Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de abril de 2019

Domingo 21 de abril de 2019 | Carlos Padilla

Domingo de Resurrección

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37; Colosenses 3, 1-41; Juan 20, 1-9

«Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. No hablan entendido la Escritura: que él habla de resucitar de entre los muertos»

21 abril 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«La muerte y la vida. El dolor del viernes y la luz de la Pascua. El sepulcro sellado. El sepulcro vacío. Y mi vida se juega en momentos sagrados. En decisiones importantes que a veces no valoro»

Mi reloj antiguo, mi reloj de cuerda, me habla de mi presente, de mi vida, de mi historia sagrada. Los años han dejado mellada su armadura. Es un reloj gastado ya por el paso del tiempo. Un reloj antiguo, de cuerda, que se para, se retrasa y no es preciso. No me salva de retrasos. ¿Por qué me gusta tanto saber la hora exacta? Quizás por ese afán mío por controlarlo todo. Mi reloj contiene todo el tiempo del mundo. Tengo que darle cuerda para que avance. Se retrasa. Se detiene. Se para. Va dejando pasar minutos sin contarlos. Pierde el tiempo. Yo temo perder el tiempo muy a menudo. Me da miedo perder la vida, desaprovechar mi tiempo y no estar a la altura. ¿Quién me pide cuentas? Más que Dios soy yo mismo con mis exigencias. Mi reloj antiguo pesa en mi mano. Tiene fuerza. Y me recuerda el valor sagrado del poco tiempo que Dios me confía en suerte. Tan escaso que no lo contiene este reloj con sus dos manillas. Marca sólo las horas y los minutos. Los segundos no cuentan, se escapan. Y eso que la vida se juega en segundos, en decisiones rápidas. Le doy cuerda a mi reloj para que avance. Para que no detenga sus pasos y me alarme. Para que no me deje a mí sin medir mi tiempo. Me importa tanto medir el paso de las horas por mi vida. No es tan importante, lo pienso. Sé que la vida es fugaz y ningún reloj, ni el más preciso siquiera, puede alterar su ritmo irrefrenable. Y yo me contento con mirar irse las horas, los minutos, los segundos, en un tictac que se me clava en los dedos, en el alma. Y mi piel envejece con el roce de su ritmo imposible. Los latidos de su corazón de metal. El ruido del tiempo cuando pasa. Y me aferro a los momentos queriendo retenerlos. Usarlos a mi antojo. Gastarlos, malgastarlos. Me veo decidiendo yo qué segundos, qué minutos, qué horas merecen o no la pena para invertir mi vida. Pienso si vale la pena hacerlo con tal o cual