Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de mayo de 2021

Domingo 23 de mayo de 2021 | Carlos Padilla

Domingo de Pentecostés

Hechos de los Apóstoles 2, 1-11; 1 Corintios 12, 3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23.

«Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos»

23 mayo 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Todos unidos en un mismo lenguaje, en una misma lengua, en una misma canción, en un mismo sueño, en un mismo desafío. Me gusta esa unidad de Pentecostés»

Miro a mi madre que está ya ausente. Me detengo ante ella que ya no está conmigo. Y agradezco ser su hijo dentro de mi alma. Se conmueve mi corazón al pensar en ella y siento que estoy hecho desde sus entrañas. Desde su primer abrazo, desde su primer beso. Fue labrando en mi alma un corazón de niño. La miro a ella despierta siempre en mi vida siguiendo mis pasos, esperando mis regresos, recibiendo mis miradas, velando mis caídas, escuchando mis palabras. Reconozco mis debilidades al no cuidarla tanto como ella me cuidó a mí. Sostengo su mirada color de mar. Escucho sus consejos y sus palabras llenas de esperanza que se graban dentro de mí. Pienso en su presencia constante, en su discreción silenciosa, en su alegría permanente. Se encuentra presente en lo más escondido de mi alma, sin ella me perdería. Sé cuánto la necesito para volver a empezar cuando fracaso y enamorarme otra vez de mis sueños cuando me olvido. Me conmueve sentir sus miedos y abrazar sus alegrías. La recuerdo en ese camino largo de la vida que hemos recorrido juntos. Hoy sigue tan dentro de mí. La siento como una parte única de mi ser que no quiero perder nunca. Confío tanto en su forma de quererme. Me ha querido siempre en todas mis debilidades y ha visto tesoros en mí que yo desconocía. Ha creído en mí cuando yo no creía, ha apostado por mi vida cuando yo dudaba. Pero no sé si aprendí bien lo que quiso enseñarme. No sé si me grabé su forma de amarme para amar yo de la misma manera. No sé si me quedé con su ternura en alguna parte de mi alma para poder darla cada vez que quiera hacerlo. Sólo sé que a veces siento que me parezco a ella y otras estoy muy lejos. La quiero cerca de mí y en mis noches muchas veces la sueño a mi lado, sosteniendo mis pasos. Recuerdo sus risas y su sencillez para mirar la vida. Su capacidad para disfrutar del presente, haciendo de la vida una gran aventura. Me conmueve ese amor suyo tan grande de madre, incondicional siempre. Me han dolido sus lágrimas cuando fueron por mí. Y me ha conmovido su amor inmenso, imposible de ser contenido en mi vasija de barro. No llevo cuenta de todo el bien recibido. Aunque me haría bien mirarla cada día. Quiero que me siga queriendo ahora que sólo vive esperando encontrarme de nuevo en el cielo, cuando parta. Desde allí continúa cuidando mis pasos por esta vida que aún me queda. Sé que soy fruto del amor que me tuvo y que ahora me sigue teniendo. Y hoy le brindo este homenaje como un recuerdo santo en el día de la madre. No guardo de ella gritos ni quejas. Sabía esperar mis llamadas y se alegraba cada vez que podía ir a su encuentro. Aceptó mis decisiones aún sin compartirlas y mis viajes lejanos sin saber bien dónde estaba. No me exigió más de lo que logré darle. Y supo contenerme cada vez que la buscaba. Me conmueve pensar que su vida fue mi vida y que sin sus pasos a su lado hubiera estado perdido. Abracé sus últimos años cuando apenas me reconocía, mientras seguía sonriendo y besando mis mejillas. Echo de menos su presencia, tranquila y alegre. Su mirada que sostenía feliz mis pasos por la vida. Sé que sus abrazos cada noche los tengo siempre de nuevo. De eso no me olvido, quedaron en mi piel grabados. Ahora sigue viniendo hasta mí y me abraza y me dice cuánto me sigue queriendo. No se ha ido, sigue a mi lado y ese ánimo suyo construye y sostiene mi vida. Quita las penas su presencia, y su voz aumenta mis sonrisas. Sólo puedo dar gracias por todo lo recibido. Por su misericordia y su alegría contagiosa. Por su amor incondicional que siempre enaltecía. Por su fuerza y su coraje para enfrentar la vida y arriesgar los pasos. Veía siempre en cada situación el regalo de un viaje más, de una aventura. Siempre estaba alegre y feliz, recorriendo los caminos, apartando los miedos, dejando a un lado las tristezas. Ella es mi hogar, mi descanso, mi luz y mi nostalgia. En ella están mis raíces, es mi pozo más hondo, el agua más pura de la que bebo. Su voz es parte de mi canto, sus manos son parte de mis sueños. Añoro su mirada que siempre me enaltece, esa mirada azul, tan honda. Hoy recuerdo a mi madre con paz y algo de añoranza, porque sé que sigue a mi lado y ya nunca me olvida.

