Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de mayo de 2020

Domingo 24 de mayo de 2020 | Carlos Padilla

Domingo de la Ascensión

Hechos de los apóstoles 1,1-11; Efesios 1,17-23; Conclusión del santo evangelio según san Mateo 28,16-20

«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse»

24 mayo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero aprender a vivir de otra manera. Sufro con los que sufren. Lloro con los que lloran. Río con los que ríen. ¿Acaso no me hace mucho bien reír en este tiempo de inseguridades?»

Jesús me pide muchas veces que no tema, que mantenga la calma, que no me agobie. Me lo dice de muchas maneras y a mí me resultan imposibles sus palabras. ¿Calmarme en medio del pánico? ¿Confiar en medio de desgracias? ¿Ser optimista en medio de la desesperanza reinante? El corazón tiembla y tiene razones para ello. Las palabras de Jesús me cuestan. Que no me agobie, que no pierda la paz. ¡Qué difícil! También me dice que ame hasta el extremo, que no tenga miedo de dar la vida amando a los hombres y a Dios. Se pone Él como medida de mi amor. Me parece imposible. Me gustaría ser así, pero no logro hacer aquellas cosas que tanto me convienen. Me conviene no agobiarme. Pierdo tanto tiempo cuando paso gran parte de mis horas agobiado por lo que tengo que hacer y no hago, por lo que puede ocurrir mañana o dentro de unas horas. En lugar de vivir en el presente entregando la vida me aventuro en futuribles que no controlo. Tengo miedo a dar la vida porque perder lo que poseo me parece algo muy delicado e inquietante. Jesús me pide que lo siga amando en los hombres y yo con frecuencia tomo otros caminos pensando que son atajos mejores. O simplemente no me gusta obedecer y seguir las normas que otros me imponen. Jesús me pide que haga caso a lo que suplica mi corazón y yo tiendo a no oír sus súplicas desde mi debilidad. Estoy sordo. Quiero cambiar para mejor y no lo logro. No hago el bien que deseo y obro el mal que quiero evitar. Quiero ser feliz. Quiero ser alguien alegre que alegre la vida de los demás, pero vivo quejumbroso, lleno de exigencias y no sé dar alegría. El otro día leía una regla que me pareció básica para ser feliz: «La felicidad y la libertad comienzan con la clara comprensión de un principio: algunas cosas están bajo nuestro control y otras no. Sólo tras haber hecho frente a esta regla fundamental y haber aprendido a distinguir entre lo que podemos controlar y lo que no, serán posibles la tranquilidad interior y la eficacia exterior. Bajo control están las opiniones, las aspiraciones, los deseos y las cosas que nos repelen. Fuera de control, hay cosas como el tipo de cuerpo que tenemos, el haber nacido en la riqueza o el tener que hacernos ricos, la forma en que nos ven los demás y nuestra posición en la sociedad»[1]. Saber distinguir lo que no controlo de lo que está en mi mano me parece clave para tener una vida plena y feliz. Pero no lo consigo. Quiero controlar lo incontrolable. Y lo que sí está en mi mano no lo hago bien. Quiero controlarlo todo. Y deseo que alguien cambie las circunstancias que me incomodan, las que me confinan, las que me hacen sufrir. ¿Qué está en mi mano cambiar? No muchas cosas. ¿Qué puedo controlar? Miro a mi alrededor. Puedo controlar mi forma de pensar y expresar lo que pienso, mis modales, mi forma de mirar la vida, mis actitudes ante las contrariedades que me alteran el ánimo. Puedo controlar lo que deseo, lo que sueño, lo que elijo, lo que hago. Puedo controlar cómo aprovechar el tiempo en estas horas tan extrañas que vivo. Puedo elegir amar u odiar, seguir un camino u otro. Puedo optar por una persona o por otra. Puedo perdonar o guardar rencor. Está en mi mano. Puedo controlar el presente, es lo que único que tengo en mi poder. Puedo decir te quiero o guardar silencio. Abrazar a los cercanos o pasar de largo. Puedo elegir cuidar a los que quiero o vivir encerrado en mi comodidad. Puedo aprovechar cada momento que tengo o esperar a que llegue un momento mejor. Y a lo mejor nunca llega. Yo elijo si amo u odio. Si sostengo o alejo de mí. Son los pequeños instantes de la vida los que determinan mi felicidad o mi infortunio. Puedo controlar muchas cosas. Pero me amargo pensando en las que escapan a mi control. Mi paz interior, mi felicidad, están en mi mano, de mí dependen. Yo puedo optar por decir algo valioso o guardarlo. Puedo silenciar mis ofensas o lanzarlas al viento. Puedo elegir vivir con calma y confiado o vivir lleno de angustias y miedos. De odio y rabia por tener que vivir en esta hora. De mí depende

