Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de diciembre de 2018

Domingo 16 de diciembre de 2018 | Carlos Padilla

III Domingo Adviento. Domingo de la alegría

Sofonías 3,14-18; Filipenses 4,4-7; Lucas. 3,10-18.

«Yo os bautizo con agua; pero viene uno que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego»

16 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero la paz alegre que me da el saber que mi vida descansa en las manos de Dios. Y tiene una lógica, aunque yo no la vea. Me fascina esa felicidad del niño que disfruta cada momento»

Me dicen que cuando peco hago daño. Que me hago daño a mí mismo. Y también le hago daño a Dios. No lo sé. Me cuesta entenderlo bien. Sólo sé apreciar que mi ira hiere al que la recibe y a mí mismo. Y mi indiferencia entristece. Y mi infidelidad decepciona. Mis omisiones son vacíos de amor. Y mi amor egoísta es un mal amor, porque ata y retiene. Entiendo que mi pecado me aleje de Dios cuando pretendo negar su presencia y huyo. Dejo de amarlo. Y ya no me siento amado. Tal vez resulta más importante dejarme amar que amar. Y más importante perdonar que pedir perdón.No quiero esperar que siempre me perdonen. Tal vez mi debilidad sea ignorar mis propias faltas. No reconocer cuándo me equivoco. Y vivir pensando que son los demás los que no me quieren, los que me hieren, los que me matan, los que me ofenden. Y yo sentirme libre de toda culpa. Decía el P. Kentenich: «Sembrar o suscitar una infancia espiritual honda y cálida es al mismo tiempo profundizar una sana conciencia de pecado»[1].Huyo de los extremos que me matan. El sentir que todo lo hago bien. Y el creer que de todo soy culpable. En los dos caigo sin casi darme cuenta. Ninguno de los dos me dejalevantarme y mirar con paz a Dios. No quiero alimentar un insano sentimiento de culpa. Me hace daño. Una culpa medida me hace bien. Me lleva al arrepentimiento y me da fuerzas para volver a empezar. Mi indiferencia ante el mal causado me duele muy dentro. Siempre peco, aunque no me dé cuenta. Sé que importa lo que hago y lo que no hago. Mi amor y mi desamor. Creo en el abrazo de un Dios misericordioso. Eso es el Adviento. Un Dios niño que me abraza y yo le abrazo. Me hace tanto bien querer a un Dios Padre rico en misericordia. Necesito el perdón cuando he fallado. Sé que mis caídas son sólo una ocasión para levantarme y correr de nuevo al encuentro de mi Padre. Huele a hogar, a pan rayado, a descanso, a luna creciente. Huele su abrazo a calor de chimenea, a palabras dulces, a paseo al borde de un acantilado mirando el mar profundo. Huele a consuelos, a miradas tiernas, a sonrisas hondas y verdaderas. Amo a ese Dios misericordioso que me espera con los brazos abiertos para abrazarme. Conozco y conoce mi fragilidad. Su perdón me sana tanto por dentro. Une las piezas rotas de mi alma. Cura mis heridas más hondas, más sucias. Mi pecado es carencia de paz interior. Es fruto de mi desorden. ¿Quién podrá poner algo de armonía en medio de tanto caos que llevo dentro? No lo logro. Es tan difícil. Y mi pecado brota de mi insatisfacción. Tomo caminos desviados. No sé amar como Dios me ama. Hago el mal que deseo evitar. Y el bien soñado queda en el olvido. Me siento tan frágil, tan herido. Como esos niños que pretenden alcanzar las estrellas y no logran elevar sus pasos. Quizás me he empeñado en hacerlo yo todo bien, yo solo. Sin ayuda. No asumo que la perfección es de Dios y no me la exige. Sólo quiere que me haga niño. O mejor aún, que confíe y crea como un niño. Que no pretenda resolver todos los desafíos que tengo por delante. Quiero aceptar la fragilidad de mi pecado. Miro a Jesús en su bondad, en su amor ilimitado. ¡Qué lejos vivo de tanta belleza! Miro a María y a José. Hogar de Belén. Cuna de un amor que me resulta imposible. Más que no pecar lo que quiero es aprender a amar. Lo hago tan mal. Soy tan torpe. Estoy tan lejos del amor de Belén. Del amor de esa tierra de paz en medio de la guerra. Tan lejos de una vida plena en medio de mis vicios que me consumen. En medio de mi desorden que me hace perderme. Me falta amor. Y renuncia. Y alegría. Y paz del alma para cargar con tantos. Para salir de mí con el corazón cargado. Para eso sirve el Adviento. Para romper los muros que frenan mi carrera. Para no perder el tiempo envuelto en egoísmos. Adviento es salir de mi rutina y buscar al que está cerca, al más próximo y abrazarlo. Porque el tiempo es corto y no quiero que me pase lo que describe Jorge Luis Borges: «Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una tumba, ya no tiene ningún sentido. Pero desafortunadamente, sólo con el tiempo». Con el tiempo no quiero descubrirlo. Quiero saberlo ahora. Empezar hoy ya el camino que me saca de mí mismo. Y perdonar siempre. Y aprender a pedir perdón. Aprender a amar. Quiero ser amado. Quiero recorrer ese camino infinito que me lleva fuera de mí. Y me adentra en el corazón del otro.

