Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de noviembre de 2020

Domingo 15 de noviembre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXXIII Tiempo ordinario

Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; 1 Tesalonicenses 5, 1-6; Mateo 25, 14-30

«Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor»

15 noviembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Mi felicidad no pasa por vivir yo feliz, con paz, protegido. Mi felicidad crece cuando busco la felicidad del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligro»

Me duele la indiferencia. Pero la mía más que la de otros. Me duele cuando no miro al lado del camino a ver quién sufre. Cuando voy pensando en mis cosas, como si eso fuera lo más importante. Me duele cuando me encierro en mí mismo queriendo ser feliz, vivir en paz, estar contento, a costa de otros, sin importarme quién sufre a mi lado. Vivir tranquilo sin nadie que perturbe mi ánimo, sin nadie que me saque de la comodidad en la que me instalo. La indiferencia es el peor de los pecados. Comenta el Papa Francisco: «Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad»[1]. Quiero que me alteren. Mi santidad no pasa por quedarme tranquilo en mi mundo, feliz en mi comodidad, seguro entre mis muros. La indiferencia es el mal de este tiempo en el que cada uno vive centrado en lo que le preocupa sin abrir los horizontes. El indiferente no sufre, no llora, no se compadece, no se detiene a ayudar, a socorrer, a salvar. No tiene tiempo, no tiene ganas, no encuentra sentido a un cambio de planes. Quizás la conversión sucede en mi corazón cuando experimento la vulnerabilidad en mi existencia. Cuando de repente soy yo el que necesita que le ayuden, que le socorran u otros tengan misericordia de mí y se detengan a mi lado. Cuando soy yo el débil, y no el fuerte. Cuando me siento poderoso es como si quisiera que todos admiraran mi poder y siguieran mis directrices. Cuando me rompo y todo se derrumba entre mis dedos, cambia mi mirada. Me vuelvo menesteroso, pobre, abandonado. No tengo a nadie al que exigirle. Dejo de tener derechos. Me duele entonces la indiferencia de los demás y los juzgo porque no aman, porque no son misericordiosos, porque no vienen al borde del camino a ver qué necesito. Quisiera tener esta experiencia y vivir la necesidad. Sentir que no tengo, que no puedo, que necesito ayuda. Y en esos momentos ver lo que duele la indiferencia, el desprecio, el abandono de los otros. Me viene bien vivirlo y ver cómo los demás no giran en torno a mí para solucionar mis problemas. Vivir la indiferencia de los demás es doloroso. No es indiferente el que odia, el que tiene rabia contra mí. A él no le resulto indiferente. No le da igual mi vida, quiere mi mal, quiere que yo sufra. La indiferencia es una desconexión total con mi vida. Sentir indiferencia o ser indiferente para otros es doloroso. El corazón se ha enfriado. Ya no llora con el que llora, ya no se preocupa con el que tiene un dolor. A veces la indiferencia se da entre los que se aman. Es más doloroso aún. Te amo pero no sé qué te preocupa, no me importa, me es indiferente. El problema es mío que no sé amar. Jesús nunca fue indiferente, nunca lo es. Es el buen Pastor, el que da la vida por los suyos y los salva. Comenta el P. Kentenich: «El Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por la tempestad, ni se limita a contemplar tranquila e indiferentemente las aguas rugientes, en la cual miles y miles de personas están expuestas al viento y las olas, luchando desamparadas, por no perecer. Tampoco se contenta con arrojar desde lejos el salvavidas a quienes se están ahogando, sino que Él mismo se arroja al agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar»[2]. La indiferencia es mirar cómo se ahogan otros sin hacer yo nada por salvar sus vidas. No basta con lanzar un salvavidas al agua desde la orilla. Jesús va mucho más allá. Me pide que mi indiferencia se convierta en compromiso. En amor que se abaja, se lanza al agua y se acerca al que necesita que lo salve. Mi felicidad no pasa por vivir yo feliz, con paz, protegido. Mi felicidad crece cuando busco la felicidad del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligro. Así quiero ser yo. No me hago sordo a los gritos del que suplica ayuda. No soy indiferente ante su dolor. Salgo de mí para correr a su encuentro. Para escuchar lo que necesita. Para ser accesible al que me busca.