¿Qué puedo hacer con mi barca aparcada? ¿En qué puedo soñar si antes surcaba mares desafiando vientos? Cuando todo se detiene mi corazón se inquieta. No veo con claridad la ruta. Parece que el sol no me ilumina. No encuentro el camino dentro de mi alma, en la espesura de mis bosques, en medio de mis tormentas interiores. Sólo con Jesús todo tiene sentido y luz. Brota de su costado abierto la luz verdadera. Veo que sin Él tantas cosas no tienen sentido. Veo tanto dolor, tanto sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la angustia que sufren tantas personas? Judith María, una monja de la comunidad Iesu comunio, comenta su testimonio después de haber sufrido la enfermedad del Covid 19 en su persona y en su familia: «Dios me ha hecho bien siempre. No lo cambiaría, aunque sea sufriente. Eso no quita que uno no sufra. Mi padre nos ha abierto más el cielo. Todos los que mueren nos hacen mirar más a lo alto. Lo que más me ha impresionado es escuchar que el resucitado apareció con las marcas de las llagas. Ahí necesito verlo. Él ha vivido el dolor. Ahí quiere que le reconozcamos ahora. Esta es su promesa. Si Él vive la última palabra no la tiene la muerte sino la vida eterna que se nos abre y se nos concede vivir». La partida de su padre la alienta a mirar más alto, más lejos. Hay tanta gente que vive desorientada sin creer en la luz que nunca muere. Han visto la oscuridad de la muerte y no creen que Dios esté detrás del último aliento. Muchas personas viven lejos de Dios en este tiempo de hambre. ¡Cuántas vidas perdidas! ¿Cómo logro ver a Jesús resucitado en las llagas de los que me rodean? Cuesta acoger a Dios en mi casa en tiempos de oscuridad. Todo es un misterio bastante complejo. Hace falta mucha fe en medio de estas incertidumbres de ahora para creer en el futuro. Mi corazón tiembla ante el  combate. Quisiera sentarme en mi barca varada en el puerto y soñar. En esa barca quieta que no puede adentrarse en el mar y navegar. Tanta serenidad del océano me intranquiliza. Tanta inmovilidad en las aguas, en mi alma. Quisiera correr, abrazar, salir de mi guarida, adentrarme en aguas revueltas soñando con puertos lejanos y seguros. El alma sigue soñando desde mi barca varada. Me conmueven tanto dolor, tantas lágrimas vertidas, tanta injusticia de esta vida que nunca es justa. Tiemblo. Corro dentro de mí mismo buscando respuestas. ¿Cómo puedo encontrarle sentido a este tiempo de miedos y angustias? Miro las llagas de Jesús en medio de tanto dolor y veo a Jesús vivo, acercándose, diciendo que me ama. Me detengo ante esa muerte preámbulo de la vida eterna. Quiero aprender a vivir de otra manera. Sufro con los que sufren. Lloro con los que lloran. Río con los que ríen. ¿Acaso no me hace mucho bien reír en este