Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de diciembre de 2019

Domingo 22 de diciembre de 2019 | Carlos Padilla

IV Domingo Adviento

Isaías 7,10-14; Romanos 1,1-7; Mateo 1,18-24

«Apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor: - José, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, la criatura viene del Espíritu Santo»

22 diciembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«El Adviento y la Navidad son días de infinito respeto. El de Dios ante María esperando su sí. El de José ante María antes de acogerla en su casa y después toda su vida. El respeto a la vida que nace»

Pedir posada es una tradición que me ayuda a preparar la Navidad. Los peregrinos, José y María, buscan posada en Belén, en mi alma. Vienen deseando que les abra las puertas de mi corazón. Me buscan, golpean la puerta cerrada: «En nombre del cielo pedimos posada, pues no puede andar mi esposa amada». Y el que está dentro tiene que abrir. Tengo que abrir mi alma al que llega. Tengo que estar dispuesto a dejarlo pasar. Pero a menudo me veo negándoles la entrada: «Ya se pueden ir y no molestar, porque si me enfado os voy a apalear. No me importa el nombre, déjenme dormir, pues que yo les digo que no hemos de abrir. Pues si es una reina quien lo solicita ¿cómo es que de noche anda tan solita? Aquí no es mesón sigan adelante, yo no debo abrir no sea algún tunante». No quiero acoger a los peregrinos. No quiero dejar entrar a un desconocido. No abro la puerta a cualquiera. Me pasa con frecuencia. Hago distinciones. No tengo un corazón misericordioso que acoja a todos. Busco mi interés. Quiero estar cómodo y dormir. ¿A qué vienen a molestarme? Estoy tranquilo en mi mundo. No deseo que me saquen de mi comodidad. ¿Abrir la puerta o mantenerla cerrada? ¿Dejar que entren o atenderlos en la puerta? ¿Cómo reacciono cuando me piden posada o quieren entrar en mi vida? Me gusta ser peregrino y pedir posada. Experimentar el rechazo me hace más humilde: «No seas inhumano, tennos caridad, el Dios de los cielos te lo premiará. Venimos rendidos desde Nazaret. Yo soy carpintero de nombre José. Posada te pide amado casero, por sólo una noche la reina del cielo. Mi esposa es María es reina del cielo, y madre va a ser del Divino Verbo». Me gustan estos versos de súplica. El corazón se humilla y se expone al rechazo. José y María lo vivieron. Estaba todo lleno en Belén por culpa del censo. Pidieron posada. Fueron rechazados. Sólo hubo sitio en un establo. Cerca de los animales. Allí María supo convertir una cueva de animales en un hogar donde pudiera nacer dignamente Jesús. Pero antes sufrieron el oprobio, el rechazo. ¿Me han rechazado alguna vez? ¿Me han humillado? El camino más rápido