Homilía del padre Carlos Padilla - 2 de febrero de 2020

Domingo 2 de febrero de 2020 | Carlos Padilla

Presentación del Niño Jesús en el Templo      IV Domingo Tiempo Ordinario

Malaquías 3,1-4; 1 Corintios 1,26-31; Lucas 2, 22-40; Sofonías 2,3; 3,12-13; Mateo 4, 25-5,12

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador»

2 febrero 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús construye sobre mis derrotas. En las noches de mi alma aparece su rostro para iluminar mis pasos. Me da paz saber que nunca voy a caminar solo»

El fracaso, la desilusión, el desengaño son parte del camino que recorro. Jesús nunca me prometió éxitos seguros, ni una paz sin tensiones. Tampoco me dijo que mi vida estaría llena de bendiciones, lejos del mal que temo. No me aseguró que no iba a tropezar nunca. No me habló de logros sin ruptura. Es cierto que hay temporadas en mi vida en las que no sucede nada especial, todo va sobre ruedas. Alcanzo las cimas soñadas. Logro besar la meta de ciertos logros. Sonrío lleno de felicidad y siento que triunfo. ¡Qué humanos somos! La vida, como la de Jesús en ocasiones, está llena de momentos de reconocimientos y aplausos. No siempre la victoria es esquiva. Y si es así, ¿por qué me asusta tanto la posible derrota? Hay veces en mi vida en las que todo transcurre sin tensiones, sin sobresaltos. Un año igual que el anterior. Un mes igual al pasado. Un día tras otro sin que nada nuevo suceda. Y de repente todo se tuerce, cambia, toma otro rumbo, irrumpe el dolor, la enfermedad. Me quedo mirando a Jesús. Veo sus pasos que se alejan en una dirección y yo le grito: «Te seguiré, Señor, adónde vayas». En esos momentos mi alma tiembla al presentir cambios. Me asustan las dificultades unidas a esas huellas de Jesús. Temo el dolor de las derrotas. Tal vez aún no sé vivir con alegría las pérdidas. Y esa actitud mía no me deja ser feliz. ¿Cómo lograré ser positivo después de un traspiés, de un desengaño, de una derrota? ¿Cómo me puedo levantar después de la caída como si nada hubiera sucedido? No me resulta tan sencillo volver a empezar. Es verdad que detrás de toda tormenta vuelve la calma. Un mar revuelto en medio de la tempestad se apacigua súbitamente y las olas dejan de zarandear mi barca. Quiero aprender a vivir las tormentas del alma como un camino de crecimiento espiritual. Para eso tengo que mirar el fracaso a la cara con humildad, sabiendo que es pasajero. No me turbo. Quiero aceptar que no hice todo lo que podía, no asumí con madurez mis responsabilidades, no me hice cargo de mis deberes. Pasé de largo por lo que me exigía algún esfuerzo. Y pensé que podía hacer yo solo ciertas cosas, sin ayuda de nadie, pero en verdad no podía. Abusé de mi poder y exigí a los demás lo que no podía ser exigido. Usé a las personas cuando me eran útiles, en lugar de ponerme a su servicio. Y las dejé de lado, cuando dejaron de ser útiles. Creí que era a mí a quien seguían los hombres aduladores con sus halagos. Y me olvidé de que todo es por Jesús, sólo por Él y no por mí. Me creí que con mis dones naturales bastaba para