Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de septiembre de 2021

Sábado 18 de septiembre de 2021 | Carlos Padilla

XXV Domingo Tiempo ordinario

Sabiduría 2, 12. 17-20; Santiago 3, 16–4, 3; Marcos 9, 30-37

«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado»

19 septiembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero llegar al alma del que está ante mí. Oír sus gritos y calmar su llanto. Quiero hablar menos y escuchar más. Dejar pasar el tiempo hasta que el corazón se calme»

Resistir es un verbo difícil, de esos que se me atragantan. Como un dolor hondo y constante. Cuando me siento incapaz de dar un paso más, decir otra palabra o soñar otro sueño. «Resistiré», es el deseo que brota de mi corazón herido cada vez que he tocado la derrota y sentido la caída. Resistiré en tiempos de guerra, de hambre, de incertidumbre. Cuando la batalla parezca perdida y los sueños imposibles de alcanzar. Resistiré cuando todo se ponga en mi contra y nada de lo planeado pueda hacerse realidad. Con frecuencia corro el peligro de desistir. Tirarlo todo por la ventana antes de que esté perdido. ¿De qué madera estoy hecho? Me lo pregunto a menudo cuando las cosas no resultan como yo pensaba, soñaba, o deseaba. Y las lágrimas resbalan por mi piel. La vida me pondrá a prueba, «para conocer su temple y comprobar su resistencia». Haciéndome sentir tan pequeño y frágil en medio de mis días, en la oscuridad de la noche, cuando sólo brille alguna estrella, en un cielo negro. Y entonces, en ese preciso momento, me repito lentamente, para no olvidarlo: «Resistiré». Pero no porque tenga que hacerlo, sino porque quiero hacerlo. Porque ese Dios en el que creo no me suelta en medio del mar revuelto. Me toma de la mano. Me necesita. No me vuelvo hacia Él para cumplir un plan previsto, para responder a unas normas escritas, para satisfacer su deseo de ser amado. Me vuelvo hacia Él porque lo necesito. ¿Qué haría yo sin su mirada en medio de mi noche? ¿Qué haría yo sin su Palabra pronunciada al oído? Me perdería. Para resistir los embates de la vida sólo me queda volverme a Dios, como un niño aparentemente abandonado en medio de un bosque, perdido y sin rumbo. Necesito volverme a Él cada noche. No para cumplir un plan de exigencias, sino para salvarme. Por eso me gusta pensar que resistiré. Pero no por mérito propio o gracias a mi voluntad férrea. No porque sepa hacerlo todo bien sino porque Dios me quiere y sólo quiere mi alegría, mi paz y mi plenitud. Y espera que lo busque para cargar el corazón y descansar en su regazo. Me gusta más ese Dios Padre que me espera siempre. Antes que pensar en un Dios justo y juez que se escandaliza de mi debilidad y lleva cuentas del bien que hago, de las normas que cumplo. No quiero vivir en tensión. No quiero vivir en guerra. Resistiré, pero no porque sea muy capaz, sino porque Dios ha sembrado sueños en mi corazón. Sé que son suyos porque superan mis fuerzas. Y me gusta soñar, pero más aún, vivir los sueños. Sentir que se hacen realidad entre mis manos, a mis pies, ante mis ojos. Tocarlos con manos firmes y notar su calor. Resistiré cuando todo se ponga difícil. Dios me permitirá luchar hasta el último momento. Y no me dejará abandonar el campo de batalla. Me empujará por la espalda susurrando al oído palabras de esperanza, para que crea en mí y en Él que me sostiene. Me gusta la aventura de la vida porque las cosas no están claras. Y no quiero vivir con miedo a cometer cualquier error que enturbie mi mirada. No quiero vivir con temor, sino con esperanza. No todo lo haré bien, lo he comprobado. Es la experiencia de los años. Y en cualquier momento puedo echarlo todo a perder. Pero Dios ese día no me lo echará en cara. Me dirá que confíe y siga resistiendo. Que la vida es corta y su amor infinito. ¿Por qué tengo miedo? Todo va a salir bien y pienso que hay que ir poco a poco, sin lanzar las campanas al vuelo después de una victoria. Sin tirar la vida por la borda, después de una derrota. Cada momento vale, y cada esfuerzo. No me desanimo. Porque merece la pena luchar y dar la vida. Esperar a que todo florezca en medio del desierto. Y brote el agua en la sequedad de las rocas. Y mi corazón se abra a la vida, confiado. Resistiré porque tengo muchos sueños dormidos en el alma. Sueños bellos y llenos de luz. Y el alma confía en esta vida que se me regala. No quiero temer y dejar de hacer. Los sueños se abren ante mis ojos llenándome de luz. Es posible todo lo que hoy parece imposible. Posible que se abra un camino y surja una nueva fuente de una tierra baldía. Posible que mi vida sea mejor que ahora, más llena de luz, de paz y esperanza. Posible si no dejo de resistir y caminar alegre en momentos de duda y miedo. Habrá un punto de inflexión que todo lo cambie. A mí sólo me queda confiar y creer contra toda esperanza.

