Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de febrero de 2021

Domingo 21 de febrero de 2021 | Carlos Padilla

I Domingo Cuaresma

Génesis 9,8-15; 1 Pedro 3, 18-22; Marcos 1,12-15

«El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían»

21 Febrero 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las mentiras y vivo mis verdades. Abandono las angustias y me quedo con la paz de los niños en medio de la tormenta»

Las cosas que me suceden me hablan de Dios. Lo que veo en las personas y en los acontecimientos. Como una voz clara o tal vez confusa, ya no lo sé. A menudo no sé interpretarla y saber lo que me conviene. Creo que me empeño en hacer lo de siempre, en repetir rutinas, en exigirle a la vida lo que siempre me ha dado. Incluso cuando ya no me lo puede dar. Le pido a Dios que no me falle, que esté a la altura de mis expectativas. Quiero que todo salga como lo tenía previsto. Tengo derecho a vivir mi vida, me digo olvidando de pronto que la vida es un don, y no un derecho. Igual que el tiempo que me queda y se me escapa entre los dedos. O ese aire que respiro y puede llegar a faltarme. ¡Qué caro sale ese oxígeno que no es el que me regala Dios! No acepto que las cosas cambien de repente y todo se dé la vuelta. Puede que no esté dispuesto a renunciar a nada, aunque la vida implique un riesgo. Quizás me acostumbré a recibirlo todo sin tener que dar nada a cambio. Lo que me da miedo de verdad es lo que decía Jorge Bucay: «El único temor que me gustaría que sintieras frente a un cambio es el de ser incapaz de cambiar con él. Creerte atado a lo muerto, seguir con lo anterior, permanecer igual». Quizás yo tengo el miedo a quedarme igual que siempre, inmóvil ante este tiempo que cambia. Nada será igual cuando pase la pandemia, pero no sé cuándo veré la luz al final del túnel. Yo espero no ser el mismo. ¿Habré cambiado en mis formas y en el fondo de mi alma? Me da miedo no ser capaz de cambiar con los cambios. Empeñarme en hacer lo mismo de siempre. No ser capaz de adaptarme al aire cuando vuelo, o al mar cuando nado, o a la tierra cuando camino. No ser capaz de hacerme sociable cuando soy amado y no lograr romper mi coraza cuando me abren el alma. Me da miedo no vencer mi pudor cuando confían en mí y no ser capaz de correr cuando correr toca. Como si la realidad a mi alrededor pareciera otra, o la de siempre. Me dicen que Dios me ama y yo me empeño en amarlo a mi manera que es egoísta. Como si la vida consistiera en repetir modelos aprendidos o adaptarme a lo de siempre porque lo necesito, porque tengo derecho, porque siempre ha sido así, porque los demás tienen que adaptarse a mí y respetar