Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de diciembre de 2020

Domingo 20 de diciembre de 2020 | Carlos Padilla

IV Domingo Adviento

2 libro de Samuel 7,1-5.8b-12.14a.16; Romanos 16,25-27; Lucas 1,26-38

«El ángel le contestó: - El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios»

20 diciembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Miro a María. Miro sus ojos grandes y abiertos. Miro su sonrisa ancha y pura. Miro sus manos queriendo sostenerme. Miro sus labios que quieren decirme que no debo tener miedo»

Me gusta mirar a María en el Adviento. Me gusta mirarla caminando hacia Belén. Me gusta contemplarla como Niña inmaculada abierta a Dios. Su alma pura, alegre, grande, honda. Su mirada inocente llena de anhelos y sueños. Me detengo ante Ella casi sin poder hablar, asombrado y feliz. ¿Qué le puedo decir cuando yo me siento tan pequeño? Mi corazón calla ante Ella. Sólo la miro. Me siento tan frágil a su lado. He caído tantas veces. Ella lo sabe y me vuelve a abrazar como siempre lo ha hecho. Como lo hizo la primera vez hace ya tanto tiempo. Como vuelve a hacerlo ahora cuando me ve triste y solo en medio de mi camino. Me abraza para que no me olvide de dónde vengo y tenga más certeza de hacia dónde voy. Para que recuerde que su voz me ha salvado muchas veces. Me repite que me quiere, que valgo más que nadie, me muestra esa belleza que tengo escondida y que a menudo no veo. Ella, mi madre, me quiere como a nadie. Y yo me quedo quieto, tranquilo, con cierta vergüenza, sin saber qué hacer ni qué decir. Sólo miro sus ojos grandes y abiertos. Miro su sonrisa ancha y pura. Miro sus manos queriendo sostenerme. Miro sus labios que sólo quieren decirme que no debo tener miedo. Sé que su pureza supera todos mis intentos por pensar bien y hacer las cosas bien, por ser puro en mi mirada, por ser más suyo. Sé que su amor es tan puro y grande que jamás yo podría amar como Ella me ama. No lo pretendo. Sé que mis pasos son tan débiles y cortos que jamás se parecerán a los suyos firmes y decididos por ese camino ancho que lleva a Belén. Sé que su sí es tan fuerte y fiel que no pretendo igualarlo con mis fuerzas, con mis síes esquivos y cobardes. Sólo quiero pedirle que no se olvide de mí en esta tarde de invierno. En la soledad de mi alma. En medio de esos vientos que apagan el fuego interior que trato de avivar. En esos momentos en los que la vida parece llevarse mi barca por rumbos que desconozco. Sólo le pido que me recuerde cada día a qué he venido a este mundo. Sólo quiero que me haga ver con claridad cada mañana la belleza escondida dentro de mi alma. Esa belleza que sólo ve en mí María. Sólo deseo que me abrace con fuerza y me haga sentir una vez más como ese niño escogido en el corazón de Dios. Quiero que me enseñe