En el Adviento siempre me gusta detenerme a beber junto a la fuente de mi alegría. Me regocijo, me alegro. Dejo de lado mi tristeza. Así lo dice el profeta: «Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén».Así me lo recuerda S. Pablo: «Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres». La alegría es un don que pido y necesito. Es un grito que brota de lo profundo de mi alma. Lo sé. Deseo la alegría como agua fresca. Deseo ser feliz siempre y disfrutar de la vida que llevo. Quiero estar siempre alegre, pero no siempre lo consigo. Decía el P. Kentenich: «¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría. Esa hambre de alegría es un instinto primordial en la naturaleza humana»[2]. Tener una actitud alegre ante la vida es una necesidad, es la salvación. Pero ¡qué pocas veces lo logro! Añade el Padre: «La maestría en la alegría no nos llueve del cielo. Por naturaleza estamos demasiado poco educados para la alegría, y la vida actual no impulsa por sí misma a la alegría. No entiendo por alegría la diversión. Cada cual podrá hacerlo a su manera, pero no es suficiente que estemos de buen talante en lo exterior. Lo más importante es la alegría interior, espiritual, que tengamos una actitud fundamental alegre, y aunque sólo se base en que digamos: estoy fundado en Dios; en que nos digamos: la Providencia de Dios, la sabiduría de Dios me lleva por caminos de sabiduría, por caminos de bondad y de misericordia»[3]. La alegría no se fundamenta en la diversión. No estoy alegre sólo cuando la vida me sonríe y todo resulta como me esperaba. No soy feliz cuando se cumplen mis deseos. No es así. Es algo más hondo y estable. Una forma alegre de vivir. Una mirada alegre sobrelas personas. Una sonrisa dibujada en el alma en medio de las dificultades. ¿Cómo se logra estar siempre alegre y no sólo cuando todo me sonríe? No hay recetas. Comenta el P. Kentenich: «Una alegría sencilla es una llave mágica que puede abrir los corazones de los hombres, una varilla mágica que descubre y vivifica misteriosas fuentes de fuerza en la persona que tenemos delante»[4]. La alegría de mi alma me cambia a mí. Y cambia a aquellos que tengo delante. Pienso en una alegría sobria, franca, sincera. No en la risa que es carcajada. Más bien me quedo con la sonrisa profunda. Con la calma honda. Con la paz alegre. Esa alegría estable que no pasa como una ráfaga de viento. Sino que permanece como una brisa constante, sin pausa. Me gustan las personas alegres que me hacen reír. Es más, me gustan las que se ríen de sí mismas y contagian esa alegría que es como si la vertiese un ángel en sus entrañas. En las mías. Quiero la paz alegre que me da el saber que mi vida descansa en las manos de Dios y no en mis propias manos. Y tiene una lógica, aunque yo no la vea.Me fascina esa felicidad del niño que disfruta cada momento. Incluso sabe recoger las piezas del juguete roto para imaginar otras mil fantasías con los restos. Me gustan las personas que saben sacar una sonrisa en momentos de dolor. Y aquellas otras que tienen la esperanza dibujada en el alma en momentos de penumbra. En lo hondo del