tiempo de inseguridades? No quiero volver a la normalidad de antes. Tampoco comenzar una nueva normalidad. No sé si quiero que todo vuelva a ser como al principio. Intuyo que algo está cambiando en mi interior delante de mi barca varada. Mis categorías han cambiado o están cambiando poco a poco, a fuerza de timón. Y mi forma de mirar la vida, el presente que acaricio con ternura entre mis dedos. Dejo de preocuparme por las cosas poco importantes. Quiero que el mundo descubra el amor de Dios. ¿Cómo puedo lograr que otros crean en ese Dios en el que yo creo con una fe profunda? Una persona me comentaba: «Quiero hacer el bien en la vida, lo tengo claro. No quiero hacer a otros lo que yo no deseo. Quiero amar bien, pero no logro ver a un Dios que me ama oculto entre las sombras. No creo en su Iglesia, no creo en los que creen». Me conmovieron sus deseos. Me dolieron sus palabras. Me inquietó su falta de fe. No es que quiera que todos vean la vida como yo la veo. Simplemente me apenó su sinsabor, su desazón. ¿Tan poco creíble es esa Iglesia que tanto amo? Tengo claro que un mundo sin Dios es un mundo amargo. Cuesta sonreír en un lugar donde la muerte parece tener la última palabra, la definitiva. Esa oscuridad en la cual el sentido de mis actos se apaga con el último eco que producen al caer sobre la tierra. Me duele esa Iglesia mía, santa y pecadora. Esa Iglesia llena de luces y sombras. Soy un cristiano enamorado. Quisiera reflejar con mi vida un amor más alto, mostrar una luz más poderosa, una presencia más honda. Quisiera dejar una huella de Jesús en todos los hombres. Más tarde me llegó otro mensaje de una persona que comentaba hablando de un enfermo en este tiempo de pandemia: «Me ha dejado huella su forma de vivir, su forma de llevar la enfermedad desde el silencio, su alegría, pensando siempre en el otro y no en su dolor. ¡Qué poco egoísmo y qué poca queja! Esa forma de vivir ha quedado impresa en mi alma. Ojalá pueda yo también vivir de una forma tan profunda como él». No pierdo la esperanza. Sigue habiendo cristianos enamorados que van dejando la huella de Jesús sobre la arena, en el alma de aquellos que aman con gestos ocultos y sencillos. Y me da luz la vida de tantos que testimonian una esperanza verdadera. En ellos veo que Cristo sigue vivo y deja impresa su huella en mí. Sólo deseo que, dentro de días, meses, sean muchos los que hayán cambiado sus vidas, sus almas. Este encierro habrá destruido la mentira y habrá sacado a la luz una vida nueva, más sagrada, más enamorada. Al menos eso espero. Que haya menos amargura y más luz. Cuando el corazón sufre se acrisola. Y si vive la muerte con esperanza se vuelve más hondo, más verdadero. El dolor bien llevado me eleva. Y me saca de esa amargura sin sentido.