a confiar cuando surgen las dudas y las incertidumbres en esta Navidad tan extraña. Y entonces mis miedos delante de su corazón inmaculado desaparecen de forma súbita. No sé bien cómo lo hace pero logra que me calme cuando tengo miedo, cuando estoy nervioso, cuando tengo dudas. Y sus brazos me sujetan con fuerza y me hacen comprender que mi vida es más grande de lo que yo nunca he pensado. Quiero caminar a su lado un trecho de este camino a Belén. Quiero que sienta que estoy con Ella en todo momento y no la pienso dejar. Sé que mi intención es estar yo seguro. Pero al mismo tiempo es como si quisiera protegerla de todos los peligros. Me siento como Juan Diego queriendo defender a su Niña María en Guadalupe. Cuando era Ella en realidad la que le protegía siempre a él, ¿acaso no era el su hijo predilecto? Así me siento yo, débil y vacío, alegre y lleno, cobarde y fiel. Necesitado de protección y sintiéndome yo el que la protege. La veo tan indefensa en este camino. ¿Cómo es posible mezclar ambos sentimientos en un mismo corazón herido? Es Ella, es María, quien logra cambiar mi ánimo con solo una mirada. Es Ella la que logra levantar mi corazón y llevarlo a las más altas cumbres. Ella la que calma mis ansias y consigue que vaya paso a paso, día a día sin pretender llegar pronto a la meta. Es María la que logra que en mi vida reine una atmósfera de cielo, de Inmaculada. Así logro acabar con la atmósfera de pantano que mis críticas, mis juicios, mis resentimientos y amarguras siembran en ocasiones en torno a mí. Ella, la Inmaculada, trae el cielo a la tierra, me hace alzar la mirada y creer que tengo una morada preparada a su lado al final del camino. Quiero vivir como Ella, cada día, confiando, tranquilo. Ella vivió así cada día como parte de un camino inmenso, al que le había dado el sí desde el primer momento. Es Ella quien fue descifrando lo que tenía que hacer con dudas, con miedos, y con una confianza absoluta en el amor de su Padre. Así quiero vivir yo cada mañana cuando me levanto y contemplo a María. La miro caminando a Belén, pura e Inmaculada. La miro con sus ojos grandes y su fe inmensa. Y quiero parecerme a Ella al menos en ese paso diario que Ella daba con la mirada alegre y el corazón tranquilo, con sus ojos puros y su alma grande, inmensa y honda. Sé que María hace milagros dentro de mi corazón tan pobre y lo transforma, trae hasta mí el cielo. Sé que convierte mi vida en una cuna sagrada, en un jardín florido, en un palacio lleno de belleza. Ella es la que hace hueco en mi alma para que pueda descansar Jesús. Ella lo hace habitable. Así puedo entregar todos mis miedos. Sé que sin Ella nada puedo hacer y con Ella todo lo puedo. No soy inmaculado como Ella, pero quiero tener su misma luz y su esperanza, su misma mirada.