¿Cómo es ese amor de madre que se queda prendido en mi alma del hijo para siempre? Nunca tendré palabras suficientes para describir cómo ama una madre. Esa fidelidad de madre, siempre firme al pie de la cruz de su hijo. Siempre acompañando en silencio la vida nacida de sus entrañas. Esa capacidad para amar de forma incondicional haga lo que haga el hijo. Esa forma silenciosa de cuidar la vida que se le ha confiado. Una madre ve siempre a su hijo como el mayor tesoro. Sabe sacar lo mejor que hay en su alma. Sabe ver la belleza escondida. Me gusta esa mirada de las madres llena de hondura y bondad. Esa fortaleza en la adversidad. Renunciando a la felicidad propia para que sus hijos sean felices. Ese deseo hondo en su alma por lograr que sus hijos sean los más plenos en esta vida. No importa el esfuerzo ni el sacrificio. Me sorprende siempre esa capacidad de una madre para cuidar el tesoro que Dios pone en sus manos. No se desalienta nunca, no pierde la esperanza. Espera cuando todo es adverso. Cree cuando todos dudan. Una madre no deja de buscar soluciones para salvar a su hijo. Me enamora ese don de una madre para estar en todas partes al mismo tiempo. Sus deseos e intereses pasan a un segundo plano. Tiene la capacidad de distinguir lo importante de lo accesorio. Sabe qué cosas merecen la pena y cuáles no son importantes. Ayuda a poner todo en su sitio. Me conmueve ese amor de madre que no se detiene en los defectos, ni en las faltas, ni en las carencias. Tiene empuje en el alma porque quiere lo mejor para su hijo. Que crezca, que madure, que triunfe, que llegue al cielo. No puedo dejar de admirarme por ese amor de madre siempre fiel y constante. No ceja en sus deseos, no desfallece, no abandona la lucha, aunque parezca imposible seguir bregando. Cuando la batalla parece perdida. No importa, el amor de madre vuelve a creer, incluso cuanto todo ha concluido. El amor de una madre es como un océano, nunca se agota, no lo abarca en su totalidad mi mirada. Es hondo y no tiene fin. Me impresiona la sed de una madre, que nunca se conforma, no se queda en la mediocridad, se reinventa, lucha, aspira a las cumbres más altas. Me emociona el amor de una madre tan unida al cielo, a Dios. Inculca en el corazón de su hijo el amor por lo sagrado. Le enseña a pronunciar la palabra padre. Conduce su corazón de niño hasta su padre en la tierra y hasta su Padre en el cielo. Nunca se desanima en esa batalla. Me parece impresionante esa madre que nunca se pone en el centro. Sirve, se entrega, da y no retiene. Esa madre comprende que las noches son para velar, y los días para entregar todo el cariño guardado en el alma. Me gustan esos abrazos de madre que no tienen fin. Son el hogar en el