Homilía del padre Carlos Padilla - 24 de noviembre de 2019

Domingo 24 de noviembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo Cristo Rey

2 Samuel 5, 1-3; Colosenses 1, 12-20; Lucas 23, 35-43

«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.                                                           Jesús le dijo: - Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso»

24 noviembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«El ejemplo me lo dan los que aceptan su verdad y las consecuencias de su actitud coherente. Los que están atentos porque la vida da oportunidades. Los que sufren y no se hunden ni desaniman»

Hay muchas maneras de enfocar la propia vida. Hay muchas formas de caminar. Hay muchos caminos posibles. Muchas elecciones. Quizás siempre la pregunta se centra en saber qué decisiones van a hacerme feliz. O quizás, si he sido capaz de mirar más hondo, llego a entender que hay un camino que se adapta a mí, o yo a ese camino. Que hay huellas en las que caben mis pies, y otras que me quedan grandes o pequeñas. Y a veces veo que podría haber recorrido otros caminos distintos. Pero quizás no eran los que Dios pensaba para mí. Y me quedo pensando en las decisiones pasadas, y en las que se abren ante mis ojos. Recuerdo la voz de Dios y sus silencios. Pienso en los pasos errados y en los acertados. En las noches de invierno y en los días de sol. Pienso en el camino de mi vida. Y me gustan las palabras de Santa Teresita: «Todo está bien cuando no se busca más que la voluntad de Jesús. Por eso, yo, pobre florecilla, obedezco a Jesús, tratando de hacerle el gusto a mi Madre amada»[1]. Así de sencillo. Así de difícil. Encontrar que Dios tiene la respuesta que yo busco. Y que hay lugares en los que haré feliz a muchos, y lográndolo, seré yo feliz. Y hay otros lugares en los que no lograré la paz que sueño. Como decía María Rocío: «Un hombre que confía sin tregua en la providencia de Dios, porque se sabe amado por Él. Que establece lazos de amor con todos y con todo. Que es y se siente libre, que aspira a sublimar su naturaleza humana dañada, ¿no es ya, en buena medida un hombre feliz?». En el camino está la felicidad. No tanto en la meta. En la lucha constante por acercarme a ese Dios que me resulta esquivo. En el esfuerzo por escuchar su voz que es un susurro. Y por cumplir aquello que me insinúa. A veces no soy feliz porque no le pertenezco. Y no son míos sus deseos. Ni sus sentimientos los que habitan en mi alma. Y rezo con las palabras del P. Kentenich: «Hasta ahora tuve yo el timón en mis manos. En el barco de la vida a menudo te olvidé. Me volvía desvalido hacia ti de vez en cuando, Para que la barca navegara según mis planes. Concédeme, Padre por fin la conversión total. En Cristo quisiera anunciar al mundo entero: - El Padre tiene en sus manos el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta. Ahora me dejo guiar ciegamente por ti. Quiero elegir solamente tu santa voluntad. Como tu amor me guarda siempre, cruzaré contigo noches y tinieblas». Quiero tener su voluntad en mi pecho. Quiero la conversión total que me cambie por entero. Quiero alcanzar las nubes que parecen tan lejanas. Quiero retener el agua que corre en un torrente. Quiero abrazar los vientos que calman mis miedos. Quiero navegar más hondo sin temer la tormenta. Quiero ser yo mismo siempre en el corazón de Cristo. Sé que si soy feliz haré felices a muchos. Y si me amargo amargaré a otros. Tengo claro que puedo correr más, aún tengo fuerzas. Pero ni aun así sé si llegaré tan lejos como cuando me dejo llevar por su viento. A veces no me gustan tanto sus deseos. O no comprendo bien lo que me conviene. Y me aferro como un niño a su juguete perdido. Y deseo retener la ruta que ha recorrido mi barca. Con lo sencillo que sería hacer siempre la voluntad de Dios. Y elegir cada día lo que más me conviene. Pero no sé bien por qué me he creado dependencias demasiado absurdas. Y mis adicciones acaban por volverme loco. Y me empeño en querer hacerlo todo yo sin contar con nadie. A mi manera. Sin darme cuenta de que cuando voy solo lo hago todo mal. Y cuando me dejo complementar y ayudar todo va mejor. Que no tengo siempre la última palabra. Ni lo sé todo. Ni hago bien todo lo que empiezo. Y mis miedos me detienen en medio del camino. Porque me asustan el fracaso y la muerte. Quiero confiar más de lo que confío. Confiar en el camino trazado por el amor de Dios en mi alma. Dejar que sea Él quien lleve el timón de mi barca. Y no pretender ser yo el capitán de mi navío. Dios me ama. Y eso me basta para ser feliz. Y yo sólo quiero aprender a amar desde mi torpeza.

