Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de julio de 2021

Domingo 18 de julio de 2021 | Carlos Padilla

 

XVI Domingo Tiempo ordinario

Jeremías 23,1-6; Efesios 2,13-18; Marcos 6,30-34

««Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco». Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer»

18 Julio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero poner mi confianza en Dios y creer que Él con su amor, a su manera, va a calmar mis miedos y a llenar de paz mi corazón vacío»

No quiero poner la pandemia como excusa cuando no he logrado lo que deseaba. Es una buena excusa, sin duda. El confinamiento, el bloqueo de la economía, el miedo justificado a la enfermedad. Lentamente me siento más libre que antes, o más cómodo. Puedo hacer más cosas sin dejar de hacer lo que quiero. Pero a veces pienso que la pandemia me sirve de excusa para no moverme. Si no rezo tanto como antes es por la pandemia. Si no cuido a mis amigos y familiares que están lejos es por la pandemia. Si no me preocupo más del que más necesita es por la pandemia. Si no he mejorado mis relaciones personales será por la pandemia. Si mi trabajo no mejora y siento que no avanzo ni crezco, la pandemia tiene la culpa. Si en el estudio no noto avances y no aprendo, la pandemia es responsable. La pandemia es una buena excusa. Evita que me esfuerce. Y así aprendo a vivir acomodado, relajado, escondido en mi cueva, y feliz porque así todo parece más fácil. No participo en las reuniones por la pandemia. No salgo de casa por lo mismo. Y la vida se me escapa entre los dedos sin que me dé cuenta. Tal vez es que no logro entender que de nada valen las excusas cuando las cosas no salen como yo quiero. Y desde pequeño me inventaba muchas excusas para no hacer lo que no quería, para justificar mi pereza, para darle un sentido a mis desvaríos y fracasos. Justifico lo injustificable y miro con benevolencia mis actitudes egoístas y rígidas. La excusa me vale para seguir siendo como soy sin buscar cambios. Algo siempre justifica mis actitudes, mi forma de actuar en el mundo. Y no acepto a los que no son como yo. A los que pecan públicamente. A los que no entran por la misma puerta de la justicia que a mí me alegra el alma. Yo cumplo, muchos incumplen. Y entonces discrimino y juzgo. Así no era Jesús. No se justificaba y no excluía. Decía Juan Antonio Pagola: «Jesús rompe el círculo de discriminación. Todos son acogidos. Pone a todos, justos y pescadores, ante el misterio de la misericordia de Dios. Solo quedan excluidos los que no lo acogen. Es una Iglesia acogedora que elimina prejuicios y rompe fronteras». Quisiera tener un corazón más grande y acogedor. Mirar con misericordia. Me justifico a mí fácilmente. Y a otros con más dificultad. Los