para ser humilde es la humillación. Pero es el camino que más duele. No quiero que me humillen. Quiero que me acepten y se alegren siempre de mi llegada. Quiero ser respetado, amado, querido aun sin conocerme. Tal vez pido demasiado, no lo sé. Cuando me acogen en una casa no lo considero evidente. La hospitalidad es un regalo. Que me acepten. Hoy exclamo con los peregrinos: «Dios pague, señores, vuestra caridad, y que os colme el cielo de felicidad. ¡Dichosa la casa que alberga este día a la virgen pura, la hermosa María!». Quiero ser agradecido. Que alguien me abra su alma, su vida, es un don inmerecido. Es un regalo que me desborda. Leía el otro día: «Amar a alguien es darse a él y también recibirle en la propia vida. Jesús nos acoge en su corazón y nos acepta tal y como somos»[1]. Quiero aprender a dar gracias por la acogida. Por encontrar corazones que me acogen e integran. Me gusta la dinámica de pedir y dar posada. Pedir me hace humilde y necesitado, dependiente del que tiene. Ser peregrino y menesteroso me hace más humilde. Vivo de la caridad. Vivo de la respuesta que me dé aquel al que le pido posada. El rechazo es una respuesta razonable. Me preparo para ella. Además, me gusta dar posada. Abrir mi vida a otros. Dejarme sorprender por los que no conozco. Ser más acogedor y menos egoísta. Más flexible y no tan rígido. Acoger ensancha mi alma. Me hace más dadivoso. Me engrandece. Miro a Dios que quiere pedirme posada. Él es el peregrino que viene caminando hasta mi puerta en este Adviento. En rostro de peregrino, de mendigo, de pobre, de desconocido. Viene cuando menos lo espero. Viene a mi alma cuando guardo silencio o cuando corro buscando atender todas las demandas de estos días de Adviento y Navidad. Viene para mostrarme su voluntad y decirme que quiere quedarse en mi alma, en mi casa, en mi corazón. Yo me turbo porque no estoy preparado. Puede que mi casa no esté lista, no todo está en orden, limpio. No tengo la comida preparada para el que llega. Me siento débil y quisiera que mi corazón fuera más grande y puro. Lejos de mí todo pecado. Me da vergüenza que Jesús vea cómo soy por dentro. Me da miedo no querer mover nada. Ni hacer cambios. Todo está en el mismo sitio. Sé que los niños todo lo tocan, lo rompen, acaban con mi paz. No son bienvenidos. Ni los niños, ni los pobres, ni los que pueden alterar la perfección de todo lo que tengo. Quiero hacerme más libre dando posada, abriendo las puertas de mi vida. Que puedan entrar en mí rompiendo el orden y la limpieza. Me gusta pedir posada esperando un sí como respuesta. Me gusta dar posada estando dispuesto a dar mi sí sin esperar nada como pago por mis servicios. Más humilde, más generoso, más de Jesús.

