada sobre la mujer en ese tiempo en Israel. La mira con ojos llenos de admiración. La ama en su verdad y la respeta. El amor, la verdad y el respeto van siempre de la mano. Sólo se puede amar lo que se admira. Sólo se respeta lo que de verdad se ama. Sólo puedo amar cuando respeto. Y al admirar la verdad escondida en el corazón amo en lo profundo. Esa verdad sale a la luz con fuerza y florece ante mis ojos. Tengo un profundo amor y respeto por la mujer. Y me duele cuando es despreciada, abusada, ninguneada, ignorada. Una canción de Javy Ramírez expresa cómo la mujer tiene que amarse a sí misma para poder ser amada: «Te prefiero cuando eres tú misma la que te prefieres». Vale para mí también, para todos. Si no me amo, no puedo ser amado. Si no me respeto no puedo ser respetado. Si no tengo en cuenta mi dignidad, no puedo pedirle a los demás que la tengan en cuenta. Pienso en tantas mujeres heridas, abandonadas, maltratadas. Puede que hayan perdido su inocencia y desconfíen del que es fuerte, del que quiere imponer su querer. Pido por esas mujeres que han perdido la dignidad, o han hecho que la perdieran. Por aquellas que viven con rabia y rencor. Me conmueve su dolor, su amargura. Han dejado a un lado su alma grande y viven encerradas en su dolor amargo. Pido para que el perdón y la paz llegue a sus corazones en guerra. Pienso en la mujer a la que admiro. Ese corazón de mujer que tanto valoro. Pienso en su alma pura y grande que sueña con dar la vida por entero, por aquellos a los que ama. Esa alma que se dona sin medir, se sacrifica por amor, acoge muy dentro al que busca hogar. Admiro el corazón de las mujeres que forman parte de mi vida. Admiro su belleza interior y exterior. Su mirada pura. Su espíritu de lucha. Su fe inamovible en circunstancias adversas. Su capacidad para el sacrificio. Su tolerancia ante el dolor. Admiro su mirada amplia que acoge al hijo. Esa mirada que me hace sentir niño confiado. Respeto la entereza de la mujer, su dignidad, su grandeza de alma. Me duele tanto ver a la mujer rechazada, abusada, herida. Verla despreciada en su verdad. Utilizada. Me conmueve ver a la mujer que lucha por encontrar su lugar y lograr que la respeten. La mujer que se levanta siempre de nuevo en su lucha. Que ama hasta estar dispuesta a dar la vida. Me conmueve ese corazón que nunca se desanima. Me impresiona la mirada misericordiosa de la mujer. Su compasión. Decía el P. Kentenich: «Para la mujer, el sufrimiento más fuerte no es nunca el dolor corporal sino el del alma. Pero, a menudo, el sufrimiento del alma es en lo más hondo un compadecimiento»[2]. La mujer sabe compadecerse. Sabe ponerse en mi lugar. Sufrir en mi dolor, acompañarme en mi tormenta interior. La compasión es el rasgo de su alma. Me conmueve su capacidad para acompañar al que sufre, para sostener sus lagrimas, para contener sus rabias. Me gusta esa mujer madre que educa con paciencia y respeto infinito. Decía el P. Kentenich: «Es misión especial de la mujer educar al varón en una caballerosidad respetuosa y delicada, mediante el fino velo del misterio con el cual ella cubre su esencia, y mediante el aroma de su clausura interior». Esa mujer que educa es una mujer que se guarda y se entrega. Guarda su intimidad, se da con generosidad. Y educa al hombre en el respeto. Admiro esa alma femenina que logra sacar lo mejor de mí. Me hace más humano y sensible, más niño y más caballero. Me hace respetar las diferencias y amar en lo humano al que tengo delante. Admiro la pureza interior de la mujer que es alma abierta a Dios. Alma niña que confía y se entrega como esa mujer samaritana a Jesús ante el pozo. Se siente respetada en su verdad y vence las distancias: «En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en Él por el testimonio que había dado la mujer: - Me ha dicho todo lo que he hecho». Jesús abre el corazón de esa mujer herida y desconfiada. Jesús le habla de su pasado sin herirla, acogiéndola, consolándola. Y ella se siente amada. Y entonces da testimonio de Él. Necesita el agua de Jesús que sacia su sed del alma. Hoy vuelvo a reconocer mi amor al corazón de la mujer. Mi respeto a su nobleza. Mi admiración por su generosidad. El alma femenina que educa mi propia alma. Y me enseña una forma única y sagrada de mirar la vida. Me conmueve la entrega abnegada de la mujer. Su espíritu de lucha ante la adversidad. Su confianza filial en el Dios que conduce su historia. Es hija y es niña. Me impresiona el alma de la mujer que es madre que acoge, educa y guía a los que se le confían. Una madre no olvida nunca a su hijo. Lo perdona una y otra vez hasta el final de su vida. Y vuelve a creer en la belleza escondida detrás de las fealdades aparentes. Respeto el corazón de la mujer. Ese corazón libre y generoso. Ese corazón puro y grande. Ese corazón enamorado de Dios y del hombre. Y le pido a Dios que me enseñe siempre a respetar su dignidad, a admirar su belleza, a cuidar su grandeza.