Cuesta mucho abrirse al pensamiento de mi hermano. Entrar en su corazón y comprender sus razones, sus sinrazones. Cuesta calzar sus zapatos y vestir sus medidas. Cuesta pensar que la vida es como él la mira y las cosas son como él las ve. Me cuesta salir de mí para ver los ángulos y recovecos del corazón del que no piensa como yo. Bajar a la altura de su tierra, subir a las cimas de sus vuelos. No sé cómo hacerlo para dejar cerrada mi mente y apartar un poco mi corazón. Y que los prejuicios no me cieguen, ni tampoco me bloquee la forma de pensar del que no se acerca a la realidad como yo. No sé cómo pero en seguida juzgo, condeno y aparto de mí al que no viste mis mismos colores y habla mis mismas palabras. Como si yo tuviera siempre la razón y mi forma de pensar fuera en cada momento la correcta. Me falta flexibilidad, docilidad y apertura. No cerrar la puerta al que no es de mi línea, de mi pensamiento. Al que no tiene mi misma mirada. Muchas veces las discrepancias me llenan el corazón de dolor, de tristeza, de amargura. Por no saber lidiar con las emociones de mi alma, del alma de mi hermano, ni con las mías propias: «La emoción es inconsciente, natural y positiva. Lo que hagamos con ella es lo que deja consecuencias, positivas o negativas, según el peso y el paso que le hayamos dado y que son los que hacen que la emoción nos aporte algo positivo o negativo»[1]. La verdad es que no se discute por una nimiedad, siempre hay razones ocultas, desavenencias más hondas, motivos más verdaderos dentro del pozo de mi alma. Esas emociones profundas son las que mueven mi corazón y me llevan a expresar en palabras lo que siento. Por eso no es una nimiedad. Discuto, eso sí, por motivos triviales. Es la excusa para abrir la puerta de mi alma y sacar todo lo que vive allí, encerrado. Y entonces en la discusión, en la exposición de mis ideas, hay mucho más que razones objetivas. Hay un grito escondido en mis silencios. El deseo oculto de ser querido, aceptado, valorado. Una razón que nada tiene que ver con los argumentos expuestos, con las teorías, con mis puntos de vista. Es como si la discusión se moviera en dos niveles distintos. Uno aparentemente objetivo y válido, en el que cada uno expone sus razones. Y el otro se halla soterrado, oculto. Allí mi alma está llena de rencores y resentimientos, envidias y celos, falta de amor y deseo de ser querido. Detrás de esas discusiones tan intrascendentes se esconde el motivo verdadero, mis ansias de tocar el corazón de aquel al que siento lejano. O tal