hacer crecer su Reino, sin buscarlo a Él cada mañana para ponerme manos a la obra. Me vacié, sin lograr beber de ninguna fuente interior. Imaginé que estaba más capacitado para la vida, de lo que realmente estaba. Soñé mucho, alcancé poco. Pocos frutos recogen mis manos. Necesito reconocer mis errores para aprender de ellos. Tengo que aceptarlos como parte de mi historia. Y perdonarlos. Sí, ¡Cuánto me cuesta perdonarme a mí mismo cada vez que fracaso! Sé que podía haberlo hecho mejor. Podía no haber herido a nadie. Podía no haber hablado. Podía haber hecho otras cosas. Pero hice lo que hice. Ya no puedo cambiar el pasado. Actué de forma incorrecta. Dije lo que no correspondía. Ahora no hay vuelta atrás. Sé que sólo el perdón me sana. Necesito perdonarme y también pedir perdón. Lo paso por alto. Quiero aprender a reconocer públicamente que no lo hice todo bien. Quiero pedir disculpas a aquellos a los que herí con palabras, con gestos u omisiones. Pasé de largo ante ellos sin darles mi cuidado. O hice creer que los iba a cuidar y me olvidé de ellos. Creé expectativas nunca colmadas. Necesito mirar con paz mi pasado para estar sano. Sé que Dios construye a través de mis debilidades. Con mi barro cambia el mundo. De mis heridas brota una vida que es su gracia que me salva. Esa forma de ver la fragilidad y la miseria eleva mi corazón y me permite madurar a partir de mi fragilidad hecha de carne. Otras veces me he desilusionado al ser herido, difamado, despreciado, infravalorado. La herida del valor duele en lo más hondo. Quería ser más reconocido por los demás. Necesitaba más afecto, más abrazos, más miradas. Pero no recibí halagos sino críticas. Me alejé desilusionado. La desilusión puede envenenar el alma. Tenía expectativas. Entonces necesito mirar mi corazón y perdonar. Si no perdono a los que me han hecho daño, incluso sin saberlo, sé que el rencor acabará llenándome de tristeza. ¡Qué importante es el perdón para navegar con paz por los mares de Dios! ¡Qué importante para que pueda yo sembrar paz a mi alrededor! Comenta el Papa Francisco en relación con las crisis en el matrimonio: «Exigen un camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores». La culpa no es sólo de los demás. Yo habré contribuido en algo. Con mi forma de mirar, con mi sensibilidad. Sin perdón no avanzo. El rencor me llena de amargura y saca lo peor de mi interior. El rencor no me deja levantarme ni volver a empezar. Las tormentas del alma son oportunidades para crecer. Es el camino por el que me llevan las huellas de Dios. No dudo de su amor. Sé que se han abierto nuevas rutas para que pueda madurar en mi vida espiritual. En los éxitos, en los halagos, en las victorias no crezco tanto. Aumentan mi autoestima, eso sí, pero creo que el orgullo me puede cegar. Acabo pensando que todo es gracias a mis talentos y valores. ¡Qué lejos estoy de la santidad a la que Dios me llama! Esa santidad es obra de Dios en mí. Jesús construye sobre mis derrotas. En las noches de mi alma aparece su rostro para iluminar mis pasos. Me da paz saber que nunca voy a caminar solo.