Los ángeles están en el establo llenándolo todo de cantos y luz. Me quedo pensando en ellos, son muchos. Veo a algunos que cantan, que dan luz y esperanza. Otros guardan silencio en oración. Sonríen, esperan, contemplan. Yo quiero ser uno de esos ángeles llenos de luz y de vida, de esperanza y alegría. Me gustan los ángeles. Hoy a José se le aparece un ángel en sueños: «Se le apareció en sueños un ángel del Señor». Un ángel que trae noticias buenas. Un ángel que indica el camino a seguir. Me gustan los ángeles que traen luz en mis noches de invierno. Y algo de paz en medio de mis guerras. Y les dan a mis pasos un sentido hondo en estos días. Cuando llego al portal me emociona su canto, su vida. Y, ¿si tal vez yo llego a ser uno de esos ángeles? ¿No puedo acaso yo cuidar a los que más necesitan mi protección en estos días? Un ángel de la guarda, un ángel que acompaña. Un ángel con un nombre propio y una misión concreta. Un ángel que permanece activo siempre vigilando el andar de los que amo, para que no teman, para que no les suceda nada malo. Sí quiero ser un ángel con palabras suaves, con luz al llegar, con una mirada que acepta y comprende. Es lo que más quiero en estos días de invierno. Cuando se acercan mis pasos presurosos a Belén. Quiero ser un ángel. Me gusta anunciar buenas noticias. No siempre lo hago. No siempre hablo bien. El otro día me decía una persona: «Yo es que soy muy maldiciente. Sólo digo maldiciones». Me llamó la atención este pecado tan común en el hombre que maldice, que habla mal de otros, que agrede con palabras hirientes, que tiene el corazón sucio de odio y rabia. No quiero yo maldecir, sino bendecir. Quiero hablar bien, quiero decir palabras bonitas llenas de esperanza. Quiero alabar a los hombres que encuentro en el camino. Los admiro por sus obras, por la verdad de su corazón. Quiero ser un ángel que siempre lleve buenas noticias a este mundo enfermo. Pero veo que, en lugar de dar alegría, provoco tristezas y llantos. Traigo oscuridad y creo a mi alrededor una atmósfera de pantano. No lo quiero. Quiero velar junto a los que amo dándoles un poco de esperanza, de vida, de luz en medio de la noche. Conozco a algunas personas en mi vida que son ángeles. Dios las ha mandado para vigilar mis pasos, para sostener mis penas, para llenar de vida mi dolor. Creo en la bondad de esos ángeles que recorren mi mismo camino. Leía el otro día: «Pensar en la bondad humana. Hay gente muy buena en el mundo. Gente capaz de grandes cosas por los demás, por ideales nobles, en beneficio de toda la humanidad o de las personas que le rodean»[2]. Creo en esas personas buenas porque las conozco. Tienen nombre. Vuelven a aparecer a mi lado. Existen. No se han extinguido entre tanta maldad y suciedad del mundo. Guardan no sé bien cómo una inocencia genuina, original, sagrada. Y tienen en su alma una pureza que nunca ha sido herida. No sé cómo lo hicieron para mantenerse vírgenes en un mundo que ensucia y hiere. Quiero también yo tener vocación de ángel. Caminar en medio de los hombres repartiendo alegrías. Anunciando que Jesús está vivo, que ha nacido. Que la paz es posible. Y que no todo es mentira. Que hay corrupción es cierto, también en la misma Iglesia. Y hay pecado, y sufrimiento. Y oscuridad cuando cae la noche. Pero no importa. Sigue siendo más fuerte el color del cielo. El olor de Dios en la piel que sufre. Sigue habiendo más luz en el canto de los ángeles. Y sus obras, siempre benditas, dan unos frutos que todo lo transforman. ¿Cómo no voy a creer en los ángeles que caminan a mi lado casi sin que yo los vea? Sí, creo en ellos. Y creo en su poder. Y sé que en sus palabras me habla Dios. Y desvela en sueños lo que tengo que hacer y cómo tengo que vivir. Cambian el mundo con sus pasos serenos. Y parece que la luz naciera con su canto. Y el cielo se viste de luces que todo lo transforman. Reina la paz infinita. Y mis dolores parecen ya calmados. Con sus pasos sencillos en medio de mis entrañas. Creo en ellos. Y creo en mí. Yo puedo ser ángel si me lo propongo. Si me dejo hacer en las manos de María. Si me penetra una luz nueva que no es mía, sino de ese Dios que quiere hablar en mis labios y sanar en mis manos heridas. Y me devuelve la inocencia perdida. Y siembra en mis obras una luz eterna que yo no poseía. No me lo creo, pero veo a mi paso surgir plantas nuevas. Semillas que mueren para dar fruto. Sencillamente eso. Quiero ser ángel en mi noche de invierno. Y dejar que el calor penetre hasta mis huesos.

