Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de octubre de 2018

Domingo 21 de octubre de 2018 | Carlos Padilla

Domingo XXIX Tiempo ordinario

Isaías 53,10-11; Hebreos 4,14-16; Marcos 10,35-45

«No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que Yo me voy a bautizar?»

21 Octubre 2018     P. Carlos Padilla Esteban

«Él vuelve a creer en mí, aunque yo dude a veces de mis propias fuerzas. Necesito su misericordia. Que me tome en sus manos y calme mis miedos y angustias. Vuelvo a tener esperanza en el hombre»

Las emociones son un don de Dios en el alma. Es lo que me permite vivir la vida con intensidad, en el presente, amando todo lo que Dios me regala. Pero a veces me asustan, no las controlo. No sé dónde me puede llevar lo que siento. Entonces quiero no sentir, no emocionarme, no apasionarme. Es más seguro. Reprimo, controlo y exijo disciplina a mi alma para no exaltarme. Hace un tiempo vi una película de ciencia ficción llamada«almas gemelas». En ella se recrea un mundo en el que no hay sentimientos ni emociones. Es el mundo ideal en el que cada uno trabaja con eficiencia porque nada en el alma le perturba. Lo consiguen desde el nacimiento. Genéticamente logran inhibir todas las emociones desde la gestación. De esta manera uno puede vivir, trabajar, morir, sin llegar a sentir nada. No sienten emociones negativas como el odio y la ira que pueden perturbar sus decisiones. Pero tampoco tienen emociones tan positivas como el afecto, el cariño, el amor, o la pasión. La razón de esta búsqueda de un mundo así es el desastre que ha quedado atrás: un mundo de guerras y muertes causadas por el odio y la ira. Creen que un mundo en paz sólo será posible si se logran suprimir todo tipo de emociones. En este mundo perfecto, sin delitos, sin conflictos, los enfermos son los que sienten, los que se emocionan, los que viven perturbados por sus sentimientos. Aquellos en los que se manifiestan emociones por algún fallo en el sistema son llamados impuros, están manchados. Los sentimientos son los síntomas de esa enfermedad que conduce irremediablemente a la guerra y a la destrucción. Los considerados enfermos son tratados con medicamentos hasta que logran suprimir de nuevo todo tipo de sentimiento. Esta película me dio qué pensar. Los afectos, las emociones, los deseos, tantas veces complican mi vida. Me hacen desear lo que no tengo ni me corresponde. Despiertan en mí emociones tan negativas como la rabia, la envidia, el odio, los celos, el desprecio. Esas emociones me pueden llevar a la guerra y a la destrucción. Sé que no todas las emociones me llevan al mal. Muchas me hacen ser mejor. Entro en confrontación con el mundo que me rodea y me emociono, siento y padezco. Lo que veo, lo que toco, me hace sentir con intensidad. No quiero negarlo ni reprimirlo. El otro día leía: «Cuando se niega tener un deseo, este no desaparece en absoluto, sino que encuentra otras maneras más sutiles de manifestarse. Lo mismo puede decirse de las emociones, las cuales, se quiera o no, son fundamentales para la vida. Negar los afectos puede abocar a la paradoja descrita literariamente por Mark Twain en el relato El perro, en el que, por pura diversión, se ata una cacerola al rabo de un perro, el cual, al correr, oye el ruido de la cacerola y, asustado, no deja de correr; pero cuanto más corre, tanto mayor es el ruido. La situación es semejante a la de quien pretende negar su propia esfera afectiva: querría escapar de lo que no es posible huir»[1]. No quiero huir de mis emociones. No quiero reprimir lo que siento. Quiero ponerles nombre a los deseos de mi alma. Y quiero que Dios entre en ellos y me ayude a vivir con paz en mi mundo interior. Mis emociones forman parte de mi vida, forman parte de mí. No soy una persona sin sentimientos, fría, distante, que camina por la vida sin que nada le afecte. No es así. Siento mucho, sufro con intensidad, me alegro, me emociono, me conmuevo, tengo miedo, me asusto, lloro y río. Son tantas las emociones que me llenan de vida que no sé describirlas todas. ¿Qué sería de mí si no sintiera, si no me emocionara, si no llorara? Tal vez no merecería la pena vivir la vida. El mundo despierta en mí todo tipo de sentimientos que no quiero negar. Sólo tengo que saber vivir con ellos, aceptarlos y tomar decisiones teniéndolos en cuenta, pero no dejándome atrapar por ellos. Son parte de mi vida, de mi camino, de mi historia. A veces tendré que asumir el dolor de la pérdida y seguir amando pese a todo. O reconocer que no puedo seguir la dirección que marcan mis afectos porque he tomado otros caminos distintos. Y tendré que aprender a calmar la ira, y cambiarla por la paz del alma, cuando sienta que puedo llegar a perder el control. Y saber que no todo lo que siento ha de gobernar mis pasos. Ese equilibrio imposible en el corazón que siente es el que tanto anhelo. Tal vez llegue al cielo y encuentre la paz que busco. Mientras camino sólo deseo que Dios ponga algo de orden en mi desorden. Que calme los impulsos que me hacen herir, dañar, equivocarme. Que siembre paz en mis gestos y decisiones. Es la gracia que le pido a Dios en ese vivir con emociones, con sentimientos, con deseos, sin turbarme. Las emociones no pueden ser juzgadas moralmente. No son ni buenas ni malas en principio. Sé que, tomadas positivamente, me ayudan a vivir: «La emoción, si es acogida, se convierte, por tanto, en un motivo para actuar»[2]. Una acción respaldada por la emoción adquiere una fuerza y una solidez únicas. Necesito vivir con emociones que me den vida. Si respaldo mis decisiones con el afecto del corazón llegaré más lejos. La alegría me eleva. Y el sentimiento de tristeza paraliza mis pasos. Quiero cuidar las emociones que me impulsan hacia lo alto y me hacen ser más generoso.

