Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de marzo de 2019

Domingo 24 de marzo de 2019 | Carlos Padilla

III Domingo Cuaresma

Éxodo 3, 1-8a. 13-15; 1 Corintios 10, 1-6. 10-12; Juan 4, 5-42

«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú,                        y Él te daría agua viva»

24 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«No quiero tener que volver a sacar agua. Tengo una sed profunda. Una sed que con nada se calma. Sed de amor. Sed de verdad. Sed de infinito. Sed de comprensión. De horizontes. De profundidad»

Llega la Cuaresma y escucho continuamente la palabra conversión. Comenta el Papa Francisco: «No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús». Y yo empiezo a querer cambiar camino hacia la luz de la Pascua. No es tan fácil. No entiendo cómo, pero por más que me esfuerzo, nada sucede. Sigo siendo el mismo de antes. Débil, cobarde, egoísta. La palabra conversión me habla de un cambio profundo que anhela mi alma. La palabra griega metanoia hace referencia a un cambio de visión, a un giro por el que me convierto, o me arrepiente de algo. Es una transformación profunda de mi corazón y de mi mente. ¿Acaso necesito el cambio? ¿Es necesario que me transforme de esa manera tan radical? ¿No basta con dar unos pequeños retoques? Comienzo la Cuaresma y siento que no quiero cambiar demasiado. No porque esté todo en orden. Sino porque cambiar implica esfuerzo y dolor. Un dejar de ser de una manera para ser de otra. Un abandonar ideas y puntos de vista para renovarme por dentro. Y todo cambio exige lucha, desgarro, llantos. Pienso en el gusano de seda que puede llegar a ser una mariposa. Para eso se reviste en su capullo a la espera del cambio. Dejará de arrastrarse sobre la tierra y podrá volar. La mariposa me recuerda poco al gusano. Pero de ahí viene. Yo tengo mucho de gusano. Cuando me arrastro por la tierra y me dejo llevar por mis deseos de forma enfermiza. Cuando pierdo la alegría y mi tristeza transforma la vida en un pantano. Entonces soy un gusano que dejo de soñar con las alturas y me conformo con el polvo y no quiero arrepentirme porque estoy bien donde estoy. Y mi fealdad me gusta. O me he acostumbrado a ella. Se me olvida que dentro de mí hay una mariposa escondida. Tengo que dejarla salir. Nunca dejaré de ser gusano. Y nunca dejaré de ser mariposa. En mí se confunden la fuerza y la debilidad. La experiencia de la conversión es lo que me permite pasar de un punto al otro. Asumir mi vida en su pobreza y ascender con ella a los cielos. Y dejar que se transforme mi vida en una vida mejor, más plena, más honda. Claro que quiero convertirme, aunque me cueste. Aunque sufra por dentro. No quiero cambiar sólo la piel. No pretendo sólo ser un poco mejor. Quiero cambiar, convertirme. Necesito una segunda conversión en la que Dios me haga una nueva persona. Necesito a Dios para poder cambiar. El otro día leía: «Un conocimiento profundo de su dolor le permite convertir su debilidad en fuerza y ofrecer su propia experiencia como fuente de curación para los que, a menudo, están perdidos en la oscuridad de su propio sufrimiento incomprendido»[1]. El que ha recorrido ese camino de conversión puede ser para otros un sanador herido. Esa imagen me gusta. No deja de estar herido. No deja de sanar. Sana a otros precisamente desde la fragilidad, desde su humanidad, desde su experiencia de hombre necesitado de un amor que lo salve. No quiero poner mi mirada en el esfuerzo de mi voluntad por hacer las cosas bien. Ya he fallado y volveré a hacerlo. Sé que mi misión en esta vida consiste en amar y ser amado. O ser amado para poder amar. Y aprender a amar con toda el alma, con todo el cuerpo. Decía el P. Kentenich: «La gran cuestión que interesa a todo verdadero educador es cómo convertir el saber en amor»[2]. Puedo tener muy clara la teoría. Pero ha de hacerse vida. Puedo saber muchas cosas. Tener claros muchos conocimientos. Pero si no tengo amor, de nada me sirve. La conversión tiene que tocarme el corazón. Tiene que llegar al subconsciente de mi alma. Tiene que penetrar todas las fibras de mi ser. Me siento enfermo y débil. Limitado en mis capacidades. Pobre en mis frutos. Me frustro tan fácilmente y me lleno de amargura. Crece en mí el rencor contra los que no piensan como yo y son distintos. Me altero cuando me cambian los planes. Me vuelvo egoísta con mis deseos protegiendo la realización lo que sueño. Mi inmadurez afectiva me convierte en mendigo de amor. Quiero convertirme y nacer de nuevo. Se lo pido a Dios.

