Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de noviembre de 2018

Domingo 25 de noviembre de 2018 | Carlos Padilla

Domingo de Cristo Rey

Daniel 7, 13-14; Apocalipsis 1, 5-8; Juan 18, 33-37

«Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado»

25 noviembre 2018 P. Carlos Padilla Esteban

«Así es como crece el reino de Jesús en el corazón. Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos de esperanza. Y logra que me calme cuando hay violencia. Logra que me calle cuando sólo oigo gritos»

El agua sacia la sed, hace crecer la vida, despierta la esperanza. El agua que se recibe, el agua que se da, el agua que se retiene. Dice S. Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes:«La plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da».La fuente, el canal, el simple vaso. Comenta José Luis Martín Descalzo: «¡Qué difícil encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado! Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. Él era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros - ¡ah! - tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida».Pienso que muchas veces pasa por mi alma el agua del Espíritu. Pienso en el vaso, en la fuente, enel canal, también en el pozo. El agua me viene de dentro. Surge de un lugar escondido dentro de mí. Un lugar oculto en mi alma que se abre a lo eterno. Como una rotura que me comunica con Dios casi sin darme cuenta. Pienso que tengo un agua que no es mía. Que no me pertenece. Brota de una fuente escondida. A veces me veo simplemente como un vaso vacío, veo mis límites. Retengo para mí porque tengo ansias, una sed inmensa. Tengo ganas de más agua. Me siento roto. Como si mi agua se escapara por rendijas inesperadas. Quiero recibir más. Nunca es bastante. Busco formación. Quiero aprender y saber. Ser más sabio y culto. Por eso retengo todo. Como un vaso. Me lleno hasta el borde. Estoy satisfecho conmigo mismo, con mi vida, con mi saber. No sé por qué guardo toda el agua sólo para mí en un afán egoísta por conservarlo todo. Mi egoísmo se hace fuerte. Sé mucho de muchas cosas. He leído todos los libros posibles. Lo tengo todo bien archivado dentro del alma. Por si me hace falta. No lo comparto con nadie. No me rompo por amor. No me abro. Me da miedo dar en exceso y luego no tener para mí. Conservo en mi interior todo lo recibido. Sí. Soy un vaso que no se rompe, que no se da. Quizás por eso me gusta más la imagen del canal. En ese momento no retengo para mí. No me guardo todo. Dejo que el agua pase dentro de mí para que llegue a otros. El agua al pasar deja algo de humedad en las paredes. Siento que hago algo útil por los demás. Llevo el agua a tanta gente que no tiene y necesita. Todas mis acciones tienen un único objetivo: dar de beber. Porque he visto la sed que tiene el hombre. Y me he conmovido. Quiero que el agua que recibo llegue a muchos corazones. Pero a veces experimento tanto dolor cuando me quedó vacío. He corrido con ansia queriendo llegar a todos. Contentar a todos. Queriendo responder a todos sus deseos. He querido saciar la sed de amor de todo el mundo. Y me he quedado seco en el intento. Mi canal seco sin agua. No tengo nada para retener el agua. Estoy solo. Tengo miedo. Tengo sed. El canal tiene una misión. Pero es duro ser canal. Temo convertirme en hacedor de obras. Pero sin fondo. Sin reposo en el alma. Pienso entonces en la imagen de la fuente. Un surtidor de agua que no se agota. Brota de mi interior. Llega al cielo. Me gusta más ser fuente. Dar y guardar. Entregar y conservar. Salir y entrar. Correr y quedarme quieto. Lanzar