mis necesidades esenciales. No importa que otros tengan que renunciar, lo fundamental es que yo no tenga que hacerlo. No renuncio a mis fiestas, a mis retiros, a mis encuentros, a mis hobbies. No me importa el riesgo, tengo derecho, pienso. Y me aferro a lo de antes, porque es más seguro. Y Dios sigue pasando en todo lo que me sucede. Y a mí me deja indiferente el sonido de su voz. No quiero ser indiferente ante el mal que sufre el hombre, aunque yo no lo sufra. No quiero sentirme preso en mi egoísmo, ese pecado que se convierte en rutina dentro de mi alma. No quiero tender de forma enfermiza a hacer siempre mis planes, mis deseos, mis proyectos. Yo y mi vida tal como la he soñado siempre, tal como la he vivido. No quiero cambiar nada. No importa que el mundo cambie en torno a mí. Yo sigo haciendo lo que siempre he hecho. ¿Qué importa? Nada importa. Aunque el mundo cambie, yo no estoy dispuesto a ninguna renuncia. No sé si soy capaz de aprender algo nuevo en esta vida. De enamorarme de otras playas. De soñar otros sueños. De cantar otras canciones. Quiero ser capaz de dejarme interpelar por los vientos. Y dejarme tocar por esas nuevas olas que acarician mis playas. Ya no sé si mi alma está abierta a nuevos horizontes. Y si mi corazón es capaz de dar cabida a más gente, o tiene suficiente con los de siempre. Sueño con una vida diferente a la que ahora veo en mi pasado. Ni mejor ni peor. Sólo distinta como la tierra nueva que cambia en esta época de cambios. No quiero regresar a lo de siempre. Sin dejar de luchar por esos valores que me enamoraron un día. Me gustan las palabras de Victor Hugo: «Dejé de vivir historias y comencé a escribirlas, hice a un lado los estereotipos impuestos, dejé de usar maquillaje para ocultar mis heridas. Me olvidé de idealizar la vida y comencé a vivirla». Yo también quiero dejar los maquillajes y los disfraces. Olvido las mentiras y vivo mis verdades. Abandono las angustias y me quedo con la paz de los niños en medio de la tormenta. Elijo los abrazos, aún sin poder darlos. Elijo el mar antes que el desierto. Y la lluvia que calma las lágrimas del alma. Elijo la aventura y no tantas rutinas. Amar lo que no conocía, sin olvidar lo que amaba. Y ensanchar el alma. Decido comenzar de nuevo por donde dejé la escritura. Y pinto sobre un lienzo virgen las noches que he ido viviendo. No dejo de caminar aún en pleno invierno. Y no disimulo mi dolor pretendiendo no sentirlo. Decido que desde hoy comenzaré a vivir de nuevo. Es tan bonito saber que la vida cambia a mi paso. Y yo con ella. Confío de nuevo en la paz que me da vivir feliz. Sabiendo que la realidad que toco es la mejor que tengo.