Duele el alma al decir adiós a un ser querido. Duelen las distancias impuestas y el alma se queda sola llorando en silencio. El corazón se ensancha o quizá se repliega sobre sí mismo en un gesto de dolor. ¿Qué recordarán de mí cuando me haya ido? ¿Qué recuerdo de aquellos a los que he amado, me han amado, han jalonado mi camino? El recuerdo es el lazo invisible que me une con los vivos. El recuerdo pegado en la piel, en las manos de los que aman. En las palabras guardadas, en los gritos de esperanza. Me conmueven las palabras de una hija espiritual de un sacerdote que partió al cielo hace unos días: «Era prudente, sencillo, alegre, misericordioso. Tenía el don del trato. A todos trataba con el mismo respeto y delicadeza. No importaba la clase social o el nivel económico. Solo una cosa era importante para él: llevar las almas al Santuario, y ser transparente de Cristo, Buen Pastor. Pero con un respeto absoluto hacia la libertad personal. Cumplir la voluntad de Dios con cada uno parecía su norma de vida, pues nunca forzó ninguna situación que fuera en contra de la dignidad de la persona». Estas palabras quedan resonando en mi alma. Al final lo que queda es el amor. El amor se compone de palabras y silencios, de gestos respetuosos, de compañía tranquila y calmada. El amor calma el alma con la delicadeza de una brisa. Y al final, en la ausencia, pocas cosas quedan guardadas en la memoria. Pocas palabras escritas, pocas palabras dichas. Me quedo pensando en la partida de este sacerdote al que he querido. Que acompañó diferentes momentos de mi camino. No me fijo al partir en alguno de sus talentos. No me detengo en sus virtudes. Me conmueven sus formas sencillas, esa humildad que retrata a los santos. Era un hombre de Dios, de Cristo. Decía José Antonio Pagola: «Con Jesús nos empezamos a encontrar cuando comenzamos a confiar en Dios como confiaba Él, cuando nos acercamos a los que sufren como Él se acercaba, cuando miramos a las personas como Él las miraba, cuando nos enfrentamos a la vida y a la muerte con la esperanza con que Él se enfrentó». Así vivió él. Así murió. Recuerdo su fortaleza audaz y callada para vivir con paz una enfermedad crónica y luego una mortal. Recuerdo sus silencios y sus gestos. Alegra mi alma poder hablar bien de un sacerdote que gastó su vida, que derramó su alma, que enterró sus sueños sin esperarse a recoger el fruto. Yo he sido testigo de su amor humilde. Y hoy ante su partida me quedo mirando el cielo, es tiempo de ascensión, lo recuerdo. Lo veo partir ahora para siempre, no como otras veces, solo por un tiempo. Siempre duele la partida. Pero hoy mi corazón, entre tristezas y recuerdos llenos de luz, mira