Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de junio de 2019

Domingo 23 de junio de 2019 | Carlos Padilla

Domingo Corpus Christi

Génesis 14, 18-20; 1 Corintios 11, 23-26; Lucas 9, 11b-17

«Él les contestó: - Dadles vosotros de comer. Ellos replicaron: - No tenemos más que cinco panes y dos peces»

23 junio 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero continuar lejos ya de mi altar todo lo que he vivido en ese instante único. Quiero sostener en mis manos pobres la soledad herida de tantas vidas. Quiero ser pan partido, sangre derramada»

Estoy llamado a servir y a dar la vida desde la sencillez y la pobreza. Quiero servir la vida que se me confía. Servir al que tengo frente a mí sin pensar tanto en lo que yo necesito. Es un don descubrir los deseos ocultos en los otros. Esos deseos que no se manifiestan. Y responder a ellos antes de que lleguen a ser formulados. La Madre Teresa decía: «El que no vive para servir, no sirve para vivir». Me parece una afirmación muy fuerte. Pero es verdad. Cuando vivo sólo para mí. Cuando sólo me preocupa estar yo bien, tener éxito, alcanzar mis metas, hacer mis planes. Cuando no estoy pendiente de lo que los demás quieren, sino que tan solo pienso en lo que yo necesito. Cuando soy la referencia de todo de forma absoluta. Entonces no estoy sirviendo a nadie, sólo a mí. Y cuando eso sucede resulta que no sé vivir. Porque la vida tiene sentido cuando vivo de acuerdo con lo que Dios me pide. Y Jesús me ha enseñado que es más feliz y pleno el que da. Más feliz que el que recibe. Sé, porque lo he vivido, que soy más feliz sirviendo. Mi vida tiene más sentido. Y acabo más satisfecho. Pero cuando me empeño obsesivamente en sacar adelante mis proyectos, sin pensar en los demás, soy menos pleno. Vivir mi vida desde el servicio me enseña una forma diferente de vivir. Cuando vivo con la mentalidad del que sirve, mis planes y proyectos son secundarios y están en el centro los intereses de aquel al que sirvo. Pero ¿eso no hará que me quiebre por no cuidar también mi corazón que tiene deseos y sueños? A veces se quiebra el alma del que da más de lo que puede. Del que acalla todas sus voces interiores. Y al final su cuerpo y su alma dicen basta. Es verdad, también lo he visto. La vida del que no sirve puede ser infecunda y estéril. Y a veces la vida del que sirve sin cuidar su alma acaba en una vida llena de amargura y resentimiento. El amor y el servicio están interrelacionados. Aprendo a amar sirviendo. Aprendo a servir cuando tengo en mi alma una cierta madurez y estabilidad. Cuando me siento amado aprendo a amar. Y mi amor madura sirviendo. El servicio ha de ser gratuito, sin esperar nada. Para que eso sea posible tengo que estar en paz conmigo mismo. Tengo que quererme mucho para no necesitar que me digan continuamente que me quieren. El servicio es impagable, es gratuito. Sé que siempre seré bendecido en mi entrega. Lo que siembro es lo que cosecho, así lo veo cada día. El que siembra vientos, cosecha tempestades. El que siembra egoísmos, se queda solo. El que siembra críticas, será criticado. El que siembra sonrisas, recibirá carcajadas. El P. Kentenich me anima a servir sin esperar nada: «Servir a las personas silenciosamente como lo he podido hacer yo. La riqueza más grande fluye, a modo de retorno, sobre aquel que se esfuerza por poner todas sus energías en el servicio de las almas»[1]. Cuando sirvo no pienso en lo que voy a obtener a cambio de mi generosidad. Eso es una regla básica. Ni miro la respuesta que recibo. No busco el aplauso, ni el reconocimiento. Sirvo por amor. Porque mi vida quiere ser servicio. Pan partido. Sangre derramada. Hace falta madurez para servir de esta manera. El servicio es renuncia. Sirvo para que el otro llegue a ser la mejor versión de sí mismo. Sirvo para que la semilla original que Dios ha sembrado en su alma dé mucho fruto. Sirvo para que el otro sea feliz, tal vez más feliz que yo mismo. Sirvo como lo hizo Jesús, me arrodillo ante los pies del que sirvo, se los lavo y hago que se sienta en paz. Jesús ama sirviendo. Se arrodilla ante sus discípulos y realiza un trabajo de esclavos. Les lava los pies. Para servir así hace falta mucha madurez y humildad. Soy inmaduro cuando pienso siempre en mí. La autorreferencia es lo más opuesto al servicio. La persona autorreferente, incluso cuando intenta servir, se busca a sí misma. No tengo intenciones totalmente puras. Lo reconozco. Pero quiero crecer en ese camino de la santidad en el servicio. Quiero ser más maduro, más libre, más humilde. Busco la humildad del servicio que nadie ve y nadie valora. El servicio que busca que aquel al que sirvo sea mejor persona, más santo, más pleno. Mi servicio es desinteresado en el sentido de no vivir buscándome a mí mismo al darme. Pero pone todo su interés en los intereses de los que sirve. Sirve de forma interesada, poniendo el corazón en lo que hace.