San Juan Diego, el indito que se encontró con María y su vida cambió para siempre, me muestra un camino de vida. Se le apareció en el monte y se sintió maravillado de la presencia de su Madre. Cautivado por sus palabras obedeció su orden y fue a ver al obispo para pedirle que erigiera allí una capilla a María. No dudó de María, pero el obispo no creyó tanto sus palabras. Allí no fue escuchado tal como él esperaba. El obispo le exigió pruebas y él dudó de sus fuerzas. ¿Quién era él para convencer a un obispo? No era noble, no tenía poder, no era sabio ni culto. Era sólo un indito. Cuando vuelve a encontrarse con María le dice: «Patroncita, Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable aliento, tu amable palabra. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Mucho te suplico, Señora mía; Reina, Muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo, yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mí detenerme allá a donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor dispénsame». Me gusta esa mirada de Juan Diego. Se siente tan pequeño, tan frágil, tan niño, tan poco importante. En su pobreza sólo desea que María lo dispense de esta empresa imposible. Levantar una capilla, obtener el favor del obispo, convencer a gente sabia y culta. ¿Quién era él? No podía hacerlo. María podría elegir a otros más aptos. ¿Por qué María no se apareció ante el obispo para solucionarlo todo? Hubiera sido todo más sencillo. Él era poco importante. A menudo en mi vida busco excusas para no hacer lo que Dios me pide a mí y no a otro. Le digo que busque a alguien más listo que yo, más sabio, con más capacidades, con más tiempo. Es quizás porque yo conozco bien mi alma, veo su pobreza, su sencillez, su lucha constante entre el deseo de hacer el bien y la imposibilidad para llevarlo a cabo y tengo miedo. Esa pobreza mía me hace mirar a María como la mira hoy Juan Diego. ¿Qué puedo hacer yo cuando Dios me pide cosas imposibles? ¿Qué podría hacer Juan Diego que era sólo un pobre indio? Nada, mejor que Ella lo dispensara. Y también quiero a veces que me dispense a mí. Que María me libere de una misión que supera todas mis capacidades. ¿Cuántas veces en mi vida he dicho: -Yo no valgo para esto? Y no con falsa modestia, sino sintiéndolo en lo más hondo de mi corazón. Me gusta la pobreza de Juan Diego, y la familiaridad para llamar a María la más pequeña de sus hijas, siendo su madre. ¡Cuánta ternura en sus palabras! Él es en realidad el más pequeño de los hijos de María. Y como la quiere tanto, en su ternura, la llama a Ella la más pequeña de sus hijas. María escucha sus palabras y se conmueve. Pero no cede, lo mira otra vez y le dice: «Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargué que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y, mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido». Juan Diego duda otra vez pero lo acepta. Aún así, más tarde sabe que su tío está gravemente enfermo y encuentra así la excusa perfecta. No podrá ir a ver al obispo y mejor no encontrarse con María en el camino. Su tío está grave y lo necesita a su lado. Deja a un lado los planes de María y opta por lo que es más urgente, la enfermedad de su tío. ¿No actuó bien Juan Diego? Claro que sí, su tío lo necesitaba. Yo también quiero huir en ocasiones de lo que María me pide y propone. Y siempre, no sé bien cómo, encuentro buenas razones. Siempre lo urgente necesita mi presencia más que lo que es importante. Tengo que estar con el que me necesita, tengo que ayudar, que socorrer. Tengo que ir al que más sufre, al enfermo, al perdido. Y entonces los planes de Dios, esos otros deseos que me superan y llenan de temor, mejor los supedito a lo urgente. Me conmueve Juan Diego, y su miedo de enfrentar lo más difícil, lo que parece insuperable. Lo miro hoy porque se parece tanto a mí que soy temeroso. Hoy escucho la historia de David. No será él el que le construya una casa a Dios sino su hijo: «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra. Daré un puesto a Israel, mi pueblo, lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mí presencia; tu trono permanecerá por siempre». Juan Diego era ese Salomón que iba a construirle una casa a María sin ser él alguien tan sabio e importante como su padre David. Son los planes de Dios que me desconciertan. Elige lo pequeño del mundo, lo débil, para confundir a los fuertes.