No sé por qué no sigo luchando cuando parece todo perdido. Dejo de lado el sueño de la victoria. Pinto de gris los colores vivos que me encienden. Olvido las motivaciones, y las risas, y la voz calmada de quien me dice que siga creyendo. No sé por qué de repente me veo solo en medio de la oscuridad. Sin luces, sin salidas. ¿Cómo seguir soñando? Decía el tenista Rafael Nadal: «Mi enemigo no es la derrota, mi enemigo es el miedo a perder». Tengo miedo a perder y me bloqueo. Súbitamente la confianza en mí mismo se esfuma. Y lo que antes parecía fácil se torna imposible. Al menos así lo ve mi mirada pesimista. Comentaba Rafael Nadal después de ganar un partido de tenis tras una remontada épica: «En mi opinión, el ejemplo no es la remontada, el ejemplo, en mi opinión, es no romper una raqueta cuando tienes 5-1 en el tercero o no estar fuera de control cuando las cosas no van de la manera correcta. Simplemente mantenerse positivo, permanecer en la cancha, aceptar que el oponente está jugando un poco mejor que tú y aceptar que no estás tan bien. Ese es el único ejemplo. Porque a veces la frustración llega cuando crees y te consideras demasiado bueno y no aceptas los errores que estás cometiendo. Y para mí ese es el único ejemplo que puedo tratar de dar. No te consideres demasiado bueno. Acepta los errores, porque todo el mundo tiene errores y sigue adelante tras los errores. Esa es la única manera». Es cierto. Lo que educa como ejemplo no es ganar o perder. Sino la actitud que yo tenga en ambos momentos. Mi mirada infantil que se frustra con los contratiempos. La mirada tan humana que me hace desconfiar de las estrellas. ¿Cómo voy a confiar si siguen su rumbo sin escuchar mi voz, sin hacer caso a mis deseos? Desconfío de lo que no controlo. Y también desconfío de mí cuando empiezo a perder fuerzas, o cuando las cosas no van bien. Me frustro, me altero, grito, me enfado. ¿Qué sentido tiene tirar por la borda lo que aún no está perdido? Mientras tenga un minuto más para vivir puedo hacer algo. Puedo cambiar mi vida. Puedo llegar más lejos. Puedo cambiar mi actitud. Mi enemigo son los fantasmas que vuelan en mi corazón diciéndome que mi vida no vale tanto. Que no merece la pena seguir remando, luchando, corriendo. Que no voy a lograr lo que deseo, que me olvide. Que es imposible. Y yo me lo creo. Y dejo de esforzarme. No quiero perder el sentido de lo que vivo. No es un juego. Es un sueño posible. Una batalla. Una oportunidad más. Sólo eso. Y sigo caminando por los caminos que llevan al cielo. Mientras todo parece extrañamente claro delante de mis ojos. Es una lección aprender de los que trabajan, se esfuerzan y luchan sin perder nunca la esperanza. Es una forma de vivir que me da vida. No todo son derrotas o victorias. Tengo mucho que aprender. No es el éxito o que resulten mis planes. Se trata de ir educando el corazón. Es la tarea que tengo por delante. Un corazón valiente, fuerte, audaz. Un corazón que no deja de luchar, aunque parezca difícil seguir adelante. Un corazón intrépido que sigue dispuesto a dar la vida. La lección me la da el enfermo que mira su vida con paz y vive su día con paciencia. Me la da el pecador que no se asombra ante una nueva caída, que no se acostumbra y vuelve a levantarse queriendo hacerlo todo mejor. El ejemplo me lo da la persona que renuncia a lo que cree tener derecho por amor. Aunque salga perjudicada. Pero sabe que es lo que Dios espera de ella. El ejemplo me lo da ese hombre débil que cae agotado y no deja de mirar la meta mientras se levanta herido. El ejemplo me lo