Homilía del padre Carlos Padilla - 20 de septiembre de 2020

Domingo 20 de septiembre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXV Tiempo ordinario

Isaías 55, 6-9; Filipenses 1,20c-24.27a; Mateo 20,1-16

«¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»

20 septiembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de ambientes. Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Donde la ayuda al hermano es siempre lo primero. Donde la paz reina»

No sólo la muerte y la enfermedad me incomodan e inquietan. La misma vida que tengo por delante se convierte en un problema. No sé qué hacer con mi vida, no sé cómo vivir el presente y soñar el futuro. A menudo no encuentro un sentido, una razón, un camino seguro y válido. ¡Cuántas veces veo a personas que viven su vida sin un rumbo, sin claridad sobre lo que han de hacer, sin paz en el alma! Deja de ser un problema la muerte. Y es la propia vida la que incomoda. ¿Cómo se programa la vida para que funcione bien? ¿Cómo se delinea un futuro y se levantan los cimientos de mi camino para que resistan firmes en medio de los vientos? Vivir puede llegar a ser una tortura. Enfrentar un nuevo día. Soñar con mi vida dentro de años. Mientras me toca darle el sí al sol que amanece. No es tan fácil comenzar de nuevo. Reinventar mis pasos. Abrazar mis horas con un corazón alegre y confiado. El problema es entonces aprender a vivir. Sólo cuando sé vivir la muerte es un problema. En ese momento me angustia perder el camino que amo, los pasos que me enamoran. Me han abandonado en el mundo sin un manual de instrucciones. Simplemente me han aconsejado que siga lo que manda el corazón. Pero el corazón a menudo se equivoca. Desea lo que no le conviene y se obsesiona con lo que no le da paz. Y vive angustiado por los caminos de la vida. Mi pobre corazón que está hecho para el amor y se queda a veces atado en rencores y en heridas. Aprender a vivir no es tan sencillo. Encontrarle un sentido a todo lo que hago. Disfrutar lo que tengo sin echar de menos lo que me falta. Valorar las ventanas de luz que se me abren en la noche. Como esas estrellas rebeldes que pretenden iluminar mi camino. Quisiera amar sin retener. Querer bien sin exigir lo que no me pueden dar. Sonreír incluso cuando broten las lágrimas por el dolor. Acariciar mis heridas sin sentir que son injustas. Sobreponerme a los golpes y tener esa resiliencia que mi alma anhela. Aprender a comprender las razones de los otros, aunque no las comparta. No vivir pensando que el mundo me debe algo, la vida, Dios mismo. Dejar de pensar que estoy tirando mis horas y mis días cuando realmente son oportunidades que tengo ante mis ojos. Empezar a andar con paso firme sin volver atrás la mirada añorando días mejores. Amar a los que Dios pone a mi lado, sin cuestionarle a Dios el por qué de su presencia. Aceptar la enfermedad y la muerte como el peaje de toda vida. Descubrir que yo mismo no le puedo dar sentido a mis pasos. Que hay un Alguien oculto en el camino hacia el que yo avanzo torpemente. Pero no es fácil descubrirlo porque mis pasos son torpes, finitos, lentos. Tengo mi alma rota, mi vasija quebrada. Tal vez por eso a veces no sé encontrarles un sentido a mis pasos doloridos. Y me cuestiono la vida y el por qué de tantas cruces. El dolor de las heridas. Cuando los japoneses reparan objetos rotos, enaltecen la zona dañada rellenando las grietas con oro. Creen que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso. El pasado con su dolor me embellece. Las heridas causadas me hacen más hondo, más maduro en mis grietas. Y ese oro de la vasija la hace más valiosa. Antes de las heridas valía poco, era igual quizás a otras muchas vasijas. Pero después, la forma en que está rota, las grietas que la recorren le dan una entereza nueva. Su historia es sagrada. Es más bella, más valiosa. En mi historia encuentro el sentido de mis pasos. En mis decisiones y en mis fracasos. En mis éxitos y en mis logros. En el amor recibido y en el amor entregado. En el amor que me han negado, en el que deseándolo nunca lo tuve. Toda esa historia mía está llena de oro, que tapa con cuidado las profundas heridas de mi alma. Soy muy distinto al niño que miraba sonriendo al comenzar sus primeros pasos. Ese niño sin heridas. Puro, virgen. Ahora soy mejor, más hondo y verdadero. He sufrido, amado, reído. Y el sentido está escondido en los pliegues que duelen de mi alma enferma. Y sé que voy bien por donde voy sin tener que cuestionar lo que ahora vivo. Sólo deseo aprender a vivir con una mirada ancha y un corazón humilde. Sin exigirle a la vida lo que no puede darme.