Los abrazos son importantes. Es sanador que me abracen y que yo abrace. Que aprenda a abrazar. Que me deje abrazar y querer. No es evidente. Conozco a tantos que no abrazan y no se dejan abrazar. No tocan y no se dejan tocar. Han olvidado las muestras de cariño por el camino. No saben cuánto bien hace abrazar a un hijo, abrazar a un amigo, al cónyuge, al herido, al que está solo, al abandonado. Dios abraza con su misericordia. El abrazo de Dios me conmueve siempre. ¿No me he sentido tocado por la misericordia de Dios en un abrazo? Un día en el que experimenté que mis terribles pecados no eran tan graves, o al menos no me excluían del abrazo final de Dios en mi vida. Quizás estoy triste a menudo porque no recuerdo la misericordia infinita de ese abrazo. Su mano sosteniendo mi vida. El amor de María en forma de un abrazo por la espalda, mientras camino solo. Necesito ese abrazo que me vuelve niño de golpe y me lleva a la infancia olvidada. Me sumerge en ese hogar, en mi hogar, allí donde las raíces son tan profundas y vuelvo a ser niño de repente. Entonces me siento en paz y tranquilo. No quiero olvidar los abrazos recibidos, los que he dado. No quiero dejar de abrazar y quedarme seco, sin abrazos. Me gusta mirar el abrazo de María en Guadalupe a Juan Diego. Lo miro desvalido perdido por los montes ante esa petición inmensa de la Virgen María. Quería que fuera ante el obispo, que le construyeran un templo. Quería lo imposible. Lo miro caminando por esos caminos queriendo incluso evitar su encuentro. Quería olvidar su abrazo. Buscaba excusas en la vida. Tenía que cuidar a su tío enfermo. No podía hacer caso a esa Niña, la más pequeña de sus hijas, que se aparecía interrumpiendo sus pasos. Se sentía tan pobre, tan iletrado, tan incapaz de ir al obispo a pedirle lo imposible. Era solamente un pobre hombre. Era sólo un niño enamorado, tocado por el abrazo de María. Se sabía incapaz de hablar con obispos. De convencer a nadie. Era un niño pequeño, que no buscaba ni el poder ni la gloria. Ni siquiera la santidad de los altares. Era un hombre puro, con alma inquieta. Era un pobre lleno de compasión. Preocupado de los demás. Un hombre de pocas palabras. Juan Diego era un niño confiado. Pero tenía miedo. Y escucha entonces en labios de su Madre, en medio de un abrazo: «¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy, yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?». Su corazón inquieto se calma de repente. Ella, la pequeña niña que se le aparece en el monte en forma de abrazo, le da paz. Sus preguntas tocan hoy mi alma. La sombra de María cubrirá sus pasos y le dará paz. Dios cubrió a María con su sombra. Expresión del amor más hondo y verdadero. De la misericordia infinita que calma el corazón. María me cubre a mí con su sombra para que no tema. Esa sombra de su abrazo eterno. Esa sombra que me cubre de peligros y acechanzas. ¿Por qué sigo teniendo miedo a la vida? Recuerdo el abrazo de María y me calmo. Su sombra es alargada. Está cerca de mí, por eso puede cubrirme con su sombra. No se aleja. El sol no me hará daño. María no me deja solo. Y el temor queda atrás. En mi vida, en la de aquel indio llamado Juan Diego, que bajo su sombra puede acercarse al obispo. María pondrá palabras en sus labios. No tiene que temer ni preocuparse. Está bajo su sombra. Y luego le recuerda cuáles son las fuentes de su alegría. ¿No es ese abrazo de María la fuente verdadera de su alegría más pura? ¿No proceden sus tristezas del olvido de tanto amor? A mí me sucede. Cuando busco la felicidad en la fuente equivocada. En el mundo que dilapida sonrisas falsas. En la tierra que me cubre de polvo y me aleja de lo importante. Juan Diego hizo de María la fuente más honda y verdadera de su alegría. ¿Dónde están mis fuentes? Me vuelvo hacia María. Sé que su agua sacia mi sed más profunda. Sonrío. La sonrisa expresa la paz de mi alma. En el silencio de mi corazón escucho el correr del agua de su fuente. Nunca cesa de correr el agua. ¿No basta esa agua para alejar las tristezas vacías que me ensucian? Sí bastan, pero me olvido. Le pido a María en Guadalupe que visite mi jardín sellado. Que calme la sequedad de mi huerto. Que limpie las impurezas de mis amores, de mi tierra bendita, consagrada. Y María me lo recuerda en otro abrazo. Ese abrazo que alegra mi corazón para siempre. Y luego me dice que me tiene sujeto entre sus brazos, en el hueco de su manto. ¿Qué más seguridades busco? El nido en el que se ahondan mis raíces. Allí descanso. Los temores huyen. ¿Qué más puedo necesitar más que su abrazo? No quiero llenar mi alma de necesidades vanas. Sólo me bastan su amor, su abrazo, su calma. Miro a María en Guadalupe y le pido su abrazo, que sujete mis miedos. Me arrodillo junto a Juan Diego. ¡Ojalá tuviera su fe de niño! Recuerdo el amor de Madre que un día me abrazó por la espalda, cuando me hallaba perdido y no sabía escuchar la voz de Dios. Me abrazó, y comprendí tantas cosas.