da el que lo ha perdido todo en la vida y sigue sonriendo, sabiendo que cada día es una nueva oportunidad para seguir amando. El ejemplo me lo dan los que perdonan, habiendo sido heridos, difamados, condenados injustamente. El ejemplo me lo dan los que se aman después de tantos años, con deficiencias, con problemas y vuelven a levantar en sus vidas cada mañana el estandarte de la esperanza. El ejemplo me lo dan los que no envejecen en el corazón aún pasando los años y se abren a los que aún no conocen, queriendo encontrar en ellos un motivo para seguir luchando. El ejemplo me lo dan los que no juzgan ni critican llevados por las apariencias. Miran con bondad a los que han caído. Y aceptan sin temor a los que no son como ellos. El ejemplo me lo dan los que trabajan todos los días desde la mañana a la noche y no siempre logran lo que se han propuesto. Pero al final del día sonríen agradecidos. Poder trabajar y luchar todo el día es ya un privilegio. El ejemplo me lo dan los veraces, los que nunca mienten, los que aceptan su verdad y las consecuencias de su actitud coherente. El ejemplo me lo dan los que siempre están atentos porque la vida da oportunidades que se lleva el viento y tengo que saber aprovechar cada minuto que tengo entre mis dedos. El ejemplo me lo dan los que sufren y no se hunden ni desaniman. Y siempre tienen una palabra de elogio para el que ha triunfado, para el que es más fuerte. El ejemplo me lo dan los que nunca se comparan y conservan no sé bien cómo un corazón inocente, de niño que alza las manos al cielo siempre agradecido. Yo necesito esos ejemplos para levantar el vuelo. Y quiero ser ejemplo en mi forma de vivir la vida. Desde mis límites y caídas. Desde mi pobreza y debilidad. Pero sabiendo que Dios hace obras de arte con mis días. Cuando me dejo hacer como el barro entre sus manos.

Me gusta la mirada de María. Esos ojos que me persiguen en el Santuario, no importa dónde me arrodille. Allí están, mirando, acogiendo, comprendiendo. Nunca he sentido un reproche, una mala cara. Tan lejos de mi forma de mirar. No se fija en mi ropa, ni en mis gestos. Se conmueve si me vence el sueño. Acepta mis excusas. Recoge mis miedos. Calma mis heridas. Me viene al corazón la letra de una canción: «En el jardín oculto de tu belleza. Allí donde las flores cubren la hierba. Allí donde descanso en ti, María. Allí donde tus aguas calman mi herida. En el pozo profundo de tu agua pura. Donde busca mi alma la paz sagrada. Allí donde yo vengo a ti, María. Deja que en ti mi fuente tenga agua viva». Pienso en el jardín de María en mi propia alma. En ese lugar oculto donde sólo Ella reina, vive y me regala su paz. Su mirada se posa en lo más sagrado que tengo, en lo más oculto. Y yo en Ella descanso. En su regazo, en su abrazo. Así es María. Madre que mira. Como esa Virgen morena en Guadalupe que mira bajando sus ojos sobre mí. Me impresiona esa mirada compasiva llena de misericordia. Mirando al desvalido, al pobre, al indigente, al que no es digno, al que no tiene nada, al que sólo busca merecer una mirada. La compasión se derrama en esos ojos que se agachan, que se abajan. Me siento indigno y pobre. Y su mirada me salva. Me levanta, me hace digno sin serlo. Bendito misterio. Esa mirada me abrazó un día por la espalda. Cuando yo no la buscaba. Asaltó mi vida sin yo quererlo. Y dije sí de repente, en una gruta, sí a su plan, a sus preguntas. Y me dejé hacer por Ella, en sus manos de Madre. Descubriendo mis amores ocultos, mis sentimientos más hondos, mis pasiones dormidas. Ella vio a través de mi