persona, con ese proyecto, con este otro sueño. ¡Qué importa! Me hago dueño y señor de un tiempo que se me escapa, que no es mío. No soy guardián del tiempo. Son sólo segundos esquivos. Un tictac cadencioso e insufrible que hace mella en mi alma. El ritmo infatigable que me hace saborear antes de tiempo el final de mis días, a cuentagotas. Y me atormenta pensar que no puedo decidir siempre cómo y cuándo gastar mis horas como yo quiera. Lo pretendo. Es mi pecado recurrente el querer controlar mis días y el uso de mi tiempo. Yo decido quién es el destinatario de mis horas. Con quién gasto lo mejor del día y en quién invierto mis horas más fecundas. Así de egoísta me vuelvo jugando a ser Dios en pequeño, mientras acaricio en mi reloj de cuerda las horas que se me escapan. Segundos, minutos, horas, días. Así es el tiempo en huida dentro de mis manos. Para Dios no hay tiempo. Y es verdad que en una semana santa se jugó todo lo eterno. En unos días lentos, rápidos, concretos. ¡Qué importa! En unos momentos de traición, de silencio, de juicio. En una mirada de un segundo. En una traición en un beso. Todo rápido. Fueron minutos eternos rotos por una lanza. Acabó el metal con su carne humana en mi tiempo. Sí. Todo pasó en una semana. Demasiado poco tiempo. Yo calculo una semana y pienso que no es mucho. Yo decido lo que es sagrado y lo que no lo es. Y digo que esta semana sí es santa. ¿Y las demás semanas de mi vida? ¿No son tan santas? No lo son. Me detengo ante estos días sagrados que se abren ante mis ojos y quiero tocar cada momento para que sea único e irrenunciable. Quiero seguir las huellas de Jesús y vestirlo todo de una belleza profunda. Quiero derramar mis lágrimas en momentos sagrados. En segundos llenos de hondura. Acompaño a Jesús en cada instante. Llevo la cuenta y regulo el paso de los días. Uno tras otro. Mido las horas que poseo. Las que pasan. Las que me quedan. Y dejo de poseer en un momento. El tiempo pasa y casi no me doy cuenta. Si no aprovecho bien esta semana habrá pasado en vano por mi reloj de cuerda. Cada minuto, cada hora. El amanecer. La puesta de sol. El beso. El llanto. La mirada. Todo tan rápido. Y la muerte y la vida. El dolor del viernes y la luz de la Pascua. El sepulcro sellado. El sepulcro vacío. Y mi vida se juega en momentos sagrados. En decisiones importantes que a veces no valoro. En abrazos que duran segundos y parecen eternos. Y me aferro a mi reloj de cuerda. Para no perder el tiempo. Tengo ante mí estos días sagrados. No los pierdo. 

