Homilía del padre Carlos Padilla - 22 de enero de 2023

Domingo 22 de enero de 2023 | Carlos Padilla

III Domingo Tiempo ordinario

Isaías 8,23b–9,3; 1 Corintios 1,10-13.17; Mateo 4,12-23

«Venid y os haré pescadores de hombres. Vio a otros dos hermanos, a Santiago y a Juan, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron»

22 enero 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«La solución a los problemas pasa por aguardar, escuchar y comprender que no siempre cerrará el círculo y las cosas no estarán en orden. La vida no consiste en no hacer nada mal»

Quizás pierdo demasiado tiempo intentando gustar al mundo, a los demás. Me arreglo, me maquillo, cuido la ropa que uso, las palabras que digo, las cosas que hago. Porque la imagen importa, lo que muestro, lo que ven. Escribe José Manuel Erasti Pérez: «La maldición de la ciudad no es la soledad entre los desconocidos, sino la soledad entre los semidesconocidos -compañeros de clase, de trabajo, amistades ocasionales, vecinos de ascensor-, esa extraña figura social que no existía en la aldea clásica compuesta por aquéllos que ni nos conocen desde siempre ni nos conocerán para siempre y a los que necesitamos gustar. No se puede posturear ante un hermano, pero sí ante un nuevo asistente a nuestra clase de pilates». Ante ellos quiero mostrar mi mejor lado, mi mejor voz, mi forma de hablar más adecuada, mi manera de hacer las cosas de forma correcta. Quiero gustar, que me quieran aquellos que no me conocen tanto, pero forman parte de mi vida diaria. Necesito la aprobación del mundo entero, de ese mundo que son amigos lejanos que no estarían dispuestos ni en sueños a dar su vida por mí. Si les fallo me dejarán solo, me abandonarán, me olvidarán y eso no lo deseo. Por eso intento caer bien, dejar contentos a todos, que nadie me mire feo, que no me huyan ni me eviten. Que quieran estar conmigo, seguir mis consejos, aceptar mis palabras. Que me aprecien, que hablen bien de mí cuando no esté presente. Me sonrían cuando llegue y me lloren cuando me haya ido. Deseo que me echen de menos cuando no esté. Valoren mis palabras y mis silencios. Quiero que estén orgullosos de mí, de todas mis obras. Que me sostengan en mis fracasos, minimicen mis caídas, pasen por alto mis defectos. Es como si pensara que al vivir así fuera a ser más feliz. Pero al final me pregunto: - ¿Me gusto como soy? ¿Me gusta lo que estoy viviendo, lo que estoy haciendo con mi vida? Quiero dejar de preguntarme qué necesito cambiar para gustar a los demás. Esa pregunta me hace daño. No quiero que eso sea lo que me preocupe. ¿No será más importante cambiar para gustarme a mí mismo? A veces siento que quiero cambiar en eso que los demás esperan que cambie. Pero no sé si me gusta a mí el cambio que otros desean. No sé si sea necesario. No sé si me hará bien. ¿Me gusta mi vida como es o pienso que tiene que cambiar radicalmente para que me guste? ¿Soy yo mismo siempre sin importarme en qué ambiente me mueva? ¿O cambio dependiendo de donde me encuentro? Le doy demasiado poder a los demás y acepto que sean ellos los que decidan lo que está bien en mí y lo que está mal. ¿Me complementan sus opiniones o dependo de ellas para vivir con paz? ¿Me dejo llevar en las direcciones confusas por las que me llevan o tengo mi propio criterio, mi opinión nacida en mi corazón después de muchas luchas? Me gustaría madurar y estar seguro de mí mismo, de lo que deseo lograr en el camino. La vida es muy larga y sufrir de forma innecesaria no sirve de nada. No hago las cosas para agradarte. Y si quiero agradarte es porque te amo, no porque necesite que me digas un día que me he portado muy bien contigo. No te quiero para que me quieras. No te sirvo para que me apruebes. No busco tu abrazo o tu aprobación. Tengo paz con lo que hago. Alguien más grande que yo me sostiene desde lo alto, me afirma, me levanta. Alguien a quien amo me recuerda que mi vida tiene sentido como es. Que no necesito cambiar cosas para que todo funcione como los demás esperan. Mi felicidad me la da el que me ha creado, me ha enviado. Me sostienen también los que me conocen de verdad. Los que me aprecian más allá de mis límites y caídas. Son aquellos que han visto mi belleza interior oculta bajo tantas ramas. Han descubierto que valgo por lo que soy, no por lo que hago. Lo mismo que Dios, que me reconoce allí donde me encuentro, haga lo que haga. Vivir así, sin miedo a las arrugas, a las torpezas, a los errores y los olvidos. Sin miedo a salir en la pantalla sin maquillaje. Sin necesidad de ocultar mis manchas, mis límites. Valgo por lo que soy. Valgo tal como estoy en medio de mis días, de mis prisas, de mis luchas. Tengo que estar feliz. Me gusto a mí mismo. Me gusta la piel de mi alma. Y sonrío al cielo.