El ideal brilla muchas veces fuera de mí y me confundo. Veo ideales, talentos que no poseo. Descubro metas que parecen posibles pero me resultan inalcanzables. Vidas que no son la mía y sufro. Y me amargo pensando que podía haber hecho más. Siempre mi culpa, me lamento. O no hice lo suficiente, o la vida no era tan sencilla. Quizás confundo ideal con realidad. Pero no es este el ideal del que me habla el P. Kentenich: «No la ocupación por la ciencia abstracta sino el contacto con la vida. Dicho más exactamente el desposorio entre el más acá y el más allá, entre el ideal y la realidad. Fue para mí la solución de todos los problemas y marcó el rumbo de la misión de mi vida»[3]. El Padre vivió en su alma esa ruptura entre el ideal y la vida. Entre el sueño inalcanzable y la carne finita y limitada. Entre lo que su alma deseaba y lo que podía llegar a tocar. Todo demasiado lejos, o demasiado cerca. Para el Padre el ideal está ya en mí. Sólo tengo que descubrirlo. Tengo que ver dónde resuena mi corazón. Dónde vibra. Y entender que por ahí he de caminar. Por eso no me frustro al pensar en los ideales que anhelo y envidio. Tengo que distinguir bien y ser sincero. No cualquier ideal. No cualquier meta imposible. Tengo que tener ya en mí la semilla de lo que sueño. Si no es así viviré amargado. Lleno de frustraciones y deseos no logrados. Tengo siempre la tentación de querer lo que no poseo. Y soñar con lo que no tengo. Leía el otro día: «La otra tentación consiste en negar el mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en consideración las condiciones efectivas para su realización. Con la entrada en nuestras vidas de la realidad virtual, esta tentación puede ser particularmente solapada e invasora»[4]. La realidad virtual. Lo que quiero ser y no soy. Lo que deseo y no alcanzo. ¡Cuántas vidas frustradas! Pensé que podía. Creí que iba a lograrlo. Soñé con otra vida. Y entonces la tristeza invade el alma. Creo que el ideal ha de tener resonancia en la verdad de mi corazón. Para eso tengo que conocer mi alma. Saber dónde vivo, cómo soy, cómo camino. Descubrir mis límites y soñar con mis potencialidades. Lo que puedo llegar a alcanzar si me dejo hacer, si me dejo tocar por Dios. No está tan lejos si me pongo en camino. El ideal brilla ante mis ojos pero surge desde mi interior. Como una caja de resonancia vibra todo dentro de mí y sé para lo que estoy hecho. No importa que no sea tan brillante o vistoso como deseaba. La envidia y las comparaciones me hacen tanto daño. Me enferman por dentro y quisiera ser más inteligente, más capaz o saber más de tantas cosas. Y en medio de mis frustraciones me bloqueo. Se paralizan todas mis fuerzas. Las verdaderas. Lo que de verdad soy. La imagen más real de Jesús en mi alma. No la imagen virtual de mí que me paraliza y congela. Añade el Padre: «Nuestro ideal fue siempre no abandonar la tierra, el suelo, sino afirmarnos en él con ambos pies, pero a la vez arraigarnos con toda nuestra persona, con toda nuestra historia, en el mundo y realidad sobrenaturales»[5]. Mi ideal no me saca del mundo que toco. No me hace evadirme de mi realidad. Soy el que soy en este mundo concreto, en estas circunstancias, con estos límites, con estas posibilidades. Sueño con que Dios me deje un día abrazar lo que hoy anhelo. Será pleno en el cielo. Aquí, mientras tanto, camino en el fuego de un amor profundo que vive en mí. El ideal de una vida entregada por entero. El ideal que me hace amar mis posibilidades. Sueño con lo que Dios sueña. Eso es lo que deseo. Soñar con sus sueños para mi vida. Camino en la incertidumbre de aquello que todavía no se desvela. Pero ya sé muy bien cuáles son las fuerzas que mueven mi alma. Cuáles los anhelos que siempre he sentido. Vislumbro una vida en la que soy protagonista, sin caer en la pasividad y en los miedos. Puedo desplegar todas mis fuerzas. Con eso sueño. No me guardo con egoísmo pensando que mi aporte nada vale. Sí, es valioso. Desde mi originalidad yo cambio el mundo. Lo hago mejor si logro ser fiel a mí mismo. Sólo eso. Y es algo tan grande.