Tengo un corazón que no siempre piensa y siente de forma correcta. No sé por qué, pero no siempre encuentro la paz cuando navego en mi interior. No siempre descanso tranquilo cuando me quedo a solas conmigo mismo, en medio de la batalla. Y es precisamente la paz lo que más deseo. Sueño con un corazón paciente, tranquilo, alegre, pacífico, puro, confiado. Tiene razón Jesús cuando me dice que del exterior no puede llegar a mi alma nada impuro. Que es de dentro de donde salen las impurezas. Marcos 7,14: «Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre. Lo que sale de dentro del hombre, eso sí hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad». Todo lo impuro nace en mi alma. Y con lo que sale de dentro yo puedo contaminar mi entorno. Mi mirada desconfía de los demás y los juzga. Los mira desde la propia herida de la que supuran rabia y amargura. Mido las cosas por lo que es justo y lo que es injusto. El bien que me hacen o el mal que recibo me afecta. Siempre es así. Siento que no me valoran, no me toman en cuenta, no me quieren, no me aprecian. Y esa lista interminable de desaires recibidos me llenan el alma de dolor y amargura. Y pienso entonces que el mundo está mal y yo estoy herido. Y así brota el mal de mi corazón. El mal que me daña por dentro. Porque el odio no me hace mejor persona. Me hunde en un sentimiento doloroso de injusticia. Todo es injusto a mi alrededor y sufro con ello. Los demás actúan mal y yo quiero hacerlo bien, pero no me dejan. Entonces opino, critico, juzgo, condeno. La malicia surge de mi alma. ¿De dónde vienen esos sentimientos de venganza que afloran en el corazón? Miro hoy a Jesús que es compasivo y misericordioso, paciente y alegre. No mide si el mundo es justo con Él o no lo es. Él lo ama hasta el extremo. Nada de lo que viene de fuera puede hacerme impuro. Me duele, eso sí. El mal de los hombres me afecta. Pero no me hace impuro. Recuerdo a Santa Bernardita en la gruta donde se apareció la Virgen en Lourdes. Ella le pidió a esa niña ignorante que bebiera agua y ella sólo veía barro. Pero creyó: «Vaya a beber y a lavarse en la fuente». Quiso ir al río, donde había agua pura, pero María le pidió que fuera junto a la roca, donde sólo había barro: «Pero venciendo su natural repugnancia al agua sucia, bebió de la misma y se mojó también la cara. Todos empezaron a burlarse de ella y a decir que ahora sí se había vuelto loca». La miraban bebiendo del barro y se burlaban. Pero ella creyó en María. El mal de los hombres no le hizo daño. Y su corazón puro creyó en lo imposible. Después de beber barro el agua comenzó a aparecer pura, cristalina, de la roca. Ella tuvo que creer en lo imposible. Creer que del barro podría brotar una fuente de agua pura, que limpiara y sanara el alma. Esa fe de Bernardita es la que necesito tener para poder avanzar en la vida y ver pureza a mi alrededor. Necesito creer que del barro que hay en mi corazón Jesús y María pueden sacar agua pura, transparente, para dar de beber. Necesito esa fe que cree sin ver, que confía sin poseer, y espera sin saber. Es la pureza en la mirada la que me hace esperar cuando todo a mi alrededor es oscuro. Sé que sólo un corazón puro podrá cambiar el mundo que le rodea. Un corazón que piense bien y confíe siempre. Un corazón que vea la belleza de las personas y no se detenga en sus puntos oscuros. Una mirada que vea el mantel blanco sin fijarse tanto en la mancha pequeña que lo marca. Nada del exterior puede hacerme daño cuando mi corazón es puro y confiado como el de los niños. Nada de lo que ocurra puede oscurecer mi mirada cuando tengo suficiente luz en mi interior. Sólo desde mi corazón pueden brotar tinieblas y quitarme la paz y la alegría. Quiero tener un corazón que sepa amar bien, mirar bien, confiar y hablar bien de todos. Un corazón que perdone y no guarde el rencor. Un corazón abierto al amor de Dios que se sepa querido como un niño en manos de su madre. No sé de dónde brota mi tristeza, o mi rabia, o mi amargura en ocasiones. Algo habrá en mi alma que no está perdonado, o trabajado, o purificado. Hoy quiero beber del agua pura que brota del corazón de María porque sé que su agua me salva. Me gustaría también tener yo agua para dar, un agua que brotara de la fuente de mi ánimo. No es tan sencillo tener siempre sentimientos buenos y una mirada alegre y confiada. Debo beber de fuentes que tengan esa agua pura. Beber de personas que transmitan esperanza y alegría. Beber de aquellos que me hablen con optimismo en este presente extraño que ahora vivo. Quiero sacar de mi corazón sentimientos buenos, nobles, alegres. Miro mi corazón en este tiempo de Cuaresma que se me regala. Es la oportunidad para dejar que Dios me vaya cambiando por dentro. Quiero encontrar la calma y sentir la mano de Dios en mi interior. No tengo miedo, no me asusta renunciar para poder cambiar. Que Jesús me pode para crecer con orden. Que logre ahondar dentro de mi tierra para que la raíz de su amor se adentre en lo profundo.

