Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de diciembre de 2018

Domingo 23 de diciembre de 2018 | Carlos Padilla

IV Domingo Adviento

Miqueas 5,1-4; Hebreos 10, 5-10; Lucas 1,39-45.

«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»

23 diciembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban

«Me gusta perder el tiempo con los que quiero. Saber que estoy donde me lleva el alma. Es Adviento. El Niño nace en mi alma para darme su aliento. Anhelo esa paz que necesita mi corazón inquieto»

En este Adviento se han hecho virales dos videos.En uno de ellos se hacían preguntas en una cena navideña. El que no sabía responder a la pregunta tenía que abandonar la mesa. Las preguntas iniciales parecían fáciles. Eran sobre la actualidad o sobre series y temas que estaban de moda. Las respuestas fluían con facilidad. Entonces todo se complica. Las preguntas tienen que ver con el pasado, con la historia personal de las personas con las que comparten la mesa. El pasado de mi abuelo, las decisiones de mi hermana, los anhelos de mi cónyuge. Todo se complica. El silencio es la respuesta. El asombro. Muestra una realidad de mi vida. ¡Cuántas veces no sé cosas de la vida de las personas a las que más amo! ¿Dónde hicieron su luna de miel? ¿Qué renuncia fue importante en su vida? ¿Qué sueña en estos mismos momentos? ¿Qué le quita la paz? Tal vez me muestra que me falta tiempo para escuchar, para preguntar. Me falta tiempo de calidad, de intimidad. No creo que el uso excesivo del móvil sea la causa. Aunque claramente no ayuda. Tal vez la causa está en las pocas conversaciones profundas que tengo con aquellos a los que amo. Doy por supuestas muchas cosas. Me parece evidente que son de una manera determinada. No profundizo en sus decisiones, ni pregunto por su pasado. Es como si no quisiera saber más de lo que ya sé. O no me interesara. O no tuviera tiempo. El tiempo es corto y lo desperdicio tantas veces. Me parece que no tengo bien puestas mis prioridades. En el otro video viral habla del reencuentro con un amigo, con un familiar, al que hace tiempo que no veo. Quiero mucho a esa persona. Es prioritaria en mi vida. Pero luego analizo el tiempo pasado a su lado y veo que me encuentro con él muy pocas veces. Hay ahora una aplicación que me muestra el tiempo que me quedaría con esa persona si siguiera viéndola tan poco. Pueden ser días, incluso horas. Veo entonces que digo una cosa. Afirmo mis prioridades. Y luego no me comporto consecuentemente. Es absurdo, pero es así. Veo muy poco a personas a las que digo querer mucho. Y mi tiempo de calidad con ellas es escaso. No invierto en la amistad que amo. No dedico tiempo a aquel que es importante. Creo tener las prioridades claras y no me comporto en consecuencia. Tal vez no sé distinguir lo urgente de lo prioritario. Y acabo perdiendo el tiempo. Dejo de disfrutar a aquellos que me hacen bien y me importan. Y dedico mi tiempo a cosas que no son tan prioritarias. Es cuestión de tiempo. Es cuestión de prioridades. Pero no aprendo. Decido perder el tiempo haciendo lo que no llena mi alma. Y descuido a las personas a las que quiero. Las pierdo. Me pierden. Y no aprovecho esa vida que es limitada. El tiempo es oro. Quiero saber lo que pasa en cada alma, en cada vida. Y yo mismo hablar de mi vida, de mis cosas. Pero me pierdo en los mundos no verdaderos que no son prioritarios. Nunca lo son. Y al final no sé lo que importa y no estoy con quien me importa. El Adviento me invitaaelegir bien mis prioridades y a poner orden en mis opciones. Miro a José y a María camino a Belén. Cargados de eternidad. Tienen claras sus prioridades. ¿Cuáles son las mías? Importa el tiempo. Y el contenido del tiempo. Lo que escribo y lo que cuento. Las elecciones que hago. Con quién estoy y con quién no. Eso importa. Como leía el otro día: «No se me ocurre una soledad más grande que pasar el resto de mi vida con una persona con la que no pueda hablar, o, peor todavía, con la que no pueda estar en silencio»[1]. Las elecciones son prioritarias. Los pasos que doy y los que retengo. Puedo pasar la vida sin hablar con quien estoy, sin que me hable. Importa lo que pregunto para saber y hacerme solidario. Cuenta también lo que callo, porque no es necesario contarlo todo. Guardo silencio. Pienso en mi Adviento esperando a ese ángel que me alegre el alma. Y al Niño entre pañales que viene a mi encuentro. Pienso en el silencio de Belén. Donde no hay gritos, ni violencia. Y donde todo es importante. El silencio, las palabras y el tiempo. ¿Dónde me siento en deuda con las personas a las que amo? ¿Qué no sé de ellos que debería saber? ¿Qué no cuento que sería bueno que los demás supieran? Silencios y palabras. El tiempo que pierdo, el que gano, el que invierto. Me gusta aprovechar mi tiempo. Y a veces creo que lo pierdo. Entre un después y un mañana. Entre un silencio y una palabra vacía. O una pregunta que no espera respuesta. Me gusta pensar que sé lo que está viviendo cada persona a la que quiero. No quiero perder el tiempo haciendo sólo lo que debo, lo que es necesario. Me gusta la poesía y la música. Y perder el tiempo con los que quiero. Y saber que estoy donde me lleva el alma. Y el corazón que ama. Es Adviento. Es Navidad. El Niño nace en mi alma para darme su aliento. Anhelo esa paz que necesita mi corazón inquieto. Eso es lo que quiero. Sólo eso.