La muerte es la realidad que más me confronta con mis límites humanos. Deseo vivir, amar para siempre, soñar sin límites, avanzar, caminar, volar, abrazar, esperar, sonreír, llorar, callar, hablar con pasión, confiar, liberar, aceptar, comprender, compadecerme, alabar, agradecer. Y súbitamente la muerte parece poner fin a todo lo importante. Se detiene el tiempo. Se para el reloj en el minuto menos esperado. El calendario deja de avanzar. Y las horas quedan muertas, tendidas sobre el papel. ¿Cómo podré hacer para resucitar la muerte, para devolver la vida perdida? ¿Cómo volver a nacer sin haberme perdido nada? ¿Cómo volver a ese segundo no deseado en el que dejó de latir la vida? ¿Cómo rebobinar hacia el pasado buscando el momento desde el que poder cambiar el futuro y que todo sea diferente y no haya muerte, sólo vida? Deseo vivir desde que pisé llorando el umbral de mi historia. Y me adentré temeroso tomando decisiones en un camino sin regreso. Y heme aquí hoy, no importan mis años, sigo hilvanando pasos con la precisión de un cirujano. Un nuevo sí, un nuevo comienzo. Una aventura, un desliz. Una confusión, un acierto. Y se van cayendo de mi lado personas que pensaba eternas. Desgranando su vida dejaron de poseerla. Y la soledad se adentró en mis entrañas con esa dureza extraña que tiene el dolor de la pérdida. Y quise devolver la vida al que la había perdido, a quien amaba. No queriendo dejar que se vayan de mi lado los que he amado. Los retengo con fuerza aferrándome a su pérdida. No entiendo que la muerte tenga la última palabra. Porque así lo parece en medio de pasos humanos. Cuando el cielo queda lejos, distante. Y yo no quiero perder a quienes amo. Dejar de ver a quienes me aman. Romper el encuentro, la amistad. Despedir a mi padre, a mi madre. Queda lejos el cielo, o a mí me lo parece. Duele la distancia y la ausencia no deseada. Mi corazón se rebela. Jesús mismo, cuando dijo que iba a morir, escuchó la voz de Pedro que no deseaba su sufrimiento. Yo tampoco. Ante la enfermedad cierro los ojos, no quiero la muerte de los que amo. Y tampoco deseo que acabe nada de lo que ahora vivo. O tal vez sí quiero que pase lo que no comprendo, lo que me cuesta, lo que hoy me duele. Que pase esta pandemia con olor a muerte. Que pase esta crisis que amenaza mi vida. La amenaza de la muerte siempre está cerca. Y más que provocarme miedo, despierta todas mis fuerzas. La vida es