No se trata de mí, sino de Dios. No se trata de mis logros, sino de sus fracasos. No de mis conquistas, sino de sus derrotas. Quiero enmendar a Dios, corregir su proyecto, hacerlo mejor que Él. Se hará a mi manera, le digo, para que me oiga, para tener éxito. Porque me he envalentonado y creo que tengo claro lo que es de Dios y lo que no le pertenece. Como si fuera tan sabio como toda la eternidad y más capaz que todas las tormentas del mundo. Como si lo que yo hago o digo fuera tan potente que creara la realidad. Me he acostumbrado a conjugar todos los verbos en primera persona. Cansado de tentar la suerte me he dejado llevar por la vida, suavemente. Como si nada importara en una larga caminata sin fin, rumbo a ninguna parte. He aprendido a dialogar a solas, como ese que habla esperando hablar a Dios un día. Así de sencillos son los pecados que enumero, uno tras otro, para resaltar mi fragilidad o mi torpeza. Siento dentro de mí las ansias de vivir una vida nueva. Todo es posible si súbitamente aprendo a distinguir el mal del bien en mi camino. Me inclino a creer que no todo está dicho, nunca la última palabra. Hay posibles errores por corregir y posibles planes por dibujar. Para que los sigan mis pasos en medio de tantos miedos. De tantas brumas de tierras desconocidas que me asustan. Aprendo a asombrarme como los niños. No se trata de mí, me lo repito, sino de Dios, de su poder, de su presencia, de su misericordia. No se trata de que yo lo consiga, o esté preparado para encontrarme con Él cada mañana. Él lleva buscándome, esperándome toda mi vida, una eternidad completa, sin principio ni fin. No deduzco que voy bien por los aplausos. Más bien es el llanto el que me indica si todo es lo correcto, si todo va bien y tiene un sentido. Tiemblo ante tantos desafíos que se abren ante mis ojos. Si me preocupa más la vida de los demás que la propia es que algo en mí no está en orden. Si vencen en mí siempre las tentaciones es que no estoy en paz conmigo mismo. Los síntomas de la enfermedad son manifestaciones de algo más profundo. Sigo adentrándome en mi alma para saber dónde me encuentro, dónde estoy parado frente a Dios, mirándolo a los ojos. No temo que me digan lo que no me gusta de mí, será mi lado ciego. Y me viene bien que otros me hagan ver lo que yo mismo no veo. Saber cómo soy es una labor de toda la vida. Me sorprendo cada día descubriendo nuevos aspectos. Me asombro conmovido al ver que hay un niño escondido en ropaje de adulto. Y dejo que salte la risa que lleva dentro ese niño. Que quiere llegar a lo alto de las cumbres más altas, siempre le gustan los retos. Y no se deja amedrentar por los que le dicen que no será capaz, que otros más valientes ya han fracasado antes. Ese niño sale de casa con mucha frecuencia a recorrer los caminos. Me gusta dejar que corra, caiga y se levante. Al fin y al cabo la vida o se vive en presente o no se vive. Y vivir es lo que quiero, lo que me llena de vida. Como leía el otro día: «Vivir es una aventura si estamos atentos a los detalles. Los pequeños detalles son las bisagras del universo». Quiero vivir haciendo caso a esos pequeños detalles de mi camino. Valorando las pequeñas cosas que suceden y marcan la diferencia. Las sorpresas, los imprevistos. Sin tomarme demasiado en cuenta la vida que corre entre los dedos. Amanece temprano para el que madruga. Y los sueños se realizan cuando dejo que fluyan, entre mis dedos. Nada temo. Nada retengo. No tiene que ver conmigo. No soy yo el importante. Si aprendiera a no tomarme tan en serio. Si dejara que mis problemas personales pasaran a un segundo plano. Y mis miedos no fueran los que decidieran mis actitudes. Si dedicara más tiempo a escuchar. El alma en primer lugar, donde Dios habla. Y el corazón de los que llegan a mí para que los escuche. Demasiados ruidos dentro de mí para posibilitar la escucha. La llamada o los deseos. Demasiados gritos