Mirar la verdad me hace libre. Tomarla en mis manos es el camino, aunque me duela. Aceptar el pecado, la caída, el abuso. Aceptar el límite y la miseria. La propia debilidad, la de los otros. Mirar el pecado a la cara con vergüenza. Con miedo al juicio y a la condena de los hombres. Sentir la humillación. Aceptar que la vida es como es, no como quisiera yo que hubiera sido. Tocar las heridas inocentes y pedir perdón. Y sufrir con el que sufre, acompañando. Pedir perdón con la humildad del que ha sido humillado, con vergüenza en el alma. Con el horror dibujado en el recuerdo constante de abusos pasados. En la experiencia de los límites que rompen la vida inocente. El dolor de las debilidades, de las heridas, de la vulnerabilidad. No quiero hablar tanto de lo que me duele. Pero es necesario. Me angustia oír y saber tantas cosas. La verdad desnuda hiere la inocencia. Ante tantos abusos e injusticias el corazón se rebela. Como decía el Papa Francisco sobre los abusos:«En primer lugar, les quiero pedir perdón por los escándalos que ocurren dentro de la Iglesia, no solo los escándalos de abusos, escándalos de mundanidad, de apego a valores que no son evangélicos, de incoherencia de vida. Ustedes ven eso y dicen:yo me hago ateo. Perdón por escandalizarlos. Siento dolor por esto y pienso en los errores de nosotros, los pastores. No los aparten de Jesucristo, que es la única fuente de felicidad».El corazón herido clama por justicia. La tentación de volverme ateo, de alejarme de la Iglesia que hace daño. Duele tanto el abuso. Sé que el poder me puede llevar al abuso. La humillación me hace libre del poder, me despoja de la imagen, de la fama. Siento vergüenza por el pecado que existe aunque no lo conozca. ¿Cómo se puede convivir con el mal? Me gustaría ver la inocencia eterna dibujada en los hombres. La bondad hecha carne siempre. El bien que vence el mal. La pureza de mirada e intenciones. El corazón libre de todo pecado. Sueño con un mundo sin violencia, sin abusos, sin poder. Un mundo como el reino que Jesús hizo nacer desde dentro del alma. Y yo me confronto tantas veces con el pecado, con el mal. ¿Qué puedo hacer yo para cambiarlo? Reconocerlo, pedir perdón, humillarme, expiar por el mal causado. Acercarme al débil, al herido. Sé que el bien que yo hago y la verdad que yo acepto, son agua fresca que calma la sed. El mal que yo evito cuando hago el bien. El pecado que absuelvo. La misericordia de Dios que limpia toda la debilidad del hombre. Y me abraza en medio de mis fragilidades. Quiero alzar los ojos por encima del barro sobre el que camino. Tener esperanza en medio de la desesperanza es difícil, lo pido. Es muy duro aceptar la verdad que duele. Quisiera pasar la página y olvidarlo todo. Pero no quiero. No puedo. Quiero recordar que mi debilidad puede herir al débil, puede matar al inocente. Mi debilidad consentida y encubierta. La mía, la de todos. Mi orgullo, mi soberbia, mi enfermedad. Mi fragilidad convertida en pecado. Sí. Recordar lo que ha pasado me da fuerzas para ser más limpio, más verdadero, más humano, más niño, más auténtico. Me da más fuerzas para levantar los ojos a María y pedirle a Ella que cambie mi corazón enfermo y lo haga puro. Que lo haga libre de ataduras. Del deseo de poder. Que me haga capaz de amarla a Ella con todas mis fuerzas. Me gustaría erradicar el mal de mi corazón y del entorno que toco. Sembrar semillas de esperanza donde hay tanto dolor. ¡Qué difícil recuperar la confianza quebrada! ¿Quién va a creer en mis palabras después del pecado? Hechos son amores que no buenas razones. Y cuando los hechos no coinciden con mi fe, con mi credo, con mi vida de seguimiento. Entonces sobran las palabras y duelen los silencios. ¿Cómo se puede comenzar de nuevo cuando se pierde la esperanza? Me niego a dejar de levantar los brazos en señal de esperanza. No dejo de creer en el poder del vínculo, del amor humano como camino al cielo. Sé que es imposible para mí, pero no para Dios. Quiero confiar de nuevo. Pido perdón. Acepto la vergüenza. No sé cómo expiar por tanto mal causado. Con mi vida de oración y de entrega. Con mi amor silencioso y sacrificado. No me puedo quedar callado. Acepto la verdad entre mis dedos rotos. Humillado. Con la humildad que le pido a Dios como don para emprender de nuevo el camino. Pobre, sin nada. Es tan difícil besar la fragilidad propia y ajena.