tranquilo al cielo. Acaricio fotos antiguas y pienso en la fragilidad de una vida. Merece la pena vivir y darlo todo. Jesús no quiso pasar de puntillas por la vida de los hombres. Quiso quedarse en cada corazón y echar raíces hondas allí donde nadie pudiera arrancarlas. Se hizo recuerdo constante. Al final lo que queda es el amor humilde, la sencillez de trato, la libertad y el respeto. Al final lo que vale es amar hasta el extremo, aún olvidando los nombres, sin olvidar nunca cada alma. Al final lo que importa es cómo vivo mis días sirviendo la vida que se me confía, sin pretender grandes cosas, sin soñar con grandes puestos, ni con grandes logros. Sin querer figurar, sin querer ser valorado. Al final Dios sí me valora. Me quedo pensando en la muerte, en la ascensión, en la vida entregada, en esos años que merecen la pena. Me quedo pensando en el sí dado un día, en los sueños que se han realizado. Parece que está mal visto hablar hoy bien de las personas. Quizá por un extraño pudor, o por no despertar envidias. Siempre habrá alguien que me diga que exagero. Por eso me gusta hoy dedicar estas palabras a un padre, a un hijo, a un hombre, a un niño enamorado de Dios hasta la médula. Sonreír con sus despistes, alegrarme con sus miedos. Y saber que Dios hizo de su alma noble y pura un reflejo de Cristo aquí en la tierra. Y cuando veo las lágrimas de sus hijos pienso en mis adentros que merece la pena ser de Cristo. Que vale la pena hoy ser sacerdote. Que tiene sentido entregar la vida amando sin esperar nada. Que da alegría saber que querer a las personas fuerza lentamente esa puerta soñada del cielo. Pienso hoy en ese sacerdote que murió entregando la vida de forma silenciosa. Con dolores, pero sin quejas. Con su discreción humilde, con su mirada calmada. Pienso que los años pueden purificar mi alma, también podrían amargarla. En él veo cómo el dolor fue sanando su corazón de niño, acrisolándolo, elevando sus ideales. Uno parte hacia el cielo tal como ha vivido. Uno asciende entre las nubes liberando suavemente el abrazo de los que ha amado y quieren retenerlo. Así suele ser siempre con las despedidas. Un adiós que duele dentro del alma. Y una promesa que se me clava hoy dentro del alma. Como decía su hija espiritual: «Y nos volveremos a ver muy pronto porque en el Cielo no existe ni el tiempo ni el espacio. Y gozaremos junto a usted de todo lo que allí nos espera». Sí, hasta muy pronto, cuando nos llegue a todos ese mismo cielo. Y gracias le doy a él que me precedió en el camino. Gracias por su sí sencillo y su alegre fidelidad. Por los pasos que dio siguiendo a su Maestro. Hoy me quedo mirando al cielo. Su vida me conmueve.