ahogados en mi garganta. Quiero guardar silencio para saber qué pasa, qué te pasa. Aprender de ti para la vida y comprender que los sueños que tienes resuenan en mi propio corazón. Sé que la vida no es sino la suma de las consecuencias de muchas decisiones tomadas. Un día detrás del otro. Algunas decisiones de más peso. Un sí o un no marcaron el camino y después ya sólo quedó recorrer los pasos guiados por una mano que acompañaba mi peregrinar. Me tiembla la mano sobre el bordón. Y el sol no me hace daño. No importo yo, es Dios el que importa, Él lleva esperándome toda mi vida. Aguardando a la puerta de mis silencios. Escondido en los pasos que nunca di y en todos los que sigo dando. Sabe que no puedo caminar sin Él, que lloro sin motivo y me escondo cuando se trata de entregar la vida. Lo miro a los ojos agazapado a mi lado y le pido que no me deje. Que me guarde siempre. Que lo buscaré por todos los caminos y sobre todo en el más difícil, el que me lleva dentro, hacia lo más escondido. La solución a los problemas pasa por aguardar, escuchar, sentir y comprender que no siempre cerrará el círculo y no siempre las cosas estarán en orden. No se tratará de no hacer nada mal. En eso no consiste la vida, aunque me empeñe en ello cada mañana. 

Los miedos me paralizan. La oscuridad no me deja caminar seguro. Me escondo detrás de esa puerta que oculta el futuro. Quiero volver atrás, a los días de niño cuando el miedo no era poderoso, o yo quizás era más valiente. Quiero sentir la mano de mi padre, su presencia, el olor de su colonia, la seguridad de sus pasos, su voz que tranquilizaba todas mis inquietudes. Quisiera volver a ser ese niño que sólo al ver a sus padres sentía que los miedos desaparecían como por arte de magia. Ha pasado el tiempo, ha crecido el bosque de los miedos, ahora son más reales, o más violentos. Ahora tienen más fuerza y no son solo sombras que se lleva el alba. Son una oscuridad que crece como una plaga en los lugares más recónditos de mi ser. Allí donde no me confieso a mí mismo que no voy a poder lograr todo lo que me proponga. Allí donde no acabo de perdonarme todos mis pecados. Como si sólo bastara con quererlo para que se hiciera realidad ante mí todo lo soñado. Por eso vivo buscando esa luz que me deje ver la senda por la que debo caminar. Hoy escucho: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?  Una cosa pido al Señor, eso buscaré. habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor». Quiero esperar en el Señor para no temblar, pero no siempre lo espero. Confío en ese Jesús que me mira y me dice que cree en mí, pero se me olvida. Creo en ese Jesús que sabe que valgo y soy bueno, conoce mi nombre y el color de mis entrañas. Me ha visto subir a las más altas cumbres y descender a los más profundos infiernos. Lo conozco a Él pero me olvido. Como si las cosas del mundo tuvieran más fuerza y me atrajeran lejos de Él. Y me pregunto ante la tempestad: - ¿Quién logrará quitarme los miedos realmente? Miro al cielo y todo es oscuro. Y su rostro, el de Jesús, se esconde, o no me basta con mirarlo para confiar. Pienso en esa persona que me abraza y me dice que todo va a salir bien después de todas las luchas. Creo en aquel que me quiere haga lo que haga, fracase o triunfe, porque su amor es una roca inamovible, una roca que me sostiene y salva. Creo en esa persona que no cambia de parecer de un día para otro, es estable, firme, sólida. Es siempre fiel a sí misma y no me deja solo pase lo que pase. Creo en esa persona que me hace creer que todo va a ir bien aunque esté siendo derrotado y no parezca haber una salida. Quiero creer esas palabras que guardo de mi padre como un tesoro. No temas, hijo, todo va a resultar bien. ¿Para qué vivo inquieto lleno de miedos? No importa mucho porque al final siempre va a estar Dios esperándome. Los miedos me quitan la alegría y la felicidad. Me turban en medio de mi camino. Es