el agua a lo alto y conservarla en mi interior. Muchas veces necesito hacer y ser. Casi al mismo tiempo. Actuar y simplemente estar. Hablar y callar. Hacer y escuchar. Moverme y aguardar. Gritar y guardar silencio. Quiero ser surtidor y contener el agua. Los dos extremos contenidos en el fondo de mi alma. Yo saliendo de mí y quedándome dentro. Creo que tengo algo de pozo como parte de mi camino. Contengo tanta agua dentro de mí que puede llegar a muchos. La conservo para poder darla. La guardo y dejo que salga. Me doy y me retengo. Me voy y vuelvo. Vivo la tensión que existe entre ser activo y contemplativo. Entre hacer y orar. Entre dar la vida y acoger la vida. Pienso en todo lo que puedo hacer con el agua que recibo. Puedo cambiar mi entorno, a las personas que están cerca. Es normal que cuando alguien me grita yo grito. Cuando alguien me trata de forma injusta yo me altero. Cuando alguien intenta obligarme a hacer algo que no quiero hacer, me rebelo. Es muy común que pierda la paciencia con el que me hace daño o me presiona. Lo habitual es que no guarde silencio cuando me increpan. Lo tengo claro, no tengo esa paz interior que tanto deseo. Tal vez mi pozo no está tan lleno de agua y no tengo tanto que ofrecer. Me gustaría no perder nunca mi misión. Aquel que me habla es sagrado. Me decía una persona: «Trátale amablemente porque no sabes las luchas que está viviendo». Es verdad. Normalmente no sé lo que vive aquel que me grita. No sé lo que pasa en su alma. Desconozco los motivos de su guerra. Simplemente recibo la piedra, el grito, la furia. Desconozco su origen. Pero sé que la causa es sagrada. El alma del otro es sagrada. Quiero tratarla con respeto infinito. Arrodillarme delante de la puerta cerrada. Callar cuando oigo gritos. No hacer nada cuando quieren que estalle. El agua de mi pozo me calma. Mi alma llena de la presencia de Dios. Quisiera estar siempre calmado y no lo consigo. Quisiera reposar en el corazón de Dios. Sé que tengo el alma herida.Y tal vez por eso respondo con violencia. Estoy seco. Por las grietas de mis heridas se me escapa el agua. Por eso no tolero nada cuando siento que es una agresión a mi vida. Estallo. Grito. Pierdo la paz. Me gustaría ser capaz de crear atmósferas de cielo aquí en la tierra. Así es como crece el reino de Jesús en el corazón del hombre. Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos de esperanza. Y logra que me calme cuando enfrente hay violencia. Y logra que me calle cuando sólo oigo gritos. Y entonces pacifico al violento y calmo al que está en guerra.

No sé qué tiene la luna que parece mágica. Se oculta bajo el sol sin desaparecer. Y en la noche brilla en distinta medida. O refleja la luz del sol. Ya no lo sé. Me desconcierta la luna nueva, apenas la veo. Me alegra la luna creciente que comienza a darme esperanza. Me entusiasma la luna llena que brilla casi como el sol mismo, y logra que la noche desaparezca. Me turba la luna decreciente que deja que aumente la oscuridad paso a paso. Con el sol puedo contar siempre en la misma medida. Salvo cuando las nubes se interponen. Pero aún entonces su brillo traspasa las nubes e ilumina mi día. Pero la luna. ¡Es tan respetuosa! No siempre está en la misma medida. Y aún brillando en su máxima expresión, respeta las normas de la noche. Y deja que a su lado brillen las estrellas, mucho menores, con mucha menos luz. Pero no las esconde bajo su brillo. Tiene la luna algo maternal, porque vela mis sueños. Reposa en mi descanso. Y acuna mis miedos cuando me turba no ver el sol. Cuando crece aumenta mi esperanza. Cuando decrece me