No sé por qué siempre reacciono ante lo que sucede a mi alrededor. Soy reactor y no actor de mi propia vida. Cuando me insultan, insulto. Si me presionan, me indigno. Si me buscan, me encuentran. Si me tratan mal, yo respondo con rudeza. No sé por qué no tengo el dominio sobre mi estado de ánimo. Una crítica me entristece, un grito me altera, una broma sobre mi persona me hace sentir incómodo. No sé controlar mis emociones y no logro poner orden en mi desorden afectivo. No tolero actitudes de los demás, como la desidia, la dejadez, o la indiferencia. No soporto la arrogancia, la imposición de opiniones, o la discriminación. Me indigno con los que tienen un carácter muy fuerte. Soy intolerante ante ciertas actitudes porque no logro controlar esas emociones del alma que me sacan de mi orden. Vivo en el desorden. ¿Qué hago con todas esas emociones que alteran mi vida y mi toma de decisiones? Comenta el P. Kentenich: «El orden querido por Dios no se restablece, ni mantiene y ni se asegura mediante la extirpación y la aniquilación, sino sólo mediante el ennoblecimiento, transfiguración y elevación de las inclinaciones, pasiones e instintos. Lo primero, tal como lo demuestra la comparación con el animal, es la capacidad de decisión. Por eso, según el deseo y voluntad del Creador»[3]. Quiero ser dueño de mi mismo para decidir lo correcto en cada momento. Quiero optar por lo que me eleva por encima del suelo, por aquello que me mantiene en posesión de mi paz interior sin llegar a alterarme. Conozco a muchas personas mansas y tranquilas que se confiesan con frecuencia de perder el control de sus vidas y estallar con ira y violencia. Me cuesta creerlo. No me lo puedo imaginar. Pero seguro que es así. Confiesan cómo no controlan sus emociones tapadas y enterradas frecuentemente. Se altera su ánimo y su capacidad de decidir. Tengo claro que ser capaz de elevar mis pasiones e inclinaciones es un paso para ganar en control y autodominio. ¿Es posible? No quiero vivir reaccionando. No quiero darle el poder a los demás sobre mi vida, sobre mis actitudes y estados de ánimo. No quiero que sus comportamientos determinen cómo tengo que comportarme y actuar. No lo quiero. Quiero ser yo el dueño de mi alma y decidir siempre cómo deseo vivir y reaccionar. Al mismo tiempo quiero que la realidad me impacte. Quiero tener la suficiente empatía para responder ante los estímulos que me rodean. No quiero volverme rígido y cerrarme en mi forma de ver las cosas. Me gustaría dejarme permear, sin condicionar mi comportamiento. Sin volverme reactor. Una crítica no puede entristecerme. Un suceso dramático y difícil sí puede despertar mi compasión y dolor. Si no lo hace me estaré volviendo inmune a los estímulos. Eso no es bueno. La samaritana reacciona hoy junto al pozo con la llegada de Jesús. Le pide agua y ella reacciona. Esa reacción es buena. Acepta sacar agua del pozo porque le piden de beber. Esa reacción es sana. Lo dramático es cuando no reacciono en absoluto ante las peticiones y súplicas de los que me rodean. La insistencia de una persona puede cambiar mi decisión primera. Me vuelvo flexible. Esa actitud ante la vida es la que deseo. Quiero ser sensible sin llegar a extremos. Que me afecten las cosas sin hundirme. No vivir dejándome llevar por mis estados de ánimo cambiantes y tampoco permanecer impasible ante el que procura mi ayuda. La sensibilidad es un don, aunque me haga sufrir. Me conmueve el dolor ajeno y me pone en camino. El director de la película Campeones, Javier Fresser, decía: «Es una suerte ser sensible, que las cosas te afectan, que la empatía funcione. Es un privilegio. La actitud lo es todo. El contacto físico es necesario. Es contagioso. Me gusta abrazar y besar». Esta forma de reaccionar ante la vida es fundamental. La capacidad de llorar con el que llora y sufrir con su dolor. La capacidad de reír con las alegrías de las personas que me rodean. Sentir lo que mi prójimo siente. Y dejarme influir por la realidad. Esa sensibilidad ante la vida despierta mi sensibilidad para percibir a Dios en todo lo que veo. Aprendo a percibir su voz en todo lo que me sucede. Un encuentro con una persona puede cambiar mi vida. Lo que me dice, lo que me pide, lo que me cuenta. Todo importa. No me cierro. Me abro para buscar a Dios ahí.
