Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de junio de 2021

Domingo 20 de junio de 2021 | Carlos Padilla

XII Domingo Tiempo ordinario

Job 38,1.8-11; 2 Corintios 5,14-17; Marcos 4,35-40

«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Se quedaron espantados y se decían unos a otros: - ¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»

20 Junio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero un corazón paciente, tranquilo. Para que muchos en mi interior encuentren la paz que les falta. Un corazón que integre a los que son diferentes y reconcilie a los enemistados»

Me gustan las tormentas en la noche, mientras duermo. No alteran mis planes, dejan la tierra llena de agua y traen fecundidad. Me gustan los vientos cuando estoy protegido, lejos de las olas violentas. Amo su fuerza y su rabia. Llenan de vida mi silencio. Me gustan los momentos de pausa en medio del trabajo, de la carrera, de la lucha. Pausas en las que miro al cielo y me pregunto por el sentido último de mi esfuerzo. Me gusta correr despacio y caminar de prisa, para no perder el tiempo. Subir los montes donde alguien me espera cuando llego arriba. Amo vivir con una meta, con un destino, con un sentido. Me gustan las palabras profundas que desvelan misterios y las miradas mudas que dicen mucho más de lo que callan. Me gustan esos abrazos largos que no terminan nunca y el adiós sentido sabiendo que hay un regreso. Prefiero andar perdido antes que perder mi camino. Y sé que las mañanas rompen siempre la oscuridad de mi noche. Albergo en el alma un deseo infinito de vivir para siempre, sin importarme dónde. Pero llevo en la piel pegados esos lugares que un día fueron mi tierra o lo son ahora, no importa el tiempo. He cortado el tronco seco de mi árbol helado, sabiendo que le vida brota de nuevo, desde las raíces. No dejo de sorprenderme al ver cómo es la vida. Quizás igual en mí es posible cercenar lo podrido, lo seco, lo que duele. Y comenzar de nuevo venciendo las nostalgias y los resentimientos. «Bruno le mostró que había maneras distintas de encarar la vida, que se podía asumir el pasado y disfrutar del presente con el fin de preparar el futuro»[1]. Por eso me alegra el nuevo día, ese que me ilumina y llena de esperanza. Me conmueven las lágrimas al recordar la vida, lo amado, lo vivido. Construyo desde los cimientos que se han ido asentando dentro de mi alma. Sé que no lo sé todo y eso también me calma. No me pongo presiones cuando alguien me pregunta. Y dejo más preguntas que respuestas. No sé bien cómo vestirme por dentro cada día. Y deseo pintar el cielo con un azul muy claro e intenso. Me alegran las palabras alegres y positivas. Las personas que sonríen. Aquellos que más perdonan. Me gustan los resilientes, que de la lucha hacen una virtud. Me emociona la presencia silenciosa del que cuida a un enfermo. Me parece un don esa capacidad de abrazar al que está malherido. Tengo nostalgia de tiempos pasados. Y anhelo también tiempos que no llegan. Y sé que el presente es el mayor don que Dios me regala cada día. Lo acojo con una sonrisa. Y no me tiembla el pulso al besar lo que llega. Soy ciudadano del cielo, peregrino de esta tierra y me gusta el ancho mar, sin orillas, mar adentro. Me alegra ver el cielo abierto, sin nubes, todo claro. Y siento en lo más hondo que soy hombre, soy pobre, soy niño. Me gusta lo que decía Tim Guenard: «Para no olvidarse, hay que reelegirse. Y volverse a dar mutuamente para quererse más». Esa actitud me parece esencial. Me gusta esa forma de enfrentar la vida con sus desafíos más grandes. No basta con vivir con alguien para quererlo. No basta con compartir el día y los sueños. Hay que volver a elegir a quien amo. Decirle que sí de nuevo, que es lo primero en mi vida. Sólo así se puede reinventar uno el presente y soñar con tierras lejanas y maravillosas. Sin miedo, con las raíces bien puestas y las alas lanzadas al viento. No me olvido de mis elecciones. Decido reelegir lo que he amado. Y me pongo en camino dejando atrás lo que no me gusta y me pesa demasiado. Acojo con misericordia el dolor ajeno. Lo comparto, lo hago mío. No dudo de la verdad de todo lo que vivo, de lo que siento. Acepto mis miserias. Y soy más misericordioso de lo que fui algún día. El tiempo me ayuda a mirar con más paz mi vida, sin caer en juicios ni críticas innecesarias. Aprendo de los demás, no pienso que lo sé todo. Me pongo en la fila a esperar mi turno, sin querer imponerme, sin pretender ser especial. Soy uno más, un hombre en camino esperando su momento. Tengo que ahondar en mi tierra para sembrar mi futuro. Quito piedras y malezas. Y logro así que mi tierra pueda llegar a ser fecunda.