condeno en su pecado y me alejo de ellos, porque no están en gracia, no son buenos, no viven cerca de Dios. Me da miedo ese pecado que me puede hacer daño. No justifico a los demás, pero conmigo sí soy indulgente. Con ellos inmisericorde. Han pecado, lo digo abiertamente. Y pienso que si los miro con misericordia estoy justificando su pecado o dando valor a su forma de vida que yo no apruebo. Jesús perdonó al pecador y nunca dejó de condenar el pecado. Pero fue misericordioso y comió con todos. También con aquellos que aún no cambiaban de vida y su pecado aún no era pasado. Es difícil. ¿Dónde me encuentro al enfrentar los grandes desafíos que me plantea este mundo? Si condeno al pecador, parece que soy un rígido sin misericordia. Si lo perdono y lo trato con misericordia, ven en mí a un blando indulgente que todo lo tolera y acepta el pecado como forma de vida. Las cosas no son blancas o negras. No todo es sí o es no. De repente me veo entre matices que me intranquilizan la conciencia. Si me pongo de un lado condeno. Si me voy al otro perdono. Si me quedo en medio me angustio. ¿Quién soy yo para juzgar el corazón de las personas? Veo caras, no corazones. Veo actitudes, pero desconozco su historia. Y juzgo con rapidez pretendiendo ser Dios. No quiero vivir condenando o salvando. Mirando a ver dónde se esconde el pecado de los demás. No quiero ser un juez que vive diciendo lo que está perfecto, lo que está mal y lo que está más o menos bien. No siento que sea mi vocación, ni mi camino de vida. Dios sabe más que yo. Mira mi corazón cada noche, cuando llego cansado a su presencia y me dice que me ama. No analiza cada uno de mis errores. No pide que explique por qué he actuado de una determinada manera. Me mira, me abraza y me invita a llevar su misericordia al mundo. Porque es esa mirada suya la que salva el corazón de los hombres. Quizás esta actitud mía crea inseguridad cuando lo que uno busca son certezas absolutas y respuestas claras. Nada de claroscuros y matices. Mejor decir lo que está claramente mal. Y lo que está totalmente bien. Así no hay dudas. Pero miro a Jesús y siento que Él me pide que le busque en medio de la noche. Que descubra su bondad en medio de los actos malos de hombres que un día quisieron ser buenos. Que lo intente encontrar en medio acciones que parecen ir contra la verdad y crean inquietud en los corazones nobles. Y me dice que me detenga ante cada persona. La mire a los ojos y escuche su vida. No me pide que la condene. Tampoco que la salve. Porque es Él el que hace todo eso. Yo sólo quiero ser su reflejo imperfecto en medio de los hombres. Sólo eso, una verdad lanzada al viento en medio de la noche. Y un canto de esperanza cuando aparentemente se ha ocultado la luz ante mis ojos.