El otro día leía al profeta Jonás y me quedé pensando: «Jonás se puso en marcha hacia Nínive, siguiendo la orden del Señor. Nínive era una ciudad inmensa; hacían falta tres días para recorrerla. Jonás empezó a recorrer la ciudad el primer día, proclamando: - Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada». Jonás (3,1-10). La ciudad será arrasada pasados cuarenta días si no cambia el corazón de sus habitantes. Arrasada si no enmiendan sus errores y llevan una vida santa. Arrasada si no dejan de lado sus vicios y esclavitudes. Arrasada si no reina en ellos el amor y la esperanza. La reacción del pueblo es inmediata. Lo dejan todo. Hacen penitencia y cambian de vida. Y la ciudad no es arrasada. Cafarnaúm era esa ciudad en la que Jesús hizo tantos milagros. Vivió allí en la casa de Pedro. Predicó en sus calles y en su sinagoga. Pero no creyeron en el poder de Jesús. En la presencia de Dios. Buscaron otros signos tal vez. O simplemente no quisieron cambiar de vida. Curiosamente hoy no queda nada de esa ciudad. «Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy». Mt 11,23. Quedan hoy sólo unas piedras de la casa de Pedro y de la sinagoga. Nada más. Muchos no escucharon a Jesús. El tiempo dejó arrasada la ciudad. Los ciudadanos de Nínive se tomaron en serio esos cuarenta días. Creo que a veces no me tomo en serio la Cuaresma. No aprovecho el tiempo y dejo pasar de largo a Jesús delante de mis ojos. La Cuaresma son sólo cuarenta días que me regala la Iglesia para hacer ayuno, oración y obras de misericordia. Cuarenta días para cambiar de vida, para dejar lo que me esclaviza, para comenzar caminos diferentes, para soñar con las cumbres más altas que me llenan de luz. Cuarenta días de idilio entre Jesús y yo. Enamorado yo de Él y no tanto de sus milagros. No pienso en ellos. Sólo quiero estar con Él. Dejarme abrazar por Él y descansar en su mirada. Cuarenta días para dejar en sus manos mis dolores, mis renuncias, mis debilidades, mis caídas. Para confiar en lo que Él puede hacer conmigo cuando soy dócil y dejo que entre en mi vida. La Cuaresma es un tiempo de gracias para que mi corazón se llene de ternura y esperanza. Me veo tan rígido a menudo. Me ato a mis deseos. A mis rutinas sagradas. A mis planes marcados. Mi rigidez no me deja abrirme a lo nuevo, a la sorpresa, a la hondura de este tiempo de desierto. Cuarenta días para cambiar mis hábitos. Cuarenta días para dejar que el agua entre en mi piel reseca y me dé nueva vida. Cuarenta días para ahondar en mi alma descubriendo nuevos caminos que se abren en la penumbra. Me llena de luz la presencia de Dios que quiere cambiarme por dentro. Si me dijeran que mi vida será arrasada y que sólo me quedan cuarenta días para cambiar. ¿Qué haría? Sin duda me lo tomaría más en serio. Pero corro el peligro de pensar que es una Cuaresma más. Un tiempo gris. Sin sol, sin luces. Un tiempo de espera y anhelo como cada año. Y nada más. Parto de la base de que nada puede cambiar. Me confieso con frecuencia de los mismos pecados. Puede que cambie la frecuencia de estos. Conozco perfectamente la raíz del mal que me acecha. Y conozco lo débil que es mi voluntad al ser tentada. Tiro la toalla antes de la lucha. Y no creo que pueda hacer nada para ser mejor persona. Si al menos lograra cambiar mi mirada. Si pudiera llegar a ser más misericordioso y bondadoso. Si mi forma de hablar fuera distinta. Si consiguiera dejar de criticar y juzgar al mundo. Si aprendiera a callarme en lugar de decir siempre lo que pienso. Si al menos aprendiera a manejar mejor mi vida ante las contrariedades cotidianas. Si supiera tomar en mis manos los fracasos con la madurez de un hombre. Si aprendiera a matizar en lugar de verlo todo negro de golpe. Si no me dejara llevar por mis pasiones e instintos sin poner nunca un dique al torrente. Parece todo tan fácil y luego en el fragor de la batalla pierdo las líneas aprendidas sobre el papel. La tentación es fuerte y mi voluntad débil. Me veo rígido en lo que hago. Y poco creativo al enfrentar este tiempo de cambios, de anhelos y esperanzas. ¿Cómo quiere Dios que viva estos días? Quiero mirar a Jesús en un pasaje del Evangelio. Quiero detenerme ante Él y preguntar sorprendido como hoy hace la samaritana: «¿Cómo Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Me asombra que Jesús se detenga ante mí y se interese por mi vida. Miro a Jesús y lo imagino mirando mi vida con bondad. Quiero dejar que el alma se llene de su presencia. Lo veo detenido ante mi pozo. Lo miro caminando junto a mí por las calles de mi alma. Tiene sed de mí, de mi amor, de mis palabras, de mis sonrisas. Lo veo predicando en mi corazón la esperanza para que nunca deje de creer. Jesús es misericordioso y mi corazón se llena de alegría al escuchar sus palabras. Tiene mucho que perdonarme hoy porque he pecado mucho, porque me he alejado, porque no he dejado que estos días transformen mi alma por dentro. He vivido de espaldas a Dios y Él se detiene ante mí porque tiene sed. Necesita mi sí, mi entrega, mi vida. Quiere mi alma enferma. Mis brazos rotos. Así es Jesús.   