que descansa el alma. Y el corazón se reaviva en la cercanía del corazón de una madre. Pienso que toda madre tiene en María su modelo. En Ella descansa como hija su corazón. Decía Santa Teresita del Niño Jesús: «La Santísima Virgen me demuestra que no está disgustada conmigo. Nunca deja de protegerme en cuanto la invoco. Si me acomete una inquietud, o me sobreviene un contratiempo enseguida me vuelvo hacia ella y como la más tierna de las madres, siempre toma a su cargo mis intereses. ¡Cuántas veces, hablando de las novicias, me ha acontecido invocarla y sentir los beneficios de su maternal protección!»[1]. En María una madre aprende a ser hija. Porque sólo es buena madre la que ha sabido ser buena hija. No deja de ser hija nunca para poder seguir cuidando como madre a sus hijos. Y necesita volver sus ojos desvalidos a María, cada vez que se sienta perdida. En María se encuentra en paz y le pide consejo para poder ser madre como lo fue Ella. María cuidó la vida de su hijo guardando todo lo que sucedía en su corazón. Así lo hace María. Ella forma, educa y acoge el corazón de toda madre. Sin su ayuda constante no podría ser fiel cada día. En el alma de María se encuentra una madre con su Madre y en Ella recobra fuerzas y vida para la batalla de cada día. ¡Cuánta falta hacen en este mundo buenas y alegres madres humanas! Con fragilidades, pero fieles. Decía el P. Kentenich: «Por lo común, la idea de que Dios es mi padre y la Santísima Virgen es mi madre no captará mi fuero íntimo si en el plano natural no he tenido vivencias previas de padre y madre que hayan calado en mi subconsciente. No basta con que la idea de padre y madre impregne la superficie del alma; debe llegar a lo profundo»[2]. Hacen falta madres ancladas en el cielo, con corazón de hijas. Con el corazón atado en el de María. Sólo así una madre sabrá ponerse en un segundo plano, esperar contra toda esperanza, y tener una mirada ancha, sin prejuicios ni miedos. Sueño con la mirada de Dios reflejada en la de una madre. Ella está llamada a inculcar en su hijo el amor de Dios. Y el hijo verá en ella la dulzura de Dios y aprenderá a confiar. Es el amor más grande que puede recibir cada día. Rezo hoy por todas las madres que luchan por ser buenas madres según el ejemplo de María. Doy gracias por esas madres que no desfallecen nunca, confían y creen. Esperan y trabajan. Renuncian y ofrecen. No retienen, no controlan, porque confían. Doy gracias por esas madres fieles a Dios en sus vidas. Cuidadosas y llenas de un hondo respeto. Doy gracias por tantas madres que dan su vida en silencio. Sin exigir nada, sin gritos ni quejas. Creo en esas madres con corazón grande que dan siempre la vida, sin pedir nada a cambio.