corta y quiero aprovecharla. Quiero amarla y amar en ella a todos los que quiero amar. No quiero que el tiempo se me escape sin amor. Ya lo comenta el P. Kentenich: «Es preciso que aprendan a amar. Y si no lo he aprendido, no entenderé absolutamente nada del mundo del amor. Si no se ha despertado en mí el mundo del amor, todo lo que se diga del mismo seguirá siendo para mí un asunto vago y nebuloso. Aquel en quien se haya despertado el mundo del amor entenderá lo que quiere decir: - Quien no ama permanece en la muerte. 1 Jn 3, 14»[3]. El amor es más fuerte que la muerte porque persevera y vive más allá de la despedida final, del último adiós. Me resisto a vivir un amor que dure sólo unos años. Quiero que dure siempre. Que no se acabe nunca el amor que Dios ha sembrado en mi vida desde que comenzó todo. Cada vez que acaricio la muerte tomo más conciencia de lo importante. Sin tiempo no hay amor. Necesito tiempo para amar, para dejarme amar. El que no ama vive en la muerte. No lo deseo. Quiero vivir, quiero amar para siempre. No le tengo miedo a la muerte porque Dios me ha prometido la vida, el cielo, el paraíso. Me ha dicho que con Él ya no habrá llanto ni lágrimas. Todo el dolor será barrido de mi alma y quedará sólo el consuelo del encuentro, del abrazo. Pero eso será entonces, cuando todo acabe, cuando todo empiece. Y de momento me tomo en serio mis días, mi presente lleno de vida, mi momento en el que elijo el camino que sigo, el camino de la vida. y no me pierdo en excusas esperando momentos que no llegan. Pretendiendo amar a otros mientras me busco a mí mismo de forma enfermiza y me pongo a por delante de todos. ¿Cuánto aprenderé a amar de verdad, como Dios me ama? ¿Cuándo sabré que habrá merecido la pena todo lo que he hecho? Me da miedo el sufrimiento que el amor provoca. Pero no me importa sufrir si es por amor. Si me duele la pérdida es que estoy sano. Y mi dolor tiene un valor que huele a cielo y eso me vale para seguir soñando, para seguir amando. Aunque me duela dentro. Sólo quiero que Jesús me muestre siempre el camino al cielo. Quiero seguir sus huellas llenas de esperanza. Estoy hecho para la vida que brota de su pecho. No temo la perdida, no retengo con miedo a quien amo. Lo dejo ir, me estará cuidando mientras camino y luego me estará esperando. Yo sigo mi camino y simplemente dejo que Dios haga milagros con mis manos y teja sueños eternos con mis dedos.