Hacer el bien o hacer el mal. Ser paciente o impaciente. Perdonar y pasar por alto o resaltar todos los errores. Ser bondadoso o cruel. Humilde o vanidoso. Misericordioso o vengativo y lleno de rencor. Puedo elegir siempre entre dos opciones. Puedo hacer lo que corresponde o dejar de hacer lo que está bien. Puedo amar u odiar. Aceptar o rechazar. Puedo tomar en cuenta la ofensa u olvidar. Puedo apoyar enalteciendo o resaltar siempre lo que hacen mal. Puedo ser alegre o vivir lleno de amargura y cubierto de tristeza. Puedo ser fiel o infiel en todas las decisiones y compromisos adquiridos. Puedo hablar con ternura o puedo gritar con ira. Puedo decir lo que pienso o callármelo para siempre. Puedo elegir el camino que sigo. El fácil que me lleva donde no deseo. O el difícil que me exige estar dispuesto a dar la vida. Los demás son la oportunidad que tengo para crecer, para amar, para ser más de Dios o más niño. En la película Cruella dice la protagonista: «No puedes preocuparte por los demás. Todos ellos son obstáculos. Si te importa lo que quieren o sienten, estás muerta. Si algo o alguien me hubiera importado, podría haber muerto como muchas mujeres brillantes, con un cajón repleto de genialidades invisibles y un corazón lleno de triste amargura». Elijo a mi prójimo, no quiero pensar así. No quiero ser cruel condenando a los demás que parecen ser un obstáculo en mi camino de felicidad. Quiero elegir el perdón antes que la venganza. Consolar antes que seguir produciendo dolor en la herida. Quiero ayudar al que sufre y no dejarlo perdido en medio del camino. No paso de largo ante el que me suplica. No elijo el poder por encima de todo. Y si llega a mis manos pediré sabiduría para ejercerlo. Sin dañar al débil, sin ofender a mi hermano. La misericordia es un don que no siempre duerme en mi alma. Quiero abrazar al que está solo y consolar al que llora. Nunca los demás son el obstáculo en mi carrera al éxito. No pienso ponerme de rodillas ante los hombres suplicando misericordia. Pero sí seré instrumento del perdón cuando alguien me lo pida. Me preocupo de aquel al que amo y del que me ama. De aquel que no tiene nada y vive sufriendo. Me preocupo de los que están solos y no encuentran a nadie en su camino. Me preocupo de los que viven sin nada y se sienten abandonados. Soy la esperanza en medio de la noche para los que viven sin luz. Me pongo en camino hacia el corazón de mi hermano. Es el camino más largo, salir de mí mismo, de mis proyectos, de lo que deseo por encima de todo. En ocasiones mis pretensiones en la vida pueden apartar a los que me rodean. Pueden alejarlos porque son un obstáculo, una barrera que no me deja avanzar. Pero no es así. Mi prójimo es Cristo. Viene a mi encuentro para que yo crezca, no para que pierda o disminuya. El amor de Dios me lleva a amar a mi hermano. Está siempre unido. No puede ser un obstáculo el prójimo en el camino a Dios. Francisco de Sales escribe: «Es uno y el mismo amor el que suscita los actos de amor a Dios y amor al prójimo. Es el mismo amor el que nos eleva a la unión de las almas con Dios y el que nos guía hacia una amorosa comunión con el prójimo. El amor a Dios no sólo manda, sino genera también en el corazón humano el amor al prójimo»[1]. Si digo amar a Dios no puedo despreciar a mi hermano. Si digo que estoy dispuesto a todo por amor a Él, no puedo vivir quejándome de aquel que me pide mi tiempo y mi generosidad. No puedo vivir anclado en Dios sin amor humano pegado a mi piel. Los demás no son obstáculos. Son puentes que me llevan al cielo y me dejan tocar a Dios. Cuando sólo pienso en mí me amargo. Cuando sólo quiero que los demás me sirvan y ayuden, dejo de aspirar a lo más grande para mi vida. Puedo elegir entre el bien y el mal. Entre el amor o el olvido. Puedo decidir ser bondadoso o cruel con los demás. Puedo perdonar o guardar rencor. Tomo mi vida en mis manos y decido comenzar de nuevo con un corazón limpio. Dios sabe más y me ama como soy. Eso me consuela. Olvido así todo lo malo que me sucede y me centro en lo bueno que tengo. Amo a los que me tratan bien y rezo por los que no lo hacen. La vida es demasiado corta para ser otra cosa que feliz. Es mi única opción, mi camino.