¡Qué difícil resulta saber lo que Dios me pide! ¡Qué complicado desentrañar los misterios y entender su voz callada! Sus silencios son murmullos, sus caricias soledades. Ya no sé si no entiendo porque no me habla o porque no le escucho. No lo sé. He visto que Dios me habla con señales para que aprenda a descifrar las sendas que he de seguir. Se sirve de personas, de palabras lanzadas al viento. De sucesos buenos o malos. Señales que apuntan a su mano moviendo los hilos de la historia. Necesito pedirle a Dios señales, pero sin pretender tentarlo. Hoy escucho: «En aquellos días, el Señor habló a Acaz: - Pide una señal al Señor, tu Dios. En lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. Respondió Acaz: - No la pido, no quiero tentar al Señor». No pongo a prueba a Dios. No le exijo que me hable con claridad. Las señales de Dios me dan luz e iluminan mis pasos. Son sutiles muchas veces. Otras veces son más claras. Y aun así no siempre sé qué hacer. Me siento como S. José, desbordado por la vida y las circunstancias. Él sólo sabe que María está esperando. Y él no es el padre. No sabía nada más: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». Y como es justo, José decide repudiarla en secreto. Que nadie sepa. Quiere proteger a María, su fama. Él no entiende. Pero no puede seguir con ella. Y su decisión es justa. José será conocido como el justo. Un hombre de Dios, sabio, prudente, humilde. Que sabe lo que tiene que hacer. Él no comprende el plan de Dios. Y su decisión es correcta. Admiro a José por esta decisión. Amaba tanto a María que la protege en una noche de completa oscuridad. Renuncia a lo que más ama. Se niega a sí mismo por amor a Ella. Es difícil encontrar hombres así, de una pieza. Hombres sólidos, firmes, valientes. Hombres que aman y comprenden lo que tienen que hacer, aunque duela. José es ese hombre justo. ¿Hay muchos hombres justos en este mundo injusto? Me cuesta encontrar corazones tan nobles y transparentes como el de José. Es un hombre de Dios que inicia un camino de santidad con esta primera decisión. Repudiar en secreto. Decide sabiamente. Es lo más justo. Su nobleza toca mi alma. Lo miro en este tiempo de Adviento. Su corazón turbado. No podría esperar esa noticia de una niña pura como María. Inocente. Tan llena de Dios. No entendería nada. Su decisión es por Ella, por respetarla, por cubrirla con un manto de pudor, de amor. Miro a José en esta noche y me siento identificado con él. Muchas veces no sé lo que Dios me pide. Y me gustaría en esos casos tomar decisiones nobles, justas. Me gustaría amar respetando. El respeto es ese sentimiento tan valioso que tenía José hacia María. Leía el otro día: «Shakespeare decía que el respeto es el gozne del mundo. Si la puerta no está sustentada por los goznes, el viento la puede derrumbar»[3]. Sin respeto el amor se enfría, se endurece el corazón. Decía el P. Kentenich: «¿Y qué es más necesario hoy en día: la fuerza creadora del amor o la fuerza creadora del respeto? Es difícil decirlo. Son dos aspectos de un mismo proceso de vida»[4]. José era un hombre lleno de respeto. Es la actitud de los hombres de Dios. Es la actitud de Dios mismo. Él respeta mis tiempos, mis decisiones a veces equivocadas. Sale a mi encuentro sin forzar, sin querer cambiar mi disposición interior. Me ama respetándome de rodillas. Esa actitud de Dios es la de José esta noche de dudas ante María. Él la respeta porque la ama. Y porque la ama la respeta. Si yo aprendiera a respetar a las personas de esta manera. Cuando no quieren lo que yo quiero. O no se comportan como espero. O me decepcionan o no cumplen mis directrices. O mis consejos. Y mi frustración quiere violentar los deseos del otro. No respeto, no aguardo silencioso y prudente a la puerta de aquel a quien amo. Me gusta el Adviento y la Navidad porque son días de infinito respeto. El de Dios ante María esperando su sí. El de José ante María antes de acogerla en su casa y después toda su vida. El respeto a la vida que nace en el cuerpo de un niño. Dios hecho niño. El respeto de Dios hacia mí que no me impone creer. Sólo se insinúa en mi vida para que aprenda a tocarlo sin ver, a quererlo sin retener, a desearlo sin poseer. Miro a José en este domingo. Y me conmueve su mirada pura. Es justo y recto. Es un hombre de una pieza. ¿Quedan hombres de una pieza? ¿Quedan almas tan nobles que sólo deseen el bien de los que Dios ama y pone en su camino? No lo sé. Me gustaría que hubiera muchos hombres nobles y fieles. Capaces de tomar decisiones justas por amor, por respeto. El respeto es lo más sagrado que poseo. No quiero imponer, forzar, pretender. No quiero abusar de mi poder, de mis formas. Dejo a un lado mis pretensiones y respeto a los que amo. Puedo recibir un no como respuesta. Pueden no salir adelante mis proyectos. No importa. Respeto la libertad del hombre. La libertad que tienen los hijos de Dios. Dios me respeta a mí. Yo respeto a todos los que me ha confiado. No quiero violentar. No quiero imponer mis deseos. Me arrodillo lleno de respeto ante los que amo. Ante los que Dios pone en mis manos para que los conduzca torpemente hasta Él.