El mundo, la vida, lo que sucede, todo me desafía. Hoy escucho con frecuencia esta pregunta: ¿Cuáles son mis desafíos? La escucho, me la hago. Me quedo pensando en silencio. Tiendo a acomodarme, a no pensar mucho para no tener que exigirme demasiado. Pero la pregunta resuena con fuerza desplegada en otras preguntas parecidas: ¿Cómo encuentro a Dios en todo lo que sucede a mi alrededor? ¿Dónde me está hablando en el mundo, en mi familia, en mi entorno? ¿Hacia dónde tengo que seguir mi camino? ¿Qué necesidades veo, qué heridas que hacen sufrir a tantos? ¿Qué me sorprende al ver a todos los que me rodean exigiendo de mí que les dé la vida? ¿Dónde escucho la sutil voz de Dios gritándome en el alma? Dios me habla, me exige, me desafía. Y yo tiendo a permanecer en silencio, quieto, tranquilo. En el mundo de hoy todo supone un gran desafío. Amar bien a quien me ama. Respetar a quien no piensa como yo. Tender puentes en lugar de construir muros que separan. Mostrar la misericordia de Dios con rostro humano dejando a un lado la condena. Hacer creíble que es posible una fidelidad eterna, cuando Dios tiende su mano sujetando mi debilidad. Puedo vivir una vida plena, lograda, feliz. Sé que es un desafío. Necesito tomar las elecciones correctas para mi vida. Elegir el camino que me va a hacer más pleno. Todo parece un desafío inmenso. ¿Cómo envejecer con la persona amada en el matrimonio? Comenta el Papa Francisco: «Necesitamos encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que nos ayuden a tocar las palabras más intimas de los jóvenes, allí donde son más capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de heroísmo, para invitarles a aceptar con entusiasmo y valentía el desafío del matrimonio». Es el gran desafío de un amor para siempre, de un amor sin fronteras, de un amor que erradica el egoísmo. Me quedo pensando. ¡Cuántos desafíos tiene este mundo que habito! El desafío de la paz en una sociedad llena de violencia. El desafío de la valentía para hablar de la misericordia de Jesús, en un mundo que rechaza a ese Dios que parece tan ausente. El desafío de la fidelidad, en este mundo en el que las infidelidades son tan cotidianas. El desafío del poder, para no abusar de él con aquellos que no lo tienen. El desafío del respeto, en esta sociedad en la que cuesta tanto respetar al otro en su verdad, en su originalidad, en sus tiempos, en sus procesos, en sus puntos de vista diferentes. El desafío de salir al encuentro del herido, en lugar de esperar en mi trinchera a que alguien venga a pedirme ayuda. El desafío de construir un mundo más armónico, en el que todo esté integrado en Dios. Crear un mundo nuevo sin divisiones, sin separaciones, en el que pueda navegar en la misericordia de Dios. El desafío de unir lo humano y lo divino, y acercar el rostro del Jesús al hombre que sufre porque está solo, porque está herido. Un mundo que puede ser mejor si aporto mi grano de arena. Decía Toni Nadal, entrenador de tenis: «Cuando la exigencia al otro sea igual que la propia, seremos una mejor sociedad». Al otro le exijo más de lo que a mí me exijo. Conmigo tengo más paciencia y me justifico cuando no hago lo que creo que es bueno hacer. El gran desafío consiste en no exigir a nadie más de lo que a mí me exijo. No sé por qué tengo facilidad para resolver los problemas de los demás mejor que los propios. Como me decía una persona: «¡Qué pena que no se puedan intercambiar los problemas! Siempre tengo mejores soluciones para los problemas de los demás». Sueño con una sociedad más justa, más humana, más misericordiosa. Con una Iglesia que salga al encuentro del que sufre y lo abrace, curando sus heridas, acompañando su dolor, reflejando la misericordia de Dios que es padre y madre al mismo tiempo. Sueño con ser más libre, más humilde, más pobre, más alegre, para llevar a los que me rodean un mensaje profundo de esperanza. Siento que los desafíos me superan. Desbordan mis límites tan marcados y me hacen sentir pequeño, impotente. No puedo hacer frente a tantos desafíos, pero sí puedo aportar mi semilla, con sencillez, sin pretensiones. Puedo dar lo que tengo, lo que he vivido. Puedo entregar al Dios que me ha amado con locura y me ha rescatado de mi soledad. Puedo dar el abrazo de esperanza que yo mismo he necesitado. No puedo curar todas las heridas, pero sí puedo aguardar a la puerta del dolor con respetuoso silencio. No quiero solucionar los problemas de los demás, cuando para los míos no hallo respuesta. Prefiero callar antes que hablar en exceso. Aguardar antes que imponer mi verdad como un absoluto. Opto por escuchar la voz de Dios en mi alma que me sigue impulsando a abandonar mis comodidades y salir al encuentro del hombre hoy. No poseo todas las respuestas, no lo pretendo. Ni creo que el carisma que me enamora sea la única salida. Me abro a otras formas de ver la vida y uno mis fuerzas a las de otros. No quiero ser un solitario en busca de soluciones. Me dejo complementar y complemento. Hablo y callo cuando tengo que hacerlo. Aprendo cada día de aquel que Dios pone en mi vida. Me gustan los desafíos que acaban sacando lo mejor de mi alma.