La verdad es que no me gusta mucho el morado para el Adviento. Prefiero el rojo, más de Navidad. Más de anhelo, de fuego en el alma, de amor de Dios que se hace carne. No veo tan necesarios el sacrificio y la renuncia para preparar el alma en Adviento. Ysí el cultivo de la alegría y del anhelo. Es el Adviento una espera confiada porque Jesús viene. No hay muerte. Hay vida. Mucha vida que nace. Jesús ya está vivo en el vientre de María. Camino a Ein Karem, camino a Belén. Un niño hecho carne al que aún no veo y ya sueño. No conozco su rostro y anhelo su presencia misteriosa. Ya es real. Está la cuna vacía. Pero no el alma. Vacío el pesebre que espera su venida. Pero no María, que está llena de Dios, de su carne, de su vida. Me gusta el Adviento de fuego. En el que el corazón se va ensanchando al ritmo de las velas que se encienden. Más luz, más esperanza. Menos noche, más sol y estrellas. Más vida. Más campanas que rompen el silencio de la espera. Campanas que resuenan en mi alma. Es Navidad. Jesús llega para nacer en mi alma. Para poder ver a Jesús necesito acostumbrarme a la noche. Para percibir la luz que lo ilumina todo. Y necesito hacer silencio, para poder escuchar las campanas que rompen la rutina. Hay un cuento de Anthony de Melo que habla de una isla hundida en el mar y de un monasterio que se hundió con ella. Cuando la isla todavía era visible, antes de hundirse, las campanas del monasterio repicaban en días de tormenta. Su sonido traía la paz y alejaba el miedo. Cuando se hundió hay una leyenda que dice que si uno escucha con atención puede oír el repicar de las campanas bajo el agua. El cuento habla de un hombre que llegó al pueblo más cercano a la isla hundida con el deseo de oír las campanas. Lo intentó durante muchos días, pero sólo oía las olas del mar rompiendo en la playa. Intentaba apagar su ruido monótono para poder escuchar las campanas. No podía. Al final se dio por vencido en la lucha. Él no sería nunca capaz de escucharlas. Por fin en su último día, ya casi desesperado, se detuvo a la orilla por última vez. Entonces no intentó calmar las olas del mar. Y en ese ritmo cadencioso de las olas fue haciendo silencio. Y en el silencio, súbitamente, escuchó primero una débil campana. Luego otra y otras. Al final, cada una de las mil campanas del templo repicaban en armonía. Se conmovió. Sellenó de asombro y de alegría. En el silencio de su alma, mirando sencillamente el mar, pudo al fin escuchar las campanas de Dios. Una canción habla de esas campanas que siguen repicando bajo el mar: «En el fondo del mar, oigo campanas. Campanas de cristal, dentro del alma. Voces que hablan de Dios, voces que anuncian sombras, luces y paz en un pesebre. Canta y corre el agua de mi alma, canta en las alturas, canta al viento, cantan las campanas en el mar, a mi Dios que se ha hecho niño. En el fondo del mar oigo canciones, Canciones que me hablan de mi infancia, sueños que se durmieron en las olas y descansan en paz junto a la playa. En el fondo del mar, oigo mi nombre, el nombre que me entregas en la noche. Quiero seguir tus pasos sobre al agua cuando siento que naces en mi alma». Necesito apagar los ruidos del alma para escuchar las campanas. No tengo que apagar todos los ruidos. No tengo que huir de mi vida, de mi mar que suena al golpear la playa. Sólo detenerme sin oponer resistencia. Mirar las olas.Escuchar su sonido. Lentamente tocaré el silencio. Se calmará mi alma. Y escucharé las campanas de Dios repicando dentro de mí. En medio de mi vida. Leía el otro día: «Para nosotros el silencio significa una ascesis y un deseo. Una ascesis porque hay que tener en cuenta que el silencio exige un esfuerzo; pero también nos atrae y nos es necesario. Lo sencillo siempre es difícil de explicar. A quien quiera escuchar el canto de un pájaro le molestará bastante que un avión cruce el cielo, porque su espacio de percepción se reduce y no puede escuchar al pájaro. No nos equivoquemos. No buscamos el silencio por el silencio, sino por el espacio que proporciona»[2]. El silencio me exige esfuerzo. Es un paso necesario. La renuncia del Adviento. Menos ruido. O más capacidad para guardar silencio. Más adentrarme en mi alma para oír la campana, las mil campanas repicando al mismo tiempo. Para oír el nombre, mi nombre pronunciado por Dios. Muy quedo. A mi oído. La melodía que da vida a mi alma. Hay mil campanas que me pierdo por no hacer silencio en mi vida. Por no calmarme y quedarme quieto a la orilla del mar de Dios. Las campanas en lo profundo siguen sonando. Anuncian que Jesús está vivo. Que vive dentro de mí. En el mar de mi alma. Que me ama con locura y sabe lo que me hace feliz. Si me dejo hacer. Me gusta el color rojo para el Adviento. Me gusta encender el fuego en mi alma. No quiero calmar las olas. Sólo dejo que mueran en la orilla. Sigo escuchando. El corazón en ascuas porque sabe que Jesús está muy cerca. Una vela más. Jesús ya está en mí. Ya vive.