En ocasiones necesito que me den ánimo. No sé si necesito que me oculten la verdad, pero sí que me den ánimo. Leía el otro día: «A mí dadme dulces mentiras y guardaos vuestras amargas verdades». Puede ser que sea así. Busco una dulce mentira que me anime a seguir caminando. Una vaga verdad que no me confronte con mis temores. Vivo en un mundo que me espeta la verdad en la cara. Me confronta con mis límites, me hace ver que no tengo que vivir soñando. Porque la vida es muy dura. Y duele. No tengo que decirle la verdad a todo el mundo. Tendré que callarme a veces. No sé si mentirles. Pero al menos callarme. Es lo que deseo en ocasiones. Que no me digan todo lo malo. Que no me confronten continuamente con mi incapacidad. No sé si es comodidad o miedo lo que me lleva a buscar suaves caminos. Tal vez las dos cosas. O puede que sea el deseo de sentirme amado y valorado lo que me lleve a buscar halagos, abrazos y palmadas en la espalda. Para volver a levantarme después de haber caído. No siempre voy a estar preparado para enfrentar la pobreza de mi vida. O para ver detrás de mis actos oscuras intenciones que desconozco. ¿Tengo que salir de mis mentiras para afrontar mi verdad? Creo que sí. Aunque me duela. Decía Toni Nadal: «Aceptar la realidad es algo muy importante y muy difícil hoy en día. Parece que tenemos que dar mensajes positivos, casi lo que quieren escuchar y creo que no es bueno. Cuando alguien no se sabe suficientemente bueno y conoce la realidad es el punto de partida para alcanzar los objetivos. He huido siempre de la sobrevaloración». Aunque tienda a querer escuchar las suaves mentiras, en el fondo de mi alma deseo enfrentar la verdad. No soy tan bueno como deseo. No soy tan capaz. Tengo límites notorios. Mis tensiones y ansiedades tienen origen en las mentiras que me debilitan. Le pido a Jesús la fuerza para ver mi verdad. Quiero que me la digan para saber de dónde parto. ¿Soy yo capaz de decirla? No enfrento a la persona para decirle lo que yo veo y ella no. Tengo miedo de su reacción. O me excuso pensando que no está preparado para saberla. Que no será capaz de enfrentarla y se hundirá. Puedo educar hijos débiles que no son capaces de aceptar la realidad como es. Es el punto de partida. Pero me da miedo. Y endulzo la vida. Así les será más fácil vivir cada día. Así podrán caminar sin miedo a su propia sombra. Y si no conocen todos sus límites podrán llegar a lo imposible. Porque no sabrán lo que no se puede conseguir. Puede ser. Pero también