Puede que la pandemia me haya vuelto perezoso y acomodado. ¿Acaso no es más cómodo trabajar desde casa que tener que soportar atascos en el camino al lugar de trabajo? ¿No prefiero una reunión por pantalla desde mi cuarto que tener que ir a otro sitio a reunirme con otros? ¿Y una misa desde mi computador sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, incluso viéndola horas después de haber sido celebrada? Puede que me esté aburguesando en todos los sentidos. Evito el esfuerzo y salir. Es más seguro, me digo, mientras que me voy quedando seco por dentro. Porque este tiempo de pandemia me ha enseñado muchas cosas: el valor de la familia y del hogar, la importancia de cuidar a los que tengo más cerca, la calidad del tiempo con los míos. Al mismo tiempo puede que se hayan perdido otras cosas: el valor del encuentro personal, cara a cara, las conversaciones triviales compartiendo una comida o una bebida, el esfuerzo de llegar a un lugar para encontrarme con otros, la importancia del abrazo, del beso, del contacto. No puedo todavía volver a lo de antes, pero sí puedo aprovechar los resquicios que este tiempo me va dejando. La posibilidad de ciertas reuniones presenciales. La oportunidad de recibir a Jesús en la eucaristía o asistir de forma presencial a una hora santa. Nada reemplaza lo personal. Puede que mi fe se haya acomodado. Y la mediocridad de forma sigilosa se ha ido adueñando de mi voluntad. ¿Para qué esforzarme si las pantallas me hacen la vida más cómoda? Todo desde mi sillón, desde mi comodidad. Y no sé por qué pero creo que la vida espiritual que no se comparte se vuelve más tibia. Ya no tengo el deseo misionero de llevar la fe fuera de mi círculo más estrecho. De repente veo que me basta con lo que ya tengo. Y es cierto que la fe que no se cuida se muere, la fe que no tiene obras se seca. El otro día escuchaba: «La fe al comunicarla crece». Y así es. Pero ¿cómo se comunica la fe? En ocasiones quiero aprender muchas cosas, leer muchos libros, formarme en aspectos fundamentales de mi fe. Para tenerlo todo claro y que cuando me cuestionen mi fe tenga argumentos convincentes. Y sé que es importante. ¿Podré lograr que alguien se convierta escuchando mis razones bien fundamentadas? Puede que le convenza mi exposición, pero no comenzarán un camino de conversión gracias a mis palabras. La fe se contagia por contacto. Al ver cómo vive alguien surge en mí el deseo de vivir cómo él. Nadie se casa porque valore todos los principios, deberes y derechos de una vida matrimonial. Sin amor nadie da un paso tan importante. Nadie se queda en la Iglesia porque valore mucho tener claro lo que puede hacer y lo que no. Sin amor nada de esto es posible. Lo que atrae en la vida es ver a personas enamoradas de algo. El que ama su trabajo, el que ama su familia, el que ama a Dios y se toca su amor en todo lo que dice o hace. Su amor contagia, enamora y enciende. Un cristianismo seco, sin fuerza, sin pasión, sin amor, no es convincente, no atrae, no arrastra. Los misioneros arrasaron no por tener buenas razones, sino por su pasión al vivir a Dios en su vida diaria, por su forma de tratar a los hombres, por su manera de amar en lo humano. Ese Dios en la carne es el que puede con mis reticencias a seguir sus pasos. Por eso creo que necesito que aumente mi fe. Sin amor mi fe se enfría. Las pantallas pueden mantener el fuego, pero no lo hacen crecer. Son las experiencias de Dios las que aumentan mi amor y mi necesidad de entregar la vida. Sin esas experiencias comunitarias no avanzo, no crezco. El otro día leía: «La fe, cuando se interioriza, cuando se convierte en algo personal, te ayuda a vibrar con palabras cargadas de significados, con sensibilidades compartidas, con formas de abrazar la vida»[2]. La fe es una experiencia individual que crece cuando se comparte. La amistad construida en Cristo es más honda, es eterna. Necesito una fe personal que pueda compartir y vivir en comunidad. Cuando la guardo por miedo a perderla. Cuando no la cultivo porque estoy más cómodo en mi mediocridad, no avanzo, más bien retrocedo. Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Y que me ayude a encender el fuego de mi corazón. Sin salir de casa me seco. Ahora, en la medida de lo posible, puedo cuidar la fe en mi Iglesia. Y ese amor encendido se convierte en semilla de nuevos cristianos. La fe que se comparte se multiplica y se hace fecunda. Hoy miro mi vida y pienso en mis actitudes aburguesadas y acomodadas. ¿Qué puedo hacer para vencer en mí el conformismo? ¿Dónde está el fuego que un día me empujó a hacer locuras de amor por Dios y por María? Tal vez he perdido el fuego de la juventud. El corazón joven no se conforma, no se queda quieto, se pone en camino y sale de su quietud para dar la vida con alegría. Ese corazón alegre es el que le pido a Dios en este tiempo difícil que atravieso. Que nada pueda apagar el eco de su voz en mi corazón. Que nada acabe con mi generosidad para amar hasta el extremo a mis hermanos.

