Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de mayo de 2021

Domingo 16 de mayo de 2021 | Carlos Padilla

Domingo de la Ascensión

Hechos de los Apóstoles 1,1-11; Efesios 1,17-23; Marcos 16,15-20

«Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Dos hombres vestidos de blanco les dijeron: - Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»

16 mayo 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas»

Yo no elegí a María. No fui yo. Tal vez me hubiera gustado elegirla, pero no lo hice. No lo intenté siquiera, no lo sentía. Pensé que no la necesitaba, que no me hacía falta. Ahora, pasados los años, lo tengo claro. No sé bien cómo lo hizo, pero fue Ella la que me eligió a mí. Me sacó de mi rutina, de mis hábitos, de mis miedos. Me abrazó por la espalda cuando yo no la buscaba. Me habló de una forma tan sencilla, en lo pequeño, en una imagen peregrina que no conocía hasta ese momento, en una tierra extraña. Me dirigió su palabra, esa que sólo se escucha con el corazón, no con los oídos, porque es una brisa suave que apenas se siente. Debió gritarme entonces, a su manera, porque yo estaba sordo. Me habló sin palabras, me abrazó con brazos de ángel. Encendió un fuego dentro de mi alma, un fuego que yo hasta entonces desconocía. Me dijo que me quería sin yo saber lo que era el amor. No me lo había planteado. No sabía muy bien quiénes me amaban. Me eligió Ella, cuando yo no la había elegido. Yo no la necesitaba, pensaba en mi interior. Me bastaban mis fuerzas, mis planes, mis propósitos. Me bastaba mi espalda para llevar las cargas. Y mis talentos y mis dones. Ella no era necesaria en mi vida. No me sentía débil siendo joven. Tenía la vida desplegada a mis pies y pensaba que yo solo me valía. Aún no había sufrido la derrota ni me había herido la soledad. Pensé que sin Ella mi vida sería más fácil. Me equivocaba. Ella sabía que solo no podría subir las cumbres y se quedó a mi lado. Permaneció junto a mí en forma de abrazo, de Virgen de madera. En mis manos se irguió con fuerza por encima de todos los vientos que llenaban de temor mis pasos. Calmó mis miedos e hizo surgir la esperanza. Un día, al bajar de un monte, me quebré en llanto y dije que sí, que necesitaba su abrazo en mi espalda y su mano en la mía. Hay una canción que refleja en mi vida ese encuentro: «En el jardín oculto de tu belleza, allí donde las flores cubren la hierba. Allí donde descanso en ti, María. Allí donde las aguas calman mi herida. En el pozo profundo de tu agua pura, donde busca mi alma la paz sagrada. Allí donde yo vengo a ti María. Deja que en ti mi fuente tenga agua viva». Me adentré callado en su jardín sagrado. Con mis manos torpes, con mis pies ruidosos. Quise hacer silencio, no lo conseguía. Pero poco a poco Ella calmó mis voces y mis gritos. Y logró que mi canto fuera melodía tenue. Y me quedé con Ella. O fue al revés, Ella se quedó a mí prendida, mientras yo huía de mí mismo, de mis planes, de mi tierra. Se enraizó en mi alma con fe inamovible. Y quebró mis resistencias y mis negaciones. Se abalanzó sobre mí mientras corría y detuvo mis prisas. Es mi Madre princesa, mi niña bella, el espejo de la verdad, el sol naciente. Es la calma cálida que recorre mis huesos. La soledad poblada en la que me hablaba con voz queda y llena de canto. Aprendí su lenguaje de signos y de guiños sagrados. Me enseñó en su jardín los caminos más secretos. Me condujo a su Hijo y me reveló sus sueños. Cuando yo no quería ser sacerdote Ella me lo dijo al oído. Y yo me negué arguyendo mil buenas razones. El mundo me necesitaba de otra forma o era yo el que se resistía a asumir un camino nunca pensado. Y me dejé querer como un niño en mi llanto suave. Ese que brota en mi alma cada vez que me quiebro. Al escuchar su voz de nuevo, o la de Jesús gritando. Siento que soy yo el que ha sido buscado, amado, perseguido. Yo no busqué nada y me encontraron. No pretendí ser nada y me lo dieron hecho. No quise seguir este camino y me vi caminando por sendas nunca pensadas. Hoy miro a María de nuevo, conmovido y ciego. Ella es mi Madre, mi Niña más querida, la que me dice al oído que siempre estará conmigo. Ya no temo la soledad de un mundo lleno de presencias extrañas y desconocidas. Mis miedos profundos a veces me turban. La tomo en mis brazos, Virgen de madera, y sonrío con paz en el alma, me sostiene su mirada. Acaso no es Ella la que me abraza sin que yo lo pretenda. Vigila mi espalda mientras cargo con piedras. Y confía en mi ingenuidad que Ella sostiene en sus manos. Abraza mi llanto a punto de dormirme. Y me recuerda que no estoy solo. Es mi madre en mi Madre. Las dos unidas, sostienen mi mano a punto de dormirme. Y me recuerdan que sólo vale la pena la vida que se entrega. Y que el camino es seguro, vaya donde vaya. Que Ella y ella estarán conmigo a cada paso. Sienta lo que sienta. No importa. Todo va a salir bien, me susurran. En mi llanto se dibuja su sonrisa y en mis miedos su esperanza, llena de un hondo abrazo. Así me calmo.