vez de aquel que creo que me ignora y no valora lo suficiente. Y entonces no sé comprender de dónde vienen esos puntos de vista tan distintos. No logro dejar a un lado las razones que me llevan a querer tener razón. Quizás no son tan importantes. No se trata de vencer con argumentos fabulosos en temas intrascendentes. No se trata de ganar y tener razón en todo lo que digo. Muchas veces cuando cedo y me acoplo, cuando acepto que no tengo la razón, es cuando la vida tiene sentido y en mi pobreza se abre mi corazón. En ese momento todo es más fácil y caen las barreras que me separan. Y veo en mi hermano a una persona en búsqueda de amor, y de un sentido en su vida. En búsqueda de su propia libertad interior. Entonces dejo a un lado la discusión teórica y objetiva, para acoger el grito del alma que desgarra todas mis resistencias. En el mundo de las emociones todo es más sutil y confuso al mismo tiempo. En ese mundo la razón teórica importa poco y valen más los abrazos y la escucha atenta y enaltecedora. Creo que mi orgullo no me deja dar por zanjada la discusión. Creo que tener razón me hará más feliz y me devolverá la dignidad. Sentiré que me han tomado en cuenta y valorado. Es como si de repente al darme la razón fuera más feliz. Pero todo es mentira. Ni aún ganando todas las batallas dialécticas añadiré un gramo más de alegría a mi ánimo. El orgullo de haber vencido no me regala amor. Sólo logra que mi vanidad se haga más fuerte. Habré vencido otra vez. Habré demostrado que valgo, que soy inteligente, que mis razones son las mejores. Enfrentaré a mi hermano en una batalla dialéctica. Él contra mí y yo contra él. El vencedor será feliz, es lo que creo. Pero luego sólo me queda el vacío en el alma. No ahorraré esfuerzos en la lucha, pero ¿para qué? Al final mi orgullo me hará quedarme solo. Tendré razón pero no contaré con nadie a mi lado para compartir mis victorias. Decido no entrar en todas las peleas. Y le pido a Dios más sabiduría para ver las emociones que se esconden detrás de esos argumentos que no comparto. Quiero llegar al alma del que está ante mí. Oír sus gritos y calmar su llanto. Quiero hablar menos y escuchar más. Dejar pasar el tiempo hasta que el corazón se calme. A menudo en mis argumentos no descubro las emociones solapadas. Tendría que conocer mejor mi alma, guardar más silencios para interpretar mis miedos, mi rabia, mi cansancio. Y dejar que Dios entre dentro de mí y me dé paz. La rabia y el resentimiento no me ayudan. La paz y la aceptación de la realidad me dan luz.