Definitivamente me gustaría tener un corazón como el de Jesús. Bien es cierto que estoy lejos de esa forma de mirar y amar la vida. Me cuesta entender que la cruz me libere, cuando duele tanto la ausencia y la pérdida. No logro acostumbrarme a las muertes prematuras, antes de tiempo. Esas rupturas imprevistas que dejan el alma desgarrada para siempre. ¿Cómo se puede consolar cuando no hay consuelo? La pérdida de un joven en la primavera de su vida o de un niño cuando apenas comienza a dar sus primeros pasos. ¿Cómo se puede explicar el sentido del dolor y el sufrimiento? ¿Qué sentido tiene la vida llena de amarguras? No lo sé. Me cuesta entender que el sufrimiento me acerque a Dios. Siento que el dolor me aleja. Una fisura rompe el sueño idílico del amor de un Padre que me mira con misericordia. ¿Dónde queda la misericordia en la pérdida de aquel a quien más amo? No tiene sentido el sinsentido. ¿Estará todo más claro en el cielo? Puede ser que entonces ya no haga falta formular esas mismas preguntas que ahora, en este camino, me acompañan. Me quedo de momento sin palabras. Jesús amó la vida. Su corazón humano, sin pecado, en armonía, sin fisuras, amó la vida. Amó el amor. Amó las risas y las tardes compartidas. Amó la compañía de los seres queridos. Amó la ternura y la compasión, los abrazos y las caricias. Jesús era hombre y amó todo lo que el hombre ama. Amó la familia y los ratos de fiesta. Las alegrías cotidianas, las más sencillas. Por eso un día convirtió el agua en vino, cuando tal vez no fuera tan necesario. Porque amaba lo que el hombre ama. Quiero asemejarme a Jesús en su forma de amar y vivir la vida. Siempre en presente. No eligiendo lo malo, amando lo bueno. La vida tiene dolor e incomprensiones que el corazón ha de besar en algún momento, aunque duela el alma. Me adhiero a su corazón herido. Me inscribo en la fisura que las heridas del hombre dejaron en su corazón. Esa lanzada clavada en su pecho muerto en la cruz. Ahí me introduzco para que Jesús moldee mi corazón a su imagen. Necesito un corazón tan puro como el suyo. El P. Kentenich decía: «Le regalo a Dios mi corazón y le digo: - Dios querido, tienes que ayudarme a que mi corazón permanezca también puro, que no me dé a los demás de forma tan dura, cruel y desmotivada. Una piedad sana hace que mi cuerpo y mi alma estén sanos»[3]. Un corazón que mira la vida y a los hombres con pureza. Sufre con lo que el hombre sufre. Y se indigna con las injusticias. No tolera las mentiras. Se rebela contra la soberbia, la arrogancia y