Escucho con demasiada frecuencia que el mundo está fatal. Me hablan de la crisis de valores, económica y social. Veo los conflictos sociales que estallan en tantas partes. La pandemia que arrasa y se lleva vidas inocentes y acaba con las seguridades que antes parecían inamovibles. Siento que necesito un sicólogo para que vuelva a poner en orden el desorden de mi caos interior. Bulle el pesimismo en el alma y contagio negatividad. Parece como si nada valioso fuera a resistir en medio de la tormenta que me amenaza. Se caen los pilares del mundo en el que vivo. ¿Qué va a quedar cuando todo muera? ¿Qué surgirá de debajo de la tierra? No comparo el hoy con épocas pasadas. No pienso tampoco en las guerras que asolan y han asolado mi mundo. Me detengo asombrado ante este mundo inestable, en peligro de desaparecer. Pienso en todo en lo que creo, en todo lo que amo. Y en medio de tanto desánimo que veo a mi alrededor opto por la esperanza y elijo el camino de la luz. No me desanimo a la hora de hacer planes. Proyecto, sueño, espero, deseo. No quiero que se apague en mí ese fuego de amor que Dios ha encendido. Me gusta la mirada del Papa Francisco: «Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien. La reciente pandemia nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida. Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a duda, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas... comprendieron que nadie se salva solo»[4]. Pienso en los brotes verdes de esperanza en medio del desierto. Las luces sutiles que emergen en la oscuridad de la noche. Las gotas de agua que humedecen las arenas secas del alma. Y me quedo con las semillas de bien que observo en los que hacen el bien, en los que aman la vida, en los que respetan al que sufre, en los que se entregan por amor. No pienso que todo está fatal, no lo digo, porque el pesimismo se contagia con la fuerza de una pandemia. Son contagiosos la tristeza y el desánimo. No quiero ser yo canalizador de este espíritu oscuro. Elijo la luz, la esperanza, me apego al bien de los que hacen el bien. Quiero ser imitador, hacedor de buenas obras. No le tengo tanto miedo a un futuro imprevisible. Si me obsesiono con lo que está mal me deprimo. Si pienso en lo que florece, sonrío. Me abrazo como un niño a esa esperanza última que nunca se pierde. Después de la enfermedad viene la salud, después de la noche el día, después de la muerte la vida. Y sé que tendré que echar de menos lo que haya perdido. Y enfrentar como un hombre las desgracias en mi vida. Asumir con madurez lo que nunca volverá a ser igual. Aceptar la derrota y comprender que la mirada negativa engendra negatividad. Me visto con un traje de gala para enfrentar esta nueva andadura. Sé que los sueños se construyen sobre sólidos pilares, los que Dios coloca en el fondo de mi alma. No temo, sonrío. Deseo que las cosas sean más hondas, más verdaderas. No pienso en lo que puede salir mal, en lo que no resulta. Pienso más bien en la ventana abierta cuando se cierran las puertas. Pienso en el futuro inmenso que tengo ante mis ojos y en todo lo que puedo hacer yo. Puedo construir un mundo mejor que el que ahora veo. Puedo abrazar cuando la sequedad se apodere del alma. Puedo cantar cuando el llanto se asome a mi garganta. Puedo sonreír cuando las lágrimas se impongan en mi ánimo. Me gusta más ver el bien que quedarme detenido en el mal. Tomo nota de los paisajes llenos de luz que alegran mi ánimo. Leo aquellas paginas que me elevan el corazón. Escribo lo que sale de mi alma que suele ser positivo. No me deprimo con facilidad, no me recuerdo deprimido. Soy capaz de adaptarme en situaciones difíciles. Sé ver el lado bueno de las derrotas, aunque me cueste pasar página y olvidar lo ocurrido. Pero lo olvido y vuelvo a la batalla. Pienso que la vida se juega en el presente, por más que a veces me cueste perdonar cosas de mi pasado. Pero sé que el perdón es de Dios, Él es el que lo logra. Mi alma se resiste a olvidar las ofensas. Y el día logra con el paso de las horas que el dolor se amortigüe. Tengo en mi corazón heridas y alegrías. Recuerdos sagrados que alimentan mi esperanza y son esa agua que calma la sed de amor que tengo muy dentro. Sé que lo que ahora decido hacer no está ya hecho, porque a menudo he palpado mi debilidad para ser fiel en el camino emprendido. He aprendido a llevar cuenta del bien que me hacen y eso me ayuda a ser agradecido con frecuencia. Tengo en la piel grabado el nombre de los que amo, y de los que me han amado. He vertido muchas lágrimas, algunas al recordar momentos duros, la mayoría al pensar en la hondura de lo que vivo. Me emocionan escenas muy diversas, cuando lo que veo, escucho o siento encuentra un eco en mi propia alma, en mi misma historia. Son lágrimas de verdad, llenas de esperanza, porque el sol lo dibujo siempre de nuevo con mis dedos. Nada es tan negro ni tan oscuro como para que no pueda brotar de su interior una luz escondida que me muestre el camino a seguir. 