Creo que en ocasiones me quedo en la superficie de las cosas. No voy al fondo. Leo en Jn 5.17: «Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no solo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios». A los fariseos lo que les importa es que Jesús quebrante el sábado. Ese día sagrado de la semana en el que doy gracias a Dios porque me ama y me ha creado. Pero parece no importar tanto que el paralitico de la piscina de Betesda camine después de más de cuarenta años sin poder hacerlo. Lo grave es lo del sábado. La ley quebrantada. A veces soy así juzgando al mundo. Al que no piensa como yo. Al que no vota al mismo partido político. Al que vive de otra forma. Lo juzgo y lo condeno. Me dan ganas de matarlo. Como a Jesús en esta Semana Santa. Es comprensible lo que sienten los fariseos hacia Él. Entiendo sus corazones heridos. Jesús no es como ellos. No lo entienden. Porque quebranta sus leyes sin sentirse culpable. A mí también me gustaría comprender más a Jesús. En ocasiones no entiendo sus planes, ni acepto sus deseos. Me veo confuso en medio de mi vida tratando de descifrar lo que quiere de mí. Me quedo en la apariencia de las cosas que pasan. En la superficie. No veo al paralítico que anda. Y sí me fijo en que el sábado ha sido quebrantado como norma. No veo los corazones. Pero me quedo en los rostros que me disgustan, y en las apariencias que me hablan de trasgresiones que no deseo. Me cuesta mirar más hondo. Más dentro. Creo que me falta fe. Pero una fe verdadera, encarnada, hecha vida. Una fe práctica que me lleve a tomar decisiones sabias. La fe tiene que hacerse carne para poder ser yo rostro visible de Jesús en medio de los hombres. Quizá esa sea la conversión de la que tanto hablo. Se me llena la boca de esta palabra y a veces no llega al corazón. Es como si todo se quedara en palabras y no en hechos. En pensamientos y no en vida. No realizo lo que digo. No aplico lo que predican mis palabras. Me gustaría tener un corazón más capaz de percibir la vida, los procesos interiores, lo que no es evidente mirando solo con los ojos. Me gustaría tener una mirada noble que sepa descubrir la verdad de las cosas alejándome de mis prejuicios y rigideces. Me gustaría tener un corazón que no estalle en violencia cada vez que me llevan la contraria o critican mis palabras y mis actos. Un corazón pacífico que sepa construir puentes en lugar de murallas. Como decía hace poco el Papa Francisco: «Quien levanta un muro acaba prisionero del muro que construyó. Es una ley universal. La alternativa son los puentes, levantar puentes». Necesito acabar con esos muros que crean distancias y protegen mi alma. Necesito levantar puentes que me lleven al corazón del hermano. Arriesgando la vida. Quiero un corazón limpio que no interprete los actos quedándome en la