Me gusta la sencillez de estos días de Adviento y Navidad. Este tiempo de sueños y alegrías. De esperanzas y nostalgias. Me gusta que en lo cotidiano venga Jesús a mi alma allí donde menos lo espero. Quiero hacerme un poco más niño para dejarme sorprender por estas fiestas. Tal vez he perdido la inocencia que tenía de pequeño. Cuando sentía el paso ligero de los reyes al entrar en mi cuarto sin casi darme cuenta. O me conmovía ante ese niño que nacía entre mis manos y parecía ya mayor de golpe, pero era tan niño. Tal vez he racionalizado tanto mi fe que me resulta muy árida al no tocar mi corazón. La he convertido en normas firmes, en pecados o gracia, en deber y pureza imposible. Me he quedado con los razonamientos precisos que pretenden explicarlo todo y comprender a Dios. Para no dudar de nada. He querido convencerme de que todo tiene un sentido, aunque muchas veces no lo vea. Quizás me da miedo perder la fe en Jesús y acabar creyendo cualquier cosa. Es tan común ver a personas que no creen en nada. Y curiosamente, como dice Chesterton, creen en todo: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo». Es curioso, cuando no creo en lo fundamental. Cuando dudo de lo que marca mi vida, empiezo a creer en cualquier cosa. ¡Qué frágil es mi alma que se deja llevar por lo aparente y vive en la superficie de las cosas! Leía el otro día una cita de Thomas Merton: «Para mí ser santo significa ser yo mismo. Entonces el problema de santidad y salvación es de hecho un problema de encontrar quién soy yo y descubrir mi verdadero yo». Me dio mucha claridad. Miro el pesebre vacío a los pies de María y José. Pienso en la espera de ese niño que lo cambia todo cuando nace. El orden de los poderosos. El sentido de una vida avocada a la nada. Ser santo no significa ser perfecto como a veces creo. No soy santo si logro hacerlo todo bien. Ser santo es algo más hondo, más sencillo, más grande. Significa tan solo ser yo mismo. Pero ¿quién soy?Sería tan fácil como descubrir dentro de mi alma lo que realmente Dios ha puesto como semilla. Dejar que crezca, eche raíces y brote un troncofirme que pueda dar fruto algún día. Una santidad de andar por casa. Una santidad de verdad y hondura. Siento con frecuencia que me falta profundidad en mi alma. Vivo en la superficie de las cosas. Es como si apenas pudiera profundizar algo en los temas realmente importantes. Cuando intento hacerlo para calmar la sed, veo que mil ruidos me perturban y me impiden seguir avanzando en la maraña de mis sentimientos e inquietudes. Me falta fe para creer en el niño que se encuentra escondido muy dentro de mí, en lo más hondo. El otro día llegó a mí una publicidad en la cual un hombre, al mirarse en un escaparate