Escuché el otro día: «No toda acción tiene segundas intenciones». Y me quedé pensando. ¿Persiguen mis acciones y comentarios segundas intenciones? Cuando pregunto a alguien por algo, ¿estoy buscando otra cosa? ¿Escondo una segunda intención detrás de mi aparente inocencia? Me gustaría ser siempre transparente y conservar la inocencia. No quiero buscar más de lo que dicen mis palabras. No deseo albergar intenciones ocultas en mi alma. Sólo busco preguntar y contar las cosas con sencillez. Que lo que hago no persiga fines escondidos. No quiero vivir tejiendo historias complejas, enrevesadas. Si digo no, quiero que mi no sea no. Y si digo sí, que sea sí. No digo que no para que me pregunten de nuevo o porque estoy esperando algo distinto del que me pregunta. Si te doy un abrazo o tengo un gesto de cariño contigo, es sólo eso, una expresión de mi cariño, nada más. Si te pido algo, es sólo eso lo que quiero, no pretendo nada más que no te haya dicho. Si digo que me gusta algo, no pretendo que me lo regales. Si te alabo por algo que haces bien, no te estoy diciendo que pongas tu don a disposición. Quiero ser más simple. No toda acción tiene segundas intenciones. No toda pregunta busca algo distinto a lo preguntado. Es verdad. Quiero mirar la vida con sencillez, sin complicarme en exceso. No deseo buscar segundas intenciones en todo lo que sucede a mi alrededor, en todo lo que me dicen. Sencillez y simplicidad. Una mirada inocente sobre las personas, sobre sus actos y palabras. Vivir así la vida es un don de María. Ella era así y guardaba todo lo que sucedía en su corazón sin hacerse muchas preguntas. Era niña y Madre sencilla. Tiene María un corazón simple que no escudriña el corazón de los hombres buscando segundas intenciones. Si digo que quiero seguir los pasos de Jesús, no es porque espero la admiración y el éxito en el camino emprendido. Si decido servir al que me necesita, no lo hago para que a su vez él me sirva y me ayude. No hago un favor para ganar un amigo. No presto mis bienes para buscar que luego me devuelvan con creces lo que recibieron. Quiero ser más simple y sencillo. Sé que las cosas no son blancas o negras, hay matices y tonos grises. Un deseo de dar la vida por amor encierra el deseo de recibir el amor en la misma medida. Un corazón que quiere amar hasta el extremo sirviendo tiene en su interior el deseo de recibir amor a cambio. Eso no lo puedo negar. No hay intenciones totalmente puras. Pero no siempre es así. Alguien puede hacer o decir algo sin buscar nada más, sin pretender más de lo que parece perseguir. Me gustaría ser siempre bien intencionado. Me gustaría mirar el corazón de las personas sin entrar en el juicio y la condena de sus intenciones. ¿Quién soy yo para juzgar los sentimientos que hay en el corazón de mi hermano? No puedo juzgar ni condenar, no tengo derecho a hacerlo. Cada uno sabe por qué hace lo que hace y lo que persigue al hacerlo. Debo ser consciente y conocer mi alma para saber por qué actúo de una determinada manera. Ser honesto conmigo mismo y no engañarme. Miro en mi corazón y sé que muchas veces mis actos tienen una doble motivación. Y a lo mejor la intención oculta no la revelo, me la guardo, pienso que es pecaminosa. Dios conoce mi alma y sabe cómo es mi amor. Sabe que soy mezquino y egoísta y me quiere como a su hijo predilecto. No le engaño a Él incluso cuando a mí mismo me engañe. Las intenciones puras no son tan frecuentes. Un corazón sin pecado no existe. Tengo debilidades que hacen que se confundan en mi interior el bien y el mal. El ángel y el demonio. No soy sólo ángel, no soy solo demonio. En todo pecador se esconde el germen de un santo. Y todo santo se confronta con su debilidad y se abisma ante la posibilidad de alejarse del bien que persigue. No condeno a nadie, tampoco a mí mismo, sólo Dios conoce mi alma y juzga mis motivaciones. Sólo Dios sabe cómo soy en lo hondo de mi ser. No subo a nadie al pedestal, como si ya fuera santo. Y tampoco condeno a nadie al infierno como si no tuviera una salida. ¿Quién soy yo para juzgar? Mi corazón está dividido y con él divido el mundo en el que vivo. Comenta el Papa Francisco: «En esta pugna de intereses que nos enfrenta a todos contra todos, donde vencer pasa a ser sinónimo de destruir, ¿cómo es posible levantar la cabeza para reconocer al vecino o para ponerse al lado del que está caído en el camino?»[3]. Me gusta pensar que en este mundo de intereses que se oponen y luchan entre sí hay hombres, santos y pecadores, que eligen el amor como respuesta, el interés del otro antes que el propio y renuncian a sus planes legítimos por un amor más grande. Creo en el poder de Dios en esos corazones hasta el punto de purificar su mirada, sus deseos y todos sus actos. Hay personas así. No las canonizo en vida, pero veo en ellas una luz que les viene de lo alto. La belleza y humildad que irradian bastan para mostrarme dónde camina Dios.