pozo desde el que todo parece tan oscuro. Me gustan los que alegran con su risa, con su sonrisa y saben reír con los ojos. Amo a los que en su sencillez se ríen de sus manías más grotescas y de sus pobrezas más humillantes. Me dan pena aquellos que pretenden reírse de mí, sin que yo me ría. Quieren mofarse de mi fragilidad, sin que yo me alegre. Me gusta compartir la vida y reír a manos llenas. Dicen que si río mucho se me limpia el alma. Y me lleno de un agua pura que viene del cielo. Aumentan las arrugas, es cierto, pero el alma se ensancha. Me gusta pensar que mi alegría será plena en el cielo. Pero ya aquí en la tierra tengo la misión de sacar sonrisas de los llantos y descubrir amaneceres entre las negras nubes. El otro día no lograba encontrar la luna en el cielo. Tan menguante era que se había vuelto luna nueva. Casi no existía. Me entró algo de tristeza en el alma. Pero pronto sonreí de nuevo. Pensé que seguía estando la luna, aunque yo no la viera. Y es así en la vida. Incluso cuando no parece haber esperanza y las cosas no salen como había soñado. No tengo motivos para estar triste. La salvación, el amor de Dios, la esperanza, siguen estando ahí, aunque yo no los vea. Nada deja de existir porque yo no lo vea. No tengo ese poder. No hago desaparecer las cosas. Pero es cierto que cuando no veo lo que amo, pierdo la alegría. O cuando pienso precisamente en lo que me falta, que era lo que más amaba. Y le exijo a Dios milagros que ya no puede hacer. Le exijo un regreso al pasado que no es posible. Y lloro con amargura echándole en cara que no existe la luna, pero sólo resulta que yo no la veo. Que está oculta. Y no logro ver la luz del sol que otros días refleja ufana en medio de mil estrellas. Así me pasa con mis días cuando echo tanto de menos lo que era causa de mi alegría. ¿Cómo sonreiré en medio de la noche sin luna? No es posible para los hombres. Pero sí para Dios que me enseña una forma nueva de mirar la vida. Estar siempre alegre en el Señor. Estar siempre alegre en medio de mi dolor. Sonreír entre lágrimas. La mayor paradoja del cristiano que tiene puesta su confianza en Dios y por eso sonríe. Mira más lejos. ¿Estará loco? Quiero en este Adviento revisar las fuentes de mi alegría. ¿Qué me causa profunda alegría? ¿Qué me entristece? A veces la vida me exige tanto que descuido lo importante y me pierdo en un intento por llegar a todo lo que tengo que hacer. Quiero una vida sencilla, sin prisas. Una vida de paz, de compartir los momentos más sencillos, los más sagrados. ¿Dónde están mis fuentes sagradas desde las que brota mi risa a carcajadas? Personas, amistades, encuentros, actividades. Un paseo, una canción, un silencio. Una buena comida me hacer esbozar sonrisas. Una conversación me llena de luz. Una mirada que recibo. Un perdón. Un abrazo. Un te quiero. Un compartir la intimidad de lo que vivo. Un estar con el que llora simplemente ahí, en silencio, consolando. Quiero estar siempre alegre. Pero sé que es un don de Dios. Una gracia que pido. Para no quedarme encajado en la queja. O agobiado en los problemas. Una alegría serena, que dure siempre.