Este tiempo de Pascua que vivo es un regalo de Dios. Un regalo de un amor que me desborda y supera. Llevo ya cuarenta días de luz, de Resurrección, de hogar santificado con su presencia. Durante estos días se me ha presentado Dios en mi día, en mi vida. Ha venido a mi casa, a los míos. Y me ha dicho cuánto me ama. Hoy escucho: «Se les presentó Él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios». Me ha dado señales de que está vivo. ¿Dónde está vivo en medio de una pandemia que huele a muerte, a miedo, a parálisis, a lejanía, a soledad, a incertidumbre? ¿Cómo puede estar vivo Dios en medio de mis rutinas y días aburridos? Jesús está vivo paseando en medio de mi hogar, de los míos. Se ha aparecido en ese amor humano que me ha tocado recibir y dar. Se ha manifestado en un reino de Dios que ha surgido como la más pequeña de las semillas en mi corazón. Es la Pascua un tiempo de alegría desbordante y contenida. De alegría honda y misteriosa. ¿Tengo razones para reír en medio de tantos miedos y angustias? Jesús resucitado llena mi día de esperanza. Lo llena de vida. Es una fuente de agua viva que lo llena todo. El tiempo de Pascua tiene mucho de luz: «Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama». En tiempos de oscuridad como los que vivo falta luz. Falta una presencia que lo ilumine todo llenándolo de esperanza. ¿Dónde está la luz de Jesús resucitado? Los templos vacíos. Los sagrarios llenos de su presencia y su luz. ¿Y mi casa? Allí tiene que surgir la luz verdadera. Yo estoy llamado a ser la luz. No puedo esperarlo de otros. Luz en medio de un mundo en tinieblas. Luz que ilumine el camino y dé alegrías. A menudo me puedo convertir en el que ilumina los defectos de mi prójimo. Los señalo, los hago visibles. Soy luz que despeja la sombra que cubre con pudor la debilidad. Y la expongo, la cuento, la muestro. No quiero ser ese tipo de luz. No pretendo levantar el pudor del que se cubre en su pobreza. No es esa mi misión. Quiero ser una luz que desvele la belleza escondida. Allí donde aparece un rostro oscuro y sin belleza yo quiero ser la luz que desentierra un rostro maravilloso escondido. Quiero ese don de desvelar la belleza que el mundo no ve. La alegría escondida en ese pozo del que saco el agua que acaba con la sed. La Pascua ha traído luz a mi vida en medio de la noche. No comprendo todo lo que significa este tiempo que vivo. Pero sí me ha enseñado a valorar los momentos, los instantes. Me ha iluminado en mis horas que han corrido con rapidez ante mis ojos. He desvelado el sentido de estar en mi casa recluido. Es un tiempo de Pascua en mi hogar. Vivo como los discípulos justo después de la resurrección. Esperando la venida del Espíritu para siempre. Pero algo se ha encendido muy dentro de mí. Brota una luz de esperanza para tantos que viven sin ella. Me gustan las palabras del testamento espiritual que un padre le dejó a su hija monja en la comunidad Iesu Comunio: «Querida hija, no estéis tristes porque lo que vais a enterrar no es más que mi cuerpo. Ya que mi alma estará gozando del rostro de Dios. Y digo esto no porque haya sido mejor o peor que otros sino porque confío plenamente en la misericordia del Señor. Toda nuestra vida ha sido una manifestación del inmenso amor que Dios nos tiene. No estés triste. Reza para que me perdone todas mis culpas. Al despertar me saciaré de su semblante. Busca al Señor todos los días de tu vida. Manteneos unidos y perdonad al que nos hizo mal. Os espero en el cielo». Es la mirada de la Pascua. La muerte ha sido vencida. No debo tener miedo, aunque no lo pueda evitar a veces. Creo en la misericordia de ese amor que me ama en lo más profundo. Creo en el poder del amor que enciende una luz poderosa dentro del alma. Tanto el amor que recibo, como el amor que torpemente entrego. La Pascua ha despertado en mí el ansia de vivir para siempre, de subir más alto, de llegar a las cumbres. Quiero ser testigo de una esperanza que nunca muera. He puesto mi confianza en ese rostro que me ama como soy y saca lo mejor que hay en mi alma. Goethe escribe: «En nuestro pecho nace una pura aspiración hacia algo elevado, limpio, desconocido: hacia algo que es un eterno enigma, y a eso nos entregamos atendiendo la voz del agradecimiento. Yo comprendo la grandeza sagrada de ese anhelo cuando me es permitido contemplar su imagen»[2]. He contemplado el rostro de Jesús vivo entre los míos, en mi hogar, en mi cuarto, en mis miedos, en mis angustias. Lo he contemplado diciéndome que no tema, que lo ame, que confíe. Hace ya tiempo que no me preocupan las cosas poco importantes. No sé si estaré madurando en mi fe o es efecto de este confinamiento. Pero quiero que sea verdadera la luz que ilumina ahora mis pasos y enciende mis palabras para dar luz a otros. ¿Será posible? Sólo Él puede evitar que mi voz sea un humo que sofoca. Miro a lo alto, al misterio escondido dentro de mí alma, de los míos. Guardo silencio y contemplo a ese Dios que me llama por mi nombre.