Aprender a decir que no es una tarea esencial en la vida. No tengo que decir que sí siempre y no puedo contentar a todos. Es difícil, porque quiero agradar y estar a la altura. Quiero cumplir con todas esas expectativas que el mundo me presenta. Quiero llegar a la cumbre que se dibuja en medio de mis nubes. Quiero cubrirlo todo, hacerlo todo, salvar a todos. Pero no es posible. Me cuesta defraudar a quien me mira confiado, a quien espera más de mí. ¿Perderá la fe si yo no estoy presente? ¿Dejará de creer en Dios? Pero no, esa no es la pregunta que realmente me turba. Es otra, más egoísta, más auto referente. ¿Me valorará tanto como yo necesito? ¿No cambiará su imagen sobre mí? Sí, esas son las preguntas que me quitan la paz. No tanto el bienestar de la persona que me busca, sino mi fama, mi nombre, mi imagen. He construido una imagen con esfuerzo y pensar que pueda cambiar me turba. ¿Quién me conoce de verdad? ¿Quién sabe cómo soy en mi interior? Uno ve rostros, no corazones. Un error, un pecado, una omisión no pueden cambiar mi alma, cómo soy por dentro. Nadie puede cambiarlo. Soy yo con toda mi belleza y mi fealdad. Quererme así, al completo, es la tarea de toda mi vida. Y mientras tanto tendré que aprender a defraudar las expectativas de los que me rodean, de los que piden, suplican y esperan, de los que demandan y requieren mi amor y mi entrega. Aprenderé a decir que no cuando lo que me pidan no sea capaz de hacerlo, o no quiera, o no sepa. Diré que no sabiendo que en ese gesto le estoy diciendo que sí a Dios, y a mi propia vida. No dependo de la aceptación de todos para ser feliz. No puedo vivir en tensión intentando que el mundo esté feliz conmigo. No, no he nacido para satisfacer a todos en sus deseos, para contentarlos, para que sean felices. He nacido sólo para sembrar una semilla, desmalezar un camino, ahondar la profundidad de un pozo, sanar un corazón enfermo, alivianar la aflicción de un alma sufriente. Sólo eso, no mucho más. No habrá aciertos postreros que sanen heridas causadas en mi pasado. Y no habrá errores al final de mi vida que echen a perder la belleza de mis pasos. Necesito en medio del camino ser asertivo. Decir lo que pienso, lo que siento, lo que no puedo hacer y lo que sí puedo. No es tan sencillo, lleva su tiempo. Me cuesta hacerlo. Escribía Victor Hugo: «No, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo asertivo, selectivo de lugares, personas, costumbres e ideologías. He dejado ir apegos, dolores innecesarios, personas, almas, y corazones, no es por amargura es simplemente por salud». Ser capaz de tomar mi vida en mis manos y decidir me acaba salvando. No es ser egoísta, es ser sincero conmigo mismo. Asumo mis límites. Respeto los riesgos de esta vida que es corta y quiero vivir con intensidad. Me elijo a mí eligiendo de esa forma a quienes amo. No es un acto egoísta elegirme a mí. Siempre y cuando no sea por comodidad o por miedo al compromiso. Me elijo a mí para tener fuerzas, para salvar mi corazón cuando acepto que no puedo llegar a todo, porque es imposible. Me gusta ver la vida así, me da más fuerza. Decía el P. Kentenich: «Cuando hablamos de amor desinteresado queremos decir que no hay amor alguno que no tenga de alguna manera también una relación con el yo. La diferencia estriba solamente en lo siguiente: el hecho de que yo obtenga algo de la relación de amor no debe o no debería ser, con el tiempo, un fin en sí mismo, sino una consecuencia»[2]. El amor está en referencial al yo, a mi alma, a mi deseo de ser feliz, de saberme amado. Hay una referencia a mí mismo, pero como consecuencia del amor que doy.  Cuando amo con todo mi ser, con mis palabras y gestos, es normal que reciba amor en ese intercambio. Recibo más incluso de lo que doy. Doy alegría y recibo más alegría. El que no da nada, el que no se entrega, poco es lo que recibe. Claro que el corazón se alegra cuando recibe amor. Pero ese no es el fin de mi entrega. Aprender a decir que no en ciertos momentos de mi vida me fortalece por dentro. No todo lo que me piden que haga es necesario que lo haga. No estoy atado por una fuerza que me obliga a actuar de una determinada manera. Yo lo elijo continuamente y vuelvo a empezar. Ser asertivo me salva en mis relaciones. No voy a decir una cosa por otra. Y no voy a despertar expectativas que luego no podré cumplir. No voy a hacer que los demás crean que voy a darles todo mi tiempo, cuando eso es imposible. Amar no significa decir siempre sí. Seguir a Jesús no significa que tengo que apagar todos los incendios y salvar a todas las personas que encuentro en el camino. Me gusta reconocer mis límites y aprender a respetar mis necesidades que no son necesariamente egoístas. Me capacitan para la vida. Me dan más fuerza para el camino. Aprendo a decir que no para que cuando diga que sí, mi palabra tenga más hondura y más verdad. 