La tentación del control me lleva a querer controlarlo todo. Lo que va a pasar. Lo que no puede pasar. Quiero tener el control de mi vida y no me gusta soltar las riendas. Creo que sé lo que más me conviene. No me gustan las sorpresas que alteran todos mis planes. El control me hace fuerte. La confianza está bien, pero no es suficiente. El control es mejor, me da más tranquilidad, más paz. Sé que la vida está llena de sorpresas. Y quisiera abrirme a lo inesperado. Hoy escucho que Moisés se sorprende ante una zarza que arde: «Moisés se fijó, la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: - Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza». Se acerca por curiosidad. Y ese querer saber le lleva a encontrarse con Dios: «Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo, llamó desde la zarza: - Moisés, Moisés. Respondió él: - Aquí estoy. Dijo Dios: - No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado». La sorpresa tienta a Moisés. La curiosidad mueve sus pasos. Todavía quiere controlarlo todo pero ya es tarde. El Dios inesperado ha entrado en su vida y todo se complica. Es como Jesús cuando se sienta junto a un pozo y aparece una mujer samaritana. Hasta ese momento la mujer es dueña de su vida, lo controla todo. Pero Jesús irrumpe. Llega lo inesperado. Se pierde el control: «Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: -Dame de beber». El pozo es el lugar sagrado en el que Dios habla. Como lo es la zarza ardiente desde la que Dios se dirige a Moisés. Una zarza que no se consume. Un hombre que tiene agua en su interior y a la vez le pide de beber. ¿Cómo se concilian la sed y el agua? ¿Cómo puedo ser un Dios que arde sin consumirme y necesitar al hombre? ¿O tener agua que salta hasta el cielo y necesitar agua de un pozo? Dios todopoderoso que necesita la impotencia del hombre. Es un escándalo. Dios me necesita a mí. Llega a mi vida y me quiere sin seguros. No desea que viva controlando mi camino. No quiere que le exija a la vida orden, paz y resultados concretos. Me siento muchas veces como Moisés que no conoce a Dios en realidad: «Si ellos me preguntan cómo se llama, ¿qué les respondo?». Tampoco la mujer samaritana sabe quién es Jesús: «¿Eres Tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?». A veces quiero encasillar a Dios para controlarlo. Digo que es como yo quiero que sea. Tengo mi imagen. Pongo en su corazón deseos míos. Y sus rasgos son los que yo le pinto. Me veo ante un papel en blanco dibujando su rostro. Lo pinto a mi manera, según mi historia. Un Dios hecho a mi medida no podrá sorprenderme. Hoy Moisés y la mujer están sorprendidos. Han perdido el control de la conversación. No son