Un día siendo joven me enamoré de María. Fue casual, o no, ya no lo recuerdo bien. Eso sí, fue sagrado, fue tocar el cielo en la tierra y dejar volar mi alma. Fue Ella y no yo. Ella ya estaba allí, esperándome. Yo no la conocía. Incluso tal vez la huía. Pero poco a poco sin yo saberlo sentí su abrazo por la espalda, de repente, como si nada. Fue un descuido, bajé la guardia. Y ahí brotó mi primer amor por Ella, por Jesús, por la vida, como un fuego intenso dentro del alma. Fue un amor más hondo, y más sencillo. Me enamoré entonces de un Schoenstatt cálido y libre que captó mi alma con vocación de vuelo. Y soñé alto con cumbres altas, desde las que poder ver un mundo inmenso. Caminé despacio para no equivocarme y no perder el ritmo, dejándome llevar por los que caminaban a mi lado. Y me descalcé de pronto, para no ir tan seguro, tan protegido. Aparté de mí todas esas ropas de lujo que me ataban y entorpecían mis pasos rápidos. Caminar descalzo es todo un reto, una aventura, todo se vuelve liviano. Me enamoró la vida que no se me imponía, con muy pocas normas, sin muchos gritos y muchas sonrisas. Me enamoró la sencillez, la libertad para seguir yo mi camino, sin querer que otros siguieran mis pasos. No me exigieron un molde en ese Schoenstatt de entonces, cuando me enamoré muy hondo, muy joven. No había una única forma de ser cristiano, de ver la vida, de ser mariano, de aspirar a ser santo. No había que decir las mismas cosas, ni repetir consignas comunes, ni hablar de cosas parecidas, con la única pretensión de no desentonar de un grupo. No había que pensar como otros pensaban, para sentirme parte de ellos, de un mismo grupo. Me enamoré de una familia que me acogía como yo era, en mi verdad, sin querer cambiarme. Parecía un milagro. Me enamoré de un lugar en el que el poder no era lo importante, ni el número de miembros y asistentes, ni el prestigio y poder de sus creyentes, ni los éxitos y el poder económico, ni los logros apostólicos logrados. Aprendí simplemente a ser útil antes que importante. Y valiente antes que cobarde, para decir las cosas, para ser audaz en mis vuelos. Descubrí que dando me volvía más rico, y siendo yo mismo, de repente, era más sabio. Aprendí a volar por encima de cotas mediocres en las que antes me sentía tan cómodo. Descubrí el rostro de un Dios misericordioso, que me amaba y me perdonaba. No un pecado, sino todos. No una vez, sino siempre que caía de nuevo. Era todo tan frágil. Y se grabó en mi alma lo que el otro día escuchaba: «No hay un corazón más perfecto para Dios