superficie. Quiero ir al sentido más profundo de todo lo que sucede. Un corazón generoso que no pretenda buscar siempre el propio deseo y satisfacer sus ansias. Un corazón de niño para poder trepar a las alturas dejando atrás el peso de mi cuerpo. Un corazón dócil para obedecer sirviendo, y servir sonriendo la vida que Dios pone en mis manos. Me gustaría soñar más grande, más alto, sin vivir ceñido a la norma que parece como una especie de estrechamiento de mis ansias. Sosteniendo en vilo sobre la tierra el deseo más hondo de infinito que tengo dentro. Sin claudicar por miedo. Sin guardar con recelo. Me gustaría acariciar entre mis dedos la vocación sagrada que Dios me ha confiado. Sabiendo que soy barro y cielo al mismo tiempo. Alma y cuerpo. Desentrañando con mis manos sucias esos deseos sagrados que leo en la carne. Sin pretender saberlo todo. Me gustaría saber bien qué decir en cada momento. Lo que hay que hacer allí donde me pone Dios para transformar el tiempo en un grito infinito que llegue a tantas almas que solo sueñan con tocar el cielo. Si este tiempo es un tiempo de conversión. Si de verdad quiero convertirme y cambiar por dentro. Entonces lo tengo claro, tendré que abrirme más para dejar entrar a Dios dentro de mi alma. Destruir los muros que he construido. Con miedo, con pudor. Para protegerme del mundo y quizás, al mismo tiempo, de Dios mismo, a quien digo amar y tantas veces temo. Sólo sé que no se pueden conciliar en mí la ira y el amor tierno. No se pueden conciliar la rabia y el amor hacia los hermanos. No se pueden conciliar la guerra y la paz dentro de mi alma. O reina una o reina otra. O tengo ira o tengo paz. O vivo con rencor o he perdonado por dentro. No hay más alternativas. Solamente hay un camino y una dirección en la que avanzo. O desciendo hacia la ira. O asciendo hacia el perdón. O amo en lo profundo. O albergo odios que me hacen rencoroso y distante con aquellos que no piensan como yo, o hacen las cosas de forma diferente. No se pueden conciliar en mí el amor a un Padre que me quiere con locura y el odio sin misericordia hacia aquellos que no son de mi agrado. ¡Cómo voy a llegar al altar reconciliado, cuando dentro de mí albergo rencores que no me hablan de reconciliación! No puedo gritar ¡Hosanna! El domingo de ramos. Y al mismo tiempo, ¡crucifícalo! Un viernes santo. ¡Cómo puedo decir que he perdonado cuando la rabia brota en mi corazón casi sin darme cuenta! Y me veo sintiendo el mismo odio que sentí cuando fui herido hace ya tanto tiempo. Convertirme significa pedir perdón con un corazón contrito y humillado. Con un corazón que anhela la reconciliación perfecta que solo Dios podrá darme. Convertirme significa dejar de lado el odio y tomar el amor, torpemente, entre mis manos. Construir puentes y no muros. Sembrar la paz y no la guerra.