anima a no desesperar. A menudo la presencia de Dios en mi vida es más como la luna. Su presencia oculta y silenciosa. Al sol no puedo dejar de verlo. Pero a la luna no siempre es fácil descubrirla entre tanta estrella. Creo que hay dos formas de brillar, la de la luna y la del sol. El sol brilla sin menguar nunca. La luna refleja una luz que no es suya. Y no siempre en la misma medida, cambia. La luna me habla de la vida misma, de mis sueños y padecimientos. Siempre está ahí, aunque yo no la vea. No se va de mi lado. Permanece en mis miedos, brillando incompleta. Y sostiene mis debilidades. Me gusta el amor de los que me aman como la luna. Están en mi vida sin verlos, siempre presentes. Callados tantas veces esperando a que dé mis pasos. Y yo los doy, sin miedo. Porque no me siento solo. Quisiera alcanzar la luna muchas veces y luego regalarla. Para el que ha perdido la esperanza. La persigo como ese sueño inalcanzable velado por las estrellas. Quiero lo imposible, regalar la luna, o que me la regalen. Alcanzar las estrellas y caminar por ellas. Tocarlas con mis manos, o que Dios me las alcance. Creo que el amor es lo que cambia mi forma de mirar la vida. Cambia mi humor, hace que la tristeza se torne alegría. Recuerdo un diálogo del Principito hablando de las estrellas: «Las gentes tienen estrellas diferentes, no son las mismas para todos. Para algunos, los que viajan, las estrellas son sus guías. Para otros, no son otra cosa que pequeñas lucecitas. Para otros, los sabios en astronomía, entrañan problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero ninguna de esas estrellas habla. Tú, sin embargo, tendrás estrellas diferentes, como nadie las ha tenido.-¿Qué me quieres decir?-Cuando por la noche mires el cielo, estaré en una de esas estrellas; y como yo reiré te parecerá que todas las estrellas ríen para ti. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!».Creo que mirar la luna y las estrellas me enseña a vivir, a reír, a amar. Dejo de mirar los problemas de cada día que tanto me turban. Y en la oscuridad de mi alma entra una luz tenue que todo lo ilumina. Miro las estrellas y la luna para aprender a mirar dentro de mí. Sin violencia, sin ruidos, sin prisas. Miro a ese Dios que está conmigo, en mi interior. Oculto y callado. Decía S. Agustín: «Las personas viajan para maravillarse ante las alturas de las montañas, las enormes olas del mar, la inmensa vastedad del océano, el movimiento circular de las estrellas, y, sin embargo, se contemplan a sí mismos sin mostrar el menor asombro. Oh, Señor, siento queTú estabas delante de mí, pero como yo había huido de mí mismo, no me encontraba, ¿cómo iba a encontrarte a ti?»[1].Busco a Dios fuera de mí, y necesito aprender a verlo en mi interior. Las estrellas de mi alma iluminan mi camino. Su reino crece muy quedo, muy dentro de mí. Casi no lo percibo. No está Dios en las estrellas, tampoco en la luna. Crece dentro de mí y me habla en medio de la oscuridad de mi camino.Y es a veces menguante. A veces creciente. A veces luna llena en mi alma. Y otras veces, siendo luna nueva, me desconcierta. Pero está. No por tener menos luz es más pequeño. No porque yo no lo vea es que no existe. Está siempre velando mis sueños y sosteniendo mi risa. Para que ría desde la estrella de mi vida con ganas. E ilumine otros paisajes y llene de música otras vidas. Quiero sostener la vida cuando esté creciendo o decreciendo. O cuando yo mismo sea luna llena que da luz en la noche. Incluso cuando me sienta vacío, o sin luz, aún entonces seguiré estando presente. En medio de la vida y de los días.