Cada vez que intento ser feliz me veo deseando lo que no poseo, envidiando lo que otros tienen, anhelando lo que nunca llega. Y se introduce en mi ánimo una tristeza extraña que me quita la paz. Cada vez que me lleno de bienes pensando que con ellos voy a ser más pleno, de nuevo me siento vacío. Cuando me creo en posesión de la verdad y lucho por imponerla, después de tanto esfuerzo una desazón cubre mi alma. Cuando aspiro a altos honores y deseo cargos de prestigio o misiones dignas de gloria, vivo frustrado con lo que tengo, con lo que vivo. Hoy escucho: «Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos». ¿Qué quiere decir ser pobre de espíritu? ¿A quién se refiere Jesús cuando le habla a esa multitud desde el monte de las bienaventuranzas? Se refiere a mí. A mí que he saboreado la amargura de la derrota y he sufrido la incapacidad para llegar a la cumbre. Habla de mí que he vivido la pobreza de no poseer todas las respuestas y la humillación de las críticas por no ser tan capaz como quería. La felicidad tiene que ver con mi mirada. Con mi capacidad para alegrarme con lo que poseo. Vivir en presente, sin desear futuros mejores, pasados gloriosos. La alegría del que se posee a sí mismo y ha comprobado la pequeñez de su alma. Así me veo yo después de recorrer un largo camino. Pobre de espíritu. ¿Cuáles son mis pretensiones? ¿Cómo aspiro a ser feliz? Miro mi vida conmovido y me alegro. Sonrío al pensar en lo que he hecho, en lo que vivo. Corro por esos caminos que Dios pone ante mis ojos sin miedo. No quiero vivir comparándome, porque me enveneno. Ni deseando aquello que escapa a mi capacidad. Callo y acepto como un niño lo que mi Padre bueno quiere darme. En su obra «Los miserables», Víctor Hugo habla de ese amor primero de los enamorados. Y escribe: «Es un error creer que la pasión, cuando es feliz, conduce al hombre a un estado de perfección; lo conduce, simplemente, al estado de olvido. En esta situación, el hombre se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos desaparecen. Es una extraña pretensión del hombre querer que el amor conduzca a alguna parte»[1]. Habla de ese amor aún inmaduro. Ese amor virgen que sueña con ideales altos. El amor que se centra en la posesión del amado, pero no se proyecta, ni une en una sola dirección ambas miradas. Ese amor pasional de los enamorados puede no llevar a ninguna parte si no madura. El amor crece con el tiempo, con las pruebas, con la entrega. Pierde quizás la algarabía de los primeros pasos. Pero se llena de una serenidad y de una paz que cautivan el alma. El amor que ha pasado por la prueba es más hondo, más libre, más sufrido. También está más purificado. Porque las humillaciones purifican. Igual que las derrotas y las caídas. Las infidelidades me hacen ver lo frágil de mi voluntad herida. Y mis sueños incumplidos me muestran los límites de todas mis ansias. Pero ese amor maduro renovado con el paso de los años tiene un olor a vino bueno, perfeccionado con el tiempo. Es mejor que el vino primero. Ha pasado por etapas diversas y ha aprendido en todas ellas. Ese amor de ahora no pretende demostrarle nada a nadie. Y ya no cree, como antes, tener respuestas para todo. No quiere cambiar el mundo con habilidades propias. Y no desprecia con desdén esas opiniones que no comparte. Ese amor maduro cree en el poder de la semilla enterrada en el corazón del hermano. Y ve la belleza oculta en el hijo que comienza a dar sus primeros pasos. Ya no destruye nada cuando cae derrotado. Porque sabe que la vida no se compone sólo de victorias. Ha aprendido a llorar cada vez que ha perdido. Y ha sabido sonreír en seguida, dando nuevos pasos, soñando nuevos sueños. Ese amor maduro es el que deseo. Seguro que con él seré más feliz y estaré más lleno. Dejaré de temer la posibilidad de ser ignorado. Y no me amargaré al no saborear el éxito. No me importará no ser tomado en cuenta. Y me alegraré con las victorias de mi hermano. Quiero esa capacidad de amar que posee el pobre de espíritu. Vivir vacío de mí mismo y lleno de Dios. Quiero el amor que sueña confiado con el amor de Dios y se alegra después de perderlo todo.