imposible ser feliz teniendo miedo. Me pesa el miedo como una losa. ¿Y si al final todo sale mal? ¿Y si me enfermo y muero? ¿Y si aquellos a los que más amo se enferman y mueren? ¿Y si todos descubren mis pecados y me tratan de acuerdo con mi debilidad? ¿Y si el mundo me juzga y decide que merezco la condena? ¿Y si todos se olvidan de mí y mi nombre queda oculto tras las hojas caídas del otoño? ¿Y si nada de lo que he emprendido llega a buen fin? Las amenazas se ciernen siempre sobre mí, una tras otra. Y no tengo cómo vencer todos los males posibles de este mundo en continuo cambio. Mis presentimientos me llenan de inquietud. No voy a poder vencer el mal, superar las pruebas, lograr lo inalcanzable. El miedo a perder, a fracasar, a quedarme solo es más fuerte que los deseos que tengo de vivir en paz, en casa, amado y calmado. Ese miedo profundo que no controlo va a menudo acompañado de una profunda tristeza que todo lo enturbia. Como si mi piel se tiñera de un color gris, turbio. Y no lograra sonreír por cualquier motivo, que es lo que yo quiero. Porque lo que de verdad deseo es ser feliz, ser libre de todos los miedos que me atan. Me asusta la oscuridad cuando no logro ver el camino a seguir entre tantos bosques. Me gustaría alzarme sobre las nubes que cubren mi sol. Y descubrir allí en las estrellas el sentido más verdadero para seguir luchando. La luz, esa que algunas personas emanan con su presencia. Esas almas puras, llenas de esperanza, que irradian una luz que no les pertenece. A su lado siento la paz que a mí me falta y se levantan vientos que arrastran las oscuridades muy lejos de mí. Me gustaría ser yo una luz en medio de la noche. Un pozo de luz para los que están perdidos. Pero para eso tengo que dejar que Jesús entre en mi interior y me ilumine. Tengo que permitir que irradie todo su poder. Tengo que obedecer a su llamada, dejarlo todo y seguir sus pasos. Tengo que ponerme en camino dejando a un lado todos mis temores. Busco la luz en mi vida, todo lo que sucede en la noche enturbia mi conciencia. Es oscuro lo que no está lleno de su presencia. Quiero la claridad para saber qué pasos dar, qué palabras decir. Jesús a mi lado me llena de esperanza y dejo a un lado los miedos. Si Él me llama todo cobra un sentido. Como la primera vez cuando pronunció mi nombre y lo dejé todo para caminar a su lado. Y supe entonces que vendrían sombras y noches. Y perdería el calor de su mano, la fuerza de su palabra. No quiero olvidarme de su llamada. Una y otra vez vuelve hasta mí para pedirme que confíe, que recuerde el primer abrazo, que no desespere y siga creyendo aunque todo a mi alrededor parezca perdido. Su fuerza, su fe y su luz les dan sentido a todos mis pasos.  

Tengo claro que la ternura salva al mundo. Lo rescata de la frialdad y la lejanía. La ternura de un abrazo, de una mirada, de una mano amiga. La ternura hecha caricia y comprensión. ¿Cuántos abrazos necesito recibir y dar para sanar mis heridas? El abrazo se convierte en una necesidad. Dejarme abrazar y tomar la iniciativa para hacerlo. Pero pongo distancias, levanto barreras, dejo que la frialdad se instale entre las almas. El otro día leía: «El que es tierno ni invade ni pretende, no se impone ni espera recompensa. Es dulce sin ser empalagoso, sabe estar al lado sin ser pegajoso, es fiel sin atar al otro a su persona. No es celoso ni seductor, no es violento ni vulgar, no es grosero ni teatral. Tiene el sentido de los confines de su propio yo y respeta los de los otros, no se empeña en hacerse notar a toda costa, ni tiene segundas intenciones más allá de las de comunicar el bien que siente y quiere para el otro. En cualquier caso, es difícil que alguien pueda manifestar ternura sin haberla recibido y experimentado él mismo. Tanto más improbable es que alguien pueda manifestar la ternura de Dios sin haberla vivido y experimentado él mismo». Para poder dar ternura