el orgullo. El corazón de Jesús no entiende de compromisos a medias ni de medias verdades. O ama por entero o no ama. Pero nunca ama con condiciones como yo intento a menudo. Perdona sin guardar rencor, sin resentimientos. Ese corazón es el que quiero. Un corazón puro, grande, ancho, aunque no entienda todo lo que sucede. Aún sin tener explicaciones para los sinsentidos de mi camino. Un corazón sin amargura porque confía. Decía Sta. Margarita sobre el sagrado corazón de Jesús: «Este Corazón divino es un abismo de todos los bienes, en el que todos los pobres necesitan sumergir sus indigencias: es un abismo de gozo, en el que hay que sumergir todas nuestras tristezas, es un abismo de humildad contra nuestra ineptitud, es un abismo de misericordia para los desdichados y es un abismo de amor, en el que debe ser sumergida toda nuestra indigencia». En el corazón de Jesús todos caben. Porque no quedan fuera los que piensan distinto. Todos tienen su lugar y son amados hasta el extremo. Me gusta ese corazón de Jesús que me mira sin juzgarme y me acepta como su hijo más querido sin ponerme condiciones. Así es el corazón que yo quiero ver replicado en mi interior. Un corazón manso y humilde que mira admirado al prójimo y siempre ve en el hermano alguien de quien aprender. Un corazón alegre, porque Jesús tenía el alma llena de gozo. Un corazón pleno que acepta la vida como es sin pretender que sea diferente. Quiero un corazón paciente, tranquilo y calmado. Para que muchos encuentren en mi interior la paz que les falta. Un corazón que integre a los que son diferentes y reconcilie a los que están enemistados. Un corazón veraz que hable desde la verdad y acepte desde el perdón más hondo y verdadero. Me gusta pensar en ese corazón de Jesús que me acaba cambiando por dentro. Y me enseña a tener sus mismos sentimientos. No es tan fácil besar la cruz que no entiendo y aceptar la enfermedad que se lleva a seres queridos. No entiendo el dolor de historias rotas que no encuentran un camino para sanar las heridas provocadas por la vida. Sueño con un corazón grande que albergue sueños inmensos y confíe siempre, sin saber lo que vendrá a la mañana siguiente. Quiero tener el corazón de Jesús inscrito en mi pecho. Grabado su nombre en mi alma y en mi corazón sus mismos sentimientos. Ese deseo de dar la vida amando hasta el extremo. Esa mirada compasiva que acepta a todos sin poner límites. Esa actitud positiva y alegre que en cada dificultad ve un desafío para luchar más, para amar más, para inventar algo nuevo.