ellos los que mandan. Están atónitos. Me hace bien la sorpresa en mi vida. Me saca de mi esquema. Es verdad que me cuesta, pero me conviene perder el control de mis pasos. Ya lo pierdo con frecuencia dejándome llevar por mi pecado, por mi ira, por mi tristeza. Ahí sí pierdo el control de mi vida. Me descontrolo. Mis pecados me tumban. Y me avergüenza ser tan débil. Me dejo llevar por el mal. En esos momentos no soy yo mismo dueño de mis actos. Decía el P. Kentenich: «La grandeza del ser humano radica en su capacidad de dominar sus instintos»[3]. Quiero tener ese control que sí es bueno. El control sobre mí mismo. Quiero ser recio y firme para no dejarme llevar por lo que veo, por lo que me tienta. Quiero ser yo mismo siempre sin perder mi raíz, mi centro, mi paz interior. Lo que me hace mal es el otro control que me vuelve rígido. No dejo que los planes que he pensado fracasen. Intento controlarlo todo para que las cosas salgan a mi manera. Encasillo a Dios, lo limito, para que no me sorprenda. No me doy cuenta, pero manipulo a muchos para que se haga siempre mi voluntad. Estoy tan herido que no lo veo. Me cuesta ser libre interiormente. Quisiera serlo para abrirme a esos planes que Dios ha pensado para mí. Dios me abre un jardín maravilloso que me tienta cuando camino en el desierto. Me hace ver una fuente de agua que no se acaba cuando mi corazón necesita agua para saciar mi sed de infinito. El control me cierra la puerta de la sorpresa. Quisiera tener un corazón más libre, más alegre, más roto y humilde para dejarme hacer por Dios en los caminos de la vida. Me acerco a la zarza en la que Dios me habla y me dice que me descalce. Quiere que deje mis rigideces, mis cadenas, mis pretensiones, mis orgullos. Quiere que me quede descalzo en mi pobreza sin querer ser mejor de lo que soy. Sin estar protegido. Me atrae el poder. El deseo de ser alguien. Ante la zarza que arde soy sólo un niño descalzo. Me arrodillo para escuchar la voz de Dios que me pide que me quede con Él, a su lado, pobre, mendigo. Dios quiere que me acerque a Él cuando está junto a mi pozo. El agua de mi pozo me da agua para hoy, sólo para mi sed de ahora. Pero sé que yendo mil veces a ese pozo aparecerá Dios un día para calmar mi sed de infinito. No quiero controlarlo todo. Ni el momento en el que Dios toca mi alma. No quiero decidir yo lo que más me conviene. Lo hago con tanta frecuencia. Quiero que sea Dios el dueño de mi vida. Me siento tan desprotegido si no manipulo yo el timón que endereza el rumbo de mi barca. Me gusta pensar que puedo ser más libre, más niño, más pobre, más humilde, más descalzo. Miro en mi pobreza a ese Dios que me busca y llama por mi nombre.