tengo que haberla experimentado en mi vida. Para poder mostrar el rostro de un Dios que me ama con ternura tengo que haberme encontrado con la ternura de Dios. Las personas tiernas miran comprendiendo y aceptando. Las actitudes de mi hermano pueden resultarme molesta. Pero no quiero cambiarlo a la fuerza. Lo acepto, lo acojo, lo abrazo. Dejo que el amor obre su efecto. Nadie cambia a base de golpes. Y si lo hace es por miedo a recibir un nuevo golpe. No porque haya entendido que esa forma de vivir y de actuar es la que le hará bien y permitirá que crezca como persona. ¡Cuántas veces hago cosas para gustar y ser aceptado! ¡Cuántas otras evito hacer algo mal por miedo a la imagen que pueda dar ante los demás que provoque el rechazo y el juicio! Me gustaría hacer las cosas que me permiten crecer. Ser capaz de tomar las decisiones que me ayudan. Decir las cosas que conviene decir. Decidirlo todo desde mi interior, sin importarme que otros me vean. No hago nada de cara a la galería para que estén contentos conmigo. No dejo de hacer aquellas cosas en las que creo sólo para ser aceptado en un determinado grupo. Si me rechazan por mis creencias en un entorno, tendré que preguntarme si ese entorno es el mío o deberé buscar otro. Porque me mimetizo para no desentonar y renuncio a mi originalidad para gustar a los demás. Como esa lucha enfermiza por ser eternamente joven. Como si la juventud fuera un valor absoluto que a todos gusta. Soy yo mismo en mi verdad. En mi forma de ser, de vivir, de amar, de darme. No quiero renunciar a mi esencia para gustar. La ternura permite que me sienta querido en el lugar en el que estoy. La ternura saca lo mejor de mí porque me hace creer que mi vida merece la pena. Por eso cambio, por el amor recibido. Quiero abrirme a la ternura de mis hermanos. Aceptar las caricias, los abrazos, los gestos de aceptación. No quiero huir, ni esconderme, ni endurecerme. La ternura es creativa y se consigue expresar de muchas maneras: «Estar dotado de ternura hace al hombre capaz de expresar su propio afecto. Atenciones, miradas, delicadezas, palabras, sorpresas, cuidados, mensajes, comprensión, compasión por las debilidades, y todo lo que de algún modo le diga al otro que es importante para mí, que no me es indiferente, que doy importancia a su presencia, que gozo con estar a su lado, que estoy interesado por su bien, que me disgusta que sufra, que me siento mal si cae, que estoy dispuesto a ayudarle, que puede contar conmigo». Decirle al otro lo que siento, lo que me parece su vida. Decirle que lo necesito porque lo quiero, con libertad. Que no pretendo que cambie y se adapte a mis gustos o a lo que yo veo como valioso. La ternura es el mismo camino que usa Dios para acercarse a mí. Valora mi vida. Detesta el pecado porque sabe que me hace daño y me envenena. El mal hace que crezca el odio en mi corazón. La ternura de Dios ablanda mi alma. Hace posible que cambie, que crezca, que quiera acercarme a ese ideal que el amor de Dios propone en mi vida. ¿Creo en ese Dios tierno que viene a buscarme y me abraza en mi debilidad? A veces creo en un Dios hierático, rígido y lejano que juzga desde lejos todas mis acciones y me condena con su mirada hostil. Un Dios que no me desea, no me busca, no me espera, no me abraza. sólo es una fortaleza en la que pueden entrar los puros, los que nunca se han alejado del bien. Me ayuda pensar en la ternura de Dios, en la de Jesús hecho carne que les mostró a los hombres el camino de la misericordia para llegar hasta Él. El abrazo del Padre al hijo pródigo es la expresión más sublime de esa ternura. Un padre que espera inquieto el regreso de su hijo cada mañana. Y cuando lo ve llegar sale a su encuentro y lo deja todo para recibirlo, para comprender su angustia, para sanar sus heridas de abandono. Esa mirada salvadora llena de ternura es la que me hace creer que Dios puede hacer milagros conmigo. 