Me gusta pensar en el Espíritu Santo. Implorarlo, rezarle para que me traiga paz y consuelo: «Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre. Fuente del mayor consuelo». Me gusta este Espíritu que me consuela cuando vivo con angustia, cansado, sin paz y atormentado. Es el gran Consolador que calma mis ansias. El Espíritu que me pacifica cuando mi corazón está en guerra. Me hace más humilde cuando se muestro altivo y lleno de vanidad ante los hombres. Me impresiona este Espíritu que es capaz de llenarme de alegría y esperanza en mis tristezas. Y calma todos mis miedos levantando mi espíritu cuando decae y no sé dónde ir. Ese Espíritu Santo que me llene de alegría: «Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos». Es el Espíritu que me refresca el corazón y me hace sentirme en paz y feliz con la vida que tengo, con los sueños que llevo grabados en el alma. Trae la paz cuando deseo la guerra. Da el perdón cuando brota en mí el odio. Despierta la alegría cuando es más fuerte en mí la tristeza. ¿Cómo lo puedo hacer para que cambie todo lo que estoy sintiendo dentro de mi alma? ¿Cómo hace para cambiarme los sentimientos que brotan y que así se asemejen a los de Jesús? Miro mi alma inquieta y apesadumbrada en muchos momentos de mi vida. Cuando las circunstancias son hostiles. Cuando lo que pasa a mi alrededor me llena de inquietud y de miedo. Un Espíritu Consolador es lo que necesito. Que me consuele en mis pesares. Que me levante en mis caídas. Que insufle aire nuevo en mi interior y me eleve por encima de mis límites. Me gustaría mirar hoy a lo alto y pedir que venga a mí el Espíritu de Jesús, el Paráclito que prometió enviarme Jesús para cambiarme la vida. Me gusta la oración que hoy rezo: «Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero». Cuando me equivoco en mis decisiones. Cuando me dejo llevar por las tentaciones para no hacer lo que me conviene y hacer precisamente lo que me hace daño. Cuando me desvío del camino marcado por Dios, ese que me lleva a la paz y a la alegría. Cuando me siento seco y tengo una sed que no logra saciar este mundo que habito. Cuando me siento enfermo en mi forma de amar a los demás y no logro quererlos como Dios los quiere. Tengo tanta necesidad de tocar el cielo que imploro ese Espíritu que me recomponga, que me levante y me salve. Que lave mis manchas, esas que no logro perdonar porque me consume la culpa cuando peco y no alcanzo esos ideales que se dibujan ante mis ojos. Quiero que dome mi espíritu rebelde, ese que no quiere ser dócil al querer de Dios y se levanta airado cuando el mundo no funciona de acuerdo con mis deseos. Quiero calor de Dios para calmar los fríos que me paralizan impidiéndome así amar al prójimo y evitando que aflore en mí la compasión por aquel que más sufre. Necesito en definitiva esa paz que me calme, ese fuego que me encienda, esa alegría que aleje todas mis penas. Necesito elevarme por encima de todos mis miedos y límites. Y saltar todas las barreras que se interponen entre la cima de mis sueños y los límites de mis fuerzas. Un Espíritu como un aire nuevo, una brisa que todo lo cambie en mi corazón. Mi forma de mirar, de hablar, de escuchar, de esperar con paciencia, de amar con ternura y delicadeza. Un fuego que acabe con el frío glacial que a veces tengo en la mirada. Y que elimine esa indiferencia tenaz que me lleva a desentenderme de los problemas de los que están lejos y de los más cercanos. Un Espíritu que me regale la paciencia que me permita recorrer tranquilo días y caminos antes de llegar a ese final que sueño. Un Espíritu que dibuje en mi alma el deseo más noble y profundo, ese deseo que a veces tengo de dar la vida, de entregarme hasta el extremo, de mirar bien a los hombres y amarlos sin barreras, sin límites ni prejuicios. Tengo una necesidad imperiosa de recibir un Espíritu que forje de nuevo mi alma y me haga volver a ser un niño confiado y lleno de ilusiones. Quiero ese Espíritu que aparte los malos presagios, elimine las tentaciones. Acabe con las angustias y haga nacer en mí, muy dentro, una vida nueva. Quiero tener ese Espíritu que me permita escuchar con claridad y ver lo que Dios me pide, lo que susurra en mi oído. Sus más leves deseos de dar la vida y servir a los que lo necesitan. Quiero recibir un Espíritu que colme todos mis vacíos y sane todas mis heridas.