Me gustaría educar mi alma en la confianza. Creer de verdad que todo va a ir bien aunque no lo parezca. Y que incluso yendo mal voy a tener paz mirando al cielo. Hay momentos en los que pierdo la paz y tiembla mi alma. Como si todo fuera a depender de una decisión, de un paso en falso, de una mirada, de una palabra. O como si de repente Dios estuviera dispuesto a quitarme lo que más quiero. En esos momentos coincido con las palabras del P. Kentenich: «Sentimos que a veces nuestra alma está muy fatigada, que no tenemos fuerzas para seguir adelante. Entonces tiene que pronunciarse la palabra que obra el milagro, la transformación: - ¡Fiat!»[2]. En realidad, no puedo sostener el timón de mi barca continuamente y pensar que todos mis pasos están medidos y seguros. La confianza es un don que Dios me regala, un don que pido. Porque mi tendencia natural es la de desconfiar. De las personas, de las propuestas, de las ofertas que me hacen, de los planes que me proponen. No sé por qué, pero me da miedo que me hagan daño. Me esquiven, me olviden, me ofendan. Y pienso que, si doy la confianza a alguien y me falla, nunca más volveré a darla. Hay personas a las que pruebo continuamente. Si me fallan, me alejo. Si actúan como yo espero, permanezco cerca. Pero sigo expectante. Siempre me pueden fallar. Siempre las pongo a prueba, para ver si son de fiar. Me falta la confianza de los niños que se abandonan. Si así me porto con los hombres, más lo haré con Dios. Le digo que lo seguiré a donde vaya. Pero luego no quiero soltar lo que amo, lo que deseo, lo que sueño. Así es mi alma pequeña y esclava. Deseo el infinito y me conformo con retratos vagos de una realidad eterna. Jesús me pide que lo siga y confíe. Me pide que no mida lo que doy. Que no me compare. Quiere que lo dé todo sin reservas. Esa petición me desborda. Me siento como ese niño pequeño que teme perder sus juguetes. Miro a Jesús contrariado y le digo: «Es mío». Y Jesús sonríe. No sé por qué se me olvida que me quiere con locura. No sé por qué dudo tanto de su amor, de su promesa de plenitud. Me lo dará todo, me lo ha dicho de mil maneras. Ha venido a mi vida a sembrar esperanzas. Pero yo dudo. Tal vez porque no me conozco como decía Nietzsche: «¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos cuantos sondean el alma saben, muy a su pesar, que cada cual es para sí mismo lo más lejano». Me gustaría observar mi alma y saber cuáles son mis miedos. Lo que me inquieta, lo que me quita la paz. Quiero aprender a confiar más. En lo que hay en mi interior. En la verdad de mi vida. Decía Ortega y Gasset: «No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa».¿Quién soy yo? Me pregunto. ¿Quién eres Tú? Le pregunto a Jesús. Quiero acercarme a Él con pasos torpes, inseguros. Quiero pedirle que me abra las puertas del reino de su alma. Quiero que venga a Él a reinar en mi interior. Dentro de mis muros. Los que he construido por miedo a ser herido. No sé bien quién soy yo y lo que Dios espera. He puesto en sus labios palabras que no me ha exigido. Y lo he acusado de ser severo cuando Él no lo ha sido nunca conmigo. He temido sus deseos pensando que me harían daño, sin conocerlo de verdad. Aún no lo amaba. Y pensaba que no me conocía. Pero yo tampoco me conozco. Y no conociéndome, tampoco conozco cómo es Dios. Como ahora cuando pretendo que acabe con el mal de mi vida. Y del mundo que me rodea, tan lleno de dolor. Necesito aprender a mirar con sus ojos para no tener miedo. Para no dudar en medio de la noche cuando las estrellas se apaguen. Para no pensar que su reino ha de ser de este mundo. Y confiar mucho más en Él. Decía el P. Kentenich: «Un maravilloso caminar con Dios que no nos divide internamente porque no es fruto de nuestro empeño personal sino del Espíritu Santo. De ahí la importancia de pedir a Dios en oración que nos conceda ese don, que nos envíe el Espíritu para que colme y transforme nuestra alma»[3]. Quizás necesito que transforme mi alma para hacerla más confiada, más dócil. Un alma de niño que se abra al cielo. Confiar es creer en la bondad del otro. Creer que quiere siempre lo mejor para mí y nunca me va a dejar solo. Con esa esperanza quiero avanzar por la vida. Paso a paso. ¡Soy tan desconfiado! De los demás. De mis fuerzas. Y por supuesto de Dios y su poder infinito. No acabo de creer en su misericordia. Me falta fe, me lo digo tantas veces.