No sé si es que ya no estoy buscando a Dios o resulta que simplemente no lo encuentro en medio de la vida. Hoy escucho que llega: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando». El hombre de hoy parece no buscar. Tal vez son tantos los estímulos, los impulsos que recibe del mundo, que ya ha dejado de esperar. El corazón está embotado. Demasiada información que no puede procesar. No logro digerir todo lo que me cuentan, todo lo que veo, todo lo que leo. Mi alma no hace silencio. Y siente que ya lo tiene todo y no necesita nada más. El alma está satisfecha y el corazón repleto. Cargado de preocupaciones necesarias e innecesarias. ¿Qué busco? Es lo que Jesús les preguntó a sus discípulos. Ellos simplemente querían saber dónde vivía. Ellos sí buscaban. ¿Y yo? Tal vez he perdido la curiosidad. Las cosas vienen solas. Yo ya no salgo de mí, no me pongo en camino, no me esfuerzo. Buscar es un verbo que implica movimiento, acción, trabajo, esfuerzo. Y me he acostumbrado a recibir, acoger, descansar mientras suceden cosas a mi alrededor. A Dios no lo busco. A Jesús no lo persigo. Me acuerdo de las palabras de Gabriela Mistral: «Aquí no hallará seguro la imagen del Nazareno. Vaya a buscarla en las calles. Entre las gentes sin techo. En hospicios y hospitales donde haya gente muriendo. En los centros de acogida en que abandonan a viejos. En el pueblo marginado entre los niños hambrientos. En mujeres maltratadas, en personas sin empleo. Pero la imagen de Cristo no la busque en los museos. No la busque en las estatuas, en los altares y templos. Ni siga en las procesiones los pasos del Nazareno. No la busque de madera, de bronce de piedra o yeso. ¡Mejor busque entre los pobres Su imagen de carne y hueso!». ¿Dónde estoy buscando a Jesús? Busco informaciones que satisfagan mi curiosidad. Busco un reconocimiento vacuo que calme mis ansias. «Frágil reconocimiento afectivo que se busca en los medios o en otras personas que no pueden dármelo»[2]. Busco personas que me marquen un camino o me despierten la alegría. Busco certezas, claridades, abrazos de perdón, palabras de alabanza. Busco que me sigan y aplaudan. Busco que las cosas sean como yo las quiero. Y luego, cuando no resulta, me siento perdido, ya no busco. Busco, pero no encuentro a Jesús en medio de la vida. Sus pasos silenciosos a hurtadillas por en medio de mis días. No lo percibo oculto en carne humana, lo he encerrado en alguna vitrina, seguro, a buen recaudo. Pero ya no busco su voz callada, su caricia suave en medio de los hombres heridos. No sé si ya no está, si se ha ido. O soy yo que no sé percibir esa presencia suya que escapa a mis sentidos. ¿Qué es lo que de verdad busco? ¿Quiero que Dios me hable? ¿Estoy seguro? Leía el otro día: «La persona que ora por deber no busca la relación con Dios, sino que quiere sentirse tranquila. No le interesa trabajar para producir cosas que tengan sentido, sino que trabaja para decirse a sí misma que ha trabajado. No busca escuchar a los demás, sino que lo que le importa es poder decirse a sí misma que ha escuchado; no le interesa aprender, sino decirse a sí misma que ha leído. La consecuencia es que uno se siente hastiado de la vida»[3]. Puedo caer en esa actitud vacía. Puedo vivir sin buscar, haciendo las cosas para sentirme satisfecho. Guardo espacios de silencio por obligación. Me dedico a los demás movido por un deber sin interesarme lo que escucho o veo. Sin poner mi corazón en lo que hago. Sin involucrarme, sin atarme, sin hacerme responsable. Me da miedo perder el ansia del que busca, del que desea encontrar algo que le dé un sentido a todo lo que hace. Una dirección al camino que sigo. Una luz a la noche que atravieso. ¿Qué es lo que busco? No quiero escuchar palabras que me dejen tranquilo. Ni aplausos que calmen mis miedos. Busco al Dios que calma la tormenta. Al hombre que muere por amor en lo alto del madero. ¿Seguro que lo busco a Él? A ese que no tiene un hogar en el que reclinar la cabeza. Quisiera esperar a Aquel que le va a dar paz a mis días de guerras. Y algo de luz a la oscuridad de mi vida. No quiero poner el acento en el deber. No escribo porque tenga que hacerlo. No lo necesito. Si escribo es porque busco encontrar a Dios escondido entre mis palabras, debajo de los renglones. No escucho a otros para cumplir con un deber sagrado, los escucho para hallar a Dios escondido en el alma que se confía. No me arrodillo sobrecogido ante la herida que sangra, sólo alabo en el dolor del que sufre a Dios consolando sus miedos. Quiero poner mi alma en todo lo que hago. No vivir cumpliendo. Quiero vivir amando a Dios que camina entre los hombres. Entre aquellos que más buscan, necesitan y sueñan.