Dios no me salva del sufrimiento y tampoco me libera del dolor. No realiza continuos milagros salvándome de mi muerte segura, de todo lo que me hace sufrir. No es un Dios que evite que le vaya mal en la vida a quien cree en Él ciegamente. No es ese mi Dios en quien creo. Es precisamente ahí, en el dolor, en mi sufrimiento, donde Jesús viene a salvarme. Se abaja a la altura de mi herida, de mi angustia, de mi derrota. Yo miro mi vida temporal e imperfecta y me gustaría que mi Dios fuera distinto. Un Dios liberador de todo mal. Un Dios que calmara todas las tormentas, acabara con las injusticias enviando fuego desde el cielo y resolviera así todos los conflictos. Un Dios hacedor de milagros cada vez que para mí sean necesarios. Me he acostumbrado a soñar una vida sin dolor. Todo lo que hago en este mundo es querer vivir mejor, no peor. Busco la comodidad, que todo funcione bien. Hago planes e intento que nada se me escape. El control me da seguridad. Es esto lo que deseo, calmar todas mis ansias y paliar todas mis dificultades en esta vida. Y cuando la vida no me sonríe, me lleno de rabia. Me gustaría que el mundo entendiera todo lo que sufro y se compadeciera de mí. Quiero que me ensalcen y admiren por mi resiliencia. Me gustaría recibir en esta vida muchos bienes por todo el mal sufrido. Sueño con ese Mesías liberador en lo concreto, en lo material, en lo cotidiano. Un Salvador de almas perdidas. ¿Por qué no acaba Dios con todo el mal del mundo si es Todopoderoso? ¿Por qué no establece su reino como una vuelta al paraíso? Sin dolor, sin muerte, sin enfermedad, sin pecado. No lo sé. Me confunde este Jesús que vino a salvarme en mi angustia. Y a veces me pregunto cómo es mi Dios. Si realmente no puede hacerlo, ¿resulta que tal vez entonces no es tan poderoso? Y si Dios quiere mi mal, ¿sería entonces mi Dios un Dios malo? Si sólo es que mi Dios lo permite, ¿me encuentro ante un Dios cruel? ¿Con qué respuesta me quedo? Hay varios caminos a la hora de mirar a Dios y yo tengo ideas preconcebidas. Pienso que un Dios bueno y todopoderoso no puede consentir el mal en la vida del hombre. Y dejo de pensar. ¿Cómo se resuelve el dilema? Lo he visto muchas veces. Cuando el mal está lejos de mi vida, creo en Dios. Pero en cuanto me acecha pierdo la fe. Es como cuando digo estar en contra del aborto, hasta que mi hija adolescente se queda embarazada y entonces le sugiero que aborte. ¡Cuánta incoherencia! Puedo dar charlas fantásticas sobre la misericordia de Dios y su amor incondicional por mí. Pero luego, cuando sufro un mal y me siento solo, me alejo de Dios, dejo de creer en su bondad. En su libro «Repensar el mal» Andrés Torres Queiruga se plantea esta realidad tan habitual en el corazón del hombre y dice: «La salvación definitiva sólo puede venir con la muerte. No porque Dios quiera la muerte, sino porque la finitud histórica nace y tiene que morir. Pero no nos deja caer en la muerte y nos salva». Esta vida es finita y caduca. Unos cuantos años de camino. ¿Y después? Ese Dios en el que creo me promete la vida eterna. Me muestra el camino al cielo, a la plenitud. Y en medio de mis angustias me levanta de mi dolor, de mi finitud, de mi muerte abriéndome el camino que lleva a la vida plena, a la esperanza eterna. El mal sigue sin tener un sentido. Pienso en las preguntas que le haré a Dios cuando llegue al cielo. Seguramente entonces no me importarán ya las respuestas. Entiendo que el mal forma parte de mi condición humana limitada y finita. Sé que soy imperfecto y deseo lo que no poseo y no amo bien lo que me pertenece. No me alegro con lo que disfruto y no alabo a Dios por lo que me da. Le echo en cara que no tengo todo lo que podría tener. Mi infelicidad es culpa de Dios, pienso. Pero no es así. Dios no me concede en mi vida mortal la inmortalidad terrena. Dios no hará realidad todos mis sueños aquí y ahora. Pero pone en mi corazón un deseo de infinito para que nunca pierda la esperanza y no deje de luchar. Me llama a la eternidad como camino de vida pleno después de la muerte, cumplidos ya mis días. Sólo quiere que lo ame en mi vida. Que le dé torpemente un amor herido como respuesta a todo lo que Él me ama en mi indigencia. Sabe que soy débil y no me pide lo imposible. Pero calma mis días llenos de miedos y me hace creer en el bien que ha sembrado en mi alma y en la de aquellos que caminan conmigo. Y es así que entiendo que el dolor de ahora forma parte de la plenitud de entonces, cuando esté con Él para siempre. Y la felicidad futura que anhelo está presente y viva en ese dolor que ahora sufro y me lacera el alma. Y así vivo de una forma diferente porque tengo el corazón anclado en el cielo, en un Padre que me espera feliz al final del camino temporal y al comienzo del eterno. Creo en ese Dios que me hace ver el bien oculto de los males que vivo. Y me hace descubrir una esperanza pequeña, naciente, en medio de la sequedad de mi dolor, cuando parece todo perdido. Creo en ese Dios que camina conmigo y me levanta cada mañana. Me gustan su luz, su fuego y su presencia sanadora.