Esa noche en el cenáculo estaban los discípulos con las puertas cerradas y el alma clausurada. Con las paredes levantadas por miedo. Fuertes muros construidos, defensas poderosas, empalizadas para que no pueda entrar el enemigo en el alma. Así estaban los apóstoles aquel día de Pentecostés: «Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban». Tenían miedo a los judíos, como al principio, cuando Jesús acababa de ser asesinado. Estaban aterrados porque ahora Jesús había ascendido y estaban solos, esperando. ¿Qué esperaban esa noche de Pentecostés? No sabían muy bien. Lo único que sentían era impotencia. ¿Iban ellos a poder llegar a todos los pueblos, cambiar tantas cosas en este mundo hostil y difícil? ¿Quién sería el líder de tamaña aventura? Imposible hacer milagros y cambiar el corazón de los hombres como hacía Jesús. Entonces ocurrió el milagro: «Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería». El Espíritu Santo, como hizo Jesús cuando se apareció resucitado en medio de ellos, penetra las puertas cerradas, atraviesa los muros que aíslan. Nada puede detener su fuerza y su fuego. Y esas lenguas de fuego penetran el alma de esos hombres llenos de miedo. Y algo sucede en su corazón. Pierden el miedo a hablar, a exponerse. Rompen las puertas que los protegen y salen al campo abierto, al mundo. Ya no son cobardes. Ya no los detiene el miedo a perder la vida. Se arriesgan porque merece la pena la lucha y la entrega. El Espíritu Santo enciende sus corazones frágiles. Me sorprende ese don del Espíritu Santo que cambia mi alma y hace que ya no sea cobarde. En ocasiones pienso que soy muy cobarde. Pero también veo en mi vida cómo he vencido reticencias y he enfrentado dificultades venciendo los miedos propios de mi pobreza. Y he salido como esos hombres frágiles a anunciar un mundo nuevo. Me encuentro hoy como esos hombres llenos de miedo. El mundo de hoy se ha vuelto tan frágil e inconsistente. ¿Dónde están los nuevos pilares sobre los que se asienta mi vida? El miedo puede atenazarme o puede ocurrir lo que comentaba Matthias Horx: «Dirigimos nuestra atención más hacia las preguntas humanas: ¿Qué es el hombre? ¿Qué somos los unos para los otros? Una pérdida masiva del control se convierte de repente en una auténtica intoxicación de lo positivo. Después de un período de desconcierto y miedo, surge una fuerza interior. El mundo ‘se acaba’, pero con la experiencia de que todavía estamos allí, una especie de nuevo ser surge de nuestro interior». En Pentecostés pido esa fuerza que me permita enfrentar mis días con una vida interior que todo lo transforme. Una capacidad de enfrentar la vida y los desafíos. No me asusta ya tanto lo que pueda sucederme. Me pongo en camino, abro las puertas, derribo las murallas, enfrento los problemas, salgo de mí mismo fortalecido, como esos discípulos esa noche en la que todo se vistió de un color diferente. Y vieron que la lengua que hablaban era el de cualquier hombre. Hablaban como esos hombres que no le tienen miedo a la muerte. ¿Y yo? ¿Temo la muerte? Ni siquiera en medio de una pandemia pienso en esa opción. ¿Y si llega cuando menos lo espero? ¿Habré realizado todo aquello con lo que hoy sueño? ¿O me habrán vencido los miedos? Me gusta pedir en este día una fuerza que me saque de la comodidad de mi cárcel y me ponga en camino hacia los hombres. Y le pido al Espíritu que me regale un lenguaje nuevo, desconocido. Pero un lenguaje que todos entiendan. No importa de dónde vengan. Que tenga el lenguaje del mundo y que al mismo tiempo sea el lenguaje de Dios. Amo esta unidad en la diversidad de lenguas. Todos unidos en un mismo lenguaje, en una misma lengua, en una misma canción, en un mismo sueño, en un mismo desafío. Me gusta esa unidad de Pentecostés confrontada con esa torre de Babel que es el mundo de hoy en el cual cada uno habla su lengua y pretende imponer su verdad, sin respetar a nadie, sin amar a nadie de corazón.