Me cuesta adaptarme a las normas que me imponen. De forma especial cuando esas normas me constriñen, limitan o acorralan. Bloquean mi deseo de hacer lo que yo quiero y calmar todas mis ansias. La norma me obliga. El precepto me exige. Jesús también se sometió a la ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: - Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: - Un par de tórtolas o dos pichones». Jesús y sus padres se someten a la ley. Dios sometido a la ley de los hombres, a la ley inspirada por Dios en el pueblo de Israel. Dios hecho carne en su pueblo, de acuerdo con sus leyes. No acabo de acostumbrarme a este Dios tan dócil. No sé por qué me atraen los dioses poderosos que imponen su ley y su poder. Me rebelo ante un Dios aparentemente débil, incapaz de hacerse valer ante el poder del hombre. Un Dios encadenado a sus normas. Y a mí que me cuesta tanto someterme a las normas. María Inmaculada no necesitaba ser purificada. Pero cumple la norma. El primer hijo se entrega como ofrenda. Y María queda purificada después del parto. El hijo es ofrecido al mismo Dios. No deja de tener un profundo sentido. El hijo de las entrañas de María, su hijo santo, ya le pertenecía a Dios desde antes de nacer. Ahora sólo cumple con la ley y lo devuelve. Jesús es Dios, es hombre, es hijo de Dios, es la ofrenda perfecta. Es el primogénito que ha de salvar al mismo hombre. Es ofrecido en el Templo. Dios hecho carne ofrecido al mismo Dios. En ese templo donde reposaba el arca del Altísimo. Allí donde los hombres dejan sus ofrendas, sus vidas entregadas, a los pies de Dios. Allí también José y María ofrecen sin entender todo lo que escuchan. Ofrecen al hijo que no les pertenecen. Obedecen la ley y en ella obedecen a Dios. Pero me da miedo que me pase lo que decía el P. Kentenich: «Como varones y sacerdotes católicos vemos y experimentamos a Dios demasiado unilateralmente como ley, legislador o idea. Y soy el primero en incluirme en este grupo. A mí, por lo menos, me ocurre así. Sólo Dios sabe cuánto hace que estoy luchando por ver y experimentar a Dios realmente como padre, como persona, y no sólo como mera idea. Comprendo muy bien a aquel que me dice que nunca se siente junto a Dios, pero que tiene pensamientos religiosos»[4]. No es lo mismo ser creyente y seguir a Jesús que cumplir sus leyes, su voluntad, sus deseos. El amor es el que me lleva a la obediencia. Y si es el miedo el que me impulsa a obedecer no seré realmente feliz, ni pleno. No tendré paz. El miedo es un mal consejero. Quiero experimentar a Dios en mi alma para que mi fe sea personal y mueva mi vida. Quiero que Jesús crezca en mi corazón como hoy escucho que fue creciendo en su infancia: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con Él». Quiero que Él crezca en mi interior y que las normas que sigo sólo sean el camino que permitan que Él se haga fuerte en mi interior. Leía el otro día: «Existe la ley de vida: todo espíritu finito o cree en Dios o cree en un ídolo o fetiche»[5]. Si no creo en Dios, acabaré creyendo en los ídolos. Pienso en todas las normas que cumplo en mi vida. Esas normas que me impone el mundo. Las que Dios ha sembrado en mi alma. Las que yo mismo me impongo. Me da miedo no vivirlas con libertad y alegría. Tengo el deseo de niño de incumplir algunas. Saltarme aquellas que más me incomodan y molestan. ¿Qué quiere Dios que haga? ¿Qué se esconde detrás de la ley que obedezco? Lo único que deseo es que Jesús crezca en mi interior y yo crezca así en sabiduría, en libertad interior, en verdad. No quiero olvidarme del amor de Dios. Es ese amor el que me levanta y purifica. Hace que mi vida brille y tenga paz. No me habla sólo en normas y preceptos. Va más allá del cumplimiento de la ley. No me pide un mínimo. Me lo pide todo. La única ley que supera a todas es la del amor. Es la ley en la que no cabe otra respuesta que dar toda la vida. Es lo que hizo Jesús siempre. Renuncia a su propio deseo por amor a Dios. Me conmueve esa actitud que va más allá de lo exigido. Jesús nace en mi alma cuando la norma del amor se impone por encima de otras normas. Quiero que el alma se aferre a Jesús. Él es el sentido de mi vida.