Muchas veces me pregunto cómo será posible la realización de la promesa que Dios me ha hecho. A Abrahán le prometió una descendencia, una intimidad con Él y una tierra nueva. Génesis 17,4: «Haré que tus descendientes sean muy numerosos; de ti saldrán reyes y naciones. El pacto que hago contigo es que yo seré siempre tu Dios y el Dios de ellos. A ti y a ellos os daré toda la tierra de Canaán, donde ahora vives, como herencia permanente; y yo seré su Dios». Esta triple promesa me la hace a mí también en esta Semana Santa. Tengo tanta sed de plenitud. Me promete una descendencia, me promete un hogar en el que echar mis raíces, me promete una intimidad profunda con Él. Y yo me empeño en querer saber cómo lo va a hacer posible. Si es Dios tiene que poder hacerlo. Abrahán no entiende cómo va a ser padre de una descendencia numerosa cuando su mujer es estéril. Y luego no comprende por qué le pide que entregue a su hijo en Moria, cuando es el hijo de la esperanza. Moisés no entiende cómo Dios lo envía a él a liberar a un pueblo que no le quiere. No siente que sea de los suyos. Y además, ¿qué va a hacer él que no sabe hablar para convencer a un faraón de dejarles escapar? María cree en la promesa de Dios, pero quiere saber cómo será eso si no conoce varón. Siempre en mi camino puedo dudar del Dios de mis promesas. Puedo temer que no se realicen como yo espero. Y por eso me aferro al plan que yo creo más seguro. A la forma concreta como creo que se realiza la promesa. Busco la solución viable, no la imposible. Tal vez subestimo el poder de Dios. Pienso en Pedro en estos días de Pasión. Él quería salvar a Jesús de la muerte. Porque ese era el único camino para que se hiciera realidad la promesa. Si Jesús moría, todo estaba perdido. El reino en la tierra. Jn 13, 36: «Simón Pedro le dijo: - Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: - Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde. Pedro replicó: - Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti. Jesús le contestó: - ¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces». Pedro ve una única forma de realizar la promesa de Dios. Que Jesús viva. Quiere salvarlo. Pero no está preparado. Confía sólo en sus fuerzas, en sus capacidades. Me siento como Pedro. Me adelanto hacia Jesús para decirle que estaré con Él, que no le dejaré solo, que no tema. Me olvido de mis miedos y debilidades. Se me olvidan mis negaciones posibles. Soy débil. No salvo a nadie. No quiero aferrarme entonces a mi manera. No quiero retener con fuerza mi deseo hecho realidad. Creo que mi promesa de una tierra se concreta en el lugar en el que echo hoy mis raíces. Quizás no será así siempre. O creo que mi descendencia es la que tengo ahora, y no la que Dios querrá darme. O esa intimidad que busco, puede que no sea como es ahora. Necesito mirar como mira Dios. No como miran los hombres. Pedro no ve más allá de su miedo. No sale de su deseo concreto. Parece alcanzable. Basta con lograr que pase esta Pascua. Sólo unos días y Jesús se habrá salvado. Habrán regresado a Galilea. Estarán seguros. Volverán a navegar por su mar lleno de promesas. Y quedará atrás el odio de los fariseos. Si la promesa sigue en pie sólo se hará realidad si Jesús vive y salva su vida. Pero si lo matan todos los sueños se desvanecen. Por eso me aferro a mis formas. Quiero que se haga el sueño de Dios, pero como yo quiero, de la forma como he pensado. Yo quiero dar la vida por Jesús de acuerdo con mis fuerzas. Es lo importante. Judas también tenía su manera. Quería la liberación de su pueblo. Pero Jesús se mostraba débil. Parecía no contar con ningún poder. Judas quiere la liberación del pueblo. Jesús le decepciona. Busca la forma de conservar viva la promesa hecha por Dios. A su manera. Con un beso. En la noche de un huerto. Así traiciona al maestro. El único camino. Pero luego no pudo perdonar su error. No se arrepiente y se quita la vida porque la promesa dejaba de tener sentido. Lo ha perdido todo. Siento que cada Semana Santa se reaviva en mí la promesa que Jesús me hizo un día. También a mí, como a cualquiera, me dijo que Él iba a ser mi Dios en intimidad. Me prometió un hogar donde descansar mis días. Y me prometió una fecundidad infinita. Yo creo en la promesa. Pero me aferro a mis formas. No quiero perder nada de lo que poseo. Lo defiendo con mi vida. Saco la espada. Me vuelvo violento. No quiero que la promesa se pierda. Todo a mi manera. Pero no es el camino. Choco con mis límites: «Reconocer los límites no significa, pues, penalizar el deseo, sino que constituye más bien la única manera posible de concretarlo»[1]. Mis deseos más hondos y verdaderos se corresponden con las promesas de Dios. Y se realizan solamente a partir de mis límites humanos. Desde allí construye Dios. Cuenta con mi debilidad. Y realiza su promesa en mi interior. Dentro de mi pobreza. Dios cuenta siempre con la realidad de mi vida tal y como es ahora. Ahí vence siempre.