Con el miércoles de ceniza comienza un nuevo camino por el desierto. ¿Por qué necesito la ceniza para caminar? Es extraño. Podría comenzar sin necesidad de que nadie pusiera ceniza en mi cabeza. No me embellece, todo lo contrario. La ceniza me habla de muerte, de olvido, de fuego consumido, de vida destruida, de soledad, de desamparo. ¡Cuánta muerte me conmueve en este año de pandemia! ¿Qué necesidad tengo de revestirme de ceniza? El oro, la plata, las joyas, las pieles, el maquillaje, la luz. Todo eso me embellece, resalta lo que está vivo. Y yo quiero comenzar con fuerza este tiempo, no sintiéndome muerto. Porque esas cenizas bendecidas me hablan de la muerte. ¿Para qué las necesito? Y entonces leo una poesía que me da algo de luz sobre este primer día de mi cuaresma: «Son hojas verdes mis días. Hojas que caen cada otoño. Son árboles que se elevan y raíces que se entierran. Es pasado mi presente y mi futuro es historia. Desandar no puedo nunca, sólo andar nuevos caminos. Aprender siempre es posible, desaprender duele hondo. Olvidar sucede a veces, otras el recuerdo hiere. No sé bien cómo se empieza de nuevo a tejer los días. Tras las derrotas crueles, tras la muerte que da vida. Alguien me recuerda entonces que sólo morir me salva y el que ama da la vida. En eso consiste entonces volver a nacer de nuevo. En morir un poco siempre para volver a dar vida». Es entonces que comprendo el sentido de estas cenizas. Un día fueron ramos de olivo verdes tendidos a los pies de Jesús. Cuando entraba en Jerusalén dispuesto a entregar la vida. Ahora son ceniza bendita. Me recuerda lo que es mi vida. Hoy un brote verde, mañana queda sólo el olvido. Quizás por eso me viene bien recibir la ceniza. Porque tengo una tendencia exagerada al olvido. Ya no me acuerdo de las derrotas y creo que voy a vencer siempre. Ramos verdes, hojas verdes firmes en la rama. La ceniza me muestra que mi vida es caduca y muere. La vida que no se entrega y muere para dar vida, no merece la pena. Me revisto de esa ceniza que no embellece. Me hace más humilde, más pobre. Es una ceniza extraña que llena de luz mi alma. Necesito comenzar así este tiempo de desierto, de cuaresma, estos cuarenta días. Sin esta realidad del amor que se entrega, muere y da la vida, no tendría sentido caminar descalzo el desierto de Cuaresma. No me olvido entonces de lo importante: No soy Dios, soy sólo hombre. Soy pobre. Y no puedo hacerlo todo solo. Camino descalzo por este desierto cubierto de ceniza. Recuerdo entonces que soy niño, que soy hijo, que soy necesitado. Y que tengo una nostalgia de infinito pegada al alma. Al recibir la ceniza escucho que soy polvo y que en polvo me convertiré. Y entonces dejo de afanarme por tantas cosas que me quitan la paz. ¿Para qué me agobio tanto? Cada día tiene su propio afán. No quiero vivir preocupado porque tiendo hacia Dios y un día descansaré en sus brazos. Ese pensamiento me libera de esta vida que quiere presionarme para que venza siempre y llegue a la meta antes que ninguno. La vida son dos días y quiero vivirlos con alegría, sin miedo, sin angustias. Saber que soy polvo me recuerda que mi vida está en las manos de Dios, que no tengo el timón de mis días, que no soy todopoderoso. Sino que he renunciado al poder desde mi cuna. Esa sensación de pequeñez me hace alzar la mirada al cielo y suplicarle a Dios que me sostenga, que no puedo luchar contra mis propios demonios. Esos que habitan dentro de mi alma, esos que me hacen levantarme con ira cada vez que la cosas no son como yo pensaba. La pequeñez es la condición de hijo que he recibido desde que nací. Si soy hijo necesito a un Padre todopoderoso que me dé la vida. Y como soy pequeño necesito la fuerza de esta ceniza que me recuerda quién soy. Comenta Albert Espinosa: «Dentro de cualquier pequeño cobarde hay un gran valiente. Todo saldrá bien. Si la contemplas de cerca la vida a veces no tiene sentido. Hay que alejarse un poco y contemplarla desde lejos, con una gran sonrisa». La cuaresma me ayuda a alejarme un poco de mi vida para contemplarla con sentido. En ese arco que lleva de mi nacimiento a la muerte. Entonces los problemas no son tan graves. Y la vida es mucho más que el miedo presente. Sólo necesito creer más en Jesús, en su Palabra y cambiar de vida, crecer, ser mejor. Para eso se me regala este tiempo. Y la ceniza sólo me bendice. Es como esa mirada de Dios que se posa sobre mí para decirme lo valioso que soy ante sus ojos. No soy nada, soy pequeño y a la vez soy el tesoro más grande que puede contemplar Dios. Por eso se ensancha mi corazón con la ceniza. Decía el Papa Francisco: «La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna»[1]. La ceniza me enseña a no estrechar mi horizonte. Lo abro, es mucho más amplio. Estoy hecho para el cielo mientras camino sobre el polvo del desierto rumbo a la Pascua.