muro a ese niño asustadizo y cobarde. Descubrió su inocencia turbada. Ensanchó mi alma, como dice la poesía del P. Joaquín Allende: «Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remansos ni playas. Así era mi alma antes de que tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca, tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté, que me alzaras como río en el hueco de tu mano, para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz». Acepté que tomara mi vida en sus manos. Que me alzara en el hueco de su mano. Y me hice dócil. Y las aguas se calmaron. Y la temperatura de hielo se tornó de paz. Y sentí ese abrazo eterno que sostiene mis pies ante la caída. Y levanta mi alma herida para que pronuncie su sí, su fiat. Y yo me dejo. Entre sonrisas y lágrimas. Ensanchar el alma siempre duele. Se resiste la piel por dentro. Es como estirar hasta extremos imposibles. Y duele dejar de ser egoísta, o egocéntrico. Romper los muros de mi comodidad, de mis miedos. Hacer que mis aguas sean navegables para tantas almas que quieren vivir y tener esperanza. Y yo me dejo. Aunque duela. Aunque el corazón se resista. María cambia mi vida. Me capacita para lo imposible. Me hace surcar mares lejanos. Me hace creer que soy mejor de lo que yo creo. Me hace pensar que los demás también son mejores. Me hace mirar a ese niño escondido en mi alma. Al niño escondido en cada alma. Y me pide que confíe: «¿No estoy acaso yo aquí que soy tu Madre?». Me pide que deje atrás los miedos. Que no busque seguridades humanas. Que no pretenda que todo esté en orden. Que no quiera no caer nunca y vencer siempre. Que no dude de su cuidado y cercanía. Y que mi única confianza esté en Dios, anclada en lo más alto. Solo me pide que le entregue mi corazón. Aunque esté roto. Aunque sienta a veces que no vale nada. Lo único que necesita es que me abandone en sus manos, confiado. Yo quiero creer que es posible. Lo extraordinario puede ser ordinario en mi vida cotidiana. Un Dios que me viene a ver. Una Madre que me mira llena de compasión y ternura. Y yo me dejo querer, como los niños. Y sé que tengo una misión por delante. Un camino imprevisible. Unas hazañas alcanzables. Porque cree en mí y pone sobre mis hombros una misión inmensa. El P. Kentenich me lo recuerda: «Solamente el que esté provisto de una confianza inquebrantable en esta fuerza y misión divinas podrá aventurarse sobre el agitado y tempestuoso océano de la vida»[2]. Yo creo en esa misión divina. No me hago portador de un sueño propio. Es Dios el que me envía. Es María quien pone sobre mis hombros una carga imposible. Y me pide que confíe. No me deja quieto. Me pone en camino. Me pide que no vuelva la mirada hacia atrás con miedo a perder lo que tenía. Que no viva fuera de la tierra a la que me envíe. Que asuma cada tarea con alegría, feliz, dispuesto a dar la vida. ¿No he nacido acaso para entregar mi vida? ¿No es eso lo que Dios me pide? Se lo digo en mi corazón: «Ante ti Jesús te entrego mi vida, mis miedos mis sueños, mis deseos de libertad. Te lo entrego todo tuyo soy». Y María sonríe. Yo ya no temo. No sé cómo pero su abrazo se graba en mi alma. Se imprime su mirada dentro de mi corazón. Y vuelvo a creer en los sueños imposibles. Y vuelvo a emprender caminos inseguros. No tengo nada que perder. Nada poseo. Y voy seguro con su mirada compasiva detenida en el niño que llevo dentro. María tiene el poder. Ella es Reina en mi vida. Ella tiene el cetro que yo le entrego. Ella puede vencer en mí. Yo me dejo. Le regalo todo lo que tengo para que reine en mi vida.