de la calle, veía reflejado en el cristal al niño que era. Ese niño que soy en lo más profundo. Mi verdadera identidad tiene ojos de niño. Ese niño soy yo mismo y miro el mundo con una mirada inocente. Me quedo pensando en ese niño que me habla de lo que de verdad importa. Tal vez para eso tengo que profundizar más. Me quedo en silencio ante José y María, de rodillas, muy quieto. La cuna está aún vacía porque no ha llegado todavía la Navidad. Tal vez estoy esperando a que algo milagroso ocurra en medio de mi rutina. Quiero que los demás cambien y me pidan perdón. Quiero que pongan más de su parte para alegrarme la vida. Siempre son los demás los que están en deuda conmigo. Los que me han fallado, los que me han herido. No lo sé. Acepto con humildad cuánto me falta para ser santo, para ser bueno, para ser yo mismo. Detrás de tantas máscaras que intentan disimular mis deficiencias me escondo yo en mi verdad. Ese niño tímido y alegre es el que llega ante José y María en este Adviento. Llega con el alma inquieta en ese torbellino que son las fiestas navideñas, o mejor dicho los días previos. Intento llegar a toda prisapara felicitar las fiestas, compro los mejores regalos, intento cocinar las mejores comidas, lucho por vivir y disfrutar las mejores cenas. Y me falta tiempo para detenerme y pensar y mirar muy hondo. Y de repente me doy cuenta del vacío profundo que hay en mi alma. Un vacío muy hondo, una sed muy grande. Avanzo dentro de una caverna escondida en lo profundo que clama por estar llena. Llena de una paz infinita que tanto añoro. Llena de luz y esperanza. Llena de sueños y verdad. Llena de risas y fiestas. Quisiera traer mi vacío ante José y María esta Navidad que pronto llega y pronto pasa. Quisieraponer mi vidaante María y su niño oculto, escondido. Ese niño tantas veces olvidado que llevo dentro y soy yo mismo. Miro a Jesús y veo en Él a ese niño que soy yo. Ese niño escondido en mi alma y quizás marcado por las heridas que alguien le hizo. O él mismo se hizo sin darse cuenta. Porque he descuidado lo importante dando valor a lo que no lo tiene. Y he vivido volcado en las cosas, en las prisas, en la superficie de las aguas sin ir mar adentro. Quiero calmar mis voces. Mis gritos. Quiero pedirle al niño que me revele mi rostro. Para al menos conocerme yo. He desistido de la idea de que los demás me conozcan. No lo pretendo. Sé que me malinterpretan y juzgan. O yo mismo me escondo tanto que no dejo ver mis verdaderas intenciones. Y se confunden. No los juzgo. Pero ya no espero que sepan quién soy de verdad. Eso sí. Quiero tenerlo al menos yo claro. Quiero ser yo mismo en mi verdad esta noche en el pesebre. Desnudo, pobre, vacío, para llenarme de Dios.