Dios hace un pacto con el hombre. Hace un pacto conmigo para que aprenda a caminar en su presencia. Así lo hizo con Noé y sus hijos: «Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra». La alianza de Dios con el hombre siempre me conmueve. ¿Por qué necesitará Dios mi ayuda? ¿Para qué tiene que abajarse a la altura de mis ojos para suplicar mi ayuda, mi sí, mi entrega? No lo entiendo pero vuelve a suceder. Dios desde el comienzo busca sellar una alianza con el hombre. Busca que el hombre sea fiel a Él dejando a un lado otros dioses. Y a cambio se compromete a acompañarlo en el camino y a cuidar sus pasos. Ni el sol le hará daño. Ni la lluvia pondrá en peligro su vida. Nada turbará su descanso. Me gusta mirar mi camino como una alianza con Dios. Yo pongo mi parte, Dios la suya. Yo le hago una promesa, Él me hace las suyas. Esa forma de mirarme me conmueve. Necesita mis pasos, mi entrega, mi fidelidad heroica. Necesita que camine a su lado cada día por sus sendas: «Tus sendas, Señor, son misericordia y lealtad para los que guardan tu alianza Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador». Los senderos de Dios. ¿Son los míos? Es lo que deseo, que sus sendas sean las mías. Quiero caminar por sus caminos. ¿Coincidirán con los míos? ¿O lograré hacer que sus sendas sean mis caminos? Miro hacia atrás y veo caminos errados y otros que me han traído la paz. Hacia atrás tengo claro que en todos mis caminos estuvo Dios. Incluso cuando me equivoqué o no hice caso a sus mandatos. Incluso en el camino del pecado que no me llevaba a ninguna parte. También ahí mi camino perdido se convierte con los años en su camino. Y otros caminos que eran suyos, pasaron también a ser los míos. Porque elegí lo que no amaba y opté por lo que no quería, sin saber que me convenía, como así me lo hizo ver el paso del tiempo. Ser aliado es lo que me da paz para enfrentar la vida. ¿Cómo me va a abandonar quien tanto me ama aunque ahora no entienda el dolor de lo que me sucede? En ocasiones tocaré el dolor de la pérdida, o la ausencia. Y sentiré que Dios me abraza con fuerza, me sostiene, en ese camino que creía cierto, o tal vez equivocado. Nunca tengo certezas absolutas, sí intuiciones que levantan mi ánimo y mi mirada. No es tristeza lo que empapa el alma, sino una paz serena traspasada por un dolor profundo. Entonces siento que no me he perdido, que Dios siempre me encuentra, vaya por donde vaya. Comenta el P. Kentenich: «Cuando una persona vive una acentuada conciencia de alianza, conciencia de donación y aceptación recíprocas, hasta en el subconsciente, no le resulta difícil imitar la actitud y la acción de María en las Bodas de Caná, y repetir en todas las situaciones con gran serenidad y seguridad, con fe y confianza: - No tienen vino»[2]. Cuando me sé amado en mi verdad, en mi pequeñez, vuelvo el corazón a María y exclamo con sus palabras que me falta vino. Cada vez que experimento la debilidad y la pérdida. Y el dolor de una espada que atraviesa el alma. María conoce mi sed y ha tocado mi hambre. Y no me va a dejar solo en el desierto de mi vida. Menos aún cuando me siento perdido, sin rumbo, sin camino. Cuando no sé por dónde ir o no entiendo los pasos dados y los que me faltan por dar. En esos momentos recuerdo la alianza sellada con Dios. Él me prometió una tierra, un hogar en el que habitar donde me sentiría seguro. Es la promesa que le hizo a Abraham y cumplió con su pueblo. Es la misma que me hizo a mí. Me dijo que me daría un hogar en el que echar mis raíces. Pienso en ese hogar en mi vida donde me siento siempre en casa y encuentro la paz. Me prometió una descendencia inmensa como las arenas de la playa, como las estrellas del cielo. Lo hizo a través de Sara que era estéril y le concedió a Isaac. Y fue fiel a esa promesa. Lo ha hecho conmigo en mi vida, en esos hijos que he visto, que forman parte de mi historia. Y le prometió una intimidad con Él. Un solo Dios, una sola alianza, un solo amor. Y pienso en esa intimidad con Dios. Me la ha prometido a mí desde mi cuna. No iba a estar solo nunca. Y me regaló un lugar en el que descansar mi rostro en el costado de Jesús. Como un niño en las manos de su padre. Y así pude ver que esa intimidad era algo sagrado. ¿Cómo voy a dudar de esa alianza sellada con Dios, con María? Hoy miro al cielo, veo las estrellas y confío. Así se cumple su promesa y se hace más firme mi paso. No busco explicaciones ni encontrarles un sentido a todas mis decisiones. No espero que todo cuadre y funcione a la medida de lo que yo he soñado. Su promesa trasciende todos mis pasos. Es más grande que mi capacidad para entender la vida. No me va a dejar nunca porque me ama y me ha elegido. Y esa elección le da paz a la vida que hoy llevo.