Hoy miro a Jesús que es Rey y lo adoro, y me conmueve ese poder que viene a salvarme: «El Señor reina, vestido de majestad».Jesús reina, pero no como quiere el mundo, no como quiero yo: «¿Qué has hecho? Respondió Jesús: - Mi Reino no es de este mundo». ¿Qué has hecho? Le pregunta Pilatos. Se pregunta quizás lo que ha podido hacer para que lo quieran matar. O quiere ver señales inequívocas de su poder:«Aquel día Pilato y Herodes se hicieron amigos».Lc 23, 12. Los dos quieren saber cómo es el reino de Jesús. Por un lado, temen perder su poder. Por otro, se sienten seguros. Ante Jesús indefenso se sienten superiores. Jesús está en sus manos. No puede defenderse. No tiene ejército. ¿Hará algún milagro? ¿Qué ha hecho realmente Jesús para que deseen su muerte? Parece que su reino no es de este mundo. ¿Hay otro mundo?Si el reino que sueño no es de este mundo, ¿qué me queda? El mundo es atractivo. Tengo la tentación de buscar a Jesús en el reino de este mundo. En lo visible. En lo que es digno de alabanza. En lo que se manifiesta como victorioso. Un reino poderoso y visible. El reino de Jesús crece en lo oculto, como la semilla que muere bajo la tierra para dar fruto. No puedo ver cómo crece. No soy capaz de distinguir su fuerza. Un reino que no es de este mundo no sirve para este mundo. Y yo quiero reinar aquí y ahora. La eternidad estálejos, en otro mundo que no conozco. Y el mundo que conozco y amo es el de aquí. El reino de Jesúsno me parece como el reino que yo espero. Yo, tal vez como Pilatos y Herodes, espero un reino de este mundo. Quizás también como los apóstoles que querían sentarse en los primeros puestos. Jesús me viene a decir que nace en mi corazón. En lo oculto de mi vida. No en aquellos actos míos grandilocuentes, llenos de belleza. No allí donde los demás aplauden a rabiar al ver mis éxitos. No, ahí no reina Jesús. Más bien reina en el silencio de mis gestos de amor. En mis actos ocultos de renuncia que nadie valora, porque no los conoce. En medio del dolor de mis fracasos. Allí reina. Cuando consigo que reine en mí dejo de lado a los reyes de este mundo. Dejo de buscar el reconocimiento y el poder. Es el suyo un reino del amor que crece en la noche. En la paz de la oscuridad. Oculto a los ojos curiosos. A veces tiendo a pensar que en lo oculto sólo sucede el pecado y la infidelidad. Creo que la mentira busca lugares oscuros para crecer. Pero no me fijo en el poder invisible y oculto del bien. Que no es noticia. El director de la película «Francisco: el padre Jorge», el argentino Beda Docampo Feijóo, comentaba: «Yo no encontré lados oscuros en Bergoglio y eso fue lo que me sorprendió». Corro el peligro de pensar que todos tienen un lado oscuro. Una sombra. Un pecado inconfesable. Una vida oculta digna de repudio. Se me olvida mirar más hondo. Hay personas que tienen un lado oculto, pero no oscuro, más bien lleno de luz. Sigo creyendo que los actos que cambian el mundo son los que no se ven. No se publican en Instagram. No salen en las noticias. Son renuncias realizadas por amor. Actos ocultos, silenciosos, callados, que cambian la realidad. Jesús reina en esos corazones capaces de un amor más grande, más sublime, más puro. No todo lo oculto es malo. No siempre el bien se expone. ¿Qué has hecho? Pregunta Pilatos porque no ve nada malo en Él. ¿Dónde estará su pecado, su lado oscuro? No parece vanidoso. No tiene rabia en el corazón. No arde en Él un rencor lleno de odio. ¿Qué ha hecho entonces? Dirán después que pasó haciendo el bien. Y recogieron algunos de esos actos que fueron visibles. ¡Cuántos actos ocultos haría Jesús! ¡Cuánta luz sembraría con sus actos silenciosos! Me gusta su lado oculto. Me gustaría a mí ser así. Proclamo siempre el bien que hago. Dejo que se vea, que se sepa. Me gusta que los demás lleven cuenta del bien que obro. Decía el Papa Francisco: «Para ser de Jesús, no basta con no hacer nada malo, hay que hacer el bien». Muchas personas al confesarse afirman que no hacen nada malo. Y seguramente es cierto. No matan, no roban, no hieren. Pero tampoco hacen el bien. Me pregunto si yo caigo en lo mismo. No hago el mal. O al menos no tanto mal como podría. Pero dejo de hacer el bien. No renuncio, no me sacrifico, no amo desde mi pobreza. Quiero aprender a pasar haciendo el bien. Eso es lo que quiero hacer. Para eso tengo que encontrarme con Jesús en lo oculto