Este domingo produce en mi alma una mezcla de sentimientos. Me pasa como a los discípulos. Por un lado, me siento triste: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse». Yo me quedo mirando al cielo y no quiero soltar la mano de Jesús. No quiero que se vaya de mi vida. No quiero renunciar a las pescas milagrosas a su lado, al pan partido y a la lumbre donde asar el pescado. No quiero dejar de escuchar su voz preguntándome si lo amo. No quiero que se vaya y quedarme solo en esta vida, sin su presencia física a mi lado. Claro que me gustaría que ese hoy fuera eterno. La pena embarga a los discípulos porque han poseído lo imposible. Han introducido sus dedos en las llagas de su piel, han metido las manos en su costado abierto. Han amado su carne, su olor, su voz. Y no quieren la ausencia de ese contacto físico que tanto bien les hace. A mí también me pasa lo mismo. No quiero perder lo que amo, lo que sueño, lo que deseo. Pienso en mis tristezas en este tiempo en el que me han privado del contacto de los míos. Me han prohibido los abrazos. Me han hecho desconfiar de la presencia física de mis amigos, de mis cercanos. Ese contacto que puede traer la muerte a mi casa. Ese contacto que me da la vida al mismo tiempo. Pienso en este tiempo en el que me da miedo la vida, el futuro, el mundo, las personas, su cercanía física. Me quedo mirando al cielo con tristeza en el alma. Me faltan muchas cosas y quisiera que Jesús estuviera conmigo siempre. ¿No he sentido alguna vez ante la partida de un ser querido que tenía muchas cosas pendientes que decirle? Me quedó una carta sin escribir. Un abrazo por dar. Una sonrisa guardada en medio de mis rabias y tristezas del momento. Algo no hice. No abracé, no toqué, porque me daba miedo, o temía el rechazo. Y partieron esos a quienes amaba. Y me esperan en la otra orilla, para cuando llegue a recuperar el tiempo perdido. La presencia de los que amo es lo que no quiero perder. Me duele el alma en la soledad. La fiesta de la Ascensión tiene mucho de pérdida. Jesús en mi carne parte al cielo y me deja una nostalgia infinita de paraíso. Sé que necesito a Jesús conmigo para tener paz, calma y alegría. No quiero que se vaya. Sé que está vivo y su ausencia me duele en el alma. Betania había sido el lugar de los encuentros, de los abrazos, de las caricias. Y ahora Betania se convierte en el lugar de la separación. Jesús se despide de los suyos y asciende al cielo: «Después Jesús los llevó hasta Betania; allí alzó las manos y los bendijo. Sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios». Lucas 24:50-53. La tristeza de este día se mezcla con una alegría profunda. Jesús entra en el cielo con mi carne. No asciende en espíritu tan solo. Va con su cuerpo mortal como el mío. ¿Cómo puede atravesar la puerta del cielo mi cuerpo limitado, llagado, herido? Jesús me muestra hoy el camino que he de seguir. En cuerpo y alma. No sólo el alma. «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo». Mi cuerpo limitado está llamado a pertenecer al cielo para siempre. No lo entiendo. Mi cuerpo cuando sea glorioso como el suyo. Y aun entonces conservará las huellas de las heridas recibidas, de los amores rotos, de las traiciones causadas y recibidas. Guardará las huellas de los abrazos dados y las de los guardados. Mi cuerpo morará con el de Jesús, con el de María, con el de los santos, con el de las personas que amo. Mi cuerpo pobre. Mi carne corruptible. Mi cuerpo lleno de tentaciones e impurezas. Ese cuerpo que he despreciado en ocasiones. Porque me inducía al pecado. Tantos pecados esclavizantes a los que me conduce en sus límites. Y aún así está llamado al cielo. Estaré con Jesús para siempre entre aclamaciones. Estoy llamado al cielo con toda mi historia. Con todas mis vacilaciones y dudas. Con todos mis miedos y traiciones. La puerta de Jesús se abre hoy ante mis ojos para mostrarme el camino. Y se funden en mi corazón la tristeza y la alegría. El gozo de haber amado y haber sido amado. Me guardo el abrazo de Jesús en mi alma. Su presencia cálida en mi ser. Y la pena de su partida. La separación necesaria. Porque es necesario que parta para que venga el Espíritu, su presencia viva en medio de los hombres. Y entonces ya no habrá límites físicos ni de tiempo. No habrá vejez ni dolores. El Espíritu lo penetrará todo, lo cambiará todo en mi vida, en la vida de los que amo. Los límites se van hoy con el cuerpo de Jesús. Y me muestra el camino. Donde está la cabeza para siempre allí estará su cuerpo. Y la vida de todos los que Él ha amado en su camino. Me conmueve esa puerta que hoy se abre. Dios me ama en cuerpo y alma. No ama sólo mi espíritu. Comenta el P. Kentenich: «Como nuestra capacidad de amar se pone más intensamente en movimiento cuando la despiertan muestras de amor, Dios nos ha colmado de innumerables beneficios en el cuerpo y en el alma. Él espera que conozcamos y reconozcamos sus dones y que creamos con fe que Él nos ama como la niña de sus ojos»[3]. Hoy me está diciendo Jesús que me ama como soy. En mis límites, en mis virtudes, en mis carencias y en mis talentos. Ese amor intenso me salva.