Pienso en el Reino de Dios. A veces quisiera que se manifestará de forma visible, para estar tranquilo, para ver que voy bien, para tener certezas. Me gustaría que Jesús fuera tan poderoso que acabara con las guerras, con la muerte, con la enfermedad. Me gustaría que derribara todos los muros que me separan de tantos. Me gustaría que destruyera mis deficiencias y acabara con mis debilidades, para poder ser fuerte. Que me sacara el aguijón de la carne que me hace sufrir y me impide llegar más lejos. Que limitara mis dolores, e hiciera posibles mis sueños, tantas veces incumplidos. Me gustaría que acabara con la pobreza en mi vida, en la de tantos que sufren de forma injusta. Querría que acabara con esos sufrimientos incomprensibles que veo en tantas personas a mi alrededor. Me gustaría que fuera tan poderoso que todos no tuvieran más remedio que creer en Él. Y lo alabaran por las obras de amor que ha hecho en sus vidas. Me gustaría que derribara de sus tronos a los altaneros y a los orgullosos, a los ambiciosos y a los corruptos, a los vanidosos y a los mentirosos. Me gustaría que su poder fuera ilimitado y yo lo viera actuando en mi carne, en mi vida. Me gustaría ver el cielo triunfante aquí en la tierra, por encima del pecado y de la muerte. Hoy escucho en boca del apóstol: «Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. El nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados». Su reino no es de este mundo. Y a la vez está presente en él, en cada corazón que lo alaba y adora. Pero no lo veo, quisiera que se manifestara de otra forma. No de forma tan invisible. Sé que no se va a manifestar a mi manera, sino a la suya. Eso lo sé, pero me cuesta no verlo rodeado de poder y majestad. Sé que va a actuar como rey de forma oculta y no visible para los hombres. Mi corazón se turba. Va a hacerse fuerte en medio del misterio del dolor y de la cruz. Y no en la alegría y la felicidad que sólo en el cielo serán plenas. Me asusta este reino aparentemente tan débil que parece incapaz de vencer ni al mal ni al odio. Ese reino impotente sucede aquí y ahora en medio de mi indigencia, oculto bajo la piel humana. Y me cuesta que mi rey sea impotente, débil, crucificado, sin nada, indigente. Y me quedo pensando que el reino está dentro de mí mismo, en mi propio corazón, cuando me abro a Él como decía el P. Kentenich: «Para hacer la guerra en el Reino de Dios se necesita oración. Y nosotros queremos hacer la guerra en el Reino de Dios. ¿Qué tenemos que hacer entonces? Debemos rezar, rezar y otra vez más, rezar. Que siempre brille y arda en mi corazón la lámpara de la oración perpetua. Doy mi vida por mis ovejas permanentemente, elevando mis pequeñas ovejas a Dios en mi corazón»[3]. El reino se manifiesta en mi alma abierta a la gracia. En mi capacidad para acoger la vida que se me confía. Su reino se hace fuerte en mi debilidad. Demasiadas paradojas. No las entiendo. Cuando miro dentro de mí veo sólo una lucha constante entre la luz y la oscuridad, entre la virtud y el pecado, entre la esperanza y el miedo. Una lucha como la que mantiene el mundo cada amanecer en esa punga entre el sol y las estrellas. Una lucha entre la noche que está muriendo y el día que comienza a nacer. Esa misma lucha ocurre en mi alma, pero en ella aparentemente no vence siempre el sol. Reina la oscuridad tan a menudo y me da miedo no ver a ese Jesús que quiero que sea