La envidia y la rivalidad rompen el amor, matan la vida. Hoy escucho en labios del apóstol Santiago: «Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencias y todo tipo de malas acciones. Ambicionáis y no tenéis; asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones». Ambiciono lo que no poseo. Y aún sin desearlo mis acciones, mi propia vida, pueden despertar envidias y rivalidades en otros. Sin quererlo veo que despierto el mal en quien me mira. «Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si es el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas,. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará». El justo no busca la envidia, porque él no desea lo que no posee. Pero su rectitud confunde e indigna. Se opone sin decir nada al mal como actitud del alma. El corazón entonces ve cómo brota una envidia que antes no sentía. ¿Qué puedo hacer para que la envidia no me domine? No es tan sencillo. Deseo lo que no poseo y dejo de amar a quien parece hacerlo todo bien y tenerlo todo claro. Quizás debería mostrar mis dudas, reflejar mis miedos, hacer ver mi vulnerabilidad. El perfecto me incomoda y despierta mi rabia. Es curioso. Un padre perfecto, intachable, aleja al hijo. Porque este se siente impotente, no podrá estar nunca a su altura y nunca podrá responder a sus expectativas. Mi perfección no es modelo para nadie. Mi debilidad asumida y reconocida sí despierta el amor y la compasión en quien me conoce. Y aún así, mi deseo de ser santo puede despertar la envidia. No soy responsable de lo que despierto. Pero tengo que aceptarlo. Jesús pasó haciendo el bien y su amor despertó envidia y recelo en los que lo conocieron. Y ese amor tan grande no pudo ser acogido. Envidiaron lo que Él tenía y acabaron matando al justo. «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará». ¿Qué despierta envidia en mi corazón? Envidio al que tiene mejor suerte, al que posee lo que yo deseo, al que todo le resulta sin mucho esfuerzo. Envidio los dones que yo no tengo. Y el justo me incomoda porque se comporta de una manera que para mí es inalcanzable. Me siento tan pequeño a su lado que deseo que le vaya mal o que desaparezca de mi vida. Mejor que se vaya aquel a quien envidio. Que no lo vea, así no sentiré nada negativo. La envidia mata el amor y el corazón se envenena. No quiero vivir envidiando ni deseando aquello que no he recibido y nunca recibiré. La aceptación de mi vida como es, en su belleza y pobreza, es el mejor remedio para no tener envidia. Y aún en medio de mi paz interior, aún sintiendo que no merezco el daño que recibo, porque es injusto, puedo recibir mal la injusticia o puedo recibirla con paz. Decía el P. Kentenich: «Si la injusticia que se comete contra él es un hecho innegable, el santo de la vida diaria aparta su atención de ello o procura despertar en su interior sentimientos de gratitud, porque se le hace el honor de poder participar en el oprobio del Señor, o bien se acuerda de las cualidades positivas del “enemigo”. Y, en el trato externo, es siempre bondadoso y solícito»[3]. Responder así a las injusticias me parece un milagro. Ser capaz de aceptar con paz el rechazo, la crítica, el odio, cuando es injusto porque no lo me lo merezco, me resulta casi imposible. En esos momentos me siento débil. Me cuesta ver la bondad del que actuó mal conmigo. Me cuesta comprender su odio o su envidia. No pienso en lo positivo que mi enemigo posee. No veo su bondad, ni su belleza. Me siento débil. Y al mismo tiempo me gustaría llegar a esa santidad del justo que vive con paz las difamaciones e injurias. Acepta condenas injustas. Ve con alegría que su nombre y su fama caen por los suelos. No es fácil reaccionar así ante lo que considero injusto. Mi primera reacción es el resentimiento, el deseo de venganza y la lucha por reestablecer mi nombre y mi orgullo. Es mi deseo de vencer e imponer lo que yo creo que es mi verdad. No acepto esos comentarios negativos que me hacen daño. El santo permanece en paz y alegre en medio de la tribulación injusta. No sé si podré vivir yo así. Quiero que el mundo conozca mi verdad y no me quedo tranquilo. Quiero que se dignifique mi vida. Que todos sepan la falsedad de las acusaciones vertidas. Que nadie sospeche de mí. El justo, el santo, camina como Jesús caminó hacia el Calvario. Con dolor, porque el odio siempre duele. Pero con el perdón en el corazón y en los labios. No saben lo que dicen, lo que hacen. Y mi fama no es lo más importante. No es lo que justifica mi vida. Lo importante no es el juicio de los hombres, sino el de Dios. Si yo tengo la conciencia tranquila, si he actuado correctamente y no es verdad todo lo que dicen de mí, mantendré la calma y la paz. Sólo Dios conoce mi corazón en toda su verdad. Lo que ven los hombres es sólo una parte de mi vida, la fachada de mi corazón. No han penetrado en mi alma. Permanezco en paz. Aunque sea injusto lo que sufra. Lo acepto en mi corazón y se lo entrego a Dios.