Hoy María de Guadalupe me mira sonriendo. Así miró a Juan Diego cuando él pensaba pasar de largo y evitarla porque estaba muy ocupado con la enfermedad de su tío. Y entonces tiene lugar ese encuentro que quería se evitado. Juan Diego tenía miedo. Sabía que lo de su tío era urgente, pero fácil de atender y lo de la Virgencita parecía imposible. El encuentro de ese día, doce de diciembre, cambió su vida para siempre. Ese día Juan Diego quiso esquivar a la más pequeña de sus hijas, pero no pudo. Ella salió a su paso, como siempre hace. Y detenida ante él, le recita esas verdades que yo tantas veces olvido: «Que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante, aflictiva. ¿no estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿no estás bajo mi sombra y resguardo? ¿no soy, yo la fuente de tu alegría? ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno». Estas palabras me han llenado de paz muchas veces. ¿Por qué tengo miedo? ¿Por qué dudo? ¿No está Ella a mi lado, Ella que es mi Madre? Yo también trato de esquivar a María muy a menudo porque tengo cosas más importantes que hacer que detenerme a su lado. Pero Ella se interpone en mi paso apresurado, sale a mi encuentro y me dice esas mismas palabras. Está Ella a mi lado porque es mi Madre, mi sombra, mi resguardo, mi fuente de alegría, el manto en cuyo hueco yo descanso, esos brazos fuertes que sostienen todos mis miedos cuando me siento débil. No necesito nada más para estar a salvo. Yo soy tan débil, tan torpe. Soy tan frágil que se me olvida esa frase que resuena hoy en mi alma: «¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?». No quiero olvidar que Ella es la causa de mi alegría, la fuente de mi felicidad. No quiero olvidar que no he de temer nada porque nunca me va a dejar solo en el peligro. Solucionará problemas insolubles y pondrá en mis manos un poder que no es mío. Me gusta esta historia de Juan Diego. Su mirada de niño, de hijo pobre y desvalido. Y el abrazo de María que lo levanta por encima de todos sus temores. Quiero entender que sólo en María tengo la fuente de mi alegría. Que en Ella reposo, en sus brazos, en el hueco de su manto. Quisiera comprobarlo ahora en medio de esta pandemia. Ahora cuando las seguridades han caído y los miedos son hondos. Me mira y me dice como a Juan Diego: «Sube, hijo mío el menor, a la cumbre del cerrillo, adonde me viste y te di órdenes; allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas; luego, baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia. Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo». Y Juan Diego obedece, recoge las flores en su manto y con ellas vuelve a visitar al obispo. Y con temor espera hasta que es recibido. Le cuenta todo lo que María le dice y abre su tilma, su ayate, donde estaban esas flores preciosas. La señal eran las flores, porque no era la época ni el lugar para que nacieran flores tan preciosas. Pero lo que convenció al obispo no fueron esas flores magníficas, sino la imagen de María que apareció impresa en su tilma. Eso bastó, fue suficiente. Juan Diego sólo veía las flores, no veía la imagen. Es lo que hace conmigo María. Ella me pide que recoja flores en lugares donde sólo hay desierto. Me pide que las guarde en mi pecho y sea testigo del amor de Dios. Esas son las flores que el tiempo de hoy necesita. Hacen falta personas que siembren alegría, esperanza, buen humor y optimismo con sus palabras y con sus gestos. Parece sencillo, pero con frecuencia veo flores amargas, desprecios, negatividad, críticas, juicios injustos. María me pide que recoja en mi pecho flores preciosas y las lleve allí donde viva. Y luego Ella aparecerá impresa en mi tilma para que otros la vean sin que yo sepa que está en mí. Así actúa María, escondida en mi pecho, en mi alma. Yo veo las flores, los otros ven a María. Así actúa a través de la pobreza del más pequeño de sus hijos. Yo sólo tengo que cargar con flores que alegren la vida a los que me rodean. Y lo demás lo hará María oculta en mi pobreza.