Hay en mi alma algo de niño que me lleva a querer jugar con la vida. Un deseo innato de sentirme hijo. Una fascinación compulsiva por el presente, en la que retengo con mis manos cada hora, cada momento, cada mirada. Siento en mi interior una sonrisa ancha que estalla en carcajadas. Hay en mi alma un niño escondido, retenido, que no quiere hacerse mayor. Desea sostener la luna entre las manos y confía en llegar al sol cerrando los ojos para no deslumbrarse. Atrapa los sueños que brotan en el inconsciente. Y los aprieta deseando que se hagan realidad. Me gusta ese niño libre que llevo dentro porque no entiende de cadenas, no conoce la prudencia e ignora las obligaciones. Huye de normas escritas que le tensionan y constriñen. Y le gusta lo imprevisible, eso que no se puede prever. Se deshace en risas por los caminos por cualquier motivo pequeño que alegra su corazón inquieto. Vive corriendo detrás de las hojas del otoño que cabalgan por las calles. No duda en cargar piedras que parecen demasiado pesadas para sus pocas fuerzas. Me alegra ese niño escondido que se sube valiente a la barca sin temer rumbos desconocidos. Ese niño que espeta la verdad a la cara, sin tenerle miedo a la respuesta de quien le escucha. Me conmueve ese niño que grita feliz cuando está contento. Y se enoja con rabia cuando le contradicen. Me gustan sus lágrimas en las emociones, cuando algo toca las fibras más hondas de su ser. Me quedo con sus abrazos llenos de furia, intentando contener la fuerza de las olas del mar. Ese niño que llevo dentro retiene lo que posee para no perder lo que más ama. Y se lanza al vacío en un vuelo eterno esperando ser contenido por unas manos poderosas que sean su hogar para siempre. Ese niño sueña con sorpresas inmensas que superen sus expectativas y deseos. Le gustan las alegrías compartidas y de todo es capaz de hacer una fiesta. Ese niño se entristece con las penas propias y ajenas. Hace suyo el dolor del que sufre y se estremece con la injusticia que observa. Se apasiona con los juegos más tontos, queriendo competir hasta el final. Lucha hasta el extremo con una intensidad que me conmueve y agota al mismo tiempo. Este niño mío que llevo dentro ama lo cotidiano como lo más sagrado y sé que le gusta la vida sencilla, esa que es de andar por casa, construyendo pequeños sueños día a día. Le gusta reír con chistes tontos y vivir sin temer el futuro incierto que tiene por delante. Me gusta la mirada de ese niño travieso que se esconde dentro de mi alma. A veces lo intento reprimir para ser prudente y no decir nada inconveniente. Para respetar las normas y obedecer los deseos de los que me rodean. Por eso me veo de pronto silenciando sus risas que pueden salirse de tono tan sólo por querer guardar las apariencias. Evito sus carreras molestas para que parezca que ese niño es tranquilo, está educado y vive en paz dentro de mi pecho. Pero no puedo matarlo, iría contra mí mismo. Sería como descabezar mis sueños y matar mis emociones. Me niego a vivir sin luz, sin paz. No quiero que se duerma ese niño que llevo oculto dentro del alma, atrapado en mi ropaje, desdibujado en mis formas, esas que me revisten para parecer quien no soy, pretendiendo estar a la altura. Quiero dejar volar al niño que a veces acallo. A ese niño luchador y soñador. A ese niño alegre y persuasivo. Lo dejo salir porque busca las estrellas cada noche y recorre el cielo hasta el sol cada mañana. Me gusta la mirada de mi niño, su actitud tan libre. Leía el otro día: «Es sorprendente la facilidad que tienen los niños para adoptar a los desconocidos. Saben aprovechar lo mejor de cada uno. Así es mucho más fácil ser feliz»[1]. Mi niño interior acoge a todos en su alma. Los llama hermanos, amigos, padres o hijos. Los sostiene en su mirada. Los retiene en su corazón sencillo. Me gusta esa mirada que no pone barreras, más bien tiende puentes. Me gusta la felicidad de mi niño que a veces mis razones sensatas intentan matar. No quiero que su felicidad se me ahogue en la garganta. No quiero que su alegría se tiña de mi prudencia y sensatez. No quiero que su libertad se ate en mis cadenas. Esas que me hacen esclavo de mis propias normas y mandamientos. Quiero que florezca en mi alma ese corazón alegre de niño audaz que no le tiene miedo a la vida y se arriesga por los caminos sin poner excusas, ni buscar razones para dar la vuelta. No quiero matar ese niño interior que grita dentro de mí. Recuerdo las palabras del P. Kentenich: «Si nunca he sido niño, si, por tanto, el amor filial nunca se despertó en mí, ¿acaso podrán imaginárselo…?»[2]. Quiero ser niño. No me conformo con no serlo. Beso mi historia sagrada y le pido a Dios que me ayude cada día a rescatar el niño herido que habita en mi interior. Ese que se esconde para no ser herido de nuevo. Ese que anhela un padre bueno que lo abrace y le dé confianza. Quiero que mi niño se sienta hijo otra vez, o por vez primera. Me adentro en mi interior para soltar sus cadenas y dejar que corra a sus anchas por mi vida, sin miedo.