María no se queda esperando el nacimiento de su hijo. Se pone en camino presurosa: «En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Me gusta la actitud de María. Sale de su comodidad. No se queda feliz en Nazaret esperando la llegada del Mesías. No cuida el don que ha recibido para evitar que le suceda algo malo. Sale de su hogar, se arriesga, pone en peligro su vida y la de su hijo. Y camina a casa de su prima Isabel. Siempre me imagino este camino a Ein Karem de la mano de José. Muchos cuadros lo dibujan así. Un encuentro en casa de Isabel entre María y su pariente. Entre José y Zacarías. Un encuentro de esperanza. Me conmueve pensar en ese camino lleno de peligros. María no está a punto de dar a luz. Pero ya lleva en su seno la semilla de eternidad. El Verbo hecho carne. No se cuida, no se protege, no se guarda. Se da. Isabel, su pariente mayor en edad, necesita su servicio, su generosidad. Y María entonces camina presurosa a la montaña. Entre Nazaret y Ein Karem hay más de ciento cuarenta kilómetros. Una distancia larga en ese tiempo. María no lo duda. Quiere ir a ver a su pariente cerca de Jerusalén. Una niña que se sabe madre de Jesús. Una niña que ha creído en la promesa. Va a prisa. ¿Cómo le contaría María a Lucas esa visita? Lucas dice que fue a prisa. Que tenía prisa en llegar a ayudar. O tal vez quería escuchar lo que Isabel pensaba de todo lo sucedido. Al fin y al cabo, ella era más mayor y más sabia. María quiere saber más. Quiere comprender cómo ella siendo estéril estaba esperando el nacimiento de Juan. Sabía que para Dios nada era imposible. María lo deja todo y se pone en camino a prisa. No tarda, no se entretiene en otras preocupaciones. Va a ayudar a su pariente. Me gusta esa forma de vivir, de actuar. Vence la pereza, la dejadez, la desidia. María es una mujer fuerte. Tierna y firme. Sabe lo que quiere y lo hace. No se entretiene en cosas sin importancia. No se distrae por el camino. Sabe cuál es el sentido de sus pasos. María toma una decisión que aparentemente va contra la prudencia. Se arriesga porque ha puesto su confianza en Dios. Se deja hacer por Él. Leía el otro día: «Cuando el hombre está dispuesto a dejar las riendas de su propia vida y de su propio camino de santidad en manos de Dios, la fragilidad del hombre es una bendición y un motivo de esperanza»[3]. María en su fragilidad es un motivo para la esperanza. El que no tiene poder, el que no se siente seguro, es el que suele esperar. Espera el que es pobre e indigente. El que está vacío y no controla sus días. Ese es el que espera. Me gusta pensar en «la imposible posibilidad de Dios.Como algo que se puede cumplir en la medida pequeña y limitada de su existencia terrenal, en los subterfugios de su corazón. Es la posibilidad imposible del hombre de experimentar en su interior sentimientos del Hijo y aprender el sabor insólito de las bienaventuranzas, o de gozar con trabajar solo por la gloria de Dios y sentirse envuelto por la mirada de quien ve en lo secreto, amando el escondite y todo aquello que parece oscurecer al yo, sin preocuparse demasiado por la autoestima y mucho menos cuando se es calumniado, ni cuando los méritos del propio trabajo le son atribuidos a otros. Saborear la sabiduría de la cruz y de querer como quiere Dios, amando a quien no ha hecho el bien y abrazando y besando, como Francisco, un rostro poco atrayente como el del leproso»[4]. Para Dios nada hay imposible. Una estéril embazada. Una niña virgen esperando a Dios hecho carne. ¿Cómo se puede creer en lo imposible? ¿cómo se llega a esperar contra toda esperanza? Estoy acostumbrado a calcular mis fuerzas. Pongo mis talentos al servicio de un amor más grande. A veces pienso que soy creyente sólo porque creo amar a Jesús torpemente. Pero mi fe es frágil. Creo en mis manos que tienen fuerza. En mis pies que corren. En mi corazón que cree amar. Pero luego no soy capaz de poner mis pecados, mis debilidades, mis carencias, al servicio de un amor imposible. Soycreyente de lo posible. ¿Qué mérito tiene? Cuando algo es posible es fácil de creer. Es más fácil confiar cuando cuento con mis fuerzas y me siento poderoso. La posibilidad imposible de Dios me parece todavía una quimera. Y me cuesta creer en lo que no está bajo mi control. No quiero soltar las riendas. No quiero confiar en lo que no veo. Creer en lo que no ven mis ojoses esperanza. Creer en lo que no parece razonable o creíble. ¿Cómo se puede llegar tan lejos? Una fe que mueva montañas. Una confianza ciega. Hoy falta en mi corazón, en tantos corazones. Una fe que crea en la posibilidad imposible de Dios. Para Él nada hay imposible. Leía el otro día:«Si el deseo no es conocido, desentrañado y madurado, y si el límite no es tenido en cuenta o es rechazado como algo negativo, la persona se ve en la imposibilidad de decidir; de ahí el miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo si es definitiva»[5]. El sí de María parece imposible. El sí de Isabel que era estéril. Las dos mujeres confían, creen. Las dos se encuentran esa tarde en Ein Karem. Son capaces de decidirse porque no lo tienen todo bajo control. No controlan nada. No saben nada. No tienen nada asegurado. Y se encuentran esa tarde después de un camino imposible. De un riesgo excesivo. De una imprudencia que supera lo razonable. María cree. Isabel cree. Se encuentran.