Los discípulos discuten mientras van de camino. Me lo imagino fácilmente. ¿Quién es el más importante junto a Jesús? ¿Quién va a brillar más? La vida se juega en esos momentos en los que el corazón quiere tocar el cielo en la tierra y se pregunta cómo lograrlo. Quiere ser más, tener más, lograr más: «¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante». El corazón desea ser el más importante, ser el primero. Es fácil caer en esas comparaciones con el que está junto a mí. Miro mi corazón y quiero ser el primero. Quiero triunfar, llegar más lejos. Me comparo con otros. Y no estoy dispuesto a permanecer en segundo plano. No me resisto a permanecer oculto en la masa. Quiero más, busco el primer puesto. No me basta con ser el segundo. Desde pequeño me enseñaron que tenía que destacar y tener éxito en la vida. Me comparan con otros. Me exigen para que dé más, para que luche más y me esfuerce. No basta con ser segundo, tengo que ser el primero. Pienso que si soy el mejor seré más feliz, lograré todo lo que mi corazón desea. Hay estadísticas para todo. Pero ser el primero en todas las estadísticas es imposible. Una vez que entro en esa carrera nada me detiene. Quiero ser el mejor de mi entorno, de mi localidad, de mi país, de mi generación. Siempre tengo a alguien cerca de mí con el que puedo compararme y salir perdiendo en la comparación. Siempre puede haber alguien mejor que yo. No logro vencer siempre. No soy capaz de ser el primero en todo y por eso sufro. Me explican las claves del éxito. A veces creo que depende del número de seguidores. O de ser capaz de lograr todo lo que me propongo. Las personas que triunfan en la vida son las que tienen habilidades emocionales. Saben lidiar con sus emociones. Son capaces de crear intimidad con facilidad. No crean dependencias insanas. Saben valorar a los demás y no están compitiendo siempre. El éxito está unido a la felicidad, a la capacidad que tengo para enfrentar la vida. El éxito tiene que ver con conseguir las metas que me propongo. Comenta la sicóloga Elena Sanz: «Si quieres ser exitoso, has de soñar a lo grande. Solo la pasión te otorgará la motivación interna que se requiere para recorrer el camino hacia el triunfo. Y, si vas a fallar, al menos que sea persiguiendo tu verdadero sueño. No te limites». Me dicen que tengo que soñar y desear cosas grandes. Sueños que superen todos mis límites. Puedo triunfar en lo que me propongo. Pero a veces quiero ser el primero en todo. Y eso es imposible y me quita la paz. No lograré nunca ser el primero siempre y en todos los ámbitos de la vida. Tampoco consigo lograr todo lo que pretendo, es imposible. El fracaso forma parte de la vida. Pero la posibilidad del fracaso no puede retener mis pasos, como dice la sicóloga Elena Sanz: «El miedo te paraliza. Miedo a fracasar, a no ser suficiente, a perder tiempo, dinero e ilusiones. Nuestra mente puede ser nuestro mayor enemigo, si dejamos que nos controle nos convencerá de que no existen oportunidades o de que no las merecemos». Paralizarme por miedo a no triunfar es lo peor que me puede pasar. El miedo me impide arriesgar la vida. Sé que vencer siempre y en todo no me da la paz que anhelo, me tensiona y despierta la ansiedad. Pero no por eso dejo de luchar por conseguir mis sueños. No dejo de dar el primer paso. No quiero vivir deseando tener acceso a los mejores lugares, optar a las mejores oportunidades en la vida, sin hacer nada. Tampoco quiero que eso se convierta en una obsesión que alguien pone en mi corazón desde que soy niño. Eso no me da la felicidad plena que busco. Quiero alegrarme con ser bueno en lo mío, pero no necesariamente el mejor. Quiero aceptar que soy bueno para ciertas cosas y malo en otras. No lo hago todo bien, no consigo todo lo que intento, no lo pretendo. Algunas cosas me salen muy bien, pero otros son mejores que yo en lo mismo que yo hago bien. No me comparo. En otros campos de la vida soy un desastre. No pretendo que digan que lo hago todo bien, aunque eso me dé ánimo. No quiero ni siquiera que me aplaudan cada vez que hago bien algo en lo que soy bueno. Mi felicidad no depende del número de seguidores que aplaudan todos mis logros. No necesito cada día recibir un aplauso, un halago, una palmada en la espalda, un abrazo. No hace falta que me digan que soy bueno siempre y en todo. Puedo vivir en un segundo plano y ser feliz. Puedo pasar desapercibido y ser feliz. Las redes sociales han creado una exigencia al hombre de hoy que le produce una honda infelicidad. Es como si siempre tuviera que decir algo importante, o como si en todo momento fuera necesario hacer bien, de forma perfecta todo lo que hago. No hace falta para llevar una vida plena en todos los aspectos. Mis éxitos no sostienen mi vida, es Dios: «El Señor sostiene mi vida». ¿Para qué vivo discutiendo, queriendo quedar por encima de los demás? De nada me sirve, es la verdad. Los discípulos pensaban como los hombres, no como Dios. Quiero aprender a pensar con las categorías de Dios.