En ocasiones me dejo llevar por lo urgente. Una llamada, una petición, una demanda, un problema, un contratiempo. Es como si lo urgente siempre tuviera prioridad. ¿Quién determina en mi vida lo que es urgente? ¿Quién me ayuda a poner en orden mis prioridades y saber exactamente lo que es más importante? Me dejo llevar por lo que me exigen desde fuera. Me llaman, me preguntan, me piden. Todo está bien, es legítimo, puede ser. Y yo me muevo con urgencia de un lado a otro tratando de llegar a todo, de apagar los incendios que brotan a mi alrededor. Y mientras tanto desatiendo lo importante. ¿Qué es lo realmente importante en mi vida? Me parece que pierdo el tiempo, que no lo aprovecho, que se me escapan los días y las horas de este Adviento y no sucede nada en mi alma. Me despisto, me vuelco en el mundo y no me dejo tiempo para mirar en mi corazón. ¿Qué es lo que tiene más valor en mi vida? Busco mis prioridades. Sin tiempo para rezar no hay profundidad. Sin profundidad es difícil aprender a vivir conmigo mismo. Sin tiempo para escarbar en el alma no salen a la superficie mis miedos, mis oscuridades, mis complejos. Y necesito que ahí dentro llegue Dios con la fuerza de su Espíritu y me ilumine. Eso es importante. Pero no, yo sigo volcado en el mundo de las urgencias. Lo que urge, lo que no admite demora porque ya nadie está dispuesto a esperar y tener paciencia. Todo tiene que estar listo para ayer, no cabe perder el tiempo. Lo urgente se confunde con lo importante y no es lo mismo. Una hora de ayuda a mi hijo en sus deberes. Una caminata con mi cónyuge sin hablar de nada importante. Dos horas leyendo una buena novela. Una noche viendo una buena película o una serie. Una tarde escuchando música con la mente en blanco. Un paso solitario por un camino lleno de pinos que me evocan parajes de mi infancia. Un tiempo sin hacer nada importante, ordenando cosas de mi cuarto. Una llamada de teléfono de larga duración en la que hablo de muchos temas interesantes. Una canción que despierta sueños dormidos dentro del alma. Una conversación con las personas a las que quiero. Perder el tiempo con los que forman parte de mi vida. Soñar a lo grande y sin miedo. Un tiempo largo de silencio delante de mi Nacimiento o en una capilla. Todo esto parece bonito pero no urgente. No hay tiempo que perder, la vida es corta y hay que gastarla, invertirla, no tirarla en cosas poco necesarias. ¿Todo lo urgente parece tan necesario? No siempre es así. Depende del orden de prioridades de cada uno. El problema es cuando, agobiado por lo urgente, descuido lo realmente importante en mi vida. Dejo de soñar, dejo de pensar, dejo de mirar dentro de mí, dejo de compartir los sueños, dejo de rezar. Decía el Papa Francisco: «¡Qué importante es soñar juntos! Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos»[1]. Comparto los sueños y el alma se ensancha. Y lo importante es entonces lo que me hace crecer como persona. Mis vínculos son importantes. Los vínculos que construyo como raíces dentro del alma. Decía el P. Kentenich: «Podemos y debemos tener afecto a las personas, querer afectuosamente a las personas. ¡Es tan importante hoy en día que seamos sanos, tanto nosotros como los demás!»[2]. No santos, sino sanos. Es la base para que crezca bien el amor, que es lo importante. El amor a los hombres. El amor a Dios. Ese amor que me mueve y saca lo mejor de mí. El amor que se cuida con horas aparentemente no eficientes. Pierdo el tiempo con los que amo. Paso la vida con los que amo. No produzco, no soy eficaz. Pero cuido vínculos sanos. Almas sanas arraigadas en la tierra y en el cielo. Es eso lo importante, tal vez no lo urgente. Lo único que quiero que me urja es amar a Dios. Ese amor de Dios quiero que sea mi pasión. Lo que me encienda cada mañana. Lo que me sostenga cada noche. El motivo por el que hago las cosas y entrego la vida: «Agustín acuñó la hermosa expresión: - Ama, y haz lo que quieras. Pero ¡por Dios!, ¿quién de nosotros ama constantemente de tal modo que pueda decir, siempre de nuevo: el amor de Cristo me urge? Eso lo tendremos una vez en la eternidad. Pero ¿aquí en la tierra?»[3]. Es difícil que el amor de Dios sea lo que me urja y me lleve a amar, a dar la vida. Pero es la meta que sueño. Veo que el amor es lo importante en mi vida. Y quiero que me urja Dios a dar la vida por los que están junto a mí. No quiero que haya otras urgencias en mi camino. Nada es tan urgente como a veces parece. Ningún problema puede alejarme del amor de Dios, del amor de esos vínculos que me sostienen y llevan al cielo. Nada tan urgente que haga que deje para más tarde lo que de verdad me importa, lo que me construye como persona y me hace más feliz.