Isabel se siente pequeña e indigna al recibir a María en su casa: «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: - ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».Isabel se sabe pequeña como la ciudad de Belén:«Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel». Un sentimiento sano de humildad es bueno. El hombre de hoy, que cree que puede hacerlo todo sin Dios, sin ayuda, necesita experimentar la pequeñez. Necesita saberse necesitado. Quizás por eso hoy tantas personas se quiebran cuando no logran lo que quieren, cuando fracasan y se sienten solas y abandonadas. Incluso llegan a decir que Dios no les sirve, ni la Iglesia, ni la fe, cuando experimentan que sus fuerzas se quiebran. No quiero caer eso. Necesito tocar de vez en cuando el fracaso, me hace bien. Sentirme pequeño como Isabel. Como Belén, la más pequeña de las ciudades. Sentir que no puedo, que no soy capaz. La sana humildad es la raíz del árbol de mi vida, a veces lo olvido. Quiero educarme en una sana humildad llena de amor. Amor y humildad van de la mano. Una humildad sana es el mejor remedio contra mi afán de valer y mi complejo de inferioridad. Decía el P. Kentenich: «Está bien que aspiremos a toda una cantidad de virtudes tales como la humildad, la obediencia, la pureza, etc. Pero ninguna de ellas transforma tanto al hombre como el amor»[6]. La humildad tiene que ver con el amor y la verdad. Soy humilde desde lo que soy, desde mi verdad más íntima. No quiero dejarme llevar por mi orgullo y vanidad. Intento hacerlo todo solo, me creo con derechos, espero más de los demás y les exijo que me traten de una determinada manera. Espero lo imposible, porque no sé pedir cariño, ni atención. Pero luego pido un abrazo, o un gesto, o un tiempo gratuito. Lo exijo sin pedirlo y me quejo cuando no lo recibo. No entiendo el significado de la gratuidad. Creo que tengo derecho siempre a más. Espero más. Isabel se siente pequeña. Sabe en su interior lo que ha sucedido. No necesita palabras. Algo salta en su vientre. Y comprende. No se siente digna. Hay personas que siempre agradecen. Que todo les parece mucho, no se sienten dignas de nada. Hay otras personas que actúan de forma contraria. El regalo que reciben les parece pequeño, o inapropiado. No les hacía falta. No era lo que esperaban. Isabel se siente pequeña e indigna. Es demasiado grande lo que ve y toca. El mismo Señor se abaja para abrazarla. Y ella se conmueve. Dios llega a su casa a verla. Isabel se sabe indigna. Yo no. Llega Navidad. Jesús va a nacer de nuevo en mi vida. Y yo me siento digno. Me creo con derechos. Espero mucho de Dios, de las personas que me quieren. Espero que me cuiden, que me traten con cariño, con delicadeza. Una persona me decía el otro día: «Yo no esperaba que me solucionara mis problemas. Lo único que quería de él era que me abrazara con ternura». Tal vez no sé pedir. Tal vez no saben interpretar mis insinuaciones. No lo digo con claridad. No saben lo que espero. Y lo reclamo. Lo exijo. Lo pido. Y me lleno de amargura. Se me olvida que soy pobre. No tengo derecho al amor porque ser amado es un don, no un derecho. No tengo derecho a un abrazo, porque recibir un abrazo es una gracia. No tengo derecho al amor de Dios, porque es un misterio que sucede en mi vida. Simplemente, sin exigencias. ¡Cuánto me cuesta agradecer los pequeños detalles de amor que recibo cada día! Son detalles sencillos y pequeños. Vivo reclamando sin agradecer nada. Vivo recibiendo sin agradecer. Me quejo de lo que me falta sin valorar lo que tengo. Necesito ojos de niño para mirar la vida. Ojos asombrados que se ríen y se alegran. Ojos que saben reconocer el don de Dios en todo lo que tienen cada día. Parece sencillo. Pero no lo es cuando mi vida está rota. Sangro por mi herida. Experimento el desamor de nuevo en mi carne. Porque ya me han herido con anterioridad. Porque ya he acariciado el fracaso que duele en lo más profundo. Entonces no es tan sencillo mirar agradecido la vida. Espero más. Quiero recuperar el terreno perdido. Quiero recibir amor por una vez, en lugar de desprecios. Le pido a Dios la gracia para mirar sorprendido. Para agradecer alabándole al sentirme indigno y pequeño. Una sana humildad me hace mirar la vida de forma diferente.