Mi capacidad de creer tiene el poder de crear una realidad que antes no existía. Mis palabras crean. Cuando yocreo que puedo subir a lo alto de la montaña, lo imposible llega a ser posible. A menudo tengo creencias limitantes que no me dejan crecer. Niegan mi capacidad para hacer algo y no creen en mí, me cortan las alas. Me incapacitan con sus palabras faltas de fe. Su actitud al mirarme me hace incrédulo. Y dejo de soñar y de crecer. No avanzo. Porque tengo miedo a caer, a hacer realidad lo que me han dicho que haré. Dios mira a María en toda su belleza y Ella se conmueve. Dios la mira como nadie más la ha mirado nunca. A mí me cuesta creerme que Dios me mire de esa manera. Me cuesta pensar que Dios vea en mí una belleza oculta que soy incapaz de ver. Pero Él sí lo logra. Tiene ese poder. Siempre me recuerdan que Dios no elige a los más capaces. Lo que hace es capacitar a los que elige. Y entonces les da el poder para volar hasta las estrellas. Me conmueve el poder de la mirada de Dios sobre María. Y el poder de su mirada sobre mí. Y también el poder de mi propia mirada sobre los que me rodean. Cuando los demás me miran, su mirada pesa. Y cuando acojo esa mirada, cambia todo. Cuando acojo la fe del que cree en mí. Entonces pronuncio con libertad mi Hágase. Decía el Papa Francisco en Evangelii Gaudium: «Cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización». Me conmueve el poder de la mirada de María sobre mí. Cree en lo que puedo llegar a ser. Su mirada es un acto de fe. Dios puede hacerme de nuevo si yo me dejo hacer. ¡Cuánto me cuesta conjugar los verbos en pasiva! Me cuesta tanto dejarme hacer, dejarme amar, dejarme conducir, dejarme llevar. Me cuesta abandonarme en las manos de Dios. Normalmente soy yo el que hace, el que ama, el que conduce a otros. Soy yo el actor principal de mi película. Creo en mi poder casi ilimitado. Por eso me cuesta más dejarme hacer por ese poder de Dios que me transforma. Pero creo que para ser cristiano tengo que aceptar la pasividad como forma de vida. Dios me capacita haciendo algo grande en mí. Usando mis manos, mis labios, mis pies, mi fuerza. Utilizando mis heridas, mis torpezas, mis defectos, mis vacíos. Dios me hace de nuevo cuando pronuncio esa palabra llena de poder: hágase. Y abro la puerta de mi alma. Y Dios entra y hace. Ama y cambia. Y yo dejo de hacer, de actuar, de protagonizar todo lo que hago. Él lo hace en mí. Y todo cobra una vida nueva. Tiene más fuerza. ¡Cuánto poder tiene! ¡Cuánta ha de ser mi impotencia, mi debilidad, mi impericia para dejarme hacer! Sé que sólo así se verá en mí la luz de su poder y no mis talentos. Tiene que ver el camino a Belén con dejarse llevar, con dejarse hacer a fuego lento. Mientras arden las velas señalando el camino yo me dejo quemar en sus manos de fuego. En medio de la noche. Soy llevado. Me mandan. Me conducen adonde no quiero ir. Normalmente soy yo el que manda, el que conduce y lleva a otros. Y me cuesta tanto la pasividad. Tengo que llegar al límite o estar roto, para dejarme hacer. Entonces miro mi pequeñez y me sobrecoge mi indigencia. Tal vez Dios me mire como hoy escucho:«El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta». Se alegra al mirarme. Sonríe al ver mi indefensión. Él me salva. Soy salvado en sus manos poderosas. Yo no me salvo. A veces lo intento con pasión. Busco repetir actos de devoción. Acumulo méritos. Busco tener para cuando me pidan. No perder para no quedarme vacío. Intento comportarme siempre bien para no fallar nunca. Deseo que mis manos hagan tantas cosas para tener algo que regalarle al niño. No quiero llegar con las manos vacías. ¿Y si me pasa como al pastor del cuento? Cuentan que los pastores llegaron al portal. Todos llevaban bienes para el Niño. Comida, animales, mantas, sus pequeños tesoros. Pero un pastor más pobre y humilde no tenía nada que llevarle al niño. Pero quería ir. Quería adorar a Jesús en la gruta. Fue con todos los pastores tratando de pasar desapercibido en medio de la masa. María fue recibiendo a los pastores. Y para acoger sus regalos, viendo a un pastor con las manos vacías, puso al Niño Jesús en sus brazos. Mientras tanto iba recibiendo a todos. Él no tenía nada. Ni méritos, ni obras. Sólo sus manos vacías y abiertas. Y su sí en los labios, en el alma. Y pudo acoger a Jesús en sus brazos conmovido. Se llenó su vida de luz. Más de lo que hubiera esperado. Así quiero llegar yo a Belén este Adviento. En esta tercera semana veo que no tengo muchos logros ni méritos. No sé bien cuáles pueden ser mis regalos. Tal vez a María le baste con mi presencia. Hágase, le digo. Y me dejo hacer. No me resisto. No me pongo tenso. Dejo que Dios me haga de nuevo. Duele, eso lo sé. Pero no pretendo acumular logros que justifiquen mi presencia en el portal. No soy digno. Nunca lo seré. Sonrío al ver a Jesús en mis manos. Y mi corazón se llena de esperanza.