Es la desconfianza un veneno que me quita la alegría y la paz y me impide crecer. Desconfío cuando he sido herido. Cuando me han prometido algo y no lo han cumplido. Cuando me han fallado, habiendo yo confiado tanto en ellos. Cuando no han hecho lo que he suplicado con insistencia. Cuando he confiado algo muy mío, íntimo a alguien y he visto que se hacía público. Desconfío de mis propias fuerzas y talentos cuando fallo de forma repetitiva en aquello que quiero lograr. Cuando no avanzo en mis planes y proyectos pese a todos mis esfuerzos. Cuando no logro tocar la cima soñada porque se acaban mis fuerzas. Me propongo desafíos y no los consigo. Desconfío también de Dios, cuando no hace lo que deseo y no cumple todos mis planes. Cuando fracasan mis sueños en sus manos de Padre, diciéndome que me ama. Cuando en realidad no me siento tan amado como necesito y vivo perdido. No lo toco en la vida y dudo de su amor incondicional. Pienso que siempre está exigiéndome una perfección que no logro. Surge la desconfianza. Dejo de poner mi confianza en su poder. Y siento cómo esa desconfianza en el alma es un veneno que me vacía por dentro y paraliza mis movimientos. Dejo de creer, dejo de esperar, dejo de luchar. Ya nada me basta porque tengo una expectativa muy alta. Y exijo dentro de mí algo que nunca me van a dar. Sigo esperando de la vida un imposible que no va a suceder. Hagan lo que hagan los demás nunca será bastante. La mancha de la desilusión, del desengaño, pesa demasiado. La desconfianza se instala con un halo de amargura dentro de mi alma y no sonrío. Ya no puedo volver a confiar en nadie. ¿De qué me sirve confiar si al final me van a fallar? El corazón humano es falible, voluble y cambia fácilmente en sus objetivos y decisiones tomadas. Entonces la desconfianza llega a mi vida. Se hace fuerte con las desilusiones, con las cruces y dificultades en el camino. Es fácil despertar la desconfianza en mí y en otros. Y es muy difícil hacer que surja de nuevo una confianza profunda y auténtica. La confianza es como una flor delicada que muere con los cambios de clima y pierde la vida sin darme tiempo a reaccionar para salvarla. Es esa bola de cristal que al romperse hace imposible que pueda volver a unir sus mil pedazos. Y aunque lo logre, ya no será igual que antes del error, de la caída, de la ofensa, de la herida. El mundo en el que vivo me lleva con facilidad a la desconfianza. Hace que brote en mi corazón y no me deja ser feliz ni tener esperanza. Así tal vez soy más manipulable y pueden influir mejor en mí. Comenta el Papa Francisco: «La mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores»[2]. En este mundo es fácil perder la confianza en las personas, en los líderes políticos, en la justicia, en la verdad. Hoy escucho: «Ay de los pastores que dispersan y dejan perecer las ovejas de mi rebaño». No me lo ponen fácil para mantenerme siempre confiado en medio de la lucha. Pongo mi confianza en los demás y me fallan. En aquel a quien amo y me falla. ¿Cómo puedo volver a confiar después de haber sido herido? No es sencillo, tiene que ser obra de Dios porque humanamente es imposible. Dejo de confiar en las intenciones que persiguen los demás. Busco en ellos actitudes ocultas llenas de engaño. Dejo de creer en la bondad del hombre. Y en la verdad de aquellos que se erigen con autoridad ante mí. Dejo de confiar en los planes de Dios y ya no creo en su promesa de felicidad. ¿Cómo va a hacer que mi vida sea feliz cuando he perdido tanto? Ya no confío. Ni en las personas, ni en Dios. El mundo en el que vivo no me va a dar esa felicidad que sueño. Confiar y dar confianza es tal vez la tarea de mi vida. Sé que voy a defraudar a muchos. Eso lo tengo claro. Porque han puesto en mí su confianza y esperan más de lo que les doy, más de lo que puedo hacer por ellos. O han imaginado que mi vida es de una manera o yo soy de una determinada forma y se sienten engañados al descubrir la verdad, al ver mi pecado y mi falta, al descubrir mi imperfección. Dejan de confiar entonces al pensar que los he mentido. No quiero engañar a nadie. La confianza es un don que me regala Dios al darme un corazón ingenuo y lleno de inocencia. Lo pierdo en el camino de la vida. Tal vez me hicieron creer que el mundo iba a responder a mis deseos. Y las personas se amoldarían perfectamente a mis sueños. Me dijeron que si lo creía de verdad sucedería. Y si me empeñaba en conseguirlo alcanzaría la meta. El trabajo trae su fruto. Pero luego los desengaños me hicieron ver que no era tan exacto. No siempre el mundo se adaptaba a mí ni me daba todo lo que yo creía necesitar. Me fallaban las personas amadas. Me sentí traicionado. ¿Cómo volver a confiar? Entonces queda sostenido en el aire ese deseo de confiar siempre de nuevo. De volver a empezar. Quiero poner mi confianza en Dios y creer que Él con su amor, a su manera, va a calmar mis miedos y va a llenar de paz mi corazón vacío. Esa confianza nadie ni nada podrá quitármela nunca. Creer en esto y vivir así es la única forma de caminar por el desfiladero de este mundo imperfecto lleno de aristas y complejidades. Dios puede sostener en un instante de cielo todo lo que deseo. Me regala como don esa confianza perdida. Recompone mis sueños rotos. Y vuelvo a creer, vuelvo a empezar.