el rey de mi vida. En mí son otros los que reinan, otros los que tienen poder sobre mí. Y me asusta mi propia impotencia para seguir a Jesús y proclamarlo rey de mi camino, de mis sueños, de mi vida. ¡Lo veo tan débil! Quisiera que me defendiera en mis batallas. Y triunfara en mis derrotas. Que enmendara mis errores. Que resolviera mis desaciertos. Quisiera que venciera en todas mis tentaciones. Y se hiciera fuerte cada vez que me desvío del camino marcado, el que me hace más pleno y feliz. Su reino impotente me parece demasiado débil. Lo veo morir en la cruz y surge el desaliento. Ni siquiera Él pudo escapar del sufrimiento. ¿Qué me espera a mí que soy discípulo suyo? Prefiero burlarme de su fragilidad como hoy escucho: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si Él es el Cristo de Dios, el Elegido. También los soldados se burlaban de Él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: - Si Tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!». Y vuelvo a recordar en mi corazón que su reino no es de este mundo. No tiene las mismas categorías, no nace de la misma forma. Nace en lo oculto. Se hace fuerte en lo invisible. Cambia el mundo de forma silenciosa. No hace ruido. No quiere convencer a nadie a la fuerza. El que acepta formar parte de ese reino no busca el reconocimiento del mundo. Ni su gloria. Ni sus aplausos. Busca la paz que deja ese nacimiento de Jesús en el alma. Ese reino de justicia y paz que nace en mi corazón y se hace visible en mis obras. Que son suyas.

Sueño con un reino de verdad, de justicia, de amor, de paz. Un reino suyo aquí en la tierra. Deseo que sean verdad sus palabras. Un reino en el que Jesús se haga fuerte. Un reino en el que sus hijos, llevando su rostro grabado en el alma, sean los que reflejen una forma distinta de vivir, de entender la vida. El P. Kentenich lo describía de esta forma: «Allí se trata, en primer lugar, de una familia reunida en el amor. Reina en la familia un amor que lo abarca todo. Pero también reina en ella el espíritu de pureza, de paz, de alegría, de verdad, de justicia»[4]. Se trata de soñar con una forma diferente de vivir. Una manera distinta de enfrentar el trabajo. Trabajar buscando el bien de muchos, especialmente de los más desfavorecidos. Sueño con una forma de entender la vida en la que no desee llevarme yo el beneficio a costa de nadie. No quiero vivir continuamente en competencia. No quiero quedar siempre por encima de los demás. Sueño con un reino en el que no haya corrupción, donde nadie quiera enriquecerse a costa de otros. ¡Veo tanta corrupción a mi alrededor! Y me justifico pensando: «Como todos lo hacen, yo también». Sueño con un reino en el que se respeten los derechos de cada uno. Que a cada uno se le dé lo que le corresponde. No más y tampoco menos. Sin negar a nadie lo que le corresponde en justicia. Un reino en el que se respete la justicia y no prevalezca la inmunidad ante el abuso, la violencia o el crimen. Sueño con un reino de Dios en el que las aspiraciones sean todavía más altas. Los cristianos son capaces de renunciar incluso a lo que les corresponde si con ello benefician a los más desfavorecidos. En ese reino de Dios el trato a los que tienen menos es un trato de privilegio. Todos son iguales a los ojos de Dios, todos son amados como hijos predilectos. En ese reino no hay desprecio hacia el que menos tiene, o hacia el que no ha