Quiero cuidar la inocencia que se me ha confiado. Cuidarla entre mis manos. Un tesoro inmenso que no merezco. Quiero respetarla como lo más sagrado. La inocencia que he de salvar para entregársela a Dios cada mañana. Cuidar la confianza que se me regala sin merecerla. Es de Dios. Duele tanto la verdad que toco teñida de abuso. La sórdida verdad que me llena de tristeza. La verdad de la confianza quebrada tantas veces. El pecado que hiere el alma de niño inocente. Y no puedo sino pedir perdón de rodillas. «Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti». Es la misericordia que necesito. No me callo. Quisiera evitar decir algo. Porque quizás ninguna palabra calma la rabia ni recupera el tiempo. Ni hace que el reloj vuelva a antes del delito. Sólo queda recoger los cristales rotos. Arrodillarme callado. Y hablar reconociendo culpas. Y asumir de nuevo que soy parte de esa Iglesia herida que hiere. Ese cuerpo de Jesús en el que hay pecado, porque el hombre peca. Y yo soy parte de ese cuerpo que sufre y peca. El dolor de mi hermano duele en mis entrañas. El dolor del inocente. Sufro. Quisiera que no hubiera pasado. Quisiera haberlo hecho todo mejor. Es duro palpar la miseria y seguir andando. Ha pasado algo. Es grave. Lo tomo entre mis manos. La verdad que duele dentro de mi alma. Miro de nuevo a los ojos de María. A los de Jesús herido en la cruz por mis pecados, por mis errores, por mis silencios. No le defendí en la cruz cuando podía. No me detuve ante el herido. Necesito palpar la misericordia. No sé cambiar el pasado. Pero puedo construir el presente y el futuro. Eso sí puedo hacerlo. Dios me deja. Me lo pide. No pierdo la esperanza. No me asombra el pecado del hombre. Tampoco el mío propio. Pero me duele tanto en mis entrañas. Quiero aceptar la debilidad propia y ajena. El P. Kentenich me da luz: «A medida que envejecemos y maduramos reconocemos mejor nuestra pobreza espiritual, el desvalimiento, la desnudez, nuestras faltas que a menudo limitan con lo pecaminoso, nuestras descargas temperamentales. Yo amo mi insignificancia y pequeñez. ¡Lo que vale para mi persona, vale también para la Familia! ¡Cuántas limitaciones tiene la Familia! ¡Qué calidad de personas debería tener una Familia así con tales objetivos! ¡Qué clase de santos, de luchadores para Dios! Yo amo las debilidades y miserias de la Familia. ¿Qué tiene que ver esto con el reinado del amor? Este amor a la insignificancia es expresión de un amor heroico, y es también un medio para el aumento de ese amor. Un alma sana puede amar su pequeñez sólo cuando en ella arde un muy fuerte y abrasador amor a Dios. Un amor de esa índole a nuestra limitación es uno de los medios más excelentes para incrementar nuestro amor»[6]. Necesito yo mismo la conversión para seguir creyendo, para amar más en la debilidad. Para hacer posible que el sol surja de nuevo entre las sombras de mis faltas. Y el mundo crea de nuevo en la carne herida del hombre en la que Dios se hace luz, presencia, esperanza para el que está perdido. Allí donde no todo es perfecto. No dejo de creer. Sé que el amor de Dios es más grande que el odio. Y su inocencia más fuerte que mi impureza y pecado. Y su fuerza interior levanta mi cuerpo herido por encima de la noche. Acepto la verdad tomándola en mis manos. Confío con mi confianza rota. Pido perdón. Me acerco al herido. Dios ata los cabos rotos de mi vida. Le pido misericordia. «Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente».Él vuelve a creer en mí, aunque yo dude a veces de mis propias fuerzas. Necesito su misericordia. Que me tome en sus manos y calme mis miedos y angustias. Que abrace al desvalido y bese su herida. Al que ha visto rota su confianza, lo más sagrado. Vuelvo a tener esperanza en el hombre. Confío.