de mi corazón y dejar que Él reine en mí. Los pastorcillos de Fátima se encontraron con «Jesús oculto en el Sagrario». Un Jesús silencioso que cambió sus vidas. Así quiero yo que Jesús reine oculto en mi alma. Que mi corazón sea su sagrario desde el que vaya cambiándome. El reino comienza en mí cuando digo que sí y me abro a su poder. Cuando renuncio a mi ego y dejo que Jesús esté en el centro. Él es el que ha de tener poder sobre mí. Él es el sol, yo reflejo su luz. Y me ayuda a optar por el bien. A hacer de mí un instrumento de su amor, de su misericordia. El poder de lo oculto me impresiona. El poder del silencio se impone a los gritos de odio. El poder de una vida derramada sin que nadie aprecie su valor. El poder de la oración oculta tantas veces despreciada. El poder de los fracasos que me educan más que los éxitos. El poder del sí que pronuncio como María en el sagrario de mi corazón. Y vuelvo a empezar a dar la vida.

El reino de Jesús es un reino de paz y no de guerra.Así lo expresa Jesús:«Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí».La fiesta de hoy es una fiesta de unidad. Jesús une amando. No une a la fuerza. No une por presión. No impone la unidad. A veces quiero unir por medio de la fuerza. Con la presión de mis palabras. Pretendo que los demás piensen como yo, acepten mis puntos de vista, se callen ante mis decisiones. Pretendo unir exigiendo uniformidad. Jesús no es así. Él siempre suma, nunca resta. No necesita que yo desaparezca, me integra. No polariza, une. No somete mi criterio al suyo, respeta mi punto de vista. Hoy me vuelvo a convencer de que no estoy en guerra con nadie. No hay malos ni buenos. Simplemente hay personas que no piensan como yo. En las que el bien y el mal en su interior están en guerra. Eso se cierto. Y a veces vence en ellos el mal. No tienen escrúpulos o buscan su propio interés. Pero esos tampoco son mis enemigos. Jesús murió abrazando desde la cruz a los que lo mataban. Murió perdonando a los que lo insultaban. Esa forma de vivir y morir es la que a mí me desconcierta. Yo en seguida hago grupos, distinciones. Clasifico a las personas. Buenas y malas. Agradables e insoportables. Los que son como yo y los que son totalmente distintos. Los que no hacen lo que yo quiero y los que me ofenden u odian. Pienso que los demás están mal y yo bien. No hacen lo correcto y yo sí. Me defiendo, me protejo, me escondo. Me da miedo que me hagan daño. Leía el otro día: «La llamada al amor siempre es seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien,hacer lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna»[4]. En el reino de Jesús no hay enemigos. Se construye la paz. Sé que en la fuerza de su amor soy capaz de amar a los que no son como yo, a los distintos. Pensar en su bien. Alegrarme con su alegría. Me parece imposible. Sobre todo, si he sufrido el mal en mi carne y el rencor me duele. Las categorías del reino de Jesús son otras. No son las mías. Comenta el Papa Francisco: «Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que debes decidir no hacerlo». Una forma de construir perdonando. El perdón es signo del amor de Jesús. Un amor que parece imposible llevado a ese extremo. ¿Cómo puede perdonar alguien mientras muere? Mi corazón se rebela contra la injusticia. Me duele tanto el mal, el odio, el dolor de los hombres, el dolor que me causan. El desprecio y la difamación. Me cuesta aceptar el sufrimiento no merecido. Me parece intolerable. ¿Cómo puedo cambiar el corazón para perdonar al que me hace daño? Me gustaría tener el reino de Jesús en mi interior. Ser capaz de acoger al que no piensa con mis criterios. Al que no comparte mis puntos de vista. Al que no me ama como a mí me gustaría. La Iglesia no tiene enemigos. Tampoco los tuvo Jesús. Los que odian la Iglesia, los que persiguen a los cristianos, los que no aman a Jesús, no son mis enemigos. No vivo en guerra con ellos. Entender esta forma de ser cristiano no es tan sencillo. No es una guerra. Vengo a sembrar la paz, a unir los corazones. Especialmente pienso en aquellos que están más alejados. Como Saulo antes de llegar a ser Pablo. Jesús lo abrazó en el desierto. Así quisiera abrazar yo al distinto, al que tiene odio en su alma, al que sufre por su propia herida y por eso hiere y ataca. Esa paz es la que necesita mi alma. Quiero ser un pacificador y no un hacedor de guerras.