Me gustaría ser capaz de desentrañar los misterios y descubrir la voluntad de Dios. Hoy escucho: «Escucha, casa de David: - El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros». Una señal. No resulta sencillo interpretar las señales. ¿Cómo soy capaz de ver si lo que sucede en mi alma es de Dios o no? Decía S. Ignacio: «Propio es de Dios y de sus ángeles, en sus mociones, dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación que el enemigo induce». Hay mociones en el alma que dan paz y alegría. Esas mociones proceden de Dios. Son insinuaciones, pasiones que se despiertan, deseos del alma. Pero no es tan sencillo. S. Agustín decía que el demonio es el mono de Dios, porque lo imita. Y es cierto. Él pone en el corazón pensamientos negativos que me envenenan: «No vales nada. Siempre caes en lo mismo. No te esfuerces más que no lo vas a lograr. Mira, los demás no te valoran. Ignóralos. Mira sus pecados, habla mal de ellos. Júzgalos. Porque tú vales más que ellos». Y el alma se va envenenando poco a poco. Se va llenando de rencores. El demonio no violenta, simplemente hace que me ponga en el centro de todo y pierda mi fuerza, mi capacidad de amar y donarme por entero. Aprovecha mi tristeza y amargura, mi violencia y desconfianza. Se sirve de mi propio pecado y me hace sentir responsable del desorden moral. Dios me conduce de otra forma. En medio de mi debilidad, de mi pecado, de mis faltas, me hace creer en mí. Me hace comprender que mi sí es importante. Mi entrega, mi amor. Que si soy fiel el mundo va a cambiar de una forma inimaginable. La mirada de Dios sobre mi alma es la que me eleva por encima de la tierra y me hace aspirar al cielo. Sus insinuaciones me dan paz y me alegran. Es así cómo conduce mi vida. Sus susurros son voces que me hablan. ¿Cómo tomo las decisiones? ¿Cómo acierto para hacer lo que Dios me pide? Vivo con miedo. Temo errar el camino. Alejarme del paso de Dios. Seguir rutas no queridas por Él. Ese miedo me envenena. Me quita la paz. Como si fuera un funambulista caminando sobre un alambre. Y cualquier paso en falso significara mi muerte. No quiero vivir con ese miedo. Quiero confiar en ese Dios que me dice que viene a vivir conmigo, a habitar en mi misma morada. Ese «Dios con nosotros» no es un Dios que viva pendiente de mis errores. Más bien me busca, me acompaña, va a mi lado para sostenerme. Y cuando yerro y me alejo, sigue mis pasos para que vuelva a vivir en su presencia. Esa mirada de Dios sobre mi vida me da tanta paz. Las decisiones son siempre con Él. ¿Cómo decido qué tengo que hacer cada día? No ya en