tenido formación o acceso a los estudios. Es un reino de justicia, en el que los poderosos no oprimen a nadie, sino que ponen su poder al servicio de los más débiles. ¿No sería eso acaso el cielo en la tierra? ¿Es una utopía desear que esos valores nuevos se hagan carne en mi propia vida? Me encuentro continuamente con actitudes tan diferentes. Veo cómo la chispa del odio amenaza por incendiar la familia, la sociedad, las relaciones fraternas entre los hombres. La envidia enciende el fuego y surge el deseo de poseer lo que el otro tiene y arrebatárselo. Nada parece seguro, a resguardo. Mi propia vida se siente amenazada. El egoísmo y la avaricia limitan el uso de esos bienes que deberían alcanzar para tantos. Pero son muy pocos los que los poseen para su propio bien. Sueño con ese reino de santos en el que el amor prevalezca sobre el odio. Y la generosidad sobre la avaricia. Esto sucede en la medida en que hay más hombres dispuestos a renunciar a su propio bien por el bien de muchos. Hombres con mirada pura que desean que los demás crezcan, aunque ellos tengan menos. No es fácil encontrar esa forma de mirar. Esos hombres son capaces de negarse a sí mismos poniendo por encima de su propio interés el interés del prójimo. Esa forma de vivir la vida me sigue desconcertando y a veces llega a parecerme imposible en la tierra. ¿No estaba Jesús soñando con lo imposible cuando se encarnó entre los hombres? Estoy quizás demasiado acostumbrado al olor del pecado. Me siento cómodo en la mediocridad. Deseo vivir bien, una vida fácil. Y me parece tan lejano el sueño de ese reino aquí en la tierra. El olor de los santos me sigue sorprendiendo y cuestionando. ¿Es posible vivir en este mundo de otra manera? Sueño con un reino de paz, de justicia, de verdad. Un reino en el que los pequeños sean ensalzados. Y los ambiciosos reciban reprensión por su egoísmo. Un reino en el que Cristo brille en el rostro de los suyos. Porque su vida está llena de esperanza y alegría. Yo conozco ese reino oculto en medio de la carne. Lo he visto en lo secreto del corazón de aquellos que viven en Dios casi sin darse cuenta. He palpado su mirada llena de bondad y belleza y me he sentido aceptado y querido por ellos tal como soy. He notado la presencia del Espíritu de Dios sembrando vida a manos llenas en la tierra de tantos. He visto el fuego ardiendo en muchos corazones, en mi propia alma. Un fuego que purifica y aumenta el amor. Que elimina las imperfecciones y eleva el alma. El verdadero amor renuncia por amor al otro. Se pone en segundo plano y se sacrifica. Y es capaz de enaltecer a todo el que se le confía. Sólo los santos están dispuestos a sufrir difamaciones y desprecios por amor a Cristo, por amor a los hombres. Sólo los santos se levantan cada mañana con esperanza después de las derrotas y están dispuestos a cambiar el pequeño mundo sobre el que tienen influencia. Ven que su felicidad no consiste en la satisfacción de todos sus deseos sino en la entrega generosa de sus vidas por amor a los hombres. Siembran la paz porque el orgullo no es el que manda en sus corazones y están dispuestos a no pelear por imponer siempre sus criterios, sus puntos de vista. Buscan perdonar y acoger a los diferentes. Quieren respetar y unir a los que no se encuentran en paz, reconciliándolos. Los santos son capaces de cambiar el mundo. O mejor dicho, es Jesús en ellos el que lo consigue.