Quiero agradar siempre a los hombres. Más incluso que a Dios. Me importa lo que piensen. Hago lo que me piden. No quiero defraudarlos. Me da miedo su juicio, su rechazo, su odio, su ira. Me da miedo no estar a la altura de su expectativa, fallar y no ser fiable. Quizás por eso no sé decir que no cuando me piden algo. Porque quiero que me acepten, que me aplaudan, que me miren bien. Y sé muy bien que decir que no supone defraudar. Eso no entra dentro de mis deseos. Por eso no hago lo que quería hacer. Y acabo haciendo lo que no deseo. Todo por agradar. Lo tengo claro, me equivoco al no ser sincero. Lo hago mal. Conozco bien la teoría. Necesito aprender a ser asertivo. Esa es la meta de mis sueños. Ser asertivo significa expresar pensamientos y sentimientos de forma honesta, directa, valiente. Implica respetar los pensamientos y creencias de otras personas. Ser capaz de defender lo propio. Supone aprender a expresar adecuadamente mis sentimientos y deseos. Con frecuencia me falta. Me callo. Me guardo dentro la rabia. No digo lo que quiero decir. Y no saben entonces lo que pasa por mi alma. Ser asertivo supone un paso importante para crecer en libertad interior. Estoy tan lejos. A veces el ser asertivo me traerá problemas. Eso lo sé. Pero soy el que soy. Con mi verdad. Con mis dificultades. Me gustaría hacer lo que realmente quiero hacer. Y dejar de hacer lo que no deseo. Sin miedo al rechazo y al juicio. Al mismo tiempo quiero ser libre para abrirme a los sentimientos de los demás. Sin dejar de ser yo mismo por miedo molestar. Quisiera amar con un amor que incluye y acepta al diferente. Leía el otro día: «El amor es el sentimiento permanente que experimentamos por otro ser humano, a través de una comunicación empática y asertiva, usando el lenguaje de la verdad y de la comprensión»[4]. Quiero ser empático. Acoger en mi interior lo que el otro siente. Ponerme en sus zapatos y mirarlo con misericordia. Mirar la vida con sus ojos. Comprender sus miedos y su forma de entender su camino. Aceptar al otro en su diferencia, siendo yo fiel a mis propios sentimientos y percepciones. Hoy Jesús se muestra como es ante una mujer samaritana. Ella sigue siendo samaritana y mujer. Jesús sigue siendo hombre y judío. No perciben la vida de la misma forma. No miran con los mismos ojos. Tienen en su corazón una historia personal tan diferente. Se encuentran junto al brocal de un pozo. Jesús acoge a esa mujer en su historia y no la juzga. Y ella no se siente juzgada: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?». Jesús no la juzga. No la condena. La acepta. Ella puede ser quien es delante de Jesús. A mí me cuesta tanto aceptar al diferente. En ocasiones pienso que por pensar de forma diferente los otros son mis enemigos. O son los contrarios. Los del otro bando. Mi forma de pensar me diferencia de algunos. Me acerca a otros. «Si pensáramos todos igual sería todo tan fácil». Me digo mientras trazo líneas que separan. A los judíos de los samaritanos. A los hombres de las mujeres. A los buenos de los malos. Trazo un abismo entre yo y los que no piensan como yo. Una barrera infranqueable. Un muro que me protege de los distintos. Soy asertivo expresando lo que pienso y siento. Y me separo de los que no son como yo, me distingo. Dejo claro lo que pienso y me alejo. Tal vez ahí comienza mi miedo a quedarme solo. Por no pensar como los otros de mi mismo grupo. Mi asertividad tiene un límite. ¿Tengo que pensar como piensan todos? ¿No puedo tener ideas propias y seguir amando y sintiéndome amado dentro de un mismo grupo? ¿Necesariamente mi pensamiento me aleja de los demás? No lo creo. Pero a veces es así, lo veo tan claro. Señalo con el dedo a los diferentes. A los que no me apoyan. A los que no son de los míos. Formo grupos y diferencio a unos de los otros. Mi grupo no es el tuyo. Me gustaría mirar con más libertad. Sin miedo. Jesús me muestra el camino abrazando al diferente. Y va más allá. Dice Jean Vanier: «Jesús vino a aportar algo diferente. Uno de los elementos radicalmente diferentes es que las personas rechazadas son las que nos sanan». Jesús me viene a decir que el diferente, el que no es de los míos. El rechazado por los demás. Ese que parece tan herido y despreciable. Ese que no piensa necesariamente como yo. Tal vez en él encuentro mi salvación. Quizás él me sana. Y yo he construido muros para que no me toque. Para que no llegue a mí y cambie mi forma de vivir la vida. Los diferentes. Los que no son de los míos. Esa mujer samaritana herida se convierte en camino de sanación para mi alma. Yo que me creo sano. Y busco a los sanos, a los buenos. Y descarto a aquellos de los que creo que no puedo aprender nada. Mi mirada es tan limitada y egoísta. Pienso como los discípulos: «En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque ninguno le dijo: - ¿Qué le preguntas o de qué le hablas?». Ellos juzgan en su corazón. No ven lo que Jesús quiere mostrarles. Jesús quiere que abran sus corazones. Y miren con misericordia al diferente. Y se dejen tocar por lo que él es.