las grandes decisiones, sino en las pequeñas. En el día a día. Es entonces cuando su voz me habla en el alma y en las cosas que me pasan y en las palabras que escucho. Aun así no es fácil saber lo que me pide. José no sabía. Toma una decisión justa en la ignorancia. Y Dios le habla en sueños: «Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: - José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados». José es un hombre de Dios. Está enamorado de Él y quiere hacer sólo su voluntad. Pero no sabe qué caminos seguir. Busca interpretar el querer de Dios y decide repudiar a María. Pero Dios interviene. Y como a Abrahán en Moria evita que lleve a término su decisión. Aunque fuera justa. En sueños le revela la verdad. Y José comprende. En sueños le dice de quién es ese niño que va a cambiar la historia. Y José cree. Se fía de los sueños. Confía en las palabras del ángel que le revelan una verdad tan difícil de asimilar. Pero él, como un niño, se fía. Me conmueve la fe de José. No se turba, no se llena de miedo. simplemente acepta la verdad imposible. Sí, el hijo de Dios, el Dios que mora en mi misma tienda. Ese Dios hecho carne de mi carne. Ojalá se me apareciera siempre en sueños el querer de Dios. También en sueños Dios me insinúa cosas. Pero no recuerdo los sueños. O no sé interpretarlos. Busca muchos medios para hacerme seguir un camino concreto. Pero yo puedo decidir seguir otro distinto. Sus insinuaciones son deseos que siembra en mi alma. Yo puedo escucharlos y cumplirlos. Puedo comprender lo que quiere de mí y aceptarlo. O puedo seguir en mi libre albedrio otro camino diferente. No es tan fácil saber lo que de verdad desea de mí. Entenderlo no sólo en grandes decisiones en las que se juega mi vida, sino en las decisiones diarias. Esas que casi tomo sin pensar. Quiero aprender a vivir la fe práctica en la Divina Providencia de la que me habla el P. Kentenich. Debería ser en mí una segunda naturaleza que me haga buscar señales. Y observar a Dios en medio de la vida para saber qué hacer, qué camino seguir. Para ver si tengo que actuar o estarme quieto, hablar o guardar silencio. Quisiera decir como leía el otro día: «Me lanzo a tus brazos, como una niña pequeña, acepto tu voluntad»[5]. Es lo que quiero, confiar en los caminos que voy descubriendo. En la voluntad de Dios para mi vida. Las personas a las que amo, que me aman, me ayudan a interpretar esas voces. Y sobre todo la hondura de mi alma en la que busco el querer de Dios. No es sencillo. La vida es una escuela para aprender a interpretar el querer de Dios. Como José, cada día. 