Hay un deseo escondido en el corazón del hombre. Es la necesidad de saber qué va a pasar mañana. Quiero tener claro los pasos que voy a dar y ver si van en la dirección correcta. Quiero conocer mi destino, la suerte que correré. No le tengo miedo a la vida. Puede ser ingrata mi suerte, pero, si sé lo que viene por delante, estaré preparado para enfrentarlo. Si lo ignoro corro peligro de vivir con miedo. Deseo conocer el destino, el futuro, lo que viene por delante. Me asusta esa duda de lo posible, de lo probable, de lo incierto. Hoy los discípulos quieren saber y le preguntan a Jesús: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?». Quieren saber si es ahora el momento de la victoria final y ellos van a ser parte de ese triunfo. Me inquieta poder conocer lo que viene, lo que va a suceder. Echar las cartas, consultar mi suerte, buscar de alguna forma una imagen que me revele cómo me encontraré yo dentro de unos años, o unos meses. Saber si lo que ahora emprendo saldrá bien. Es la incógnita con la que todo hombre vive. ¿Es tan malo no saber? ¿Es tan dolorosa la incertidumbre? Y si conociera mi futuro, ¿eso no condicionaría los pasos que doy? En una película una mujer sabe por un profeta que no va a volver a tener más hijos. Se queda embarazada, pero cree más al profeta y no se cuida. Al final pierde el hijo. ¿Fue porque era su destino o porque ella no creyó que pudiera volver a ser madre? Si me dicen que voy a fracasar en lo que emprendo, ¿no dejaré de luchar con todas mis fuerzas sabiendo lo que va a ocurrir? Y si al final fracaso, ¿habrá sido porque estaba escrito o porque yo dejé de luchar desanimado por la profecía? Yo puedo ser el creador de mi futuro. Puedo marcar lo que va a ocurrir. Si pienso que voy a perder puedo hacerlo realidad con mi actitud. Entonces, ¿me convendría saber lo que va a ser de mí? Creo que no me ayudaría en nada. Saber el futuro no me daría paz. Muy al contrario. Me desanimaría en la vida y haría que no luchara por aquello en lo que creo. La actitud es una parte fundamental de mi vida. Mi motivación, mis ganas de luchar, mi espíritu competitivo. Si lo pierdo me iré muriendo poco a poco. Saber el futuro, el final de mi camino, no me ayuda. Es cierto que si supiera que todo va a salir bien viviría sin temor. No me angustiaría como lo hago tantas veces al mirar el futuro incierto. Pero no es esa la forma. Saber el futuro exacto nunca va a ocurrir. Hoy me lo recuerda Jesús: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad». Pero yo ya sé, en el fondo de mi alma, que todo va a salir bien. Quizás no como yo ahora lo imagino. Tal vez no de la misma forma, o por el mismo camino. Pero sé que el amor de Dios no me va a dejar