sucede que cuando no asumo mi verdad vivo construyendo mi vida sobre mentiras, sobre arena. Me creo mejor de lo que soy. Sobrevaloro mis capacidades. Y no soy capaz de mirar a la cara a mi primer fracaso. No reconozco mis errores, porque me han hecho creer que lo puedo todo. Quiero educar en la verdad. Desde la originalidad de cada persona que Dios me confía. Decía el P. Kentenich: «La vida no se crea, la poseen los organismos mismos. Sólo se la puede fomentar, favorecer y servir. En la semilla se encuentra potencialmente todo lo que será más tarde la planta desarrollada y madura»[2]. Ya en mi interior y en el corazón de cada uno duerme esa semilla que se proyecta en el tiempo. Duerme quien yo soy. Y el que puedo llegar a ser si me dejo educar por María. Quiero servir la vida que hay en el alma. La vida verdadera. Y a partir de la verdad, no de dulces mentiras. Antoine de Saint-Exupéry le pedía a Jesús: «Envíame en el momento justo a alguien que tenga el valor de decirme la verdad con amor». En el amor se encuentra la diferencia. Alguien que me ame y sepa decirme quién soy. Y además ver lo bueno que hay en mí. No quiero quedarme sólo en lo malo. Tengo que aceptar los límites, es cierto. Pero también he de promover los dones. Y saber que Dios construye con mi vida entregada en la humildad. Sin sentirme mejor que nadie. Sin pensar que todo lo puedo hacer solo. Desde mi sí humilde puedo llegar muy lejos. Mi autoestima se construye sobre verdades, no sobre un suelo falso. Las mentiras tienen patas cortas y pronto se descubren. Seré más fuerte desde lo que sé que tengo y desde la aceptación de lo que no es perfecto en mí. Es parte de mi camino de educación potenciar mi belleza y pulir mis imperfecciones. Dejar que las estrellas se apaguen al salir el sol en mi alma. Como leía: «Es mejor promover lo que te encanta, que atacar lo que no te gusta». Jesús me educa creyendo en lo que hay en mí. En el tesoro que Dios ha escondido en mi alma. Aunque me resulte difícil aceptar las críticas y comentarios, los acepto. Les doy el sí. Porque me permiten conocer mi vida. Incluso los falsos testimonios y difamaciones sobre mí me enseñan algo. En toda mentira hay algo de verdad. En toda verdad puede esconderse alguna mentira. Vivo con verdades y mentiras. Conviven en mi corazón. Tal vez es lo único a lo que aspiro. Tomo lo que es verdadero y se lo entrego a Dios. Tomo mis mentiras y las pongo en sus manos. Él sabrá lo que puede hacer con mi barro. Una vasija nueva, eso seguro.