Jesús me envía hoy desde el monte como a sus discípulos: «En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: - Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». Les pide que no teman. Él va a estar todos los días de su vida protegiendo su camino. Me conmueve esta promesa. A veces me parece que Dios no está en mi camino. Cuando las cosas no resultan como yo deseo, cuando mis planes no se realizan. Y alzo mi voz al cielo gritando para que me oiga. Quiero saber por qué las cosas no suceden cuando yo quiero. Hoy me lo recuerda: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad». Los tiempos de Dios no son los míos. Ni sus caminos los que yo añoro y deseo. Tiene otros planes. Pienso en esta pandemia. Me ha sucedido en el mejor momento de mi vida. ¿Es cierta esta frase? Oigo muchas quejas. Había tantos planes sobre el tapete. Tantas posibilidades con las que había soñado. ¿Es este el mejor momento para que suceda todo esto que altera mis planes? Sin duda. Siempre que sucede algo en mi vida quiero pensar que es el mejor momento. Pero no lo hago con una mirada ingenua y torpe. No es así. Hoy de verdad es el mejor momento para que Jesús se vaya el cielo. Es el mejor momento de mi vida cuando he perdido a un ser querido. Cuando he perdido mi empresa. Cuando no puedo estar con la persona a la que amo. Cuando no puedo seguir compartiendo la vida con quien amaba porque me ha dejado. Sí, hoy es el mejor día. O como dice otra frase: «Esto es justo lo que yo quería». Sus planes no son mis planes. Por eso es lo mejor. Es lo que Él quiere, porque Él no se desentiende de mí, no me abandona a la suerte, no se olvida de mi vida. Me va a acompañar todos los días de mi vida. Va a estar presente en mí allí donde me encuentre. Y en ese lugar en el que tenga que vivir estos días sin duda será el mejor lugar. Mi tierra, con los próximos con los que comparto la vida. Con las renuncias que forman parte de cualquier camino, de cualquier amor. Esa mirada es la que me da esperanza y alegría. Esto es justo lo que yo quería, aunque elegiría mil veces el camino de la salud, de la vida, del amor fiel. O el camino contrario a aquel por el que camino. Pero mi suerte está en Dios que siempre es fiel y no me deja. Lo que Él permite en mí es lo mejor, aunque no entienda. Decía el P. Kentenich: «Dios tiene un plan de amor con cada persona. No llegaremos a tener una plenitud de vida que incluye la paz y la alegría del corazón, sino nos preguntamos cuál es este plan y cómo podemos vivirlo y poner todo de nuestra parte para que esto se realice»[4]. Su camino es mi camino, mi mejor camino. Va a ser el que me haga más suyo, más santo, más dócil, más generoso. Es su camino el que elijo, el que me lleva con prontitud a su presencia. Mi corazón se alegra. Justo lo que yo quería. Esa mirada lo cambia todo. Dejo de vivir amargado y lleno de quejas y lo miro todo con una sonrisa de paz y esperanza. Esta pandemia es justo lo que yo quería. ¡Qué contradicción! Cuando ha provocado tantas muertes y dolores, cuando ha llevado a la ruina a tantas personas. ¿Cómo puede haber un bien escondido en medio de tantas ruinas? Dios es el único que puede sacar un bien de un mal, una perla preciosa de un poco de tierra. Puede hacerlo todo porque me ama con locura y convierte mis terrenos pedregosos en anchos caminos llenos de flores y árboles. No tengo miedo porque confío. Le he perdido el miedo a la vida. Dejo de temer que esta pandemia me quite la paz. Mi vida es para la eternidad. Estoy llamado a confiar en medio de mis tormentas exteriores e interiores. Confío en que ese Dios al que amo nunca me va a dejar sin esperanza, no me va a abandonar, no se va a alejar por otro camino. Va a caminar a mi paso y va a realizar la promesa de plenitud que un día tejió en mi pecho. No le tengo miedo a la vida.

 



[1] Epicteto, Manual de vida

[2] Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad

[3] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[4] J. Kentenich, Niños ante Dios

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