Comienza la cuaresma y pienso en la ternura y la misericordia de Dios: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor. El Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Es este tiempo de desierto un tiempo de misericordia. Dios me mira conmovido, compasivo y me ama como soy, sin condiciones. Viene a mi vida para que mi vida cambie y sea mejor. Este tiempo de desierto no es un tiempo triste sino alegre. No es un tiempo de oscuridades sino de luz y gozo. Eso me da tanta paz. Miro hacia delante. Estos cuarenta días son una aventura de la mano de Dios. Él no se baja de mi vida. Me sostiene y me alienta para que no desfallezca. Me gusta su mirada en la cuaresma. Sostiene mis pasos. Alienta mi desánimo y me permite creer que puedo caminar a su lado sin temer. Porque a su lado las tentaciones que sufra no van a encontrar mi debilidad. Hoy escucho: «En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían». Jesús se quedó cuarenta días en el desierto y fue tentado. Allí vivió la triple tentación que narran los evangelios. El demonio lo tienta con el poseer. Todo será suyo si se doblega y lo adora a él. El mundo quedará a su servicio si él se convierte en siervo. Jesús al hacerse hombre ha renunciado a todo su poder. No quiere la omnipotencia. Renuncia a ella y se convierte en un hombre más. El demonio lo tienta. Podría ser el Señor de todo. Sólo si cambia de Señor. Si renuncia a ser hijo. Y luego le tienta con los alimentos. No necesita pasar hambre. Él, si recupera su poder, puede convertir una piedra en un pan. ¿Para qué sufrir? Y le sigue tentando. Puede llegar a ser el Señor de todo y todos lo servirán. Pero no, Jesús no se deja tentar y se mantiene firme. Es el Hijo amado de Dios y eso basta para que los ángeles le sirvan. No necesita nada más. Ha renunciado al poder de Dios para ponerse a la altura de mis ojos. Y yo pienso en mis tentaciones en este tiempo de cuaresma. Me adentro en el desierto de mi alma y escucho al demonio tentándome. ¿No me tienta acaso cuando me ofrece ser querido y amado por todo el mundo si me doblego a lo que me piden? ¿No me dice que no tengo que renunciar a nada, que no tengo que optar por un camino y puedo aceptar todo como parte de mi vida? ¿No me sugiere que cualquier cosa que desee la puedo conseguir si me esfuerzo e incluso si renuncio a mis principios para conseguirla? Esa tentación me dice que nunca estaré solo, nunca pasaré hambre y siempre tendré todo lo que desee. La felicidad plena aquí en la tierra, con eso basta. Comentaba el P. Kentenich: «Lo que nuestro tiempo necesita, por no decir lo único que necesita, son nuevos santos, santos grandes, convincentes, cautivadores; y si no santos, ciertamente hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, verdaderos, de vida interior, perfectos»[3]. La invitación de este tiempo es a ser santos, no simplemente buenos. El mundo necesita hombres de Dios, enamorados de Él. Por eso me adentro en este desierto de tentaciones y le suplico a Dios que me dé la fuerza que necesito para ser fiel. Porque llegan las tentaciones y no me siento fuerte. El mundo me ofrece el placer de los bienes de la tierra y yo me apropio de ellos, los busco, los deseo. Renuncio a otras cosas con tal de poseerlos. Los quiero para mí, no estoy dispuesto a renunciar. El mundo me habla del poder que puedo tener si renuncio a esos principios que Dios me ofrece, si busco sólo mi bien, si me vuelvo egoísta y me centro sólo en mí. Entonces me tienta tocar el mundo, la tierra y me siento débil con ese contacto que parece alejarme de Dios. En esta cuaresma soy llevado por el Espíritu Santo al desierto. Y allí, desprovisto de mis seguros, soy tentado. Con la fuerza del mundo que pesa sobre mis hombros. Puedo triunfar en todo, puedo ser el primero, puedo vencer en todas mis batallas, puedo conseguir la admiración de los hombres. Me siento pequeño. La tentación es poderosa. Y yo experimento la debilidad. Quisiera romper ese yugo que parece hundirme, tira de mí hacia la tierra. Quiero levantarme y luchar. Quiero ser capaz de decir que no sólo de pan vive el hombre, cuando el pan me tienta. O decir que no quiero tentar a Dios, cuando me seduce el mundo que me halaga y aplaude. Puedo decir que no quiero poseer todo lo que me atrae porque sólo es Dios el que le da sentido a mis pasos. Es verdad, es así, pero me cuesta ser firme y fiel al ser tentado. Es demasiado atractivo el placer que se me ofrece. Es como toda una vida que pasa tentadora ante mis ojos ofreciéndome el cielo en la tierra. ¿De qué me sirve tanta renuncia por amor? No quiero renunciar a nada porque duele la renuncia. Duele entregar la vida por la persona amada. Duele renunciar al primer puesto para que otros lo ocupen. Duele pasar hambre y sed para que otros puedan seguir comiendo y bebiendo. Tantas tentaciones me seducen con placeres pasajeros. Se me olvida que estoy llamado a ser santo, a dar la vida por algo grande que merezca la pena.