Jesús tiene sed. Quiere beber. El sol está en lo más alto. No tiene cubo para sacar el agua del pozo. Necesita agua. La mujer le recuerda que no puede sacarla él mismo: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo». La sed de Jesús no se sacia en el agua del pozo: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed». Jesús tiene una sed más profunda que nada finito logra saciarla. Tiene sed de amor. Sed de eternidad. Sed de Dios. Su alma de hombre y de Dios tiene sed. Pienso en mi propia sed. En esta Cuaresma de desiertos y montañas tengo sed. Yo tengo una sed profunda. Bebo de muchas fuentes y vuelvo a tener sed. Hoy hago mías las palabras de la samaritana: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla». No quiero tener que volver a sacar agua. Tengo una sed honda. Una sed que con nada se calma. Sed de amor. Sed de verdad. Sed de infinito. Sed de compañía. Sed de comprensión. Sed de horizontes. Sed de fidelidad. Sed de profundidad. Sed de pureza. De sencillez. De abrazos. De miradas que me acojan. De comunión. De paz. Pienso en mi sed. ¿Qué nombre tiene? No tengo cubo. No quiero volver siempre a pozos que no me sacian por dentro ni para siempre. La sed vuelve con una constancia infinita. Y mi corazón desea tener bastante siempre. Sin escasez, sin necesidad. Busco beber en muchos pozos, en muchos charcos. Creo que mi sed sólo se calma día tras días volviendo al mismo sitio a sacar agua. Pero me canso. Me aburre esa rutina. Quiero que alguien me diga lo que hoy Jesús le dice a la samaritana: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y Él te daría agua viva». Un agua pura, un agua límpida, un agua viva que quita la sed para siempre. ¿De qué me habla Jesús? Yo tengo una sed eterna que con nada se calma. Quiero de esa agua. Pero pregunto como ella: «¿De dónde sacas el agua viva?». No acabo de creer que el agua que me da Jesús sea diferente. No me creo que sus palabras tengan vida eterna. Ni que sus planes colmen mi sed inmensa. Soy un sediento empedernido que vuelve a tener sed cada mañana. Y busca de forma incansable. Una y otra vez la misma rutina que no me calma. El mismo pozo. ¿De dónde saca Jesús esa agua viva? No tiene cubo. No se ajusta a mis medidas. No se adapta a mi mirada. Yo quiero calmar la sed que tengo. Deseo vivir saciado. ¿Es el sentido de mi vida? Me hace bien pasar sed. Cuando camino por los caminos tengo sed. Y me gustaría encontrar una fuente de la que beber. La sed intensa va minando el ánimo. Me vuelve irascible. No soy paciente. Quiero agua en este momento para calmar la sed que tengo ahora. No la de mañana. Es la de ahora la que me duele muy dentro. Me gustaría vivir tranquilo. Pero sé que la sed me pone en camino. Tal vez si viviera saciado me aburguesaría. La sed me mantiene inquieto, despierto. Me convierto en buscador. Cojo mi cubo y me acerco al pozo. A buscar agua. No quiero que me la den. Yo me esfuerzo y salgo de mí mismo. Es sanador ese movimiento hacia la fuente. De la sed al agua que me colma. No quiero caer en la sed desbocada que describe el Papa Francisco: «El pecado que anida en el corazón del hombre, y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio, lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio». La sed me puede llevar a querer retener. Despierta en mí la avaricia. Quiero tener más que nadie. Me da miedo perder lo que ahora poseo. O que la escasez me duela en las entrañas. El hambre, la sed. Pienso en los que me rodean. El mundo hoy tiene sed. Una sed que con nada se calma. Me gustaría pensar más en los demás que en mí mismo. Más en la sed de otros. Saciar su sed antes que la mía. ¿Soy capaz? A menudo lo dudo. Leía el otro día: «Tener el corazón libre y desprendido no apegado a nuestros propios planes. Estoy dispuesto a hacer en los próximos cinco minutos lo contrario de lo que tenía previsto»[5]. Me gustaría poseer esa libertad interior. Despojarme de mis deseos, de mi sed, de mi hambre. Para volverme hacia el que tiene más hambre que yo. Estar dispuesto a hacer lo contrario de lo que deseo. En lugar de saciar mi sed, volverme hacia el que tiene sed para calmarla. Que mi pecado de avaricia no ciegue mi corazón. Que mi deseo de poseer lo que a mí me hace falta no me obnubile. Cuando tengo necesidades. Cuando sufro el hambre, la sed, el sueño, el frío, el calor. Me puedo volver inhumano. Dejo de pensar en los demás y miro sólo mi dolor. Me vuelvo egoísta. Deseo calmar sólo lo que a mí me duele. Mi cubo. Mi agua. Mi pozo. Si conociera el don de Dios. Si supiera que todo es don. Que Él, sólo Él sacia mi hambre y mi sed. Si no me empeñara en desgastar mis días queriendo ser feliz y pleno. Tantas veces a costa de la felicidad de los demás. Pensando sólo en mí, en mis planes y deseos. Es tan real esa sed egoísta que tengo.