Vivo la Semana Santa queriendo ser testigo de lo que veo. Revivo cada momento deseando tocar el rostro de Jesús, verlo vivo. Estoy llamado a ser testigo en medio de los hombres. Es lo que realmente hoy cuenta. Decía el siquiatra Enrique Rojas: «Tres personas referentes: el profesor enseña una asignatura. Y se queda ahí. El maestro enseña lecciones que no vienen en los libros. Algo que descubre en él que le arrastra. y por encima está el testigo, el que tiene una vida coherente y atractiva. El modelo de identidad perfecto. Una vida encarnada. Te gustaría parecerte a ella. Una vida abierta, ejemplar, una lección abierta». El testigo es fiable. Lleva una vida ejemplar. Es creíble porque me habla de su verdad. Hoy hacen falta maestros y profesores que sean testigos. Que lleven una vida auténtica. Verdadera y fiable. Hoy el cristianismo se contagiará no a través de buenos predicadores. Es el testimonio coherente el que arrastra. Sé que hoy muchas personas son capaces de negar las evidencias. Si no lo ven, no lo creen. No creen el testimonio. Les cuesta creer en los testigos. Lo que le ha pasado al otro no tiene por qué pasarme a mí. Lo que uno ha vivido, no tengo por qué vivirlo yo. Me tocan más los testimonios de aquellos que viven una vida parecida a la mía. Me llegan menos esas conversiones de los que llevan vidas muy distintas. Yo quiero dar testimonio. Quiero ser testigo. Necesito haber visto, haber oído, haber estado para poder dar testimonio. Tengo que haber tenido una experiencia que poder contar. Hoy escucho lo que Pedro dice: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección». Pedro es un testigo creíble porque ha sufrido la decepción. Porque no ha estado a la altura. Quiso salvar la vida del Maestro. Y acabó negándolo en una noche llena de miedos. No miente. Cuanta sus negaciones. Describe sus lágrimas derramadas. Su vida honesta hace más creíble su fe en Jesús resucitado. Es cierto. Aquel que ha vivido lo que dice es más creíble que el que habla sólo desde la teoría. El que ha visto lo que dice es más digno de mi confianza que el que no lo ha visto. Los discípulos vieron a Jesús muerto. Tocaron su ausencia. Vieron la lápida corrida cerrando el sepulcro y acabando con su esperanza. Abrazaron el cuerpo ensangrentado de Jesús ya sin vida. Sintieron ese dolor tan hondo de la pérdida. Se sintieron perdidos sin el Maestro. Pedro, humillado en su traición conocida. Y los otros que no estuvieron al pie de la cruz. No eran capaces de contagiar una mínima esperanza. Ni siquiera Juan se sentía orgulloso de su comportamiento. No pudieron hacer nada para salvar a aquel al que tanto amaban. Todo estaba perdido. ¿Qué iban a hacer ahora? ¿Cómo era posible esperar contra toda esperanza? Cuando Jesús entra de nuevo en sus vidas ahora resucitado, ellos se convierten en testigos de algo imposible. No se aparece a todos para que sea así más fácil contarlo. Sólo se aparece Jesús a algunos. ¿Por qué no a todos? Jesús buscó sólo a los elegidos. Sólo a los que habían comido con Él antes de su muerte. Los discípulos se convierten entonces en testigos creíbles porque han visto la muerte de Jesús. Y después han visto su cuerpo vivo. Glorioso. Lleno de vida y con las heridas marcadas en la piel. Su testimonio es digno de confianza. El testigo da fe de que es cierto todo lo vivido. Mi vida será un testimonio del amor de Dios cuando sea capaz de amar con un amor imposible. No quiero dar lecciones. No quiero ser un teórico de la salvación. Quiero que mis obras hablen de un amor infinito. Corro buscando el sepulcro vacío. En el que encuentro los sudarios caídos. A Jesús no lo veo muerto, porque está vivo. Quiero que mis palabras se correspondan con mis actos. Quiero que mi vida entera dé testimonio de un amor infinito. Jesús ha muerto en mí, por mí, para dar vida al mundo. Necesito tocar a Jesús muerto en mi historia y encontrarlo resucitado para poder hablar de un amor verdadero. Para ser testigo fiable. ¿Cómo ha sido ese encuentro con Jesús muerto y resucitado en mi propia vida? ¿Cómo fue mi conversión? ¿Cómo hablo de ese encuentro mío con Jesús que me ha cambiado por dentro? Quiero creer en Jesús que me ama con locura. Quiero contar cómo ese amor me ha cambiado para siempre. Soy testigo de Jesús que vive en mí, allí donde dos se aman, en medio de este mundo que anhela la paz.  