que un corazón enamorado». Yo estaba enamorado de esa vida nueva que lo cambiaba todo. La forma de mirar, de escuchar, de sentir. Y caminé con fuerza, sin importarme la lucha. Me atrajo en su momento esa rebeldía sana de los corazones jóvenes, que no busca la comodidad ni se queda en el conformismo. Volví en mi alma al comienzo de mi propia historia santa, a esa orilla de mi vida en la que dejé varada mi barca para surcar mares hondos. Descalzo, sin seguros. Allí donde el corazón se hace niño de repente, otra vez, un alma sencilla. Y me volví pobre, alegre y libre. Volví en mi interior al día en el que todo era más sencillo y no había que hacer nada especial para demostrar algo. Yo me enamoré de una vida sencilla y familiar, de una atmósfera que me ayudaba a crecer y a querer dar la vida. Un viento que tiraba de mí hacia el cielo haciéndome sembrar el paraíso con mis manos pobres. Vuelvo súbitamente a pensar en ese lugar en el que me enamoré un día siendo tan joven. No sabía lo que hacer con mis días. No quería perder la pasión por vivir. Me miro ahora en la mitad del camino. Y  no quiero encerrarme y dejar de soñar, perdiendo la vida. No quiero pensar que no puedo hacer nada más por cambiar este mundo, empezando conmigo. No sueño con un lugar perfecto y acabado, en el que todo esté dicho. No creo en una santidad de vitrina, que se conserva por miedo a perderla, en la que todo se guarda para que nada se muera. No creo en una santidad en la que todo encaja, porque eso sólo en el cielo será ya pleno. Prefiero vivir por los caminos soñando hondo, cansado a veces, caído otras. Prefiero luchar hasta perder el aliento antes que conformarme con esperar a ver qué pasa. Prefiero una vida herida antes que una vida perfecta, sin manchas aparentes. Prefiero el desorden al orden perfecto que aprisiona mi alma. Me enamoré de ese Dios que respeta mis tiempos, ama mis debilidades y me sostiene cuando ya no puedo. Me enamoré de ese santuario en el que podía entrar siempre, sin tener que estar a la altura. Soñé con una santidad valiente, no inmaculada. Me atrajo ese Dios de la vida que conocí recorriendo caminos, siendo peregrino. Un Dios caminante, de abrazo fácil, mirada ancha y sonrisa constante. Me gustó ese Dios humilde que no se imponía exigiendo normas. Me enamoró la vida que se partía, como la de Jesús, en la cruz, en la última cena. Y decidí seguir los pasos enamorados de un sueño que se hizo claro dentro de mi alma, para siempre. Y aprendí a no juzgar, sin importarme demasiado el hecho de ser juzgado. 