El amor no lleva cuentas. No mide, no calcula. No se fija en el bien que hace. Ni en todo lo que el otro no hace. El amor verdadero sigue un impulso natural de dar la vida por aquel al que amo. Es un amor misericordia, ágape. El que ama de verdad no mide. El que desea el bien de la persona amada no es mezquino en su entrega. ¿Cuándo empiezo a llevar cuentas? Cuando siento que me explotan. Que se aprovechan de mi bondad, de mi ingenuidad. Entonces me rebelo y dejo de amar hasta el extremo. Llevo cuentas de todo lo que yo hago. Dice un dicho popular: «Obras son amores que no buenas razones». Por sus obras los conoceré. Ese amor al que me invita Jesús al partirse en el pan y entregarse en el vino. Ese amor no lleva cuentas. Un amor así no cuestiona al que da menos. Se alegra simplemente de dar, sin vivir comparando. Al mismo tiempo no espera reconocimiento por lo que da. Lo hace con humildad. Sin esperar aplausos. Su fidelidad consiste en amar hasta el final. A veces me encuentro con personas muy serviciales que llevan cuenta de todo lo que hacen. Y se quejan de lo poco que valoran su entrega. Y de lo poco que hacen los demás. En la vida conyugal puede pasar lo mismo. Uno de los dos espera que el otro dé lo mismo al menos. Busca el equilibrio. Cada uno el 50%. Pero así no funciona la vida. Uno se cansa de servir, de dar, de estar pendiente, de tomar la iniciativa. Siempre le toca a él o a ella hacer lo mismo. Le toca servir de forma oculta. Y surge entonces la rebeldía, la rabia. Se acumula el rencor en el alma. Y por cualquier motivo estalla el corazón. El otro día veía un video. En él le preguntan a un hombre qué le pasa a su mujer: «A mi mujer le pasa una cosa. Mi mujer no es que quiera que yo friegue, que yo limpie o vaya a por la compra. No quiere que yo lo haga. Es que quiere que salga de mí». El cónyuge exige al otro que haga lo mismo. O que por una vez lo haga él. Se lo exige con palabras o con gestos o con enfados y silencios. Es el conocido lenguaje no verbal. Eso basta para quitarle belleza a mi servicio. Quiere que salga de él. Esta frase ilustra muy bien esta tensión en la vida matrimonial. No es que yo quiera que el otro haga más de lo que yo hago. No es que me compare con su forma de amar. Es que quiero que a mi cónyuge se lo ocurra, tome la iniciativa, vea lo que falta en lo concreto igual que yo lo veo. ¿Acaso no va a poder hacerlo? Quiero que se dé cuenta de la necesidad que existe. Las cosas no se arreglan solas. Hay que hacer algo. Quiero que vea las urgencias que yo percibo. Quiero que sea como yo, que ame como yo, que sea generoso como yo. Quiero que sirva tanto como yo, de la misma manera. Y así yo pueda descansar. No quiero vivir diciéndole lo que tiene que hacer. Quiero que lo haga por iniciativa propia, sin exigencias, que se le ocurra. Y cuando no sucede, cuando no hace nada por mí, por mi familia. Me lleno de rencor. ¿No habrá entonces que cambiar algo? Claro, parece la solución más fácil. Si el otro no sabe amar, que aprenda, que se dé cuenta, que madure y ame como yo amo. Si el otro no ve las cosas como yo las veo, que las vea. Si no toma la iniciativa, que la tome. Pero ¿y si todo lo que espero no sucede? Entonces vuelve la rabia, el rencor, incluso el odio. Y dejo de amar, dejo de darme, dejo de entregar la vida. Se frustra mi sueño. ¿Qué otro camino hay? Tal vez debería comenzar aceptando la gratuidad. Hago las cosas sin esperar nada. Eso es gratuidad. Lo hago todo una y otra vez sin que nadie me vea. No quiero que se note lo que hago. No necesito que me lo agradezcan. No espero que los demás hagan lo mismo, lo vean, tomen la iniciativa, salga de ellos. ¿Es eso educativo? Quizás mi drama es querer vivir educando a todos. Quiero que aprendan, que se den cuenta, que cambien. Me lleno de orgullo al pensar que yo sí que hago todo bien. Recuerdo a Marta en Betania que se queja de su hermana María. Ella sirve la mesa. Su hermana María escucha a Jesús. Y resulta que ella parece haber escogido la mejor parte. El rencor es una tela fina que cubre mi alma y me llena de amargura. Sucede cuando no acepto mi vida como es. El servicio de María es la escucha atenta a Jesús. Y el servicio de Marta logra que su hermana se sienta amada por Jesús. Mi amor logra que otros estén bien. Un servicio así es un don de Dios. Mi forma de servir es original, es mía. No hay dos formas iguales de amar. Tengo que saber muy bien cuál es la mía. Mi carisma propio. Y darlo con generosidad, de forma gratuita. No hay una forma única de amar. Así como no hay dos personas iguales. Eso me da paz. Sé que mi forma, mi manera de vivir, es la que necesita Dios para cambiar mi mundo. Me necesita a mí y no a otros. Esa libertad me ayuda a mirar con paz mi vida sin caer en comparaciones que me hacen daño.