Pienso en los dones que necesito para mi vida. En los frutos que deja la presencia de Dios en mi alma. Él puede hacerlo todo nuevo en mí, puede darme su paz verdadera: «En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.  Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Creo que la paz y la alegría son dos dones que necesito para la vida. Para enfrentar los problemas y dificultades. Para ponerme en camino y dejar la comodidad de mi seguridad exterior. En medio de los miedos del mundo de hoy la paz y la alegría son las armas que me concede el Espíritu Santo. Decía el P. Kentenich: «Pueden ustedes decir lo que quieran. Ninguno de nosotros será feliz, aunque ganara millones, si no busca y encuentra el contacto con el buen Dios. Y lo único que en definitiva nos da alegría es siempre el contacto con Dios»[4]. Dios me da esa alegría que el mundo me niega tantas veces o me la concede sólo con cuentagotas. Es un misterio tener un corazón alegre. ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? Quiere Jesús que mi alegría llegue a plenitud. Sólo si esa alegría de Dios está dentro de mí podré enfrentar con paz los tiempos difíciles. Esos momentos en los que no tengo paz porque la vida no parece darme lo que le pido. Y vivo angustiado exigiéndole lo que deseo, pidiéndole a Dios que sea bondadoso y haga realidad mis sueños. Pero no lo consigo y el corazón se enfría. Quisiera tener la paz en el alma cada día, pase lo que pase. No depender de que todo funcione según mis deseos. La felicidad me la da el vivir reconciliado con mi vida, con mi mundo, con mis amores, con mi realidad. Vivir enfrentado y chocando con lo que tengo, con mi presente, me llena de rabia y malestar. Me hace incapaz de valorar los regalos que Dios me entrega. Dejo de ver lo bueno y me fijo solo en lo malo. Que descienda el Espíritu sobre mí para que me llene de paz y alegría. Para que ilumine mi entendimiento y me permita saber lo que Dios desea de mí. Para que me haga sabio con su consejo y humilde con su sabiduría. Que me llene de gozo y esperanza en tiempos oscuros. Hoy escucho: «Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor». Le pido a Dios que le guste ese poema que escribo, que recito con mi vida. El poema de mis pasos, de mis sueños, de mis cantos. Y se llenará mi corazón de su alegría y de su luz. Así es el Espíritu que transforma todo mi ser y me hace nacer de nuevo. Me vuelvo niño. Ilumina mi oscuridad para que pueda ver con más claridad. Enciende mi corazón para que no permanezca inerte en el frío. Un solo Espíritu. Una unidad que es obra de Dios en mi vida: «Hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos». Cada uno tiene su carisma, su originalidad. Y todos unidos en el Espíritu Santo tenemos una fuerza que arrasa con todo. Dios es poderoso en la fragilidad de mis manos, en la debilidad de mi voz. Me gusta ese Espíritu que todo lo transforma cuando llega, cuando inunda mi ser, cuando transforma la debilidad de mi vida. Imploro en esta noche que el Espíritu me haga capaz de unir. Que mis palabras estén llenas de paz y no de violencia. De admiración más que de críticas. Que mis actos expresen amor y no tanto odio o indiferencia. Que el Espíritu colme de agua mis pozos vacíos, mis cauces secos. Que me regale alas para volar sobre la cima del monte divisando el infinito. Que el Espíritu Santo me regale fortaleza para vencer en la adversidad, en las dificultades. Que me dé paciencia para caminar contra corriente sin temer las montañas. Que me regale alegría para que no me venza el desánimo ni las melancolías. Miro a lo alto del cielo en este día de Pentecostés. Que su sombra caiga sobre mí y me dé la paz, llenando mi espíritu con su presencia.



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] El Fundador a las familias, 1966, p. 60-61

[3] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

Comentarios
Total comentarios: 1
27/05/2021 - 03:01:02  
Gracias padre Carlos

John
Dubai
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