nunca y va a sostener mis pasos pase lo que pase. Eso me da paz. El futuro siempre permanecerá oculto detrás de las nubes, oculto en la niebla. No me angustia no saberlo. Entrego mi vida en las manos de Dios y confío. Todo va a salir bien, Dios me lo ha dicho. Hace poco Marcos Abollado comentaba en una charla: «¿Es posible cambiar el futuro? Hace falta cierta valentía y alguien que empuje». El futuro seguro que lo puedo cambiar, no está escrito, no hay un destino inamovible. Creo que voy labrando mi historia, mi presente, mi vida, de la mano de Dios. Puedo cambiarla, mejorarla, hacerla más honda, más de Dios. Me gusta pensar así. Puedo cambiar mi presente y hacerlo mejor. Pero no quiero vivir con angustia pensando en todo lo que puede ocurrir. Tal vez la pandemia ha acentuado la sensación de precariedad. Todo se tambalea y está en duda. Escribe Mauricio López Oropeza: «Lo esencial en este tiempo de pandemia, con miras al mañana que habrá de llegar, es definir cómo y desde qué fuerza interna y externa mayor a nosotros mismos vamos a afrontar estos meses y años por venir; y dilucidar cuál será la actitud determinante con la que nos hemos de conducir como hijos e hijas de este tiempo con respecto de nosotros, los otros, y sobre qué sentido de misterio mayor que nos trasciende hemos de sostener nuestro camino». La actitud con la que enfrento cada día es la que me salva o condena. La alegría llena de esperanza, o la tristeza desesperanzada. La mirada positiva que construye nuevas casas con los cimientos caídos. O la mirada llena de rencor que permanece paralizada mientras todo se derrumba. Todo va a salir bien, es lo que escucho en mi corazón. No sé ni cuándo ni cómo, pero me lo creo. Confío en el amor de Dios que es el que tiene mi vida en sus manos. No hay una fuerza irracional que conduce este mundo. Ni hay un mal que decide lo que me va a suceder mañana. Yo soy libre de temores y angustias cuando creo que todo es posible si me dejo hacer por Dios. Me pongo manos a la obra y vivo el presente como el mayor regalo de Dios. Puedo construir mi futuro o dejar que se derrumbe sin hacer nada positivo. Quiero ser constructivo. Me lleno de esperanza y dejo mis miedos a un lado. La pregunta no es cuándo va a suceder lo que deseo. Tampoco es cómo. No me interesan esos caminos ocultos que Dios tiene para salvar mi vida. Él sabe más, lo conoce todo. Y mi vida está en sus manos, no en las de los hombres con sus decisiones arbitrarias y antojadizas. A veces me parece que estoy perdido. Pero es mentira. Confío en sus tiempos que no son los míos. En sus caminos que no se parecen necesariamente a los que yo sigo. Pero creo que al final, no sé muy bien cómo, todo va a salir bien.