Yo no sé qué cuenta más. Si una caída al final del camino o toda una vida llena de buenas obras. No sé si pesa más un solo acto heroico dando la vida en el último momento o miles de gestos callados amando en silencio. Ya no sé si una vida pierde todo su valor en un solo momento de ruina, en un segundo de dudas, de debilidad, de tentación. O basta con un gesto de amor para salvar todo mi pasado y reconstruir sobre lo que estaba perdido. No lo sé porque no soy juez de nadie, tampoco de mí mismo, a quien más conozco. Me arrodillo sorprendido ante el gesto de arrepentimiento que escucho ante mí como un grito de esperanza antes de la absolución que entrego con manos temblorosas. Un deseo expresado en palabras, en miradas. El anhelo profundo de no volver a pecar. El ansia verdadera de cambiar, de ser mejor persona. La súplica de quien no quiere caer de nuevo. Sin juzgar yo en mi corazón la profundidad de ese deseo tiemblo ante la misericordia que es de Dios y no mía. Sin juzgar la fuerza para hacer eficaz su propósito en un tiempo eterno, yo confío en el poder de sus deseos. He decidido no juzgar más la santidad de ninguna vida. Y tampoco condenar a nadie pensando que yo estoy bien y él ha caído. Rehúso la condena y me aparto del laurel como premio a toda una vida llena de entrega. ¿Quién soy yo para juzgar a alguien? Siempre lo digo, veo rostros, no corazones. Y cuando me abren el corazón, sigo viendo sólo lo humano que yo mismo tengo. La fragilidad que yo mismo palpo. ¿Quién soy yo para condenar en mis gestos? Sé muy bien, mucho antes de conocer la debilidad de la carne ajena, cómo es el olor de mi propio pecado. Por eso prefiero no juzgar, no opinar, apartar de mí la crítica. Si sé muy bien que detrás de tantos pecados se esconde una herida profunda de amor. Sé que el corazón está herido y por eso cuesta tanto amar bien. Yo sólo sé que cada día en un momento concreto de mi vida se detiene el tiempo. Es ese instante sagrado en el que pronuncio unas palabras santas y se unen en mis manos el cielo y la tierra en un trozo de pan bendito. El pan deja de ser pan y se hace carne. Y el vino en el cáliz ya es sangre: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». El tiempo se detiene entre mis dedos mientras hago memoria y vuelve a suceder un amor eterno contenido en la carne. En un gesto de amor del que soy testigo, o partícipe, o soy yo mismo el que lo hace. Ya no sé bien en qué se distingue esa voz mía sagrada en ese momento, de la voz que hace unos minutos hablaba de cosas vanas. La misma voz, una voz distinta. Las mismas manos blandas esquivas a la santidad ahora se tiñen de su presencia. En un instante eterno hacen que todo cambie. Y yo sin saberlo contemplo el