Dios es el dueño de todo lo que existe. Todo le pertenece. Es el Creador del mundo tal como es. Ha creado ese mar inmenso que me conmueve siempre que lo contemplo. Hoy escucho: «El Señor habló a Job desde la tormenta: - ¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puse nubes por mantillas y nieblas por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, y le dije: - Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas?». Dios es todopoderoso y todo lo hace bien. Lo puede todo, lo pequeño y lo grande. Domina el mar inmenso, el cielo sin límites, el desierto que se pierde en el horizonte. Abraza con amor las olas y las mareas. La luna y el sol. Y las estrellas. Todo está en su mano y todo lo ha besado con su aliento suave. Más aún le importan a ese Dios al que amo la vida pequeña de los hombres y la de todos los animales. Hasta el más pequeño e insignificante de las creaturas descansa en su regazo eterno. Todos le importan, nada se escapa de su mirada y de su amor infinito. Me emociona siempre esa mirada de amor que Dios posa sobre mi vida. El ojo del Padre es un símbolo que me habla del amor de Dios Padre. Es ese amor un amor creador, paternal y cuidadoso. Dios me crea y no se desentiende de mí. Siempre me cuida porque le importa mi vida. Dios es ese ojo que todo lo ve, lo contempla y lo admira. Dios admira mi propia vida, la vida que Él mismo ha creado. No me vigila, sólo vela por mí para que no caiga. Y observa conmovido mis pasos. Le importa todo lo que me pasa. Dios crea las tormentas y pone paz en ellas mientras gobierna mi existencia. Todo está en su mano y nada queda fuera de su Providencia. Me ha creado por amor y todo sucede por amor. Así guía mis pasos y los conduce a un puerto seguro. Ni un pelo de mi cabeza se cae sin que Él lo permita, sin que Él se fije y se apene. Nada sucede sin que Él lo sepa. Eso me alegra. Mi vida está en sus manos. Todo lo malo y todo lo bueno. Lo difícil y lo fácil. Todo sucede en Dios y fuera de Él nada ocurre. Pienso así y no acabo de comprenderlo todo. ¿Cómo puedo entender el mal de este mundo y las desgracias que suceden sin traer consigo ningún bien? ¿Cómo puedo aceptar la muerte accidental de un niño, la enfermedad de un inocente, la desaparición de un ser querido? Me parece injusto el mal que no trae consigo ningún bien. Dios es bueno y bueno es todo lo que Él hace. Y yo debería ser capaz de darle gracias a Dios por todo lo que me sucede. No lo hago porque me creo con derecho a tantas cosas que son un don de Dios. Hoy rezo: «Gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres». Quiero aprender a ser agradecido con los bienes y males que recibo en mi vida, con todo lo que me pasa. Es Dios un Dios que me ama y navega conmigo en mi barca, nunca se baja de ella. Me sostiene en medio de la tormenta: «Entraron en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas.  Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano. Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto; subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el marco. Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto». Alabo a Dios por las obras grandes que hace en mí cuando calma mis tormentas. Me sostiene siempre en mitad del dolor. En las cruces que sufro me anima y levanta. Quiero aprender a dar gracias por todo lo que me pasa. Ese tendría que ser el sentido de mi vida. Gratitud por lo que he vivido, por lo que tengo. Vivir sin esa actitud agradecida me vuelve exigente y rencoroso cuando no consigo lo que deseo, cuando no me basta todo lo que tengo. En el fondo siempre quiero más. Mi inconformismo me quita la alegría y la paz. Decía el P. Kentenich: «No tenemos que tomar todo como evidente que tengamos qué comer y qué beber, ni decir tampoco: yo mismo me lo he ganado, yo mismo me he inquietado y me he movido. Dios está detrás de todo. Por eso, debo aprender a decir de nuevo: - Que Dios te lo pague, y aprender a decir, por cada éxito en los negocios: - Muchas gracias»[4]. Y también quiero aprender a dar las gracias por las cosas no tan buenas que me tocan vivir. Las pérdidas y los fracasos. Las derrotas y las ausencias. Gracias también porque en medio del dolor puedo mirar al cielo con esperanza y saber que Dios me quiere con locura y no me dejará nunca. Camina a mi lado y me sostiene incluso cuando estoy a punto de desfallecer. Él está a mi lado, conmigo. Me guía con amor, me sostiene con ternura. Le importa lo que me pasa. Nada es indiferente para Dios. Ese amor tan grande lo veo cada día, lo acaricio cada hora que respiro. Él no quiere mi mal, ni me manda algo malo para educarme. Ese no es el Dios en el que creo. Es más bien un Dios misericordioso que no se baja de mi vida, de mi cruz, en los momentos peores. No hace todos los milagros que le pido. Pero no me suelta de la mano sin dejar de recordarme que soy su hijo más querido. Aunque yo no entienda tantas cosas que me suceden, Él sigue a mi lado.