Una vez tengo claro lo que Dios quiere, me hace falta una fuerza especial para llevarlo a cabo. No siempre lo consigo. S. José despierta, sabe lo que tiene que hacer después de las palabras del Ángel y lo hace: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». No siempre tengo la fuerza para hacer lo que decido. Decía el P. Kentenich: «Dios dotó la voluntad del hombre de una libertad limitada que presenta dos dimensiones: capacidad de decisión y capacidad de realizar lo decidido»[6]. Me puedo llenar de propósitos y promesas que nunca ven la luz. Quiero hacer algo y no lo hago, por pereza, por dejadez. ¡Cuántas personas conozco que se quedan ancladas en buenas intenciones! Quieren hacer algo. Saben qué es lo que Dios les pide. Pero luego les falta fuerza, ilusión, ganas para ponerse manos a la obra. Yo me siento así a menudo. Dejo para mañana lo que puedo hacer hoy. Es lo que se conoce como procrastinación. Dejo sin efecto mis decisiones tomadas con conciencia, de forma responsable. No hago lo que quiero hacer. Un dicho popular dice: «El infierno está lleno de buenas intenciones». O también: «Obras son amores que no buenas razones». Sé que por mis obras me conocerán. Eso es lo que sé. No por mis palabras, ni por mi sabiduría. Una fe sin obras es una fe muerta. Quiero saber lo que Dios quiere. Más que eso, quiero llevarlo a cabo, quiero que se haga realidad. Le pido a Dios la fuerza para ponerme en camino. Como José al lado de María. Ahora la lleva a su casa. Más tarde a Ein Karen, luego a Belén, a Egipto y de regreso a Nazaret. Siempre escuchando al ángel en sueños. A mí me cuesta más realizarlo. Necesito su palabra hecha obra en mí. Necesito fuerzas para superar mis miedos, mis inseguridades. Temo realizar lo que me propongo. Es exigente y duro. No me veo capaz de dar el paso. ¿Y si me he confundido y no es lo que Dios me pide? ¿Y si me estoy equivocando? ¿Dónde encontraré argumentos para saber que estoy en el camino correcto? Dios me habla en lo secreto del corazón. Y después va confirmando mis pasos. Pero no siempre de forma inmediata. A menudo, cuando llevo a cabo lo decidido, no encuentro la paz de forma inmediata y entonces dudo. Edith Stein, después de ingresar al Carmelo, decía: «No podía tener una alegría arrebatadora. Era demasiado tremendo lo que dejaba atrás. Pero yo estaba muy tranquila en el puerto de la voluntad de Dios»[7]. Las decisiones que tomo no siempre me dan paz. María no tendría una paz inmensa ese día en Nazaret después de pronunciar ante el Ángel de Dios su Fiat. La paz viene con el tiempo. Dios va confirmando mis pasos poco a poco. Es lo que el P. Kentenich llamaba la resultante creadora. Los frutos que vienen acompañando mi decisión la confirman. Y me dan la certeza de saber que Dios quería que siguiera ese camino y no otro. Esa forma de ver la vida me da paz. Dios actúa así, en lo pequeño. En los detalles. Me va desvelando su plan con frutos, con señales. El P. Kentenich hablaba mucho de la puerta abierta. Y una vez que paso el umbral, busco señales que confirmen los primeros pasos dados. El primer paso siempre es el más difícil. Luego sólo queda confiar y seguir adelante. Sin mirar hacia atrás. Sin temor a haberme equivocado. Confío en mis intuiciones, en la intimidad con Jesús que va confirmando en mi alma el camino recorrido. No voy con miedo. Me abandono en su voluntad. Me gusta la actitud de María, de José. Los contemplo recorriendo el camino a Belén. Son peregrinos que confían en Dios que los ha elegido para una misión eterna. Y les dará la fuerza y les mostrará el sendero.

 



[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[2] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163

[3] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[4] J. Kentenich, Jornada pedagógica 51

[5] Tomás Trigo Oubiña, Dios te quiere y tú no lo sabes

[6] Herbert King Nº 3, El mundo de los vínculos personales

[7] Jacinto Peraire Ferrer y José Antonio Martínez Puche, Edith Stein y convertidos de los siglos XX y XXI, 59. Colección “El camino de Damasco”. Tomo 140

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