El domingo de la Ascensión es un día de alegrías y tristezas. De esperanza y de dolor. De miradas alzadas al cielo y pies que se arrastran por la tierra. Me detengo a pensar primero en la alegría. Hoy escucho cómo los apóstoles alaban a Dios: «Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban». Es la gran alegría de la victoria de Jesús. Jesús asciende entre aclamaciones. Mi carne humana entra en el cielo por la puerta grande: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas. Tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo. Dios reina sobre las naciones». Dios asciende entre aclamaciones. El cielo se llena de gritos de júbilo. Dios Padre abraza a su Hijo en el cielo. Ya ha vencido a la muerte y al mal. La victoria final es suya y mi corazón se llena de paz al pensar en los peligros futuros. Nada podrá hacerme daño. Necesito comprender que en este día se me muestra la esperanza a la que soy llamado: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos». Celebro hoy una victoria que se hace visible en su cuerpo, en la Iglesia. El grupo de los creyentes, de los apóstoles permanece feliz mirando al cielo y corre a contar lo que ha ocurrido. Dios ha vencido. Me gusta esa imagen victoriosa de la Ascensión. Cristo ha vencido y yo con Él. Ya no puedo tener miedo porque suya es la victoria final. Me alegra ver las cosas desde del cielo, desde lo alto contemplo lo que me quita la paz ahora y me parece que es insignificante. Todo es vanidad en este mundo cambiante. Nada permanece y se mantiene con el paso del tiempo. Todo es perecible. Nada es eterno. Jesús me muestra en la Ascensión que el bien ha vencido a la muerte y al mal. A la enfermedad y a la angustia. Todos los problemas presentes no son nada a los ojos de Dios para quien sólo el bien y el amor son para siempre. Pensar en esto me tranquiliza. Mis miedos se esfuman en la presencia de Dios. Mis angustias, mis preocupaciones, mis deseos de grandeza, mi vanidad, todo pierde fuerza. Se esfuman mis pretensiones de futuro y mis planes aparentemente tan firmes. Desde el cielo todo cobra una dimensión insignificante. Ahora estoy aquí, mañana habré desaparecido y sólo permanecerán mi amor y mi entrega. Yo estaré al otro lado de esa ascensión, con Jesús para siempre en el cielo. Esta mirada nueva que hoy se me regala me llena el corazón de paz y esperanza. Todos mis miedos dejan de tener fuerza. De repente me veo poderoso al sentir que una parte de mí está atravesando las puertas del paraíso. Mi parte humana, mi carne tan frágil. Ya estoy en parte en el cielo y veo que la victoria es mía. Una victoria en la que los vencidos han sido el mal y la muerte. Una victoria que es para todos, nadie queda excluido. Una victoria que se ofrece como un don, no se impone, simplemente se invita a participar a todos los que quieran entrar en la fiesta. Esta mirada sobre la vida me gusta. Dejo de lado los pesares y las penas. Los miedos y las pesadumbres. Y corro lleno de vida, ligero de equipaje, dispuesto a ganar la batalla diaria de la vida. Esa batalla que siempre he querido ganar. Me levanto cada mañana un día más cerca del cielo. Cristo me muestra hoy la puerta de entrada y me dice que me alegre, que festeje, que no tenga miedo. Es cierto que se abre sólo una puerta pequeña en el cielo. No es un portón grande por el que cualquiera pueda pasar. Me tengo que hacer pequeño para pasar por esa puerta por la que sólo los niños pueden acceder. Esa mirada me gusta. Tengo que volver a nacer. Tengo que hacerme niño en mis sueños y anhelos. Necesito abajarme para poder entrar. Si permanezco erguido y orgulloso, no puedo pasar. No puedo forzar la puerta. No puedo obligar al cielo. Hace falta humildad para llegar al cielo. La alegría de hoy es saber que no llego al cielo por mis méritos, sino por la entrega valiente y firme de Jesús que dio la vida por amor a mí. Yo sólo tengo que responder desde mi pobreza y amar hasta que duela. Dar hasta que me falte. Y vivir sin miedo al futuro que se escapa. Y confiar en que Dios me pasará por la puerta. Me hará pequeño hasta que pueda entrar.