Quiero aprender a confiar en el Dios de mi vida. Necesito esa actitud de abandono. Quiero ser capaz de seguir navegando en medio de la tormenta sin dudar, guardando los miedos, entregando la vida. Hoy los discípulos tienen miedo y desconfían: «Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole: - Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?». ¿Cómo puedo aprender a abandonarme en el amor de Dios? ¿Cómo hago para soltar el timón y dejar que Dios lo tome en sus manos? No es tan sencillo. El huracán, las olas, el frío, el viento y mis dudas. Todo parece contrario a lo que quiero. En ese momento sólo quiero sujetar mi barca, calmar los vientos y acabar con los miedos. No es posible. Miro a Jesús y duerme. ¿No le importa mi vida? El miedo es fuerte en el alma. Es como una cadena que se aprieta y no me deja respirar. Hay miedos evidentes. El miedo a lo desconocido, el miedo provocado por la incertidumbre de un futuro abierto, el miedo que me da perder lo que hoy poseo y me hace feliz. El miedo a la derrota, al fracaso, a la persecución, a la crítica y a la condena. El miedo a no ser amado tanto como yo amo. El miedo a perder la salud que hoy me permite navegar feliz mis mares. El miedo a una soledad no deseada. El miedo a perder los sueños y que se vuelvan imposibles. El miedo a empezar de nuevo, desde cero y resurgir desde las cenizas. El miedo a perder a quiénes más amo y ver cómo se alejan rumbo al cielo. El miedo a no ser requerido, preguntado, buscado. El miedo al descrédito y al olvido. El miedo a no ser feliz en esta vida haciendo lo que hago. El miedo a poner en duda todo lo construido hasta ahora. El miedo a que alguien rompa mis seguridades y penetre en mi lugar más cómodo y seguro. El miedo a las tormentas no deseadas, no buscadas, ni soñadas. El miedo a no ser yo el dueño de mi vida y dejar así que el control de todo lo tenga otro. El miedo a que alguien decida por mí y asuma el mando de una vida que pensaba yo que la tenía bajo control. Mi barca a la deriva en un mar revuelto. Sin saber bien si la playa a la que arribaré será la misma que un día soñaba. Y si la tierra prometida y dorada que perseguía no es aquella en la que atraco después de la tormenta. No tengo claro lo que sería vivir sin miedos o al menos con la calma inmensa de saber que estoy donde tengo que estar. A veces pienso que debería hacer otras cosas diferentes a las que hago para avanzar, para mejorar y reinventarme. Pero no lo consigo. La vida no es como yo quisiera y me pueden mis hábitos adquiridos y los miedos a emprender algo nuevo que acabe con mis fuerzas. Comentaba el Papa Francisco en la Pandemia: «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. [...] Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos»[5]. La tormenta con sus amenazas me une a los que están conmigo. Me vuelvo vulnerable. El miedo es más fuerte en mí cuando me siento débil, cuando veo que no soy dueño de mi vida y no puedo lograr lo que me propongo. Es sano verme vulnerable y frágil. Dejo de sentirme por encima de todos, poderoso y dueño de mi vida. Acaricio la dureza del camino y mi fragilidad se vuelve manifiesta. En esta pandemia ha sido más potente la incertidumbre. Y el oleaje del mar me ha mostrado la debilidad del armazón de mi barca. No puedo resistir todos los vientos. No logro hacer frente a todas las olas. El miedo a la muerte se impone por encima de los miedos. El miedo a no poder despertar a un nuevo día. El miedo a que una enfermedad apague mis fuerzas y me sienta débil y frágil. El miedo a no estar a la altura de los sueños que un día empujaron mis velas en hondos mares. El miedo a perder, el miedo a no vivir como deseo, el miedo a que nada salga como esperaba. El miedo forma parte de mi vida y no puedo pretender vivir sin él. Pero cierto es que puedo vivir con paz aún con miedo. Pacificada mi alma y en calma. Tranquilo sabiendo que todo está en las manos de Aquel que me ama con locura. Tengo pocas certezas en mi vida. Sólo algunas. Amores humanos que percibo como roca en medio de las olas rompiendo contra ellas. Amores humanos y el amor de Dios que un día irrumpió en mi vida, en mi barca, para mostrarme caminos diferentes a los que yo buscaba. «Vamos a la otra orilla». Me dijo. Y yo me dejé hacer por la fuerza del viento de Dios para surcar aguas ignotas. Y sentí en la piel el dolor del calor y la sal que me hacía confiar en medio de las aguas. Y así lo hice, con miedo y sal, con paz y llanto. Recorrí esos mares desconocidos guiado de su viento, de su mano. El temor y la paz conviven en mi alma. Y siento que me calmo al notar cerca su aliento. El de Dios, no dudo.