Hoy escucho un mensaje liberador que me llena de alegría. «El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás». Con frecuencia el miedo me quita la alegría y me entristece. Me da miedo que me traten de acuerdo con mi debilidad. Que descubran mis carencias y no me quieran. Que me juzguen y me encuentren culpable del delito de la debilidad. Y entonces pierdo la sonrisa de mis ojos y dejo de esperar. Saber que el Señor ha cancelado mi condena y ha expulsado a mis enemigos me da paz. Ya no temeré porque Dios me ama. Ya no tengo nada que temer, nada que perder. El Adviento me llena de esta esperanza. Jesús viene a reinar en mi vida. Viene a ocupar el lugar central en medio de mis angustias y mis miedos. Él lo puede todo. Puede vencer en mí aun cuando no me deje. Quiero colocar ante el pesebre los miedos que me turban. Las inquietudes que me quitanla paz y la sonrisa. Las heridas que duelen en lo más hondo de mi alma. Hoy puedo exclamar con las palabras del salmo: «¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!».Es grande. Mucho más grande que mis temores. Y por eso puedo estar alegre porque no estoy solo. Jesús me invita con las palabras de S. Pablo a estar tranquilo: «Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobre pasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». Paz, ausencia de temor, mesura, despreocupación. ¿Es eso posible? Vivo en este mundo tan inquieto. Veo guerra, violencia, esclavitudes. No encuentro paz. Y me habla el Adviento de esta paz del que se sabe dueño de su vida. ¿Soy dueño yo de mi camino? Me veo queriendo controlar mi futuro. Me asusta dar pasos en falso. Temo no controlar todas mis decisiones. ¿Miedo al fracaso, miedo a no ser feliz, miedo a perder el sentido? Son miedos tan humanos. Tiene que ver con el sentido de mi vida. Querer controlarlo todo me quita la paz. No estoy dispuesto a poner mi vida en las manos de Dios. Me cuesta tanto dejar que Jesús reine en mi vida. Sin control, sin seguros. Me duele el alma al ver mis esclavitudes. Me asusta mi fragilidad no reconocida. El P. Kentenich recuerda las palabras de S. Agustín: «San Agustín dice con acierto: Quien ame el rostro del Omnipotente no temerá el rostro de los poderosos de este mundo»[5]. Si amo a Dios y lo coloco en el centro de mi vida dejaré de temer el rostro de los poderosos. Los otros no quieren mi mal. Soy yo el que elijo mi mal tantas veces huyendo por miedo a sufrir. Acabo eligiendo lo que no me conviene, lo que me hace daño y me esclaviza. Huyo de mí mismo y no me encuentro. Si me creyera que Dios ha perdonado mi