A menudo pretendo que la vida se adapte a mis necesidades. Que los demás se adapten a mis planes y deseos. Que los sueños se adapten a la realidad o la realidad a los sueños. Pretendo que se haga posible lo que busco, lo que anhelo, lo que aún no poseo. Lanzo los brazos al aire queriendo retener pájaros al vuelo, sujetándolos con fuerza para que no se escapen, para que no vuelen. Pretendo esconder el sol con la palma de la mano, como si ya no existiera. Y detengo el viento escondiéndome tras un muro, para que no me haga daño, para que no tenga fuerza. Busco que los demás cambien porque yo estoy bien y los demás son los imperfectos. Y siento que yo hago todo por ellos y no recibo nunca a cambio la misma moneda. Pretendo dibujar un mundo irreal, que no existe fuera de las fronteras de mi fantasía. Niego con rabia lo que toco, lo que duele, para que no sea verdad lo que ahora veo. Esa actitud mía de no querer aceptar lo que tengo, ni desear lo que vivo, es la raíz de mi infelicidad, de mi desasosiego, de mi falta de paz. Parece que no soy feliz con lo que tengo. Quiero algo diferente y busco que todo se adapte a mí para que se haga posible el paraíso en la tierra. También me sucede con Dios y con la religión. Imagino a un Dios como el que deseo. Le pinto el rostro, le pongo las manos y lo hago manejable. Quiero que obedezca mis órdenes y haga posible todos mis deseos. El otro día Rafael Nadal comentaba en una entrevista: «No me ha apetecido hacerme mayor, siempre estuve bien en la edad que me tocaba. A mí nunca me apetecía avanzar». Me gusta esa forma de ver la vida. Estar feliz con lo que tengo es el camino de mi santidad. Sonreír alegre con lo que vivo en este momento, sin querer adelantar el calendario para pasar de puntillas por el presente. Hoy escucho: «Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor». Dichoso seré cuando viva temiendo al Señor. Pero no con ese temor que me impide caminar y dar saltos audaces en la vida. No con ese temor reverencial por el que tengo miedo de la reacción del que amo. No me gusta ese miedo que me lleva a ocultar mi debilidad por miedo al rechazo, al enojo, a la rabia de quien dice amarme. Es como si no quisiera decepcionar a nadie con mis pecados, con mis caídas, con mis torpezas. ¿Es que mi amor no es capaz de amar la debilidad del amado? Si alguien, para que yo lo quiera, necesita ocultar su verdad y mentirme, por miedo a mi rechazo. Si eso sucede tengo que preguntarme qué estoy haciendo mal. Si para sentirme amado tengo que ocultar una parte de lo que soy, por miedo a que me rechacen, tengo que cuestionarme cómo es mi amor. El miedo y el amor me parecen incompatibles. Un amor con miedos es un amor tibio, torpe, huidizo. Un amor que exige del otro continuamente una actitud perfecta y no tolera el más mínimo fallo, es un amor muy débil. Un amor incondicional es el que me hace feliz. Cuando lo recibo. Cuando lo entrego. No esperar del otro lo que no puede darme es mi camino a la felicidad. Esperar lo que no me van a dar, es un engaño. Siempre me estarán ocultando lo que no me gusta ver. Y así parecerá que todo está en orden, pero es mentira. Un amor construido sobre mentiras se desmorona muy fácilmente. Quiero vivir en la verdad. Aceptar la verdad de mi vida sin temer que me engañen. Mirar a los ojos y ver la verdad dibujada en ellos, aceptar lo que no me gusta, besar lo que no es perfecto. Quiero que Dios entre en mí venciendo los obstáculos que yo le pongo, a veces le construyo murallas para que no entre dentro. Leía el otro día: «Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser»[5]. Dios respeta al máximo mi libertad. Se adapta a mis formas, a mis maneras. Deja que tenga en el corazón ideas equivocadas sobre Él. No intenta cambiarlas a la fuerza. Ve que hablo mucho de Él y que todavía no vivo en comunión con Él, amándolo. Pero no me fuerza, me deja vivir con mis miedos sabiendo que con esos miedos lo único que consigo es no ser feliz. No puedo vivir con miedo tratando de contentar a todos, incluido a Dios. A la larga me quebraré y no lograré ser quien quiero ser. Mi pobreza es parte de mi verdad. Mis pecados son parte de mi vida. No puedo renunciar a lo que soy tratando de abrazar a un Dios que sólo existe en mi fantasía. Dios es mucho más grande de lo que imagino. Es más misericordioso que ese Dios del que huyo. Cuando no me acepto como soy, cuando no me perdono en mis debilidades y torpezas, cuando no me amo sabiendo que habrá cosas que nunca van a cambiar en mí, me alejaré de Dios porque sentiré que es imposible que pueda quererme viendo como soy. Y viviré pretendiendo tapar el sol con la mano, ocultar las estrellas cerrando las ventanas, hacer desaparecer la lluvia cerrando los ojos. La realidad se impone. Las cosas son como son, aunque yo no quiera aceptarlas. Sólo tengo que amar mi vida como es para ser más feliz.