Me conmueve la espera confiada de Simeón y Ana en el templo: «Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Había también una profetisa, Ana, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén». Esperaban ver a Dios, al Salvador. Confiaban y cada día acudían al templo. Esperaban fielmente. Al final lo encontraron: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». Habían esperado la llegada del Mesías y ya estaba ante sus ojos. Simeón podía descansar en paz. Ya podía dormir para siempre porque había visto a Dios hecho carne. La espera ansiosa y confiada había dado fruto. Pero ser capaz de esperar es un don de Dios. A menudo desisto de mi espera cuando no me resultan las cosas como deseo. Desconfío, lo quiero todo ya, aquí y ahora. Simeón y Ana tienen más fe, otros principios. Saben lo que es esperar. No les importa. Tienen toda la vida. Me siento tan pequeño. No me gustan las colas para conseguir lo que quiero. No me gusta que me hagan esperar. Me amarga no saborear el éxito que deseo, la meta que anhelo. Las palabras de Simeón sorprenden a María: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción. ¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!». Se quedan admirados: «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño». Brota la admiración al ver la espera de los dos y escuchar sus palabras. Ya no tienen que seguir esperando. ¿Qué cosas espero en mi vida? ¿Cuáles son mis sueños y anhelos? ¿Por quién estoy dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario? Sólo el amor alimenta la espera. El amor por aquel al que espero. El amor que mueve mi corazón a permanecer fiel. Necesito cuidar la esperanza en mi corazón. Desear lo que aún no poseo. Anhelar lo que Dios siembra en mi alma como deseo. La esperanza me mantiene en pie. En ocasiones puedo sentir que no hay esperanza y no soy capaz de ver por encima de aquello que me turba y entristece. Una pérdida, una debilidad, un miedo, un posible fracaso, un error. Cualquier cosa puede llegar a turbar mi ánimo y aniquilar de un plumazo la esperanza de mi alma. Decía Viktor Frankl que en el campo de concentración sólo sobrevivían aquellos que tenían un motivo para seguir esperando. ¡Cuántas veces la pérdida de un ser querido logra que la persona que ama pierda toda esperanza y deje de luchar! Perder la esperanza es muy peligroso. Me quedo en la mancha que tiene el mantel blanco y no soy capaz de ver lo bello que es. Si no fuera por la mancha, pienso. Pero está ahí, señalando el lugar maldito, el momento terrible del error. ¿Cómo puedo seguir esperando? No es posible esperar cuando me han quitado la esperanza. Se cierran las puertas. Parece que todo se vuelve contra mí. Dudo de todo. No es posible. Vivir con esperanza es algo propio de los sabios. Supone no tirar la toalla en medio de la batalla. Todavía se puede vencer. Todavía no está todo perdido. Esa mirada sobre la vida me levanta en medio de mis desánimos. Y me permite creer en mí y en los demás. La mirada de las personas con esperanza es siempre positiva. Ven en mí incluso lo que yo no veo. Ven mi belleza cuando yo veo mi fealdad. Creen que puedo vencer cuando yo no veo ninguna posibilidad. Simeón y Ana son un ejemplo de perseverancia. Nunca desesperan. No dejan de ir al templo. Yo pierdo a menudo las fuerzas para rezar. No siento nada, digo. Dios no parece hablarme. Y desisto. Es como si no hubiera nada que hacer. Dejo de creer en ese Dios que está a mi lado incluso cuando no lo siento o no lo escucho. En esos momentos de dudas quiero mantener viva la esperanza. Regreso al templo cada día. Regreso a escuchar a Dios. Me mantengo fiel a mi oración diaria. No desespero. Lucho, insisto y avanzo. Mantengo las rutinas espirituales que me permiten crecer. Voy todos los días al templo y allí espero. Tengo la secreta esperanza de que un día Dios volverá a decirme, una vez más, que me quiere. Que puedo descansar. Que Él es el sentido de mi vida y poco importan esas cosas que tanto me preocupan. Recobro la paz y sonrío.

 



[1] Victor Hugo, Los Miserables

[2] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[4] J. Kentenich, Niños ante Dios. La infancia espiritual

[5] Chronik Notizen 1955, 433.

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000