culpa, ha perdonado mi pecado y ha levantado mi condena. Continuamente me encuentro con una imagen de Dios en mi corazón que me quita la paz. Creía que ya no estaba. Pero súbitamente surge de detrás de las cortinas del alma. Renace de sus cenizas. Un Dios que espera algo de mí. Que quiere un sí sin reservas. Que se escandaliza ante mi pecado, ante mi egoísmo, ante mis noes y resistencias. Un Dios que me exige un comportamiento ejemplar y se siente decepcionado cuando fallo. Nunca está contento con lo que hago. Lo noto en su mirada. No acepta mis defectos y no perdonamis debilidades. No entiendo cómo, pero vuelve a aparecer cuando creía haberlo destruido. Cambio mi mirada. Miro a ese Dios en el que de verdad creo. Ese Dios que me mira complacido. Y se alegra con mis éxitos. Se conmueve cuando caigo derrotado. Sonríe con mi risa. Le duele mi tristeza cuando me oprime el pecho sin razón alguna. Me mira diciéndome que mi vida tiene sentido y merece la pena. Me dice al oído: «Te quiero hoy más que ayer, antes de tu caída». No entiendo a ese Jesús que quiere reinar en mí y pretende quererme de esa forma. Conoce mis límites, ha tocado mi debilidad con rasgos de tristeza, y me dice que me ama más todavía. Más que antes cuando yo pensaba que le ocultaba mis fragilidades. Mucho más que antes de caer. Yo, que me pensaba dueño de mi vida, seguro de mis talentos y virtudes. He tenido que acariciar la humillación para sentirme amado. He recorrido el camino del perdón para poder encontrarme con sus ojos más verdaderos. La lucha entre esos dos dioses que conviven en mi interior me desconcierta. Creo que ya vence el que me mira bondadoso. El rostro de Dios Padre que me muestra Jesús, con su amor tierno, incondicional y gratuito. Y surge de la muerte ese Dios juez que creía ya muerto y olvidado. Y me juzga más incluso de lo que yo mismo me juzgo. O quizás soy yo quien no me perdono. Y me miro mal. Soy parte de ese Dios que creo haber conocido alguna vez en los recuerdos de mi vida. En algún rincón escondido de mi alma vuelve a surgir su rostro agrio, lleno de rabia, distante y perfeccionista. Un rostro que no es el Dios que me causa alegría. Sino ese otro Dios que me tensiona y exige y entristece. Creía haberlo vencido y vuelve. Y necesito entonces mirar a Jesús que me ama, me mira bien y no me juzga. El niño que nace. Necesito encontrarlo. Dentro de mí. Y en otras miradas humanas que me miran así y me hacen creer que valgo mucho más de lo que yo creo. Esa creencia ya no me limita. Todo lo contrario, esa fe me levanta, me alegra, me eleva sobre mis límites.