Hoy Jesús pasa delante de mi barca. Me conmueve esa escena. Jesús llega hasta mí y me invita a dejarlo todo para seguir sus pasos. No tengo siquiera que buscarlo, Él se pone en camino y se detiene a mi lado, allí donde me encuentro: «Paseando junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, llamado Pedro, y a Andrés, que estaban echando la red en el mar, pues eran pescadores. Les dijo: - Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron». Jesús es un Dios con rostro humano que pasea por la orilla del mar. Un Dios que me busca allí donde trabajo y me afano por sacar adelante mi vida. No tengo que ir a ningún lado, sólo tengo que esperar a que llegue e irrumpa en mi día a día. La vocación es algo extraño, un exabrupto en medio de la rutina, una novedad fuera de lo común. Algo que sucede sin que yo lo tenga pensado. Cuando Dios llama me saca del camino por el que discurría. No era algo obvio, ni evidente. No era un paso más en una cadena interminable de pasos. Es un extraño grito que me saca de mi silencio. Excede todas mis pretensiones y deseos. Es una llamada con nombre propio. Es la invitación a dejar todo lo que me ocupa, todo lo que me importa. Es una provocación para la que nunca estoy preparado. No es una búsqueda de un lugar mejor. No se trata de elegir entre mil opciones posibles. La vocación a seguir los pasos como los apóstoles es en primer lugar una llamada a estar con Él, a su lado, sin tener que hacer otros planes. Es un impulso que me saca de lo que hasta ese momento era esperable y razonable en mi vida. Es romper con esas decisiones que hasta ese momento parecían evidentes. Era lo que Dios quería, lo que me había regalado desde siempre. Pero de repente irrumpe y todo se trastoca. Podía haber seguido pescando en Galilea como antes, como mis padres, como mis antepasados. Siguiendo una línea lógica, querida por Dios. La vocación para estar con Él en exclusividad no es mejor que otras vocaciones, simplemente es algo diferente. Es la irrupción de un Dios con el que no contaba. Hoy Dios sigue llamando de esta misma forma, lo sigue haciendo. A veces me preocupo porque hay pocas vocaciones, porque faltan sacerdotes y personas consagradas a Dios como signo de la exclusividad del amor hacia Él. Son necesarias esas personas que me recuerdan que Dios no se deja llevar por la lógica del mundo. Personas que me recuerdan que todos tienen una llamada también a vivir santamente en su propio camino. Personas que tienen más responsabilidad por haber sido puestas como signo de su presencia entre los hombres. Pero claro, llama a pecadores, a seres humanos con deseos y debilidades. No elige a seres inmaculados, ni a ángeles. Sigue llamando a pescadores que no conocen la Escritura ni llevan una vida pura ni santa. Elige a hombres y mujeres de barro para que en su pobreza brille con más fuerza la sabiduría de Dios. No soy yo el que actúa, es Dios el que me necesita, para actuar en mí, como hoy escucho: «¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?». No es mi palabra, es la suya, yo sólo pongo mi voz para que Dios hable. No es mi reino, es el suyo. No tengo que ser perfecto, sólo Él es perfecto. Dios sigue queriendo que no esté sano para sanar a otros, que no sea perfecto para animar a los imperfectos. Sigue deseando que no tenga una vida de oración llena de sentimientos y emociones para que pueda vivir lo que el mundo vive. Quiere que sufra la tentación de la carne, de la vida, para que no sea ajeno al mal que siempre me confunde en el camino. No me pide que no tenga pecados para invitarme a seguir sus pasos. A veces me gustaría que así fuera. Y cuando me topo de nuevo con mis límites le grito a Dios haciéndole ver que Él me llamó, que yo no lo llamé a Él, que yo no quise seguir sus pasos de esa manera, que yo tenía otros planes, otros deseos. Que fue Él quien de la nada lanzó un grito que sólo pude oír cuando hice silencio. Y fue tan fuerte que me lanzó fuera de mi camino. Caí torpemente y me dejé llevar sin saber muy bien para qué ni cómo. Y me he topado una y otra vez con la debilidad de mi carne, de mis ojos, de mi propio corazón. Y una y otra vez entiendo que el grito sigue ahí agazapado en mi alma, susurrándome palabras de consolación y de esperanza. Y me vuelve a decir que siga, que no desfallezca, que no le tenga miedo a esta vida que es larga y está llena de peligros. Que siga siendo un caminante alegre junto a otros caminantes. Que no me crea especial por esa llamada, que no soy mejor que nadie, ni más santo, ni me crea más cerca de Él que muchos. Porque ya me dijo que me precederían las prostitutas y pecadores en el cielo. Y eso me consuela o tal vez me inquieta porque no sé cómo avanzar en medio de las luchas. O sí sé, porque me lo dijo más de una vez cuando me empeñé en ser yo el centro. En creer que era yo el que construía su reino, el que hacía milagros y tenía palabras de vida eterna. Y las caídas me recordaron que no, que siempre es Él. Que yo sólo tengo que consolar, sostener, acompañar, cuidar, mendigar, rezar, sonreír, abrazar y estar. Sólo eso, que del resto se encarga Él. Y la verdad siento paz al pensar que no quiere que logre pescas milagrosas y no pretende que mi voz despierte otras vocaciones. Yo no llamo a nadie. No soy el que despierta la luz en la oscuridad. Porto una vela apagada esperando a que Dios la encienda suavemente, con su aliento. Me mantengo fiel en la barca en medio de la tormenta, deseando que apacigüe Él los vientos. Me dice que confié, que su llamada es sencilla. Sólo estar a su lado, oír su voz y no hacer nada más que lo que Él me pida. Sus palabras me llenan de paz y me sostienen.