Me dicen que el cristianismo se ha contagiado siempre por envidia. El que no cree ve la forma como vive el que sí cree y se admira. Veo al creyente enamorado de Dios y pienso que me gustaría tener su fe y su amor. Surge la envidia. Quiero ser como él es para poder enfrentar la muerte con la misma entereza, y la enfermedad, y la incertidumbre. El creyente, el que de verdad ama a Dios, despierta mi envidia. No cualquier creyente, no cualquier cristiano. Tiene que ser una fe transformada en vida. Y no me refiero tanto a su comportamiento perfecto, correcto, impecable. Eso quizás no despierta tanto la envidia. Me refiero a otra cosa. Se ve, se huele, hay formas de vivir que despiertan vida. Una forma diferente de mirar a los demás. Un respeto que viene de Dios. Una pasión por la vida que es algo sano y hondo. Una manera de vivir en la dificultad, en las incertidumbres. Jesús no atrajo a nadie por cumplir todos los preceptos de la ley. Fue otra cosa. Fue su forma de mirar, de hablar, de vivir, de amar. Fue su manera de vivir tan diferente, tan única. Cumplir normas morales puede resultar hasta sencillo, exige esfuerzo, cierto, pero es posible. Me pongo rígido y voy cumpliendo una tras otra. Ahora esta norma, luego esta otra. Pero eso no cautiva, no enamora, no atrae. Es algo diferente que a veces no alcanzo a ponerle nombre. Es una presencia del Espíritu que hace diferente a esa persona. Un toque de Dios como con un dedo que ha cambiado su corazón para siempre. Entonces surge la envidia sana. Deseo en mi vida ese mismo toque de Dios. Deseo mirar así, para tener más paz, para dar más paz. Ser santo no es un fruto de mi abnegado esfuerzo. Y eso que en mi vida tengo que hacer muchos esfuerzos. Porque la vida es exigente y el amor demanda que me rompa, que me parta por los demás. Pero creo que la santidad que a mí me enamora es la que veo en algunas personas. Lo hacen todo fácil, aun siendo difícil lo que pretenden. Siempre tienen palabras sabias sin buscarlo. No se creen especiales, y lo son sin saberlo. Dimanan una luz que no es suya, no son sus talentos extraordinarios, ni su inteligencia fuera de lo normal. Es algo diferente. Una paz que no viene de ellos. Una alegría que no es forzada. Una esperanza que va más allá de cualquier miedo. Saben mirar con optimismo cuando el cielo es oscuro. Y sonríen abrazando con miedo, porque son humanos, los pasos que dan temblando. Me gusta esa humanidad abrazada por la gracia. Sus pecados lavados. Su alma impura llena de pureza. Me desborda la paradoja de su vida. Sonríen mientras les duele. Perdonan mientras caen por el dolor de la herida. Abrazan mientras los golpean. Y miran a Dios ante cada paso que dan, ante cada decisión que toman. Mi envidia es sana, sólo quiero ser como ellos. Quiero el don que tienen, la gracia que los transforma. Decía el P. Kentenich: «Una aspiración individual y comunitaria a una santidad heroica. Una aspiración de tal naturaleza solo es posible cuando los dones del Espíritu Santo se despliegan sin obstáculos»[1]. Necesito dejar que el Espíritu Santo actúe en mí venciendo los obstáculos que pongo en mi debilidad. La envidia que tengo hace que no deje de luchar por allanar el camino. Yo pongo de mi parte tratando de cuidar la intención que me mueve por dentro. No busco ser yo el centro, el primero. Dejo que sea Dios con su Espíritu el que me vaya cambiando. La santidad que anhelo es la que vive la vida como un paso hacia el cielo. No se trata de cumplirlo todo sino de hacer mejor lo que Dios me pide. Hacerlo con alegría. Vivir anclado en el cielo, navegando hondo en los mares de mi alma, en los mares de Dios. Me gusta esa sonrisa amplia de los santos. Esa mirada misericordiosa que siempre tienen. Esa paz que no sé de dónde la sacan. No hacen todo bien, no cumplen con todo. Eso también me gusta. Porque a veces me parece que no puedo cometer errores, tomar caminos equivocados o desviarme lo más mínimo. Y esa férrea tensión y disciplina acaban matando mi ánimo. Me gusta más esa santidad que es pertenencia. Que se mueve en el juego del perdón constante y no se dedica a esquivar grandes pecados. Un confesor le preguntaba a una persona con mirada pura: «¿Y no tienes nada que sea materia grave de confesión?». Ella sólo había mencionado su egoísmo como actitud del alma. El confesor esperaba pecados más concretos. «Eso es sólo un sentimiento», le dijo. Eran quizás dos miradas enfrentadas. Dos puntos de vista muy diferentes. Me despierta envidia esa sensibilidad que era capaz de ver egoísmo donde yo sólo veo entrega. Y era incapaz de mencionar hechos dignos de una gran penitencia, tal vez no los había. Esas almas puras a mí me enamoran y despiertan en mi corazón el deseo de dejarme tocar por Dios hasta lo más hondo. Sólo así mi mirada será más verdadera.