En la víspera de la Navidad, en el último domingo del Adviento, es la alegría el sentimiento que se impone: «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». La alegría del Evangelio, de la buena nueva que se hace carne en María llena de gracia, llena de la alegría de Dios. Hoy exclamo en el salmo: «Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.Despierta tu poder y ven a salvarnos».Me alegro porque Dios viene con su poder a salvarme. Ya está aquí. Viene con su pazy mi corazón se alegra. Isabel está llena de alegría. El niño Juan saltó en su seno. María es feliz porque ha creído. La niña llena de gracia descansa en Dios. Es su paz para siempre. Hoy escucho: «Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz». María está llena de paz. Porque ha creído, porque se ha fiado. Y contagia esa paz y esa esperanza. María lleva la alegría a Isabel. Me gustaría ser siempre portador de alegría. Transmitir paz con mis palabras y gestos. No siempre lo consigo. En mis palabras hay reproches. En mis gestos tensión. Vivo tensionado. En lugar de alegría transmito pesadumbre. Mis quejas no alegran el corazón de nadie. María llega porque ve la necesidad de Isabel. Y su presencia transforma la casa. Llena del Espíritu Santo el corazón de Juan y de Isabel. Me parece increíble. Si yo lograra llenar las vidas que toco del Espíritu Santo. Si lograra calmar las iras y los miedos. Si consiguiera dar esperanza en medio de tristezas y angustias. Si consiguiera sacar sonrisas de las lágrimas. Y vestir de sol la oscuridad de muchas vidas. Para eso necesito estar yo lleno de alegría. ¿Dónde se llena mi corazón de alegría? ¿Con quién me alegro? ¿En qué lugares sonrío con paz? El amor y la alegría van de la mano. Donde hay amor hay alegría. Donde hay desprecio, egoísmo y tensión, falta la alegría. El amor alimenta mi alegría. Y mi alegría hace más vivo el amor. Quiero cuidar las fuentes de mi alegría para llenarme de sonrisas. Porque lo tengo claro, como decía el P. Kentenich: «Si no recibo alegría, si no tengo alegría tanto por mi crecimiento interior en Dios cuanto por el de los demás, ¿qué efectos habrá? Si la alegría es un instinto primordial, el hombre buscará la alegría en otra parte»[7]. Si no tengo fuentes en las que cultivar mi alegría, buscaré sucedáneos. Acabaré bebiendo agua en los charcos. Me descubriré perdiendo el tiempo en lugares que no me llenan de una sana alegría. Estaré amargado y triste sin saberlo pensando que hago cosas divertidas. Pero no es suficiente. No se llena el alma. No tengo paz interior. No descansa mi corazón en los bienes verdaderos que me llenan de consuelo. Quiero pedirle a Jesús que calme mi necesidad de amor. Que venga a mí como vino a Isabel a llenar mi corazón de luz. Sólo así podré yo dar luz a otros. Cuando mi alma esté descansada. Cuando sepa dejar ante Dios mis miedos y preocupaciones. Cuando descubra todo lo que Dios me quiere. El amor y la alegría van de la mano. El desamor me entristece. Necesito un abrazo. Que me entiendan. Que me digan que todo va a pasar. Que no tengo que temer. Que va a ser mejor de lo que pienso. Quiero sonreír. María mira a Isabel y da gracias rezando el magníficat. Se engrandece su alma al ver las maravillas que ha hecho Dios en Ella. Sonríe.Isabel se alegra. Ve que esa niña ha creído. La fe de los demás me alegra. Su fidelidad ysu generosidad. Su entrega hasta dar la vida. Esa actitud me alegra, me llena de una felicidad que ensancha el alma. Aumenta mi magnanimidad. Ver que otros son generosos me hace más generoso. Ver que otros dan la vida me anima a dar yo la vida. Mi testimonio fiel enciende y alegra a otros. No me olvido. No quiero escandalizar con mi debilidad. Ojalá mi alegría dé alegría a muchos.



[1]Mary Ann Shaffer, La sociedad literaria y del pastel de piel de patata Guernsey

[2]Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[3]Amadeo Cencini, La hora de Dios

[4]Amadeo Cencini, La hora de Dios

[5] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[6]J. Kentenich, Niños ante Dios, 328

[7]J. Kentenich, Niños ante Dios, 328

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000