Jesús promete el paraíso al buen ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le dijo: - Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso». Es curioso llamar bueno a un ladrón. Mejor sería llamarlo ladrón arrepentido. No lo sé. Pero en la tradición el buen ladrón es el que pide perdón. Y el malo el que sólo quiere que Jesús muestre su poder: «Uno de los malhechores colgados le insultaba: - ¿No eres Tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Son dos actitudes ante la vida. Dos posibles miradas en la misma situación de crisis. Dos hombres que están muriendo. Uno ve en Jesús la posibilidad del milagro. Si es Dios, que actúe. El otro no reprocha nada, sólo quiere el paraíso. Sólo sueña con el cielo. Reconoce su culpa: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho». El buen ladrón es consciente de su fragilidad. La confiesa ante Jesús. Le suplica el perdón del cielo. Me conmueve. Un hombre arrepentido al mirar cara a cara a la muerte. Sus palabras son escuchadas. Jesús ve su mirada, su actitud del alma. A veces no miro así a Jesús cuando me siento culpable. Más bien huyo, me alejo, me siento indigno. El buen ladrón se siente niño ante Jesús. Lo mira y pide algo imposible. Ve un reino más allá de la carne, de esta vida. Tiene una fe que me impresiona. Jesús está muriendo y él ve su corona. Es impotente y no puede defenderse y logra ver todo su poder. Está exhalando su último aliento y él ve una vida que vence la muerte. Y cree en un reino que no pueden tocar sus manos, ni ver sus ojos. Cree contra toda esperanza cuando lo lógico, lo humano, es suplicar en ese momento un milagro. Que me salven. Que me quiten la enfermedad. Que me rescaten de la muerte al borde del abismo. ¿Acaso no es Dios justo y misericordioso? Que actúe ahora cuando todavía hay esperanza y no se ha agotado aún la vida. Pero ver a un rey en medio de la muerte. Ver a un salvador cuando todo parece perdido. Es imposible. Mis ojos se detienen en la piel, en la vida que palpita, en la esperanza concreta para este día, para este tiempo que me queda de vida. La fe del buen ladrón es un canto de alabanza. El buen ladrón entona ese canto de esperanza que hemos escuchado: «¡Qué alegría cuando me dijeron: - Vamos a la Casa del Señor! ¡Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!». ¿Cómo se puede alabar a Dios muriendo? Así lo hace él y suplica. Y Jesús le promete el cielo. Es una de las siete palabras que Jesús dijo desde la cruz. Es la respuesta a una pregunta confiada. Estará con Él ese mismo día en el paraíso para siempre. ¿Y el pecado? ¿No había robado, matado, sido injusto? ¿No parece eso una misericordia excesiva que no beneficia al hombre justo? Merecía pagar el precio del mal causado. Jesús le perdona la deuda completamente y lo eleva al cielo. Sin penitencia, sin exigencias. Y es él el primer santo que comparte el cielo con Jesús ese primer día. Me impresiona. Sólo estuvo con Jesús unas horas. Y eso cambió su corazón alejado de Dios. Le cambió la mirada. Le cambió las exigencias de su alma. Se sintió débil ante Jesús. Pobre, necesitado. Y encontró el perdón más grande. Ese es su reino. Supera mis expectativas. Es más fuerte que mis miedos. Más grande que mis pretensiones. Su reino no es de este mundo y la puerta se abre aquí, delante de mis ojos. No en el lugar ideal, no en el momento escogido. Cuando menos lo espero veo a Jesús sufriendo conmigo mientras sufro. No le echo en cara que no hace nada para salvarme. No le pido que actúe y haga algo. No suplico, aunque lo desee. Una persona me comentaba en su enfermedad: «No le puedo pedir el milagro de que me cure, aunque lo desee. Sólo le pido que me dé paz, alegría, esperanza. Y ánimo de lucha. Eso le pido». Como ese ladrón arrepentido. Que miraba a Jesús no para que lo bajara de la cruz, sino para que le diera la esperanza de una vida para siempre. Esa fe me conmueve. ¿Qué le pido yo a Jesús en medio de mis luchas? Me pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?». Y yo tengo mil milagros posibles en mi lista de deseos. Y se me olvida pedirle lo más importante. Que me cambie la mirada del alma. Que cambie mi actitud ante la vida. Que cambie mi corazón enfermo que no ve el propio pecado y vive buscando culpables. Que me quite esas exigencias que me enferman y llenan de amargura el corazón. El milagro más grande es que me cambie por dentro. Deseo vivir muchos años en la tierra. Pero más aún deseo el paraíso. Deseo el amor para siempre. Y una vida plena en la que no haya ocaso. Deseo vivir con Él en una eucaristía plena en el cielo. Y quiero que mi alma se ensanche en la tierra. Que mi alma se haga grande. Y mi mirada más pura.

 

 



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[3] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[4] El Fundador a las familias, 1966, p. 60-61

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