misterio. Súbitamente soy Cristo en medio la tierra. En medio de su cielo. En medio de la vida. Es un solo acto que lo cambia todo en mi propia alma sin darme yo cuenta. ¿Me define a mí ese acto santo tanto como para blanquear tantas impurezas que hay en mi historia? Soy yo mismo haciendo lo imposible. Y yo mismo cayendo luego al barro más mezquino. Entre el santo y el ladrón hay un solo paso. Un madero junto al otro en el monte Calvario. Una mano clavada junto a la otra sin decir nada. La mano del justo. La mano del que ha pecado. Tocando su cuerpo en la eucaristía me siento tan indigno como esos dos ladrones. ¿Acaso no deseo estar con Él en el paraíso? Lo deseo con toda mi alma. No como premio a mis méritos. Sino como don, como gracia. Porque me sobrecoge tanto amor contenido en ese sagrado instante. ¿Cómo es posible sostener todo el cielo en mi piel tan pobre? ¿Cómo retener todo el amor que tiene ese Jesús partido? Lo más sagrado en contacto con el lo mundano de mi vida. No soy digno. ¿Vencerá su pureza sobre mi indigencia? Abrazo tiernamente su sí cada día. Y se renueva mi sí, mi deseo de dar toda mi vida. En esa hora eterna en la que el tiempo no corre, se detiene. Y el pan se hace amor de repente, entrega completa, un sí profundo que resuena en la caverna de mi alma. Y mi vida cambia al acariciar su vida. Mi sí se hace fuerte en su sí, sin yo entenderlo. No sé cómo no cambio más si cada día asciendo al cielo y desciendo con un amor inmenso pegado a mi cuerpo. No comprendo la pobreza de mi vida que no se alza siempre en las alturas después de tocar tanto amor hecho carne en la tierra. No entiendo mi debilidad que no se hace fortaleza. Ni mis heridas que permanecen abiertas después de haber tocado tanto amor en mis manos. Yo sólo quiero entonces ser cuerpo, ser sangre. Quiero continuar en gestos sagrados, lejos ya de mi altar, todo lo que he vivido en ese instante único. Quiero salvar la vida de tantos amando en el silencio. Quiero sostener en mis manos pobres el corazón lacerado, la soledad herida, que vive en la carne y sangre de tantas vidas. Quiero ser yo pan partido, sangre derramada. Que ese gesto sagrado que repito se haga carne en mí cada mañana. ¿Acaso no he nacido para dar la vida? ¿Por qué me afano tanto en retener mis pasos antes de la caída? Quiero ser sólo pan, quiero ser sólo vino. Quiero que mis gestos sean la continuación bendita del instante sagrado que sucede en mis manos. Y le pido a Dios que haga el milagro. Que cambien mi carne herida. Que transforme mis pasos pobres. Y que mi amor egoísta supere sus barreras, venza sus límites. Que mi corazón pequeño y lleno de mezquindades, se vuelva grande, como el suyo. No sé cómo lo hará posible. Yo sólo lo pido. 