Jesús me invita a trabajar en su viña. Esa imagen siempre me ha gustado. Él sale a mi encuentro y viene a buscarme para que trabaje a su lado: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: - Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: - ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar? Le respondieron: - Nadie nos ha contratado. Él les dijo: - Id también vosotros a mi viña». Me gusta la viña en la que tengo un lugar y puedo trabajar. Quiero trabajar al lado de Jesús, que Él esté en lo que hago, en mi misión diaria. No quiero trabajar sin Él, sin tomarle en cuenta a Él. El gran desafío en la vida es encontrar ese lugar en el que puedo desplegar mis talentos y ser feliz trabajando en su presencia. El trabajo es una necesidad del corazón. Necesito encontrar ese lugar en el que soy útil y necesario para Dios, para los hombres. Sé que no hay nada más indigno que esos trabajos que no respetan mi dignidad. Trabajos en los que se explota a los que trabajan por necesidad, para mantener a su familia, para sobrevivir. Jesús quiere que tenga un trabajo que me dignifique como persona, que me haga feliz. Una ocupación que saque lo mejor de mi alma. Que permita que mis talentos se exploten y sean útiles para muchas personas. ¡Cuántas personas conozco que no son felices haciendo el trabajo que hacen! ¡Cuántos buscan trabajos dignos y justos! No es tan sencillo tener un trabajo justo. Un trabajo que me permita conciliar mi vida familiar y mi vida laboral. Dios me ha confiado una misión en la vida y quiere que la realice, que no me quede quieto al borde del camino. Él ha pensado un camino para mí, una forma de vivirlo en la que sea pleno. Sé que no todo se reduce sólo al trabajo que realizo. Mi misión es más amplia y tiene que ver con mi vida personal, familiar, laboral, todo va unido. Lo abarca todo, lo integra todo. No basta con la inteligencia racional, con la capacidad para especular, para pensar soluciones a los problemas que se me presentan. Eso no basta para llevar una vida plena. No basta con ser brillante a la hora de exponer cualquier tema. Sin inteligencia emocional no soy nada. Las personas más felices no son las que han conseguido el puesto más alto en una empresa o han triunfado a nivel profesional. No es más feliz el que más gana. La felicidad y la vida lograda va más allá de mi trabajo. Pero es cierto que lo que hago en mi trabajo importa y mucho. Necesito encontrar un lugar en el que echar raíces, una misión clara en mi vida en la que me sienta útil. Es eso más valioso que ser importante. Por supuesto todo tiene que estar integrado en una vida plena en lo familiar, en lo afectivo, en mi desarrollo espiritual. La vida está llena de trabajos que realizo durante el día. Desde que me levanto hasta que me acuesto trabajo, sirvo, hago cosas por los demás que podrían ser consideradas parte de mi trabajo. Dios me invita a su viña que es la vida en la cual puedo entregar lo que soy, lo que tengo. A menudo la sociedad me invita a ver como trabajo sólo lo que tiene un precio, lo que es bien valorado, lo que brilla, el trabajo remunerado. Y deja de apreciar los trabajos que no son vistosos o no están bien pagados o directamente no son pagados. El trabajo en la casa, la limpieza del hogar, el hacer la comida diaria y lavar la ropa, el cuidar a los hijos, el atender a un familiar enfermo, el cuidar a los propios padres, el servicio en voluntariados, sirviendo a los más necesitados. Parece que no son trabajos importantes porque nadie paga nada por ellos. Todo lo que parece gratuito es como si no contara como trabajo. Hoy Jesús me invita a trabajar en su viña. Y ese trabajo tiene que ver con todo lo que hago en mi vida. Trabajo por Él cuando cuido mis relaciones personales, cuando ayudo a los que me necesitan, cuando sirvo en el silencio, en lo oculto. Trabajo en su viña cuando acepto su voluntad en mi vida y me pongo a su servicio. Cuando amo de forma desinteresada sin buscar sólo mi bien, mi provecho. La viña es la vida, mi vida como misión, como lugar para entregarme y amar a mi hermano. Decía el P. Kentenich: «No simplemente lo grande, ni lo mas grande, sino lo mas excelso ha de ser el objeto de vuestras aspiraciones». Mi corazón debe amar, ser generoso, ser creativo allí donde Dios me invita a dar la vida. Me viene a buscar cuando vivo lejos de Él, sin entregarme, sin crear con mi vida ambientes en los que el amor de Dios pueda crecer. Lugares en los que se respiran altos ideales y la vida tiene belleza y hondura. Ojalá pudiera siempre crear a mi alrededor este tipo de ambientes. Donde la competitividad no enturbia el ánimo. Ni las envidias, ni los egoísmos. Donde la ayuda al hermano es siempre lo primero. Donde no hay violencias ni iras. Donde la paz reina.