Hoy resuena en mi corazón la pregunta que me lleva a la reflexión: «En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan: - ¿Entonces qué hacemos? El contestó: - El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: - Maestro, ¿qué hacemos nosotros? El les contestó: - No exijáis mas de lo establecido. Unos militares le preguntaron: - ¿Qué hacemos nosotros? Él les contestó: - No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga».¿Qué tengo que hacer para cambiar de vida, para mejorar, para ser feliz? ¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? A menudo vierten sobre mí esa misma pregunta. Buscan recetas, o caminos de esperanza, o respuestas a preguntas eternas. A mí no me gusta vivir dando consejos. Pensando lo que a otros les conviene hacer. Como si tuviera yo un recetario para la vida. Esa pregunta brota en el corazón de cada uno. ¿Qué tengo que hacer? Me pregunto a mí mismo. Yo mismo quiero encontrar la respuesta para mí. Aunque no tenga la respuesta para todos. Hoy, ante Juan, cada uno llega con su pregunta. Y Juan responde de forma muy concreta. Ellos lo acogen y quieren cambiar.Me impresiona su actitud. Ya saben que no pueden exigir más de lo justo, de lo que corresponde. No pueden ser egoístas con sus bienes. Han de dar de lo que tienen al que necesita. No pueden aprovecharse del débil ni explotar a nadie. Convertirse significa cambiar de vida, de hábitos. Dejar de hacer el mal, y comenzar a hacer el bien en su lugar. Cambiar exige dejar de mirar la vida como antes. Para ser alegre, cambio la mirada. Sé que pierdo la alegría por cosas sin importancia. Mi mirada es estrecha, autorreferente. Me agobio cuando no coincide lo que deseo con lo que tengo. La insatisfacción me llena de frustración. No soy capaz de ser feliz a contracorriente. Dejando de sentir como todos sienten. Sueño con una felicidad que es más profunda, que viene de dentro. Necesito la conversión del corazón. Quiero vivir el Adviento de la mano de Juan Bautista que exige radicalidad de vida. Un cambio profundo. Me gustaría cambiar de golpe. Me cuesta dar ese paso. Lo intento. ¿Qué tengo que hacer? Le pregunto a Jesús camino a Belén. ¿Qué tengo que dejar al borde del camino? ¿Qué tengo que cambiar para ser feliz, para hacer que la vida de otros sea más feliz? A menudo me obsesiono queriendo estar yo bien. Veo lo que me falta, lo que necesito. Pienso en mí, sólo en mí. En lo que me falta para ser feliz. Y se me olvida que el cambio de mirada es lo que cambia todo. ¿Qué tengo que cambiar para que otros sean más felices? Dejo de pensar en mí. En mi necesidad, en mis gustos, en mis placeres. Pienso en no hacer el mal. Pero sobre todo en hacer el bien. Crecer en generosidad, en amabilidad. Me acerco a mi prójimo que camina conmigo en este Adviento. Aquel que está a mi lado. Busco hacer felices a los que están conmigo. Eso supone un cambio. Me intereso por ellos, por sus vidas. Pienso en lo que necesitan. ¿Qué tengo que hacer? La vida no consiste simplemente en no hacer el mal. Hay que hacer el bien. Hay que amar. No sólo consiste en no caer en el odio. El amor es concreto. ¿Qué quieres que haga por ti? El amor son obras, no buenas razones. Amar desde dentro, con mi vida, con mi entrega, con mis gestos, con mi tiempo. Me gusta Juan que escucha y responde desde Dios. Aconseja y muestra una forma de vivir. Quiero vivir de tal manera que mis actos sean testimonio de Jesús hecho carne. Que no me haga falta hablar. Que sin palabras mis obras sean Palabra de Jesús. ¡Qué lejos estoy del cielo! Creo que pienso mucho en mí, en lo que necesito para ser feliz, en lo que me falta y me deja inquieto y triste. ¿De dónde viene esa tristeza que tengo? Del miedo. Soy un convencido. Si dejara de vivir con miedo sería más feliz. ¿Qué tengo que hacer para no tener miedo? Me pongo en camino. Es mucho lo que hay por delante. Mucho lo que me queda por hacer. Me da miedo cambiar mis hábitos, mis costumbres. Tengo miedo de preguntar, no vaya a ser que me exijan demasiado. Tal vez me he habituado a la estabilidad y cualquier novedad me da miedo. En una película le decían al protagonista: «Lo tuyo es publicidad engañosa. Hablas de que te gustan la aventura y la novedad. Pero lo que realmente amas es la estabilidad y los recuerdos».Me autoengaño. Digo que quiero el riesgo de lo nuevo. La aventura de la inseguridad. Pero no es así. Me asusta cualquier cambio de mis rutinas. Me da miedoperder los espacios seguros en los que me creo feliz. Quiero dejar de controlarlo todo. Es tan difícil. Pretendo asegurar el mañana. Quiero seguir igual, como hasta ahora, hasta el cielo. ¿No tengo nada que cambiar? Sí, tengo mucho que mejorar en mi corazón. Pero me resisto. Mis cadenas y seguros. Mis miedos al cambio y a perder. Mis mentiras convertidas en hábitos. Mis egoísmos que me intentan proteger. Y los miedos que se entrelazan como enredadera al tronco de mi alma. Y las nubes que ocultan la sonrisa detrás de tristezas reconocidas. Puedo cambiar. Puedo hacer más cosas. Para que otros sean felices. Para que así yo mismo sea más feliz.