Jesús ha estado predicando al pueblo. Está oscureciendo. Todos están cansados y tienen hambre. Los discípulos entonces aconsejan lo razonable «Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado». Mejor que cada uno vaya a su casa. Así podrán descansar y comer. Es lo más lógico. ¿Por qué no hacer eso? A menudo tengo claro lo que deberían hacer los otros. Tengo claro los pasos a seguir. Aconsejo con rapidez. Opto por lo sensato. Es lo que de verdad importa. Lo elijo. Pero Jesús hoy me pide la mayor insensatez. Jesús les dice a los discípulos que hagan lo imposible: «Dadles vosotros de comer». Me pide que me ponga manos a la obra para llevar a cabo una empresa imposible. Dar de comer a miles. Salvar la vida de tantos. Siempre me ha impresionado esta escena. Me asombra que Jesús me pida lo que no puedo hacer. Como si yo pudiera. Tal vez confía más en mí de lo que yo confío. O cree en mis capacidades ocultas. Tengo claro lo que es imposible, lo he aprendido. Sé lo que puedo hacer y lo que no. La montaña que logro escalar y la que encuentro demasiado alta. A veces me han metido en el alma ideas que me limitan. Desde pequeño escuché: «Tú no puedes hacerlo». Y me lo he acabado creyendo con el paso del tiempo. Quiero creer que puedo para ponerme manos a la obra. Si creo que es imposible, dejaré de luchar antes de tiempo. Comenta la sicóloga Mirta Medici: «Que tengas el suficiente amor propio para pelear muchas batallas, y la humildad para saber que hay batallas imposibles de ganar por las que no vale la pena luchar. Que no te permitas los no puedo y que reconozcas los no quiero». Quiero llegar más lejos, más alto, más dentro. Quiero ser capaz de lo que ahora me parece inalcanzable. Tantas veces me limito. Pienso que no se puede lograr y no lo intento. Es que no quiero probar el sabor amargo de la derrota. O el aspecto bochornoso del que fracasa. Quiero triunfar siempre y me pongo metas posibles. Para no desanimarme con las derrotas. Pero ya no sueño. No confío en cambiar el mundo. Ni a las personas. No creo en el poder imposible del Espíritu Santo en mi vida. Creo sólo en lo que mis manos tocan, hacen, alcanzan. Lo posible me parece más verdadero que lo inalcanzable. ¿Para qué creer en lo que no se puede hacer? Hoy Jesús me pide que dé yo de comer a miles de hombres que tienen hambre. Quiere que cambie el rostro de este mundo que me cuesta y pesa muchas veces. Quiere que recorra caminos imposibles, rutas escondidas. Quiere que descubra sendas nuevas y me arriesgue. Quiere, como leía el otro día, que llegue a «entender que por nosotros mismos no somos ni podemos nada. Abandonarnos en una total confianza en Dios para quien nada es imposible, apoyándonos por la fe en su misericordia y su fidelidad»[3]. Quiero aprender a confiar más. Esa palabra que escucho tan a menudo y se me atraganta en el alma. Confiar significa dejar hacer. O hacer convencido de que la victoria final es de Dios, no mía: «Hago lo que puedo, lo demás lo dejo en tus manos»[4]. Esa forma de vivir la vida me da paz. Es poco lo que puedo hacer. Y siento que mi voz, mi gesto, mi vida, traspasan los límites de mi carne en la fuerza del Espíritu. ¿No lo he visto tantas veces? Mi orgullo en ocasiones me hace creer que he sido yo. Que mis manos han hecho el milagro. Han dado de comer a muchos. He sido yo el que ha tocado la vida y todo es nuevo. Soy yo y no soy yo al mismo tiempo. Tengo que querer y ponerme en camino. Tengo que hacer lo que puedo. Tengo que comenzar a andar y los siguientes pasos caerán lentamente sobre el camino. Hay que dar el primer sí, el golpe decisivo. Ese es el que quiero dar. Me pongo manos a la obra. ¿Cuántas cosas imposibles se abren ante mí? Pienso en lo imposible que es vivir plenamente un camino de santidad. Es imposible superar mis debilidades cada vez que caigo en mi pecado. Me duele mi fragilidad para enfrentar la vida y alegrarme de todo lo que Dios me regala. Dios cuenta conmigo para cambiar este mundo que necesita amor. Cuenta con lo poco que yo tengo. Los discípulos son conscientes de lo poco que tienen: «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío». Cuentan los panes y los peces y ven que no basta. Hacen cálculos humanos, como yo, que soy prudente. Es más sensato mandarlos a casa. Mi sensatez me dice que no puedo darles de comer. Miro a mi alrededor y veo tanta hambre de Dios, de amor, de plenitud. Veo tanta sed, tantas enfermedades del alma. ¿Qué puedo hacer yo que también tengo sed de hogar, de paz, de amor? ¿Qué puedo darles yo si también soy un mendigo de misericordia? Mis panes, mis peces. Los cuento una y otra vez pensando que van a aumentar con el paso del tiempo. Pero no es así. Son pocos. No soy mejor que antes. No tengo más que antes. Son los mismos panes, los mismos peces. Toco mi miseria y mi pobreza. Palpo mi indigencia y me conmuevo.