Jesús duerme y los discípulos, que tienen miedo, lo despiertan para que los socorra: «Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: - ¡Silencio, cállate! El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: - ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?». Me falta fe en el poder de ese Dios que va conmigo. Parece dormido aunque va conmigo. No hace nada. ¡Cuántas veces he criticado esta aparente indiferencia de Dios! Parece que nada de lo mío le preocupa. No se asusta con mis miedos. No soluciona mis problemas. No me socorre en mis angustias. Duerme Jesús en mi barca y yo tengo miedo de la vida en el mar revuelto. Me asusta la vida que no puede estar bajo mi control, en mis manos. Los días que traen tormentas e inquietan mi presente y mi futuro. Ese sueño de Jesús me angustia. Quisiera que siempre estuviera atento y yo pudiera verlo y tocarlo, palpar su interés y su preocupación por mí. Es como si pensara que no es grave lo que para mí parece tan importante. Es como esos padres que sonríen al ver los miedos de un niño. Son miedos reales, al menos yo los siento. Y no quiero que Jesús sonría condescendiente pensando en su corazón que me preocupo en vano. Porque es en vano, yo no puedo calmar los vientos ni apaciguar las olas. Sólo Jesús puede cuando despierta con mis gritos y ve mi desesperación. Por eso no dejo de gritarle aunque luego me llame cobarde. Es verdad que me falta fe. No confío en mi Jesús dormido en el extremo de mi barca. Parece tan tranquilo y yo tan nervioso. Quisiera que Él sufriera un poco con mis miedos. Pero no, permanece en paz y sereno. Duerme mientras yo sufro. Me gustaría ser como Él en las grandes noches de mi vida. Allí cuando yo me desvelo y no concilio el sueño, me gustaría poder dormir. Allí cuando intento controlarlo todo y sujetar la vida, quisiera confiar como un niño abandonado en las manos de su padre. No sé confiar, tal vez porque he sido herido o han dañado mi inocencia cuando confié en los hombres y en Dios. Y me sentí defraudado y solo. ¿Cómo se puede confiar de nuevo? Creo que sólo si confío voy a ser feliz. Si creo en la bondad de las personas. Si no veo el mal escondido detrás del bien aparente. No quiero vivir en la desconfianza sin abrir mi alma de nuevo por miedo a ser otra vez herido. Si una vez me han abandonado, no quiero pensar que siempre va a suceder. Quiero pensar que la vida es un don que Dios me hace y creer que está Dios conmigo cada día. No importa que parezca dormido. Él va a mi lado cuidando mi vida. Lo único que quiere es que confíe. Es mi gran arma, la confianza en los hombres y en Él. Ese abandono de niño en las manos de su padre. Esa actitud abierta ante la vida, ante el futuro. Temo y confío. Me da miedo la vida y dejo todo en las manos de Dios. Él sabe lo que me conviene, lo que es mejor para mí. No sirve que me aferre a una cadena por miedo a caerme, cuando es el único camino que tengo para emprender una nueva vida. Quiere que me suelte y crea que al final del túnel, en el fondo del precipicio, están sus manos seguras dispuestas a abrazarme. Escribe Rafael Luciani: «Las palabras que usamos al orar y dirigirnos a Dios revelan nuestra imagen de Dios. Pero también revelan la propia honestidad, sinceridad y transparencia de cómo vivimos nuestra relación con Dios y con los demás. Jesús nos enseña a discernir qué palabras, frases, actitudes son la base de nuestra oración diaria a Dios. Las palabras que Jesús usó expresan la confianza ciega en Dios. Todo es posible para Él». Mi oración expresa cómo es el Dios en el que creo. Me gustaría creer ciegamente en su amor. Confiar y abandonarme. No importa morir si sé que es la única forma de resucitar. Él está esperándome para emprender el vuelo. Lo que quiere es que viva confiando cada día en el Dios de mi vida. Lleno de confianza y gratitud: «Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia». Agradecido y admirado de su poder. Mi Dios es un Dios que todo lo puede, todo lo soluciona, todo lo salva. Lo alabo y admiro. Cuida de mí como la piedra más preciosa, como el hijo más valioso. Decía el P. Kentenich: «Ahora nos dejamos regalar alas de águila y dejamos que, en lugar de los remos o junto a los remos, el Espíritu Santo despliegue las velas. Entonces esperamos del Espíritu Santo la gracia de caminar con Dios a través del quehacer del día y de las situaciones más difíciles»[6]. Me gusta ese Dios que camina un paso delante de mí, despejando el camino. Me da paz en la tormenta. Descansa a mi lado seguro de que todo va a ir bien. ¿Para qué me inquieto y pierdo la paz? Confío y descanso en su voluntad que siempre es el mejor camino. Confío, nada puede salir mal si Él está conmigo.

 



[1] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

[3] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[5] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[6] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

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