Hoy se acercan a Jesús Juan y Santiago: «En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: - Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Me impresiona su petición. En Mateo es su madre la que intercede por ellos con la misma petición. Aquí son ellos los que se arriesgan en su ímpetu. Quieren el primer puesto. ¡Es tan tentador el poder! Saber es poder. Poseer es poder. Ser necesario es poder. Que confíen en mí es poder. Que me admiren es poder. Que me escuchen, que me sigan. Es sutil la tentación del poder. Juan y Santiago no quieren ser uno más dentro de un grupo de doce. Quieren ser especiales, elegidos, a la derecha y a la izquierda. El poder de decidir sobre otros. El poder del que recibe la obediencia de otros. El poder que me hace mirar desde arriba a los que están sometidos. ¡Cuánta vanidad hay en el poder! Me conmueve. Me duele. Me dejo tentar por ese poder. Tiene mucha fuerza de atracción. El poder del dinero, de las influencias, de los conocimientos. El poder que exige respeto y obediencia. El poder que puede llevarme al abuso. Es tan sutil la distancia entre la humildad y el orgullo. Creo que tengo en mis manos la vida de los otros. Puedo decidir sobre ellos por un poder misterioso que me han dado. ¿Cómo uso mi poder? Todos tienen algo de poder. Yo tengo el mío. Me lo confían y yo lo acaricio como un tesoro. Temo perderlo. ¡Cuánta vanidad! ¡Cuánta soberbia! Miro a Jesús y a María. Quiero aprender. Decía el P. Kentenich: «La Santísima Virgen está desvalida exactamente como el Dios todopoderoso está desvalido. Dios es todopoderoso y, sin embargo, está desvalido. Quiso hacerse un ser desvalido y entonces se hizo hombre»[7]. Un Dios desvalido ante mi libertad. Desvalido al recibirme en sus manos. No fuerza, no impone, no abusa, no decide por mí lo que me conviene. Respeta mi vida como lo más sagrado. Dios todopoderoso. Dios impotente y desvalido. Un hombre camino del Calvario. Sin defensa ninguna. Sin palabras. Me impresiona. Y yo busco el poder. Pero no el poder de Jesús que es el poder de su amor crucificado, de su servicio abnegado, de su vida entregada con misericordia. Quiero, como Juan y Santiago, un poder distinto, el del mundo. No el que se arrodilla y cubre de besos al hombre herido. No. Busco el poder del que manda y decide, del que es admirado y seguido. El poder que siembra orgullo en mi alma en lugar de humildad. El poder que siembra distancia en lugar de un amor más cálido y profundo. El poder que me hace sentir especial en lugar de hacerme sentir pequeño y necesitado. Quisiera cambiar mi mirada. Me cuesta tanto. Jesús me pregunta: «¿Qué queréis que haga por vosotros?». Me lo pregunta a mí. Y en ocasiones en mi alma hay deseos de grandeza, de poder. Deseos de ser admirado y alabado. ¡Qué lejos del poder de Jesús que se humilla y lava los pies! Quiero ese poder. El del que sirve sin esperar nada más. Y abraza al débil y lo cuida como el don más valioso. Y sana heridas desde su propia herida.