En este último domingo de Adviento escuchamos las palabras del Ángel a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Así comienza el ángel. Le pide que se alegre porque Dios está con Ella. Me pide a mí que me alegre en este Adviento porque Dios está conmigo, viene a mi presencia, quiere quedarse a habitar en mi morada. Eso me conmueve. Un Dios que quiere vivir conmigo. ¿Por qué no me alegro? Porque he puesto mi felicidad en lo que toco, en lo que palpo. En el amor tangible, en el abrazo que siento. Y busco esas compensaciones de los sentidos, sucedáneos de felicidad incompleta que intentan llenar torpemente mis vacíos. No me basta la promesa de un Dios al que no veo, los consejos de un ángel al que no toco. Siento que los problemas reales que me turban y me quitan la paz no se solucionan con una promesa tan llena de vaguedades. Sé que el Señor está conmigo, pero no lo toco y sigo palpando en mi piel la soledad y la tristeza. Que me alegre, me dice el ángel y lo que yo quiero es que alguien de carne y hueso, real en mi vida, venga a llenar de sentido los pasos de mi vida. Me turbo como María. Ella, al oír este saludo del Ángel, se turba: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios». María está llena de Dios y ha encontrado gracia ante Él. Y su alegría es plena porque no está rota en su corazón. Porque en Ella todo es armonía y paz y descanso en ese Dios que la habita. Ella no puede tener miedo porque sabe con certeza que Dios la ama por encima de todo. Pero yo tengo dudas. No siento ese amor tan hondo y en mi quiebre interior no logro unir lo que un día estuvo integrado en mí. El miedo surge en mi corazón cuando no me siento protegido, cuando la vida se me complica y los peligros brotan por todas partes. Cuando no me resulta todo como pensaba y los fracasos golpean a mi puerta. ¿Cómo voy a sonreír en medio de peligros amenazantes? En esos momentos no me siento dueño de nada. Veo el peligro y siento que no podré superar todo lo que me está sucediendo. Y no puedo huir de mi propia vida, no puedo inventarme otro camino, no puedo elegir otras opciones. Y surge ese miedo tan real que me paraliza y no me deja pensar con lucidez. El miedo me esclaviza. Escucho en mi corazón al ángel: «No temas». Su voz intenta traer calma a mi ánimo tan revuelto. Quiere Dios que no tenga miedo, como María, que se sabe amada por Dios en lo más profundo. Ella ha hallado gracia ante Dios, ha sido escogida por este Dios que la ama para siempre como su Hija más querida. Pero yo no me siento así. Esa elección es la que salva a María y calma su turbación. Yo también he sido elegido pero no lo siento. Hay muchos como yo, mejores que yo. Me comparo con ellos y veo la distancia infinita entre mis pocos logros y los suyos. Entre mis pensamientos mundanos y los de otros tan del cielo. Hoy miro a María y me siento indefenso, temeroso, en tensión. No sé cómo hará Dios para que yo sea dócil, abierto a sus deseos y libre para escoger el camino que me propone. Así quiero sentirme especialmente en este tiempo de Adviento cuando Dios me promete que va a venir a acampar dentro de mi alma. Quiero abrirme al querer de Dios, a su presencia en mi vida. No quiero que el miedo me paralice y bloquee mis pasos. No quiero perder la alegría y la esperanza ahora que todo parece tan frágil en estos tiempos de pandemia. No quiero vivir escondido dentro de mi alma, con miedo a posibles peligros. Le entrego mis miedos a Dios para que Él los transforme en una alegría permanente, en una seguridad absoluta. Dios puede hacerlo. Quiero entregarle mis miedos a Dios, como lo hace hoy María, como lo hizo también S. José. Escribe el Papa Francisco: «José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca». Tengo miedo pero confío en Dios. Él está sobre mí, dentro de mí. Su sombra me cubre. Eso me da paz. Le pido a Dios que me dé la alegría que me falta, la confianza de la que carezco. María nota esa presencia en su vida y sonríe. Basta con esa presencia para estar alegre. ¿Qué es lo que desea mi corazón para tener alegría? Calmar todos los deseos del corazón. Es imposible. La vida no me da todo lo que necesito. ¿No me basta Dios para llenar mi alma? No me basta. Busco otros consuelos pasajeros, otros sueños que no se hacen realidad. Quiero que la vida me sonría y cuando no lo hace pierdo toda mi alegría. En esta Navidad le pido a Dios que me dé con su presencia en mi vida una alegría que nadie me pueda quitar. Una alegría que me calme en todos mis miedos y mis ansias. Las palabras del Ángel resuenan hoy en mi corazón: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Su presencia quiere calmar ese miedo a la muerte que la pandemia ha hecho más acuciante en mi alma. Sé que si Él va conmigo no tengo que temer. Pero yo dudo y me escondo. Y quiero otra vida, otros planes, otros deseos. Y al final no puedo escaparme de mi camino, el que elegí, el que amé un día. Tengo que permanecer donde estoy con una sonrisa grabada en el alma. No me alejo de lo que es mi vida y quiero sonreír, sin miedo.  