Creo que en esta vida lo que mueve el corazón de las personas es el ejemplo que ven hecho carne en otras personas. No logro enamorarme de una idea desencarnada. Es cierto que me apasionan los ideales, y ciertas posturas de vida me parecen muy atractivas. Me conmueven las palabras que dicen mucho más de lo que muestran. Como ese mensaje dicho entre líneas que parece tocar el corazón. Me gustan las palabras que riman y las que describen un paisaje bello, reflejo del cielo, casi con dos trazos. Admiro a los que en una bella poesía arrastran mi corazón a las altas cumbres y a honduras inimaginables. Pero son los ejemplos los que me hacen decantarme por el bien o por el mal, por la justicia o la injusticia. Es la forma de vivir y la coherencia de las personas la que me decide a optar por un camino. Su integridad y su honestidad. Aún habiendo cometido errores los asumen con responsabilidad. Y saben que siempre pueden empezar de nuevo incluso habiendo errado muchas veces. Las palabras lanzadas como dardos sobre el papel o en las redes sociales dejan heridas. Puedo escribir lo que desee casi de forma impune. Hago daño con lo que escribo o enciendo los corazones. Todo es posible porque las palabras tienen poder, quizás no tanto como las imágenes. Pero el juego de las palabras evoca mundos que la fantasía agranda o dibuja de forma propia. Con fidelidad o no a la realidad insinuada. No importa, la fantasía es libre. Pero luego los ejemplos, vistos en imágenes o simplemente conocidos, tienen un poder todavía más grande. El comportamiento que he visto es el que me levanta de mi lugar y me pone en camino. Tiene un poder impresionante. Aún mayor cuanta más responsabilidad poseo. Por eso tiene tanta fuerza la vida del pastor que escandaliza a los suyos: «A los pastores que pastorean mi pueblo: Vosotros dispersasteis mis ovejas, las expulsasteis, no las guardasteis; pues yo os tomaré cuentas, por la maldad de vuestras acciones». El mal ejemplo tiene mucho poder. Me arrastra donde no quiero ir. Hago lo mismo que hace aquel a quien sigo. Hace tiempo veía un video que mostraba cómo los hijos hacen lo que ven en sus propios padres. Si el padre grita a su madre, el niño hace lo mismo. Si trata mal a alguna persona, el pequeño repite ese comportamiento. El mal ejemplo se instala en el subconsciente de mi alma y acabo realizando lo mismo que he visto en las personas a las que amo. Sus juicios, vertidos en críticas sobre personas conocidas, se instalan en mi alma y acabo pensando igual o haciendo lo mismo. En ocasiones me veo repitiendo comportamiento de mis padres. Hago lo que ellos hacían. Y trato a los demás como ellos los trataban. Creo haber aprendido algo, pero no siempre me resulta. El mal ejemplo tiene demasiado poder. Quizás creo saber muchas cosas, pero son teorías, palabras, pensamientos. Y no son obras, no son acciones. Me puedo quedar en las ideas sin hacerlas vida y no actuar como creo que debería hacerlo de acuerdo con lo que pienso. Decía el P. Kentenich: «Puedo imaginarme muy bien que un sencillo hijo del pueblo que haya captado con gran profundidad una verdad como, por ejemplo, que Dios es bueno, haya llegado a un amor muy grande. Y, por el otro lado, puedo imaginarme también que existan personas, y de veras no quiero excluirme a mí mismo, que saben mucho, pero cuyo gran saber no suscita un amor igualmente grande»[3]. Al final siempre es el ejemplo lo que queda. Cómo traté a las personas a las que amé. Cómo me comporté en temas importantes. Cómo viví en coherencia con lo que soñaba vivir. Mis obras pesan más que mis palabras. Tiene más fuerza un grito que el deseo escondido de tratar bien a quien amo. Más poder un golpe que muchas palabras suaves suplicando el perdón acto seguido. Es más poderoso un abrazo que muchos te quiero dichos al oído. Y hace más daño un insulto o un abandono que muchos mensajes intentando arreglar el error. El pecado visto en otros es poderoso. Y el error de aquellos que fueron puestos ante mí para llevarme el cielo. Es tan difícil para un padre educar a sus hijos. Es el ejemplo lo que se llevarán cuando no estén juntos. Lo que han visto en mí lo repetirán quieran o no quieran. Y si han visto en mí buenas obras, bondad, esfuerzo, fidelidad, honestidad y obras de un amor inmenso, eso valdrá mucho más que miles de palabras dichas en mi contra. Y de la misma manera mis actos de odio, de rechazo, de intriga, de envidia, despertarán un mal en el corazón de los que me vean. Mucho más poderosos son mis actos que todas mis palabras escritas para animar a tocar el cielo. Así es siempre, un ejemplo arrastra y me lleva por el mal o el buen camino. Por eso vale tanto lo que hago, más que lo que digo.