La Semana Santa me enseña a mirar al cielo. Hoy escucho: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha da Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios». Quiero dejar atrás las tristezas del jueves y del viernes santo. El dolor por la ausencia. La angustia de los clavos. La humillación de la corona de espinas. El peso de la sangre del madero. Quiero abandonar esa tristeza que a veces tengo cuando pierdo, fracaso, o dejo de tener lo que más amo. Porque así es el amor. Amo y sufro. Se rompe mi corazón al amar, como el de Jesús en la cruz. Como el de María, la hermana de Marta, en Betania al amar a Jesús vertiendo en sus pies perfume de nardo. El amor que no se entrega, huele mal. El amor que se da sufriendo, cambia el olor, la atmósfera que lo rodea. El amor de Jesús derramado en su sangre en la cruz cambia todo lo que toca. Quiero aprender a amar así. Quiero tocar un amor que tiene vocación de eternidad. Por eso no me detengo en el dolor. Miro al cielo. Veo a Pedro llorando en su debilidad. A María, mi Madre, sujetando a su hijo muerto. Miro al cielo. Duele tanto la pérdida, el final, la derrota. El orgullo cuando caigo por culpa de mi debilidad. Me amargo por no haber sido más fuerte, más puro, más fiel. Mi orgullo herido cuando no se amar como me aman. Me quedo mirando los bienes que brotan de la tierra. Los bienes caducos que me ofrecen. Quiero retenerlos. El amor con olor a perfume. Todo temporal. Mi anhelo es eterno. Yo me aferro al camino trazado. Al sueño que parece casi hacerse realidad. Una cruz bloquea el camino. Quiero retener lo que ahora poseo. La muerte siempre irrumpe. Es la única certeza que tengo en mi vida. Lo pienso mientras permanezco tumbado frente al altar desnudo un viernes santo. Medito en la fugacidad de mis días, de mi amor. ¡Cuánto pesa el paso de los años! Me deja gastado. Pero pasa fugazmente y no puedo retener mi presente ni tan siquiera una hora. Beso la cruz bendita que se abre al cielo. El cuerpo muerto de Jesús que huele a nardos. Su llaga abierta llena de amor. Por la hendidura de su costado vislumbro el cielo. Siento en mi alma su último suspiro. Sus palabras que caen cadenciosas en mi corazón herido. La muerte es lo que más temo. La vida lo que más deseo. La vida temporal que poseo. Una vida eterna que sueño. ¿Cómo puedo comprender una eternidad cuando vivo recogiendo minutos en mi reloj de cuerda? Hago planes. Doy gracias por el pasado. Tomo decisiones en presente. ¿Cómo se conjuga la vida eterna? ¿Un presente continuo en el que nada pasa y nada muere? ¿Cómo se puede amar para siempre? Una vida eterna engrandece mi presente. Estoy sembrando para el cielo. Estoy cosechando para el día en el que todo será pleno. El Papa Benedicto XVI decía: «Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento. La humanidad pierde la valentía de estar disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas que la caridad universal exige»[2].  El cielo me ensancha el alma. La perspectiva de la resurrección le da más valor a mi renuncia de hoy, a mi dolor presente. Desde la cruz mi mirada llega más lejos. Sueño con lo eterno y así lo cotidiano es trascendente. Se alegra mi corazón. Sueño con la vida eterna que aún no poseo. Pero ya la previvo postrado ante una cruz desnuda. Me anticipo al mañana dando la vida hoy. Amando hoy. Cuento con mis torpezas. Deseo que el hoy sea eterno. Para eso construyo con calma. Y en profundidad. Me importa lo que amo. Es para siempre. El corazón que amo es mi lugar sagrado en el que toco a Dios. Tiene valor todo lo que hago, todo mi amor derramado. No es monótona la vida eterna. ¿Cómo puedo cultivar un amor sin sombras y para siempre? ¿Y una vida plena sin debilidad ni fracaso? Aquí en la tierra siembro para el cielo. Derramo mi amor que huele a nardos. Me enamora esa plenitud que aquí presiento como deseo. Y no quiero dejar de vivir la vida para siempre. No tiene fin mi amor humano al pensar en el cielo. Y la renuncia que hoy hago tiene un significado hondo, un eco eterno. El cielo se cubre de estrellas para mostrarme la alegría de Dios al mirar mi vida como es, como sueño. Y yo sonrío. Y Dios sonríe. Y me dice que estoy hecho para el cielo. Y que no tengo que apegarme a sufrimientos estériles que no merecen la pena. La vida es algo grande. La eternidad me amplía el horizonte. El cielo se hace profundo ante mis ojos. No quiero dejar de soñar con el cielo que aún no poseo. Beso la cruz que me duele. Y la muerte que hiere mi alma. Acepto la realidad que ahora es áspera. Y deseo esos bienes del cielo que serán para siempre. Jesús abre una puerta antes cerrada. Su costado abierto. Hace posible lo imposible al cruzar el umbral de la muerte. Se precipita en unos días sin término que acaban con los tiempos que aquí poseo. La eternidad llena mi alma de anhelos. La sed de infinito que Dios me ha dado. Sueño con ese Jesús resucitado que me llama por mi nombre. Me reconoce y yo a Él. Porque ha vencido. Ha triunfado en mis fracasos. Ha dado vida a mis muertes.