Hoy Jesús les pregunta a los discípulos y me lo pregunta a mí: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que Yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que Yo me voy a bautizar?». Me dice que no sé lo que pido. Y es verdad. No sé lo que me conviene. Pido el éxito en todo lo que hago. Pido tantas cosas que me atraen y deseo. No sé si me convienen. Pido el poder, como ellos ese día. Y lo único que quiere saber Jesús es si soy capaz o no de beber de su cáliz, de pasar por su bautismo. Cada día bebo de su cáliz, de su sangre en la eucaristía. Pero no le tomo el peso y se me olvida con frecuencia la profundidad del gesto. Se me olvida el dolor de la cruz y la exigencia del sufrimiento. La amargura de esa sangre que me pide ser generoso. Miro la cruz, miro el cáliz, y me siento muy débil ante ese desafío tan grande. Si me detengo y lo pienso, me contesto: no quiero beber el cáliz. Sí quiero los primeros puestos. Pero me dan miedo el dolor, la cruz, el despojo, la humillación. Me asusta sufrir. ¿Qué sentido tiene? El corazón está hecho para amar y ser amado. Para gozar de la vida y ser feliz. Yo no quiero sufrir. En estos días de dolor para la Iglesia por los abusos pienso en el cáliz que tengo que beber. En la amargura de la humillación. Pienso en el dolor de tantas víctimas inocentes que han sufrido tanto sin quererlo. La cruz de ese sufrimiento con el que no contaban, y no querían, me conmueve. Ese dolor guardado en su pecho como una herida profunda es el que me lacera a mí hoy. Me duele el dolor de tantos inocentes. Al mirar hoy el cáliz del desprecio, del rechazo, de la humillación pienso en ellos, rezo por ellos. Es difícil aceptar el sufrimiento. El propio y el ajeno. Me cuesta contestar como los apóstoles: «Contestaron: - Lo somos». Se sienten fuertes y capaces de cargar con la cruz. Se ven con fuerzas para subir a lo alto del madero. Para asumir la muerte más dolorosa. Para beber del mismo cáliz de Jesús aquella noche de Getsemaní antes del Calvario. Me impresiona su disposición, su fuerza, su deseo de amar hasta el extremo. La cruz impuesta sólo se puede besar, cuando cargas ya con ella. Te cae y la besas. Pero creo que es más difícil besar la cruz antes de que suceda. Es muy complicado aceptar el dolor antes de que me lo causen. Besar la cruz que no ha llegado es un milagro. Es eso lo que hacen hoy Juan y Santiago. Dicen que sí al dolor desconocido, a la afrenta oculta en el futuro, a la herida que aún nadie les ha infringido. Tal vez pecan de ignorancia y por eso confían. No lo sé. Ellos quieren los primeros puestos y le muestran a Jesús su valor, su amor, su fe. Me conmueve su ingenuidad. Ese sí anticipado me parece una gracia de santidad. ¿Fue ese sí el que le permitió luego a Juan permanecer de pie al pie de la cruz? Pienso que sí. Juan ya había besado esa misma cruz antes de que llegara. Ya había dicho que estaba dispuesto a sufrir por amor a Jesús. El P. Kentenich hablaba mucho de la necesidad de darle el sí a la cruz para poder vivir la santa indiferencia. Se trata de aprender a vivir inscrito en el corazón de Cristo. Mi corazón herido en su corazón roto. Solo así será posible que adquiera por obra de Dios sus mismos sentimientos. Sólo entonces seré capaz de besar esa cruz que tanto temo. Los miedos me paralizan. Tengo claro que el miedo no puede paralizarme. Pero me cuesta tanto. Miro el futuro y temo. Me da miedo perder lo que me hace feliz. Que me quiten lo que sostiene mi vida. El suelo que piso. Y dejar de poseer lo que alimenta mi esperanza. Dejar de ser feliz como lo soy ahora. Me da miedo el fracaso que esquivo y el rechazo que evito. Húyo de esa humillación no deseada. Esos miedos me pesan y me angustian. ¿Seré capaz de llevar una cruz tan pesada? Sólo de pensarlo me lleno de miedo. Por eso es un don de Dios poder vivir en paz ante el futuro que me angustia. Es un milagro saber descansar en su corazón ante posibles cruces que se ciernen sobre mí. ¿De dónde sacaré la paz que me falta cuando llegue la hora de mi amor? Sé que la paz brota sólo del corazón de Jesús roto por mí, de su corazón herido por mí. De la grieta de su herida brota una fuente de esperanza que calma mi sed y pacifica mi miedo.