Hoy Jesús me pide que vaya con Él a un lugar tranquilo a descansar. Me gustan estas palabras de Jesús: «En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: - Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado». Después de un día agotador y fecundo Jesús se lleva a los suyos a un lugar tranquilo. Ellos le han contado con alegría de niños todo lo que han hecho. Han liberado almas atrapadas, han sanado cuerpos enfermos, han devuelto a muchos la esperanza perdida, han alegrado corazones atormentados, han predicado un reino presente de forma incipiente en sus gestos y palabras, han hablado de un cielo azul y despejado a aquellos que no lograban ver más que tormentas llenos de angustia. Han pasado el día recorriendo caminos, golpeando las puertas de las almas cerradas, gritando con alegría la llegada del Mesías. Han dejado su piel herida por los caminos. Han resistido rechazos y amenazas lanzadas al viento contra ellos. No se han desanimado y al final del día vuelven felices a contarle a Jesús todo lo vivido. Me siento muy identificado con ellos. ¿Acaso no regreso al final del día a decirle a Jesús todo lo que me ha pasado? No siempre lo hago todo bien. Fracaso en muchas de mis empresas, pero no me desanimo. Jesús me envía cada mañana al mundo a llevar su palabra y su esperanza. Y me espera al final del día dispuesto a escuchar todas mis aventuras. Y yo se las cuento. Le importa todo lo mío. Lo bueno y lo que no es tan bueno. Mis éxitos y sobre todo quiere escuchar mis fracasos. No se ofende cuando creo haberle ofendido. No se escandaliza cuando le cuento mis cobardías. No se sorprende al hablarle de mis miedos y perezas, de mis desidias y desencuentros. Me mira conmovido. Él me envió como oveja en medio de los lobos. Sabía que me jugaba la vida. Pero nunca en todo el día dejó de acompañar mis pasos desde lejos. Y al final del día sale a mi encuentro feliz de verme regresar a casa. Así quiero que sea cada uno de mis días. Agotado vuelvo a casa y caigo feliz en sus brazos. Y torpemente le cuento lo que Él ya sabe pero quiere oírlo de mis labios. Y luego Él me invita a descansar a su lado, en la otra orilla, en un lugar tranquilo. Y yo voy con Él. ¿No es eso lo que he deseado todo el día? Sí, quiero descansar con Él. Porque sé que mi vida a su lado es como la que describe el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». Jesús es mi lugar de descanso permanente. Es mi oasis en medio del desierto de la vida. Es mi sombra bajo la luz del sol poderoso que amenaza con quitarme la alegría. Jesús es el lugar en el que soy yo mismo. Allí donde no tengo miedo a nada y soy feliz. Donde no tengo que demostrar nada. Ni ser impecable, ni inmaculado. Allí donde puedo ser yo mismo en mi pobreza. Y su mirada se posará sobre mí levantándome de mi cansancio. Me dirá que descanse, que no tenga miedo, que la vida es corta y hay que vivirla con la paz muy dentro grabada en el alma. Así quiero vivir yo cada mañana. En ocasiones siento que no sé descansar. Vivo volcado en todo lo que sucede a mi alrededor y no desconecto de mis obligaciones. Me creo indispensable. Y no corto, no descanso, no me ato a Jesús olvidando todo lo que me quita la paz. Hoy Jesús me dice que vaya con Él y descanse. Que en sus manos no tengo nada que temer. No tengo que estar a la altura y ser perfecto. No tengo que haber sido fiel siempre. No tengo que estar enojado conmigo mismo por todas mis caídas. Porque Él ya me ha salvado. Y sus palabras me calman. ¿Podré conciliar el sueño? Quiero tener el alma en paz y a su lado todo parece más sencillo. Veo a tantas personas que no saben descansar. Yo mismo a veces caigo en hábitos que me cansan, vivo volcado en el mundo y me inquieto, todo lo que escucho o recibo como impulso de fuera me pone nervioso y me hace perder la paz. Y entonces Jesús me dice que sus prados son verdes y que a su lado no tendré que temer los lobos de este mundo que me amenazan día y noche. Y no tendré que haber triunfado en todas mis empresas, porque Él me guarda. Y el miedo desaparece porque estoy a su lado. Y recuerdo la letra de una canción: «Tengo tanto guardado, tantas palabras, mil silencios callados dentro del alma, voy tejiendo esperanzas con manos sabias, voy surcando los mares sobre tus aguas. Tantos miedos guardados, tantas preguntas, tus palabras me calman son mi descanso. Quiero darte la vida sin pedir nada. Quiero ser sólo tuyo cruzando mares. Tantas veces he huido lejos de casa. Me he dejado perdidas mis esperanzas. Y tú has vuelto a buscarme tanto me amabas. He sentido tu abrazo, eso bastaba. ¿Dónde iré sin ti, dónde estaré si no me guardas? ¿Dónde huiré de ti, vives en mí, dentro del alma?». Es lo que quiero sentir al dejar mi cabeza descansar en su regazo. Y confiar que su abrazo repondrá todas mis fuerzas.