Me conmueve el sí sencillo de María: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Ante lo que parecía un imposible, María sólo dice que sí, elige lo que su corazón le dicta. No se aparta de la mirada de ese Dios que la ama con locura. Elige lo que le va a dar la vida y va a cambiar su camino para siempre: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Decidir lo correcto no es tan sencillo. Siempre me puedo equivocar y no hacer lo correcto. O no elegir lo que Dios quiere. O seguir otro camino dejándome llevar por mi debilidad. Todas las decisiones que tomo tienen consecuencias. Una profesora les decía a unas alumnas huérfanas: «Vosotras estáis aquí porque vuestros padres tomaron decisiones equivocadas y ahora cargáis con sus consecuencias. Estamos aquí para que a partir de ahora toméis decisiones acertadas». Si tomo decisiones equivocadas habrá consecuencias. El sí que doy o el no que pronuncio. Se abre o se cierra un posible camino. Puedo tomar una elección obligado por las circunstancias. Puedo huir por mi miedo a fracasar. La soledad y el vacío en el alma me hacen elegir escapes que no me llenan por dentro y la tristeza es más honda entonces o más permanente. Decir que sí a lo que otros me piden puede ser decirle que no a lo que Dios sugiere. ¡Qué difícil acertar en todas mis decisiones! Un camino equivocado. Una puerta que no golpeo al verla cerrada. Un pasaje estrecho que me lleva a parajes anchos y luminosos. El miedo a la estrechez, el miedo a la oscuridad en la que no soy capaz de ver la verdad de mi vida. Decir que sí siempre no es necesariamente la solución a todos mis miedos. Decir que no a todos los que me suplican tampoco es el camino que necesariamente tiene consecuencias positivas. No sé cómo elegir siempre lo correcto y creo que no lo hago. Me piden consejos. ¿Cómo puedo saber siempre lo que Dios quiere de mí? Yo sólo sé que cualquier decisión que tomo tiene sus consecuencias. Si me equivoco tendré que aprender de las consecuencias negativas. Si acierto viviré agradecido a ese Dios que me hizo ver cuál era el camino que me haría crecer. Además luego hay otras decisiones que tengo que tomar aunque no cambien la realidad sino sólo mi forma de enfrentarla. No he querido la enfermedad, pero sí tendré que elegirla cuando la sufra. Porque sólo esa elección de lo que no puedo cambiar es lo que me libera. Nadie quiere el mal para su vida o esta pandemia que amenaza todos mis planes y proyectos. Pero está en mi mano la posibilidad de elegir la vida que me toca vivir. Le doy el sí, aunque en mis miedos le pregunte a Dios cómo lo va a hacer posible. Como hoy hace María: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?». Y Dios me lo dirá: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Doy el sí a lo que me sucede y Dios me mostrará el camino para salir adelante. Yo asumo la verdad de lo que tengo que enfrentar sin miedo, porque Dios con su sombra me cuida y protege. ¿Por qué voy a tener miedo? No es necesario. Hoy pienso en tantos noes que he dado en mi vida, o en esos síes equivocados. Pienso en mis decisiones acertadas y en las erradas. Recuerdo las consecuencias en ambos casos. No puedo cambiar lo que ya es pasado. Y habré tenido que vivir con paz las consecuencias de lo decidido. No me turbo, no me angustio, no tengo pena. Es imposible acertar siempre porque estoy herido por dentro, dividido en mi corazón. No puedo elegir siempre el bien y el mal en su ropaje de luces me confunde al hacerme creer que así seré más feliz. Pienso en estos errores que me han costado vida, alegría, paz. Y hoy pienso en todos los síes que quiero poner en el Nacimiento, ante María, esta Navidad. Los síes que me resisto a dar. A mi vida como es, a mi familia como se ha revelado en esta pandemia, a los límites que me duelen tanto por dentro, a mis pecados que no consigo erradicar de lo más hondo de mi corazón, a mis amores que han fracasado y a los que han resultado bien. Hoy le entrego ante Dios mis decisiones acertadas como una ofrenda. Y al mismo tiempo las consecuencias de todos mis errores. Dios conoce mejor mi corazón que yo mismo y ha posado su mirada sobre mí. Me va a dar fuerzas para que sepa optar siempre por lo que más me conviene, por lo que me hará más pleno y suyo. En eso confío. Y me siento como María, sola ante Dios: «Y la dejó el ángel». Anuncia su promesa y el ángel la deja sola. Para que su sí se haga firme paso a paso. Es lo que yo vivo. La promesa sigue viva y yo camino confiado solo ante Dios.

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

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