Lo primero que Jesús pide es la conversión, que mi corazón cambie: «Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: - Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». Era el mensaje de Juan que Él hizo propio, como si fuera un discípulo más del profeta del desierto. Pero pronto descubre a sus primeros discípulos y con ello comienza a preparar el terreno para que surja su reino: «Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre, y los llamó. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo». Ya no se trata sólo de la conversión. En realidad la conversión viene como consecuencia del amor recibido, de la sanación obrada en el alma, de la fe recibida. Jesús comenzó a hablar de su reino y les dijo dónde se encontraba, dentro de mi propio corazón. No es algo ajeno a mí o demasiado inaccesible. Está dentro de mi alma. Y así empezó a mostrarlo en gestos visibles, en signos que todos comprendieran. Curaba las enfermedades, enseñaba, apartaba el mal de su pueblo. Es verdad que no curaba a todos los enfermos, no lo pretendía. La salud de algunos era un signo visible de la presencia del amor de Dios y la fe del hombre. La paz que daba a los que curaba, el perdón de los pecados, la sanación del alma. La vida de ese Jesús fascinante estaba llena de vida, de obra preciosas. Había milagros, curaba el alma y el cuerpo, daba esperanza con palabras y gestos. Mostraba que el reino de la misericordia estaba irrumpiendo en este mundo. Me conmueve esa vida de Jesús. Siento que su luz llena el corazón: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia, como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín». Su llegada trae luz a las tinieblas. El que escucha bien y entiende ya no necesita caminar en la oscuridad. Pero hace falta mucha fe y tener un corazón de niño para creer, para seguir a Jesús. No cualquiera puede hacerlo porque el amor siempre exige renuncias y entrega total. Y uno no siempre está dispuesto a amar tanto. La luz no siempre me gusta, a veces es más cómodo caminar en las tinieblas y seguir apegado a ese pecado mío que me gusta tanto y me llena de satisfacciones temporales, que nunca sacian el alma. La luz hay que aceptarla porque me revela también mis propias debilidades y pobrezas y me resisto a reconocer que no todo lo hago bien. La luz me saca de mis oscuridades. Y entonces me río y tengo paz. La luz me expone, me libera de todas mis mentiras y me deja así, desnudo frente al mundo y los hombres. Ese Jesús de los milagros es el del éxito humano. Muchos lo siguen porque multiplica el pan, sana a los enfermos y libera a los endemoniados. ¿Quién no desea que su vida mejore? ¿Acaso no me gustaría no sufrir nunca el mal, ni la enfermedad, ni la muerte, ni el oprobio, ni el desprecio? Claro que sí me gustaría. Quisiera tenerlo todo claro siempre y no errar. Pero no es así de sencillo. Seguir a Jesús implica persecución y muerte, desprecio y juicio, críticas y soledad. Y entonces el número de sus seguidores disminuye y todos quieren dejar de seguirlo porque sus palabras son difíciles de comprender. Uno prefiere seguir al que no exige, al que no pide, al que le va bien y triunfa, al que tiene contactos y poder. Uno prefiere el poder de los poderosos y no seguir a un mendigo que me dejará sin defensa cuando la requiera. El seguimiento de Jesús es sencillo cuando todo va bien, cuando su poder no experimenta límites. Entonces todo está bien, es puro y bonito, pero luego, en la cruz, en la persecución, las cosas se complican y el ánimo disminuye. Y eso que Jesús me dice que no me dejará nunca. Que me necesita para anunciar su reino con obras y palabras, con mis silencios y la forma de llevar su cruz. Para eso me quiere, para que en mi oscuridad y en mi pecado brille su luz y su esperanza. Y yo sonrío con miedo, pero lo sigo.

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