La mujer que llega al pozo a buscar agua tiene sed y quiere saciarla. O tal vez no sólo ella tiene sed, también los suyos, su familia. Tiene un cubo, el pozo es hondo. Al llegar allí ve a un hombre que le pide de beber: «Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaría a sacar agua, y Jesús le dice: - Dame de beber». El mismo Jesús, que llega al pueblo en la hora más calurosa de la tarde, se detiene junto al pozo. Allí sentado tiene sed. Se acerca una mujer a buscar agua. Jesús se dirige a ella, habla con ella. El agua y la sed son la excusa para iniciar un diálogo. Quizás Jesús había descubierto una sed más honda en esa mujer. Una sed insaciable, un ansia eterna. Tengo en mi corazón dos tipos muy diferentes de sed. Tengo una sed muy del mundo. Es la sed de todo hombre. El pueblo de Israel clama ante su Dios: «En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: - ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?». La sed del mundo se sacia fácilmente pero siempre temporalmente. Jesús, cansado del camino, tiene sed y le pide agua a la mujer. Quiere beber, quiere calmar su sed. Normalmente busco saciar esa sed primera. Una sed para la que necesito algo sencillo, un pozo, un cubo. Si no tengo cubo y si el pozo es hondo, no podré saciar la sed primera. Si no tengo medios, si no tengo trabajo, si no tengo ayuda de otros hombres con cubo, con pozo. Si no logro calmar la sed primera, el hambre primera, no tendré paz, no lograré sonreír. Hay tantos hombres a mi alrededor que no tienen saciada esta sed primera. ¿Cómo van a pensar en una sed más profunda? No pueden mirar más hondo porque la sed del camino, el hambre de alimento es demasiado grande. Y no tienen cómo calmar su sed, su hambre. Comenta el Papa Francisco: «Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos». Son las obras de misericordia materiales. Es necesario saciar el hambre antes de pensar en la necesidad de un alimento espiritual. Con sed física no se puede hacer silencio ni buscar a Dios. En la enfermedad es más difícil buscar a Dios en lo profundo del corazón. Esas necesidades básicas me impiden ir más lejos. Tengo que ayudar a los que más necesitan en lo concreto, en la vida diaria. Ahí comienza a hacerse realidad mi misericordia. Una fe sin obras es una fe muerta. La mujer está dispuesta a saciar la sed de Jesús. Es su obra de misericordia. Pese a que ella es samaritana y Él judío y no piensan de la misma manera: «¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Y al saciar la sed de agua del pozo, al calmar la sed natural, ella descubre una sed más profunda y lacerante. De repente se da cuenta de su necesidad. Tiene una sed de amor que cinco hombres no han logrado saciar. No quiere volver a tener sed: «La mujer le dice: - Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». El agua de Jesús parece distinta. El agua del pozo quita la sed por un tiempo, como el agua de cualquier pozo. Pero el agua de Jesús parece diferente: «Jesús le contesto: - Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva. La mujer le dice: - Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?;¿eres Tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados? Jesús le contesta: - El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que Yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que Yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». ¿De qué agua me está hablando? ¿De qué sed? Miro mi corazón inquieto. Tengo, no sé cómo decirlo, una misteriosa sed que nunca se calma. Es una sed de algo infinito, eterno. Es la sed de cielo. El anhelo de un amor que dure para siempre. Pero las cosas de este mundo son caducas. Pasan, no se quedan, no echan raíces. Y mi corazón no quiere pasar, quiere echar raíces, quiere ahondar, llegar a lo más profundo. Jesús hoy me viene a decir que incluso puede haber una fuente en mi corazón. He visto tantas veces que mi alma es un desierto donde nunca nace una flor. Y me dice que no tema, que estoy llamado a la vida eterna y nada de este mundo va a calmar mi sed infinita. ¡Qué extraño! He puesto mis intereses en el mundo que me rodea. Amo la vida, amo a las personas que están junto a mí, amo al que me ama. Me gusta la vida, la naturaleza, el mundo con su variedad. Me gustan las personas que aman, las que dan la vida, las que sonríen y despliegan encantos humanos para saciar la sed de amor que tantos padecen. Una sed como la mía. El agua de este mundo no la calma. O quizás sí, por un momento. Llego a pensar en instantes de éxtasis que no necesito más que este mundo para saciar la sed. Que el agua del pozo basta para calmar el alma. Pero luego me quedo en silencio y una leve tristeza, como una niebla extraña y densa, cubre mi ánimo y me hace sentir de nuevo desdichado, incompleto, caduco, vacío. No lo sé. Es tanta mi vanidad. Es como si todas las promesas de eternidad chocaran estrepitosamente contra el muro de los desengaños. Y la sed vuelve con más fuerza, es más honda, más mía. Cinco maridos han buscado calmar su sed. Cinco sueños efímeros, cinco deseos de eternidad frustrados, cinco caminos bloqueados, destrozados contra el desierto que aumenta la sed sin límite. No hay pozo que la sacie, no hay suficiente agua alrededor.