El que tiene una misión ha de cumplirla. Es lo que refleja esta escena en la que Jesús no puede dejar de cuidar a los suyos, sus ovejas: «Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma». Jesús se compadece de sus hijos. De todos los que están perdidos como ovejas sin pastor. Hoy escucho: «Les pondré pastores que las pastoreen; ya no temerán ni se espantarán, y ninguna se perderá». Jesús mismo rompe su descanso para cuidar a los suyos. Para que no se pierdan. Para que no vivan sin paz ni esperanza. ¿A quién puedo seguir que calme mis pasos? El otro día leía a una persona que se preguntaba a qué youtuber interesante podía seguir. Me llamó la atención. Puede ser que el corazón humano tenga la necesidad de seguir a alguien. Para estar tranquilo, para tener paz. Es como si las cosas importantes de la vida tuvieran que decírmelas otras personas para creerlas. Alguien en quien haya puesto la confianza. Si me lo dice un cualquiera, no hago caso. Si me lo dice aquel al que amo, al que sigo, entonces sí. Así de sencillo. Tal vez por eso es tan importante elegir bien a quién sigo, en quién pongo mi confianza. No da igual uno que otro, no todo vale, no todo es verdadero y digno de confianza. El ejemplo cuenta, la autenticidad, la veracidad del alma, la nobleza de quien lo dice, la humildad y sinceridad. No vale todo, lo tengo claro. Pastores que guíen a su rebaño. Aquellos que han puesto su confianza en Dios y caminan confiados por la vida. Hoy en día los pastores caen, dejan de ser fieles o simplemente no responden a las expectativas que el mundo tiene. Y Jesús se queda sin instrumentos, sin pastores fieles, sin hombres y mujeres enamorados de Él que puedan reflejarlo. Es tan frágil el corazón humano. Tan débil mi sí dicho torpemente. Las elecciones que tomo parecen claras, pero todo es sutil y en ocasiones poco claro. Una decisión tomada parece inspirada por Dios. Pero puede que me esté equivocando al hacerlo. Si hubiera elegido el otro camino, pienso. Y no sé si entonces hubiera tenido paz. ¿De quién me fío? ¿En quién pongo mi vida y mi confianza? No es tan sencillo elegir la respuesta correcta, acertar con la palabra adecuada, tomar la decisión que Dios me inspira. Decir lo que inspira y eleva. Acertar en todo y ser pastor y lugar de descanso para otros. ¿Dónde están esos pastores a los que sigo? No es sencillo guiar la propia vida. ¡Cuánto más difícil es pretender guiar a otros! Pero la vida me pone siempre ante personas que esperan, que desean. No tengo respuestas claras pero sí intuiciones. Me siento impotente para dar respuestas. Entiendo lo que dice el P. Kentenich: «Pero el objetivo de la educación no es domar fieras, sino guiar interiormente al ser humano y sus instintos hacia Dios»[4]. No pretendo guiar a nadie con sabios consejos. No busco que encuentren sabias razones para actuar de una determinada manera. No pretendo tener todas las respuestas. Tengo claro que cada uno tiene que descubrir su propio camino, cometer sus errores, fracasar y acertar en sus sueños. Así es la vida, imperfecta. Lo que me pide Jesús, eso lo sé, es unir lo que está dividido, sanar lo que está herido, recomponer lo que se ha roto, escuchar al que necesita abrir su alma, animar al que camina desesperado y perdido, acompañar al débil, sostener al que se cae, abrazar al que está solo y llevar a todos a Dios. Me ha pedido que siembre paz con mi alegría y no guerra, que una con amor dejando a un lado el odio que divide. Es lo que hizo Jesús y eso mismo es lo que me pide: «Derribando con su carne el muro que los separaba: el odio». El odio mata y divide, separa lo unido y construye muros en lugar de puentes. Y quiere que yo busque esa unidad de la que tanto me habla. Que una en su Espíritu que es el único que une. Porque Él es mi pastor: «Él es nuestra paz». Y sólo en su Espíritu podré ser fiel a la misión que me confía. Aunque supere mis fuerzas y esté muy por encima de mis capacidades. Lo que cuenta es su amor que rompe las barreras y construye puentes que nadie pueda bloquear.

 

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Papa Francisco, Encíclica: Todos hermanos

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] J. Kentenich, Kentenich Reader I

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