Jesús cree en mí como creyó ese día en los discípulos: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos». Siempre me impresiona lo innecesario que era hacer este milagro. Bastaba con mandarles a casa. Pero Jesús no quiere eso. Quiere que coman de un pan que es milagro. Quieren que experimenten esa desproporción del amor de Dios. Sobra el pan, sobran los peces. No importa. El amor de Dios siempre es sobreabundante. Llega más allá de mi mirada estrecha y limitada. Supera las fronteras de mi alma. El amor de Dios se hace carne y sangre. Se hace presencia en cada eucaristía para que coma y sobre. Para que nunca falten paz y esperanza en el alma. Lo imposible vuelve a ser posible. Lo que parecía inalcanzable se pone al alcance de mi mano. La montaña baja hasta mí o soy llevado yo a la altura de la montaña, ya no lo sé. El amor que quiero dar y que me parece tan pobre parece infinito al partirse entre los hombres. Y mis palabras que parecían detenerse en el papel superan fronteras invisibles penetrando tantas almas que desconozco. El poder de mis brazos abraza más allá de mi contorno. Mis peces, mis panes, son necesarios. Tan necesarios como el agua de las tinajas de aquella boda en Caná de Galilea. Necesita que yo ponga lo mío. Mi forma de ser, mi original forma de amar. Quiere que le entregue mis límites junto a mi pecado. Mi pobreza con mis sueños. Que lo ponga todo entre sus dedos. Me pide que crea en lo imposible palpando la limitación. Pienso en todo lo que no puedo hacer. Palpo lo que logro tocar. Y me conmueve mi pequeñez. Pero creo que es posible superar los límites que el mundo impone. Y mirar más allá del cielo negro, buscando estrellas. Leía el otro día: «Hay gente que con solo abrir la boca llega hasta todos los límites del alma, alimenta una flor, inventa sueños, hace cantar el vino en las tinajas y se queda después, como si nada. Y uno se va de novio con la vida desterrando una muerte solitaria, pues sabe, que, a la vuelta de la esquina, hay gente que es así, tan necesaria»[5]. Hace falta gente necesaria. Personas enamoradas de su misión. Que estén siempre dispuestas a entregar su pan y su vino, sus peces y su pan, su palabra y su carne. A entregar su agua soñando el vino. Personas llenas de Dios que se dejan hacer en sus manos. ¡Cuánto duele que se rompa la vasija de mi vida hecha de barro endurecido! Duele ver cómo se rompen mis sueños. No importa. Otros surgen en mi voz, en mis pasos. Toco en mi pobreza el poder de su amor abriéndome por dentro. Para que no me canse nunca de dar, de amar, de cantar a la vida. De mirar árboles que se elevan sobre los límites que marca la naturaleza. No me canso de dar, de ponerme a servir la vida. No me canso de presentar la vasija de mi alma, vacía o medio llena, rota, poco importa. Lo imposible es suyo. Mío es sólo lo que yo puedo. Lo que quiero. No lo dudo. A eso sí estoy dispuesto. Acaricio los límites y sueño con mis deseos. Esa tensión la quiero: «Los deseos no pueden hacerse realidad sin conocer y ajustar cuentas con los límites, del mismo modo que un límite no podría ser advertido como tal más que desde la perspectiva, propia del deseo, de superarlo»[6]. Esa tensión la vivo cada día. Entre lo que quiero y deseo. Entre lo que puedo y soy capaz. El Espíritu me ensancha por dentro más allá de mis fronteras. Me rompe para que tenga más espacio. Como ese pan y ese vino que dan de comer a miles cada día. Derramando amor no a los puros, no a los que no pecan. Que tengo a bien sabido que no existen. Porque el sentirme puro me llena de soberbia y me hace perder la llave del cielo. Esa llave se llama humildad. Cuando me creo mejor que otros la soberbia me aleja de Dios, no lo necesito. Ese pan y ese vino son alimento eterno para todos. Especialmente para el que se arrodilla arrepentido. Consciente de sus límites. Sabedor de sus sueños. Torpe para llevar a cabo lo que desea. Frágil por dejarse llevar por la corriente que lo arrastra. Es entonces su cuerpo sostén para el que camina. Ayuda para ese peregrino que se sabe tan débil en medio de mil tropiezos. Es la paz en su alma y el amor que lo hace todo nuevo en su corazón pequeño. Lo hace capaz de lo imposible.

 



[1] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[2] J. Kentenich, Pedagogía de la confianza, de la libertad, del movimiento

[3] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[4] Tomás Trigo Oubiña, Dios te quiere y tú no lo sabes

[5] Lima Quintana, Gente necesaria de Hamlet

[6] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

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