Quiero hoy saciar la sed de mi alma. Esa sed loca que hay en mi corazón. A menudo yo tiento a Dios como los judíos en el desierto: «Habían tentado al Señor diciendo: - ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?». Lo tiento cuando en mi dolor y en mi incomprensión no acepto que mi sed siga haciéndome daño. ¿No han bastado cinco maridos? ¿No han sido suficientes tantos intentos de amor frustrados? Endurezco mi corazón cuando no encuentro la felicidad ni la paz en el alma. Y hoy me pide Dios: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». El corazón endurecido, hecho roca, no permite que el agua permee y entre en mi alma. No me dejo tocar ni salvar. Quiero un agua que calme la sed más profunda de mi corazón. La necesito para vivir. ¿De qué fuente bebo para calmar mi sed? En esta Cuaresma he comenzado yendo al desierto. Allí he comprobado mi sed, mi hambre, y he sufrido la tentación. Fui presa del cansancio y del hastío. Luego subí al monte. Para ver el cielo, ese infinito del que tengo nostalgia. Y hoy Jesús me lleva a su fuente, a su pozo y me pregunto si quiero pedirle a Él de beber. Le pido a otros. Exijo que me amen para saciar la sed de un amor infinito que no palpo. Mi alma está hecha para un amor más grande. Y el amor humano, limitado, herido por el pecado, no logra saciar esa sed tan profunda. Me duele muy dentro y no logran esos amores humanos calmar el dolor. Jesús me lo dice desde el pozo: «Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad». Podré calmar mi sed, podré saciar mi necesidad infinita, podré mirar a los ojos de los hombres con el corazón en paz. Será posible. ¿De qué fuentes bebo para saciar mi sed? A menudo busco el agua en charcos. Me adentro en lugares donde el agua está estancada y no logra saciar la sed. Me ato a las redes sociales, a las voces de sirena del mundo y creo que así seré más feliz, más pleno. Y luego sólo queda el vacío en el corazón. Pretendo caer bien, gustar, agradar, pero no lo consigo y mi alma enferma sufre el desprecio y la soledad. Mi sed es honda. ¿Cómo se sacia esa sed como para que de mí salte un surtidor hasta la vida eterna? No lo tengo claro. La sed no es algo malo, es precisamente mi salvación, porque me pone en camino hacia la fuente verdadera. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio comenta: «Eso que me da rabia puede ser mi salvación. Si no me sintiera desorientado o sufriendo me quedaría conmigo mismo. Dios hace que mi corazón tenga sed de manantial. La pérdida de algo nos lanza a buscar a Dios. Esta enfermedad me ha hecho saber que no me puedo salvar a mi misma». La carencia me pone en camino. La sed de Jesús le acerca a Él al pozo. La sed de la samaritana le permite descubrir a Jesús: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: - ¿Será este el Mesías?». Algo ha tocado su corazón. Un agua como un surtidor ha acariciado su alma. Como si ya no tuviera sed de repente. ¿No me pasa a veces? Toco a Dios en mi vida y noto su presencia que me acaricia. Y se acaban los miedos y las ansias. Los problemas se vuelven muy pequeños. Y la sed de golpe desaparece. Se calma el hambre más profunda y mi anhelo de eternidad. Y siento un consuelo que es de Dios, fruto del Espíritu, que calma mi ser. Sí. Hay fuentes para el alma. Fuentes de vida eterna que necesito cuidar para no vivir exigiendo amores caducos, para no vivir buscando saciar la sed en lugares equivocados. No es justo. Soy consciente de mi herida. Y de la grieta por la que el agua se escapa de mi alma. Sé de mi pecado y mis límites y alzo las manos a Dios buscando el agua viva que calme mis miedos. Necesito cuidar las fuentes, para que la fuente de mi alma esté limpia y pueda brotar de ella un agua pura. No vale el agua turbia para calmar la sed. Me ensucia por dentro. No basta el agua que huele mal para calmar mis ansias. Necesito cuidar mis fuentes interiores, cuidar la fuente del amor de Dios. ¿Cuál es la fuente de la que bebo para que no se apague el amor de mi alma? Busco esa fuente en la que calmar la sed. Necesito mirar a Jesús y que Él sepa todo lo que he hecho. Como esa mujer que se supo querida por Jesús en lo más profundo de su alma.