Miro a Jesús junto al pozo de mi agua. De mi sed. El pozo de mi alma al que se acerca Jesús. El pozo en el que me dice lo que le dijo un día Dios a Moisés: «Dijo Dios a Moisés: - Soy el que soy». Es Dios que está conmigo. Que me cuida y acompaña. Que quiere calmar mi sed, mi hambre, mi necesidad. Ese Dios conmigo. «Soy Yo, el que habla contigo». Si realmente yo conociera a quien me puede dar el agua verdadera: «El que beba del agua que Yo le daré nunca más tendrá sed. El agua que Yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna». Su agua llena mi pozo vacío y convierte mi vida en un surtidor de agua. Me impresiona esa imagen. Yo un surtidor de agua. A veces pienso que el agua de este mundo no va a bastarme. Y es cierto. Y no encuentro el surtidor dentro de mí. Ni tampoco la fuente en el corazón de Jesús. Siento que no estoy preparado para que su presencia en mí sea constante. Me gustaría que la luz que a menudo he visto durara siempre. Una poesía de Eloy Sánchez Rosillo dice así: «No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya. Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre. Mira dentro de ti, con esperanza, sin melancolía. No conoce la muerte la luz del corazón. Contigo vivirá mientras tú seas: no en el recuerdo, sino en tu presente, en el día continuo del sueño de tu vida». Pienso en la luz de mi corazón. En el fuego que un día Jesús prendió en mi alma. Una paz infinita en mis gritos humanos. En mis deseos limitados una voz que no calla. Quiero que Jesús colme mi pozo de agua. Quiero que su luz no se apague nunca. Dios tiene misericordia de mí y camina a mi lado cada día. No me deja. Me sostiene. Hoy Jesús me mira compasivo como el Dios de Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel». Me quiere llevar a una tierra de plenitud. Pienso en las promesas grabadas en mi alma. No las olvido. La Cuaresma es un tiempo de promesas. La luz vuelve a brillar en las tinieblas de mi alma. Cuando pierdo la esperanza y camino sin rumbo con tanta sed en el corazón. Jesús me pide que no tema. Que no desconfíe. Me pide que me abra al don de Dios en mi vida. Junto al pozo de Jacob mi vida tiene sentido. Allí Jesús me pide que no me conforme con los mínimos. Quiere que aspire a lo máximo. Vivo calculando mis pasos y midiendo mi entrega. Pienso que si lo hago así podré vivir tranquilo. Jesús me hace ver que soy desconfiado. No creo en su promesa de fidelidad. Él está conmigo, camina a mi paso. No me deja nunca. ¿Por qué tengo miedo? Me ha prometido el cielo. Me ha dicho que mis sueños son para siempre. Y que no dude, que siempre estará a mi lado en los momentos más sombríos. Yo también, como la mujer samaritana, tengo el alma herida. «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad». Yo también he buscado amor y me han herido en el intento. He fracasado, he saboreado el dolor del abandono. He visto el puñal de la traición y la mentira. Sangro por la herida. Tengo sed de amores verdaderos. Miro el pozo dentro de mi alma. Un surtidor saltará hasta la vida eterna. Eso es lo que quiero. Para calmar mi sed. Para calmar la sed de tantos que viven amargados y sin esperanza. He repetido en el salmo: «El Señor es compasivo y misericordioso. El perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura». Miro a Jesús turbado. Puedo decir con la samaritana: «Me ha dicho todo lo que he hecho». Sabe cómo soy y me acepta. Conoce perfectamente mi historia. Mis caídas. Mis fallos. Mi sed. Mi hambre. Lo sabe todo de mí y es misericordioso. Hace brotar de mi alma un surtidor de agua hasta la vida eterna. Para saciar a otros. Dios lo puede todo en mí.

 



[1] Nouwen, El Sanador herido

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios, 86

[3] J. Kentenich, Kentenich Reader I

[4] Edgardo Riveros Aedo, Focusing desde el corazón y hacia el corazón

[5] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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