Este día de la Ascensión también tiene mucho de tristeza y nostalgia. Jesús asciende delante de los suyos y los deja solos contemplando el cielo: «Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse». ¿No les había prometido que estaría con ellos para siempre en esa tierra? Los apóstoles, como yo mismo, se quedan mirando el cielo, perplejos, no entienden. Están tristes porque han perdido a Aquel que les daba un sentido a sus pasos. La tristeza es propia de los que han perdido algo o alguien en quien confiaban. Ese día los discípulos han perdido a su Maestro. Se han quedado sin su amigo, su hermano, su padre. Han perdido al que guiaba sus pasos noche y día. Durante cuarenta días llegaron a pensar que ya no se iría nunca. Que permanecería entre ellos haciendo milagros continuamente, dándoles ánimo, exhalando el Espíritu Santo, transmitiéndoles una sabiduría nueva. Tenían el corazón tranquilo a su lado porque ya no podían matarlo, ya había vencido a la muerte para siempre. Ese Jesús resucitado era todopoderoso, no estaba sometido a la enfermedad ni al dolor. No podía volver a morir. Tenía más poder que antes, al menos eso parecía. Ya nada podría amedrentarlos cuando fueran amenazados por sus enemigos. Por eso no se imaginan un día como el de hoy, cuando Jesús asciende y los deja solos. No se pueden creer que ese Jesús vivo pueda abandonarlos de nuevo. No puede ser. Sus planes, sus sueños, sus ilusiones caen por tierra. ¿En quién van a confiar ahora? Esta despedida no es sencilla. Al fin y al cabo, son hombres como yo. No conocen el futuro. No tienen poderes especiales. Conocen el pecado y el límite. Y Jesús les pide que sean apóstoles, que lleven el mensaje al mundo: «No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo». En medio de su tristeza les hace la promesa del Espíritu que los llenará de fuerza y de gozo. Ese Espíritu les dará poder sobre el mal, sobre la muerte: «Les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Ese Espíritu prometido salvará sus vidas. La tristeza se mezcla de nuevo en este día con la esperanza. No saben cómo ocurrirá todo esto. Pero algo cambiará cuando posean el Espíritu Santo. Cuando este poder de lo alto acabe con sus miedos y angustias. Me gusta mirar así este tiempo de espera antes de Pentecostés. Tienen miedo, tristeza y esperanza. Una alegría extraña antes del momento definitivo que anhelan al mismo tiempo que lo temen. No saben cómo va a cambiar sus vidas. Y lo que más teme el corazón humano son los cambios. Dejar de poseer lo que ahora poseo. Perder mi seguridad. Dejar a un lado mis posibilidades. Ver truncados mis sueños y proyectos. Un cambio inesperado, una irrupción con la que no contaba. El miedo a que la vida cambie. El primer cambio ha sido comenzar a vivir sin Jesús. Ya sucedió con su muerte, pero fue breve. Y estos días de Jesús resucitado habían llenado el corazón de esperanza. Y ahora, ¿qué sería de ellos? La angustia brota en el alma. Logrará el Espíritu Santo abrir la puerta del cielo. Logrará abrir sus almas y cambiar sus rigideces, alimentar su hambre y colmar sus vacíos. Eliminará ese miedo profundo a perder la vida, a ser difamado o herido. El Espíritu viene cuando quiere, como quiere, y opera milagros de gracia en el hombre. No temo nada cuando dejo que su poder me invada. Me lleno de paz al contemplar esa luz que ilumina todas mis oscuridades. Me gusta pensar en este Espíritu anhelado en medio de las nostalgias de este día. El final está cerca, o más lejos de lo que creo. No importan ni el día ni la hora. Pero llegará el momento y el corazón estará preparado.



[1] Amelia Noguera, Escrita en tu nombre

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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