No ha llegado aún el Adviento y ya me pide Jesús que esté muy atento. No sé la hora ni el día en el que vendrá Jesús a encontrarse conmigo: «En lo referente al tiempo y las circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados». Soy hijo de la luz, no de las tinieblas. Me gusta esa imagen. Me gusta la luz. Esa luz del sol que todo lo llena de vida. Me cuesta la oscuridad, me duelen las tinieblas que me dejan sin ver. Los hijos de la luz llenan este mundo de esperanza. Viven en la verdad y no les importa enfrentarla, porque la verdad siempre me hace libre. Aunque duela encontrar lo que está oculto en la oscuridad. Descubrir lo que permanecía escondido. Saber lo que hay en mi interior que no sé sacar, ni contar, ni ponerle nombre. Pero dejar que entre la luz en mi alma acaba con esas tinieblas que no me dejan tener paz y alegría. La oscuridad siempre entristece. En ella no me reconozco. Una persona me decía hace algún tiempo: «Siento mucho dolor. No me reconozco. No sé quién soy realmente, no sé para qué valgo». Lo decía después de haber sufrido su pecado y sus consecuencias. Porque mis actos siempre tienen consecuencias. No me puedo olvidar. Mis actos negativos, pecaminosos, me envenenan, me oscurecen, me quitan la alegría y la pasión por vivir. Reconocer quién soy es más difícil cuando estoy turbado. Sin perdón no entra la luz en el alma. Y quizás el perdón a mí mismo es el que más me cuesta dar. Puedo llegar a perdonar al que me ha hecho daño. Al que me hirió sin saberlo. Al que por omisión o acción dejó una huella imborrable de dolor en mi corazón. Eso puedo llegar a perdonarlo por la gracia de Dios. Es un perdón muy importante. Pero el perdón que trae más luz a mi alma es el perdón a mí mismo. Perdonarme por mi pecado, por mis actos que me llenan de dolor, por mis caídas que parecen imperdonables, por mis decisiones equivocadas. Por mi mediocridad y debilidad para enfrentar las tentaciones de la vida. Quiero reconocer que tal vez esté enfermo en mi corazón. O roto por este caminar mío que me ha dejado herido. Y tal vez por eso mis actos son consecuencia de esa rotura interior que a veces no sé de dónde viene. Y tal vez no sea tan importante su origen. Pero sí es fundamental saber que estoy así, herido por dentro. Y que mis actos, esos que no perdono, o mis faltas de amor, esas de las que me acuso, siembran una oscuridad muy densa dentro de mi alma. El perdón a mí mismo trae mucha luz y mucha paz. Soy hijo de la luz. Necesito luz en mi interior para saber qué pasos dar. ¿Quién soy? Brota con fuerza esta pregunta en mi interior. A los ojos de Dios me muestro en mi verdad. No le puedo ocultar nada de lo que soy, de lo que pienso, de lo que hago y no hago. Él lo sabe todo, me conoce muy bien y sabe lo que hay en mi corazón. Sabe que tengo más luz que tinieblas, más fuerza que debilidad, más belleza que fealdad. Me gusta pensar así de Dios. Él me mira muy bien, mejor de lo que yo lo hago. Porque Dios es luz y en su luz todo es verdad. Todo se ve bello a la luz de Dios. Como ese sol que ilumina paisajes maravillosos, bosques llenos de vida. En la noche todos los bosques son iguales, y todos los árboles y todos los rostros. Pero a la luz del día todo se llena de vida, todo lo que observo tiene color. Veo con claridad esa belleza que me enamora. Hay en Madrid una advocación de María que a mí me fascina. María, nuestra Señora de la Almudena. Cuenta la historia que en la reconquista, el pueblo de Madrid se reunió con su obispo para ir en procesión pidiéndole a la Virgen que se manifestara. Al comienzo de la ocupación musulmana una mujer de Dios, enamorada de María, escondió una imagen a la que el pueblo tenía mucha devoción, en el interior de una muralla. La dejó allí con dos velas encendidas. Cuentan que el pueblo rezaba en procesión y en un momento dado se desprendieron las piedras de una muralla y dejaron al descubierto la imagen oculta. Las dos velas seguían encendidas. Esta historia siempre me ha cautivado. La fe de esa mujer. La luz de las velas que no se apaga. María que trae la luz a los corazones que rezan con fe, caminando en procesión. El pueblo se llenó de esperanza al ver su imagen. Se llenaron de luz. Esta realidad me conmueve. Tengo en mi interior una luz escondida. Puedo lograr que caigan las piedras y dejen ver la luz que llevo dentro. O puedo seguir tapiado por miedo a que descubran mi verdad, mi luz y mi tiniebla. Se me olvida que dentro de mí hay más claridad que oscuridad. Esta advocación de la Almudena, que significa muralla, tiene que ver conmigo. Ese muro puede caer si no pongo defensas. Puede Dios lograr que venza mis miedos y deje que los demás vean quién soy, cómo soy. Verán mi pecado. Verán mi luz y eso es más fuerte. Da más vida y llena de esperanza. Soy hijo de la luz, no lo olvido. Esa realidad me llena de vida.