Juan trae la alegría, la buena noticia. Muchos creen que él es el Mesías. Pero no es así. Él sólo lo anuncia, lo señala entre los hombres:«El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dejo a todos: - Yo os bautizo con agua; pero viene uno que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego.Exhortaba al pueblo y le anunciaba el Evangelio». Juan es pequeño. No es Dios. Es sólo un hombre. No es el enviado. No es el Salvador. No se lo cree, aunque muchos lo siguen y se lo dicen. Pero él sólo quiere hacer las obras de Jesús. Quiere preparar el corazón de los hombres para que tengan paz. Es lo que desea. Que Jesús viva en ellos y los cambie por dentro. Que su vida tenga un sentido. No quiere que pase de largo y no lo reconozcan. Por eso lo anuncia entre muchos hombres. Es sólo la voz, no es él la palabra. Pero en sus obras está algo de su amor, de su presencia. Una persona rezaba así: «Jesucristo vivo está/ y sus obras permanecen/ entre los que se estremecen/ cuando miran más allá/.Su gracia se anunciará/ en lo profundo del alma/,donde reina mayor calma/ y acontece la alegría/ de saberse en romería/ tejida de amor la talma». Juan sólo anuncia al Mesías. El Adviento consiste en anunciar al que está junto a mí. En hablar del que me precede. En mostrar su rostro con mis gestos, con mis obras pobres. A menudo me veo queriendo yo ser Jesús. Buscando que me reconozcan y hablen de mi valor, de mis capacidades. Quiero ser admirado por lo que hago, por lo que digo. Me olvido de aquel a quien anuncio. El pueblo está expectante porque quiere ver a Dios. Y yo me lo creo. Y pienso que me buscan a mí. No. Tienen sed de Dios. No de mí. El hombre busca hombres perfectos. Y esos hombres no existen. Quieren que los hombres de Dios sean perfectos, que yo sea perfecto. Es imposible. No lo soy. Fallo, decepciono, confundo. Y entonces veo cómo mis imperfecciones alejan a los hombres de Dios. Y sufro. Dios no cabe en la piel humana. La desborda. Y la piel humana con pecado escandaliza al que la creía perfecta. Y el hombre se aleja buscando a Dios en otra parte. Se siente defraudado, engañado. Quiero no olvidarme de mi miseria. Para que nadie piense que soy Dios, que soy perfecto. Fallo una y otra vez. Caigo. No respondo como esperan de mí. No soy tolerante y paciente. No soy bueno con todos. No siempre soy generoso. No doy la vida como digo que voy a hacerlo. Me duele el alma por mi pecado que aleja de Dios. Y no lo acerca.

 



[1]J. Kentenich, Niños ante Dios

[2]J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3]J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4]J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[5]Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador,Peter Locher, Jonathan Niehaus

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