La tumba vacía es signo de esperanza. Ante una tumba vacía desaparece el miedo y brota la fe: «Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le hablan cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Pedro y Juan creen con solo ver el sepulcro vacío. Eso basta para creer, para cambiar de vida. No ven a Jesús y ya creen. No se aparece ante sus ojos y presienten su presencia. Notan la ausencia de su cuerpo y se alegran. Eso es suficiente. Creen antes de tocar sus llagas. Antes de escuchar su voz. Antes de que Jesús los llame por su nombre y les pida de comer sembrando su paz. María Magdalena va por la mañana temprano con prisa. Ella ama a Jesús profundamente. Lleva perfumes porque lo ama. Ve la tumba abierta y no sabe qué ha pasado. Corre a contarlo: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». No sabe qué han hecho con el cuerpo de Jesús. ¿Lo habrán robado? ¿Lo habrán escondido en otra parte? Más tarde Jesús la llamará por su nombre. Ahora simplemente corre a contarlo. Pedro y Juan no piensan en nada, sólo corren. Corren porque quieren saber: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró». Corren y llegan. Primero Juan y espera a Pedro antes de entrar. Corren porque quieren saber. Una mujer los ha sobresaltado. ¿Qué habrá sucedido? Al verlo todo vacío, creen. Ven la tumba vacía y al entrar en ella, creen y surge la alegría: «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo». El corazón deja atrás las tristezas del viernes al ver el sepulcro vacío. Con eso basta. Todo cambia. No está el cuerpo porque Jesús está vivo. Es su única certeza. Todo cobra sentido. Recuerdan las palabras de Jesús. Han visto que no está su cuerpo muerto y creen en sus promesas. Me impresiona esa fe tan sencilla después de muchas dudas y miedos. Se mezclan el temor humano y una alegría desbordante. ¿Será posible lo imposible? ¿Estará vivo de verdad? Luego lo verán en su carne. Hoy sólo contemplan su tumba vacía y creen. Siempre que entro en el santo sepulcro me conmuevo. Miro el vacío. La piedra lisa. El silencio. No está Jesús en su cuerpo. Es su Espíritu el que convierte ese lugar en un espacio sagrado. Me conmuevo. Me hace falta más fe. Le pido a Jesús que aumente mi fe este domingo de resurrección, de Gloria. Jesús ha triunfado. Me cuesta creer cuando veo tanto dolor y tantas muertes. Cuando veo la desesperanza y la tristeza en tantos rostros. ¿Dónde ha resucitado Jesús? Lo veo vivo en medio de la amargura. Vivo en medio de las traiciones. Vivo en medio de la guerra. En las llamas de una Iglesia que arde conmocionando al mundo. Veo a Jesús vivo surgir de sus cenizas. ¿Cómo no va a ser posible ese milagro que me ha prometido? De las cenizas de una catedral quemada surge Jesús resucitado. De ese fuego que todo lo destruye surge la vida en una corona de espinas salvada. ¿Cómo es posible que el amor venza el odio? Me parece imposible. Veo actuar al mal en los hombres y me cuesta pensar que la última palabra la tengan el amor y la vida eterna. Dios vence amándome. Me cuesta creer que todo acabará bien. ¿No parece el mal mucho más fuerte? ¿No es el lado oscuro más poderoso? ¿No es el poder de la muerte, de los muertos, un poder que no tiene fin? Parece invencible la muerte. Pero hoy corro con Juan y Pedro para ver la tumba vacía. Está vivo. Me dicen. Él está vivo. No lo he visto. Pero creo en su amor. Me escondo en la hendidura de la roca esperando a que pase. Veré su espalda, no veré su rostro. Jesús está vivo. En medio del mal, del dolor, de la muerte. En medio del fuego que todo lo devora sin poder hacer yo nada para evitarlo. Mientras un grupo de hombres reza con esperanza. Como ese viernes santo ante la cruz helada llena de muerte. Rezan con esperanza, como yo cuando me arrodillo para pedirle a Jesús que venga, que venza en mí todos mis temores, que se aparezca en mi vida para aumentar mi fe. Es tan fuerte el miedo que me deja helado. El miedo cuando presencio una catedral que arde y amenaza con derrumbarse. Le pido a Jesús que me dé su esperanza. Que apague las llamas de mi miedo, de mi odio, de mi muerte. Que me haga resurgir de mis cenizas. Yo resucitado en medio de mi sangre, de mis sombras, de mi noche. Abrazo a Jesús que viene hasta mí vivo, lleno de luz. Feliz y conmovido. Jesús me ama y me eleva por encima de mi muerte.

 



[1] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[2] Benedicto XVI, “Caritas in Veritate”, 11

Comentarios
Total comentarios: 1
21/04/2019 - 07:06:26  
Gracias Padre.
Cuan bien me hace su reflexion en esta Semana Santa
No siempre se tiene al alcance una Iglesia y este compendio me alimenta y une a la familia de la Iglesia de Jesus.
Bendiciones

John Hitchman
China
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