La parábola de los talentos me habla de lo que valgo, de lo que tengo que dar y hacer. Me habla de la confianza de Dios en mí. Me quiere y ha puesto en mis manos el poder de la vida. Me ha dado un número de talentos, de dones. A menudo no valoro los talentos que tengo, ni la misión confiada. Miro a mi alrededor y veo gente mucho más capaz, con más talentos y capacidades. Y me indigno con ese Dios arbitrario que da según su antojo. Hoy me pide Dios que me fije en lo que hay en mí, en la misión que sólo a mí me ha confiado, porque confía en mí y eso es lo importante. Esa confianza plena en lo que haré yo con lo que me ha dado. Puedo invertir mis talentos, puedo hacerlos producir. Seré más o menos fecundo, eso le importa menos a Dios porque la fecundidad es suya, no mía. Está en mi mano, lo sé, pero lo olvido. Cuando me va mal le echo la culpa a las circunstancias, a la fragilidad de esta vida. Otras veces tengo miedo a perder y escondo bajo tierra el tesoro que llevo en mi corazón. Como si tuviera miedo al fracaso, al rechazo, al olvido. Guardo para conservar, no sabiendo que, al hacerlo así, lo estoy perdiendo todo. Vana ilusión la mía que pretende conservar ocultando, enterrando. Esconder la vida por vergüenza, por miedo, por comodidad es lo peor que puedo hacer. ¿Quién soy yo? ¿Para qué me ha creado Dios? ¿Qué misión me ha confiado? Tengo sólo unos años por delante, una vida que sólo tengo que perder para ganarlo todo. Parece fácil. Pero no es sencillo descubrir mi valor. Comentaba el P. Kentenich: «Mientras más me vea como un don especial de Dios, tanto más me entregaré a Él»[6]. Me tengo que ver como un don especial de Dios. Tengo que pensar que lo que yo soy, lo que valgo, lo que hago, lo que pienso, lo que digo. Todo eso que soy en mis silencios y en mis actos es algo único. Sólo yo puedo hacer así las cosas y no me comparo con otros. No pienso en los talentos que otros han recibido. Pienso sólo en los míos y me siento especialmente afortunado, amado y querido por Dios. Él sabe quién soy y lo que puedo llegar a dar si amo, si me entrego. Pero también sabe que necesito recibir amor para comenzar a darme. En esos dones que descubro en mi interior aprecio su amor inmenso. Me ha dado talentos para que los haga crecer, para que den fruto para muchos y sacien la sed de amor del mundo. Ha puesto en mí una verdad para que la entregue. No quiere que me relaje y olvide el don recibido. Y yo no quiero escuchar de sus labios: «Eres un empleado negligente y holgazán». Dios entiende que fracase, que mi forma de ser, mi talento, mi don no sea comprendido por los hombres. Sabe que la cruz puede ser mi destino. Sabe que no siempre me resultará lo que emprenda. Pero lo que siempre quiere Dios es que no escatime esfuerzos. Que no sea un holgazán. Que no descuide mi tiempo porque no sé la hora en la que tendré que rendir cuentas. Él viene a mí y espera verme dando lo que me entregó un día confiado. Quiere que sepa quién soy y lo que llevo guardado en mi alma. Me gustaría escuchar siempre de sus labios: «Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor». Me gusta esa mirada de Dios sobre mí. Esa mirada que ve que soy fiel en lo poco, en la entrega de mi talento, de mi vida. Sabe que soy pequeño pero también que lo he dado todo por amor. Eso basta. Yo puedo aportar un grano de arena al desierto, una gota de agua salada al mar. No importa lo pequeño de mi aporte. Lo que quiere es que no sea cobarde. ¿Qué talentos ha puesto Dios en mi alma? ¿Dónde están mis fuerzas? ¿Cuáles son mis debilidades? Incluso de debajo de las piedras saca Dios la vida. ¿Cuáles son mis heridas y dolores que dan vida a otros? En la pobreza de mi historia sagrada veo una riqueza de la que beber cada día. Dios puede hacer que mis heridas sean fecundas. Eso es lo más maravilloso de su amor. Las decisiones que voy tomando en la vida son importantes. Me hago responsable de lo que decido, del camino que elijo. Y sigo adelante sin mirar atrás, sin miedo al fracaso. Esas decisiones, también las que tomo de forma equivocada, son fuente de vida. Dios puede sacar vida de la muerte, salud de la enfermedad.

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[2] Locher, Peter,Niehaus, Jonathan. Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador

[3] José Kentenich, Terciado USA, [1952], I

[4] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[5] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[6] Herbert King Nº 3, El mundo de los vínculos personales

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