Jesús me cuenta hoy cómo es su poder: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos». Me impresionan sus palabras. El que quiera ser grande, el que quiera ser el primero. A veces sueño con grandes proyectos. Quizás confío demasiado en mis capacidades. Me da miedo. Creo que puedo cambiar el mundo con lo que tengo. Tal vez pienso en mí demasiado. En lo que necesito. En lo que yo puedo hacer con mis dones y talentos. Y entonces busco esos primeros puestos. Pero hoy las palabras de Jesús me desarman. Si quiero ser primero, si quiero hacer algo que valga la pena, tengo que ser el último, tengo que servir. Parece contradictorio. El servicio me pone en el lugar más humilde. En el del humillado. El servicio como camino de vida. Servir la vida ajena. Servir al que necesita, al herido, al que no tiene. Servir es el camino que siguió Jesús. Se me olvida tantas veces. Me empeño en buscar que me sirvan, me ayuden, me den. Quiero que el mundo gire en torno a mí rindiendo pleitesía. Y si no lo consigo me rebelo. Echo la culpa a otros. No reconozco mis errores. Servir significa aceptar que no lo puedo hacer todo bien. Reconocer mis errores en la acción y en la omisión. Aceptar mis límites y pedir perdón cuando he hecho daño, cuando no he respondido a mi responsabilidad, cuando no he servido la vida que se me ha confiado como debía. Comenta el P. Kentenich: «Servir en silencio y en segundo plano a las almas. La mayor riqueza refluye hacia aquel que se esmera en colocar toda su energía al servicio de las almas»[8]. Me gustaría aprender a servir así. En segundo plano. Con un respeto infinito. Sin forzar la vida. Sin exigir la inmediatez en cambios que llevan su tiempo. Servir como sirvió Jesús: «Todo lo que dice y hace está al servicio del reino de Dios»[9].Jesús sirve a los hombres para hacer presente en sus vidas el amor de Dios. Su reino de misericordia. Un servicio que busca dar la vida por aquellos a los que ama y se le confían. ¡Qué lejos está mi servicio del ideal! Sirvo buscando reconocimiento. Sirvo para que me tengan en cuenta y valoren. Sirvo para sentirme especial y valioso. Me da miedo caer en estas actitudes egoístas cuando sirvo. Temo ser yo el protagonista de la vida de los demás. Me asusta mi fragilidad. Jesús me pide que sirva de forma desinteresada. Que ame sin buscarme a mí mismo. Que no quiera aprovecharme de la confianza que se me ha entregado. Que no busque siempre el pago por mi servicio generoso. ¡Cuántas veces caigo en ese egoísmo! Me busco. Quiero ser yo el que esté por encima del resto. Sin tener en cuenta las necesidades de los demás. Hoy Jesús me invita a ser humilde. A comenzar mi vida de cero, sin pretensiones. Quiere que deje de lado mis sueños de grandeza y me ponga a servir en la mesa de los que más necesitan. Cuando sirvo sin buscarme, sin querer el poder y el pago por mi entrega, no despierto envidias ni celos. No como hoy la actitud de Juan y Santiago: «Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan». Se indignan. Bien porque ellos desean lo mismo. Bien porque les duele su actitud orgullosa. Cuando sirvo con humildad. Cuando me abajo para ponerme a la altura del pobre, del herido, todo cambia. Acepto mi condición de hombre débil y puedo así servir desde lo que yo soy, desde mi pequeñez.

 

 



[1]Giovanni Cucci SJ,La fuerza que nace de la debilidad

[2]Giovanni Cucci SJ,La fuerza que nace de la debilidad

[3] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann

[4]Giovanni Cucci SJ,La fuerza que nace de la debilidad

[5] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965

[6] J. Kentenich, Prédica de Navidad para las Hermanas de María, Schoenstatt, 25 de diciembre de 1940

[7]Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador.Peter Locher, Jonathan Niehaus

[8]Herbert King. King Nº 5 Textos Pedagógicos

[9] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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