La primera invitación de la cuaresma es a la conversión: «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios: - Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: - convertíos y creed en el Evangelio». Me pide el Señor que me convierta y crea en el Evangelio. Me lo pide mientras la ceniza de esta cuaresma me recuerda que estoy hecho de cielo, soy una obra de su amor. Soy tan pequeño y frágil. Él me sostiene. Sólo quiere que cambie mi forma de pensar, de mirar, de vivir, de amar. Parece tan sencillo pero me resulta imposible. ¿Cómo voy a lograrlo si me siento tan débil? Los días vuelan ante mis ojos y no soy capaz de nada. Tocar el cielo, acariciar la cumbre de la montaña. Allí donde sólo llegan las águilas. Y yo tengo alas de gorrión, no logro alzar el vuelo. Vivo caminando, no vuelo. Necesito cambiar tantas cosas en mí que me anclan en la tierra, en el pasado. No me olvido de lo que estoy hecho. Soy de Dios, soy suyo. Comenta el Papa Francisco esta cuaresma: «El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante». Son los tres pilares que me da Dios en esta cuaresma para convertirme. Tres formas de vivir una vida nueva. Son una oportunidad para cambiar por dentro. Porque si cambio mi mirada sobre el que sufre estaré cambiando mi actitud ante el que me necesita. Dejaré de verlo como un problema, como un estorbo, como un rival, como un enemigo. Dejaré de mirar a mi hermano con recelo. ¡Cuánto cuesta cambiar esta mirada! La limosna es el cambio del corazón. Es la transformación más honda que espero en este tiempo. Necesito cambiar mi actitud interior para que en esta Cuaresma algo pueda cambiar en mí. Miro a mi prójimo con los ojos de Jesús. Eso es lo que deseo, un cambio radical. En esta Cuaresma me hago pobre, me vacío de bienes, dejo de pensar en comprar, en consumir. Dejo de mirar lo que aún me falta. Siempre me puede faltar algo, soy un necesitado. Y esa sensación de pobreza me hace bien. Cuando no todo lo tengo a mano. Cuando no poseo todo lo que me vendría bien. Cuando no todas mis necesidades básicas están cubiertas. Cuando paso hambre, tengo sed o sufro el frío. Esa experiencia es sanadora. Me vuelvo más dependiente de Dios al vaciarme de mis posesiones. No sólo de pan vive el hombre, lo recuerdo, pero yo lo olvido creyendo que sí, que si lo poseo todo, si tengo lo que necesito, sí seré capaz de vivir con paz y contento. Experimentar el vacío, la falta, la ausencia, la pérdida, me hace bien. Porque así me siento más niño dependiente de Dios. En mi pequeñez Él me salva. ¿A qué cosas estoy dispuesto a renunciar en esta cuaresma por amor a Él? Tengo muy claro que puedo vivir con poco. En este tiempo de carencias renuncio por amor. Es más fácil renunciar cuando amo. Renunciar por la persona amada. Negarme a mí mismo y mis deseos para que el otro tenga más. Para que sea feliz, para que sea pleno. Renunciar es parte de la vida. El que renuncia es capaz de dar su vida por amor. Eso es lo que me salva. La Cuaresma me regala la oportunidad de crecer en la renuncia por amor. Al mismo tiempo es una oportunidad para crecer en la intimidad con Dios. Más oración. Digo que rezo pero luego me cuesta tanto esfuerzo quedarme en silencio ante el Señor. En seguida busco distracciones. Y el pensamiento sigue sus propios caminos. Y pierdo la paz pensando solo en todo aquello que me inquieta y preocupa, angustiado por mis miedos. La Cuaresma es un tiempo de Dios, un tiempo santo, un Kairos en el cual recibo gracias especiales para intimar más con Jesús en medio de mi desierto. Me acerco a Él que camina rumbo a su pasión y quiero sostenerlo. Me quedo como María al pie de su cruz. Rezo en silencio, en alto, cantando, caminando. Rezo a su lado y dejo que su voz calme mi alma y me dé la paz. No busco ningún fruto en mis ratos de oración. Sólo quiero estar con Él, adentrándome en mi alma y dejando que Él viva dentro de mí para siempre.

 

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

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