Las categorías de Jesús son otras. No busca los primeros lugares, no prefiere a los que en el mundo ocupan los primeros lugares. Así lo hizo cuando pasó entre los hombres. No optó por los ricos, por los poderosos. Eligió a los que el mundo había despreciado. Hoy le pone palabras a lo que ya había hecho con sus gestos: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Jesús vino a servir y no a ser servido. No se amparó en el poder de los poderosos. No buscó a los que tenían más influencia para cambiar el mundo. Optó por los débiles y despreciados, por los pecadores públicos. Hoy me detengo a escuchar sus palabras pero no acabo de entender esas categorías. No es precisamente lo que el mundo me pide. El mundo siempre me exige competir con el que está a mi lado. Hay pocas posibilidades de triunfar y si no me esfuerzo no lograré vencer al que lucha junto a mí por la misma meta, por esa plaza, por ese lugar. El mundo tiene otros valores. Pero Jesús me pide que no luche con mi hermano. Que no pretenda que me sirvan. Me pide que me ponga en el último lugar y sirva. Que no viva en guardia continuamente. Que no intente ganar siempre en todas las batallas. Que no piense que ser el último es denigrante. No es tan duro vivir en el último lugar. Me dice que pasar desapercibido y no ser valorado ni tomado en cuenta, no es el fin de nada. Es simplemente una forma de estar en la vida. Pero a mí me cuesta entenderlo. ¿Cuál es el sentido de vivir así si lo que pretendo es cambiar este mundo? Ser el servidor de todos puede ser agotador. A mí lo que me gusta es que me sirvan, que me den, que me cuiden, que me atiendan. No quiero vivir dando sin recibir nada a cambio. Estoy dispuesto a dar si recibo algo como pago por mi entrega. No entiendo la gratuidad. Siento que este deseo de Jesús va contra mis propios deseos. Yo no quiero vivir subyugado, dominado por los poderosos. No quiero que otros venzan siempre mientras yo pierdo en todas mis luchas. Quiero los primeros lugares, las primeras posiciones, porque me gusta ser reconocido y eso aumenta mi autoestima. Me cuestan la derrota y el olvido, porque ahí me siento poco valorado y amado. Vivir como si no me importara es mentirme a mí mismo. Todo lo que hago es por mejorar mi lugar en el mundo. Siento que ser el servidor de todos, quedar el último, o ser el perdedor me resulta muy difícil. Me parece que va contra lo que me han inculcado desde niño. ¿Es eso lo que quiere Jesús? ¿Desea que me ponga siempre en el último lugar? ¿Quiere que acepte ser humillado para que un día me ensalcen? Jesús pone a un niño en el centro. Un niño que en el ambiente judío en el que vivió Jesús no tenía voz y no era importante. Pero para Jesús el niño tiene un corazón abierto, un corazón inocente y grande: «Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». La actitud de Jesús hacia los niños impresiona. «Jesús adoptará ante los niños una actitud poco habitual en este tipo de sociedad. No era normal que un varón honorable manifestara hacia los niños esa atención y acogida que las fuentes cristianas destacan en Jesús»[4]. Pone al niño en el centro. Le importan los niños. Ve en ellos una pureza y una inocencia que los adultos han perdido. Y me pide que acoja a los niños, a los vulnerables, a los débiles. Que los acoja con ternura y no los rechace. Que los abrace y les dé mi ternura. Que los sostenga cuando se sientan débiles. Esa actitud ante los niños es la actitud que quiere que yo tenga ante mi hermano. Ante aquel que es débil y me necesita. Y haciéndolo así estaré acogiéndolo a Él mismo en mi vida. Esa actitud es la que deseo. Mirar a mi hermano siempre como superior a mí. Resaltar su belleza, su valor, su poder. Sentirme pequeño ante él para tratarle con dignidad. Esa mirada ante el niño es la que me hace realmente poderoso. Si logro enaltecer al débil como hizo Jesús mi corazón se ensanchará, será inmenso. Quiero mirar así al que está herido, al menospreciado por el mundo, al que no es poderoso y no tiene nada que ofrecerme. Es esta la actitud humilde y filial que quiero tener en la vida. Acojo a los niños en mi alma para que mi corazón se parezca al del niño en su pureza e inocencia.

 



[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa: 163

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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