Me parece injusto lo que Jesús me propone. Es verdad que el dueño de la viña puede hacer con lo suyo lo que quiera, pero parece injusto: «En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: " Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: - Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: - Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno. Él replicó a uno de ellos: - Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?». Lo escucho y me parece injusto. ¿Acaso no trabajaron más los del principio del día? Sí. Así fue. Entonces, ¿por qué no les pagó más? No es así. Dios ha prometido un denario. Me lo ha prometido a mí, a todos. ¿Qué más da el momento en el que me convierto y me acerco a Dios? Lo importante es estar en la viña, con Cristo, no importa la hora a la que llegue. Vale más llegar pronto que tarde. El que lo hace al final del día se ha perdido muchas horas de alegría, de descanso, de paz. El pago es el mismo, pero la vida que vivo no es la misma. El que estuvo al borde del camino, o en la plaza sin hacer nada se perdió la posibilidad de llevar una vida plena, con un sentido. Llegar tarde es una pérdida, da igual que al final me paguen lo mismo. A veces los cristianos parecen que viven a regañadientes en la Iglesia. Peleados con las normas a las que se someten libremente. Haciéndolo todo bien como si ese hecho fuera en sí una tortura. No ven el hecho de ser cristianos como una alegría, sino más bien como una carga. Esa forma de ver la fe es limitante y pobre. Me han prometido el mismo pago, la felicidad eterna. Pero no importa cuando llegue a la casa. En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor reclama a su padre por su actitud con el hijo pequeño que ha dilapidado su fortuna lejos de casa. Pero ese hijo ha perdido mucho. Ha perdido la alegría de estar en casa con su padre. Ha perdido la paz de saberse amado y seguro cada mañana. Por eso es tan feliz el padre al recuperarlo. En la parábola de la viña el dueño es feliz al lograr que un trabajador llegue a la viña al final de la tarde, cuando ya anochece. Esa mirada me conmueve. Se alegra por el hijo que llega a trabajar a casa. Le pregunta por qué no ha venido antes. Y la respuesta es que no sabía, nadie le dijo. Puede ser. Porque los cristianos no hacemos atractiva la Iglesia con nuestra vida. La hemos convertido en una casa de normas imposibles de cumplir. Una casa sin sonrisas, sin alegría, sin fiesta. Pero no es así. Lo importante es estar con Jesús toda mi vida. Tal vez pienso como hombre y no como Dios. Estoy acostumbrado a que me paguen por mi servicio. A que me den lo que me merezco. Me parece injusto que me den menos que a otros si trabajo más que ellos, o que me den lo mismo. No reclamo cuando es al revés y recibo más sin hacer mucho. Pero lo cierto es que no aprecio el valor de mi vida junto a Dios, en su Iglesia. Es como si pensara que es una carga. Mucho más que en un bien que tengo que disfrutar lo antes posible. Es lo que me viene a decir hoy Jesús. Quiere que viva la vida a su lado, con sus valores y principios, con su mirada. Eso hará que sea más feliz, más pleno. No lo contrario. No quiero permanecer perdido al borde del camino. Quiero que me llame, que me busque. Quiero encontrarlo en la vida y dejarme invitar por Él. Hoy Jesús sale a buscarme como cada día. Sale a pedirme que no pierda mi tiempo lejos de Él. ¿Qué puedo hacer por Él? ¿Dónde me necesita hoy? Sé que el pago es el mismo para todos. Dios me promete la plenitud, el cielo, el paraíso en el que todo tendrá un sentido. Y se ordenarán las fichas de mi vida que aquí en la tierra viven en desorden. La promesa es la misma sin importar el momento en el que acepto su invitación a cambiar de vida y vivir a su lado. Me gusta esa generosidad de Dios. No me echa en cara lo tarde que le he dado mi sí. No me recrimina por haber perdido gran parte de mi vida. Simplemente se alegra al ver regresar al hijo pródigo, o al recuperar, llevándola sobre sus hombros, a la oveja perdida. La misericordia de Dios me sorprende e incomoda. ¿No debería haber cielos diferentes? Unos para los que han dado su vida por amor a los demás. Otros de peor calidad para los que se han decidido más tarde por Dios. Él no es así. No escatima en su amor. Es el mismo para todos. Es como la madre que ama lo mismo al primer hijo, fruto de ese comienzo lleno de esperanza. como al último hijo al que quizás ya no esperaba. Su amor es el mismo. Lo ama con todo su corazón, no lo ama menos. Así es Dios. su misericordia no depende del momento de mi sí. Me ama con locura sin importar cuando. Hoy escucho: «Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». No importa el momento. El abrazo es más fuerte. Su mirada, su amor. Incluso cuando llego tarde parece que sonríe más. Ha recuperado a ese hijo que parecía deambular perdido por los caminos.

El problema en mi vida es la envidia. Cuando me comparo me doy cuenta de lo infeliz que puedo llegar a ser. Me comparo con otros, miro sus vidas felices y sufro porque yo no estoy tan bien. Leía el otro día: «La envidia es fuente de numerosos pecados de pensamiento, palabra y obra. De esa turbia fuente brotan pensamientos faltos de amor, odiosos e injustos, palabras detractoras y difamatorias como también actos hostiles y hasta criminales»[2]. La envidia se introduce en mi ánimo y me amarga por dentro. Me quita la paz y la felicidad. Cada vez que me comparo encuentro a personas que son más felices que yo, tienen más bienes, han tomado decisiones mejores, les va mejor en la vida, tienen más éxitos, son más queridos y valorados. La gente los aprecia y respeta mucho más que a mí. Los toman más en cuenta. Los invitan a lugares a los que yo no puedo ir. Los elogian por lo que hacen mucho más de lo que a mí me elogian. Toman en cuenta sus opiniones y puntos de vista más que los míos. Me comparo con los que están mejor que yo, curiosamente no con los que están peor. Tal vez por eso sufro más. Miro más a los que viven una vida aparentemente más plena que la mía. Y de esa comparación brota siempre la envida. Deseo lo que ellos tienen. Anhelo los mejores puestos, los lugares más bellos, los puestos de más responsabilidad. Me comparo y es todo muy sutil. Me voy envenenando mientras miro a mi alrededor. Y pierdo la paz inmediatamente. Me fijo, como en la parábola, en los que han trabajado menos por llegar al final del día. Cuando el trabajo era menos exigente porque el sol ya se estaba ocultando. Me fijo en lo que los demás hacen y me quejo inmediatamente. Es injusto que ellos reciban lo mismo que yo que llevo trabajando todo el día. Pero en realidad Dios es bueno y hace lo que quiere con lo suyo. A mí me prometió un denario como pago y yo estaba de acuerdo. Pero luego, cuando me comparo, creo que merezco más. He trabajado más que los otros. No más de lo que prometí. Pero pienso que ellos merecían menos pago o si no, yo más. No me parece justo. Siempre suelo apelar a la justicia cuando a mí me conviene. Pienso en lo que es justo para mí, más que para los otros. Creo que yo merezco más. No me importan los demás cuando la vida es injusta con ellos. Me duele cuando conmigo es injusta. Y me rebelo contra ese Dios que no me paga lo que creo que me corresponde. Las comparaciones siempre me hacen daño. Hoy me lo vuelven a recordar: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos». Ese Dios al que digo amar es mucho más misericordioso de lo que yo soy. Él es bueno y su forma de actuar no es la mía. Yo tengo otros criterios más humanos, que brotan de mi herida, de mi propio pecado. Dios no es así, es justo y misericordioso al mismo tiempo. Y su justicia, cuando se aplica, trae la salvación a mi vida: «El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente». Quiero cambiar por dentro para ser tan misericordioso como lo es Dios, pero me cuesta. Vivo midiendo lo que recibo, lo que me dan, lo que merezco, lo que no tengo. Dios es bueno y misericordioso. Aunque yo sienta que me debe algo y está en deuda conmigo. ¡Cuántas personas viven echándole en cara a Dios su mala suerte! Apostaron por un camino. Siguieron lo que creyeron era su voz. Tomaron decisiones y las cosas no salieron como ellos esperaban. La promesa de felicidad que Dios susurró en sus corazones parece no hacerse realidad y sienten que Dios, la vida, el mundo, les debe algo. Esa mirada me sorprende. Tienen que perdonarle a Dios por lo que no les ha dado. Viven llenos de quejas y protestas. Mirando a su alrededor, buscando a personas más felices. Se olvidan de lo importante: «Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo». Una vida digna del Evangelio. Una vida concorde a lo que Jesús vivió. Una vida hecha a la medida de Dios, con los criterios de ese amor de Jesús que se parte hasta dar la vida. Estoy tan lejos de su amor, tan lejos de su voluntad. Y necesito a la vez perdonarle porque no ha hecho en mí realidad muchas de las cosas que yo deseé. No me ha dado el camino que esperaba. No ha ocurrido como yo pensaba. Le perdono con paz en el alma. No me alejo de Él porque lo quiero. Es bueno y su misericordia sana mi alma.

 



[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

Comentarios
Total comentarios: 1
20/09/2020 - 07:37:49  
Inspiradas palabras
Pareciera que nos conoce
Bendiciones

John Hitchman
Duba
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