El reino de Jesús es un reino de pobreza y no de riqueza, un reino de servicio y no de poder: «Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás».La corona de Jesús no es de oro, es de espinas. El trono sobre el que se sienta Jesús no es de oro, ni de hierro. Es el madero desde el que entrega su vida. El poder es siempre tentador. Es curioso cómo corrompe el alma. Antes de que me dé cuenta estoy cayendo en esa misma corrupción que tanto me duele cuando la veo en otros. Me asusta la debilidad del poderoso. Ese afán enfermizo por retener la posición de dominio. Mi cuota de poder es el campo en el que se juega mi santidad. En ese lugar en el que mando. En el que soy rey. Allí donde otros me siguen y obedecen. ¿Abuso de mi poder? Es tentador. Busco que hagan lo que deseo. No me doy cuenta de lo frágil que es mi voluntad. Quiero hacer el bien y hago el mal. Busco respetar a todos en su originalidad y acabo imponiendo mi punto de vista como el único válido. Digo que he venido a servir y me encuentro sirviéndome de mi puesto. Se me olvida mi deseo de dar la vida. Retengo lo que creo que me hace bien. Me acostumbro a lo bueno. ¡Qué difícil dejar de lado la riqueza tentadora! Un reino pobre, un reino de servicio. Una corona de espinas. Un trono de madera. He construido altares de oro y me he sentado en tronos de plata. En honor de Dios, me digo, para convencerme de mi posición. Ahí puedo hacer mucho bien. Pero también puedo herir y despreciar al débil. Se me olvida que soy débil. Acabo ignorando mi fragilidad. No veo mis torpezas y caídas. Pienso que estoy bien. Que lo hago todo bien. Me hace bien reconocer mi pequeñez. Mirar mis heridas y dolores. Y entregarle a Dios mi impotencia. Comenta el P. Kentenich: «Una sana humildad ve en la debilidad personal una irresistible invitación a entregarse filialmente a los brazos de Dios. Sólo aquel que con san Pablo pueda declarar triunfante: - Me glorío en mis debilidades, porque de ese modo se pone de manifiesto en mí el poder de Cristo, estará protegido contra una cantidad de psicopatías modernas y será capaz de sanar y recorrer seguro el empinado camino que lleva a Dios»[5]. Sólo la humildad me hace entrar en el reino. Cuando soy humilde es cuando puedo miro la corona de otra forma. Es otra corona la que le entrego a María para que sea mi Reina, para que gobierne en mí. Le entrego la corona desde mi impotencia, desde mi pobreza, desde mi pecado, desde mi debilidad. Corono a María como reina de mi vida para que Ella lleve el cetro y gobierne donde yo solo no sé caminar.Decía el P. Kentenich: «Al coronar a María, hagámoslo en primer lugar como reina de nuestro corazón»[6]. Su reino no es de este mundo. Porque no tiene las categorías del mundo. Porque su reino es servicio, pobreza y libertad. Al entregarle a María el poder renuncio yo a mi poder. Pongo mi vida en sus manos sin pretensiones. Empiezo a confiar como un niño. Me gusta más esa imagen de corona en las manos de María. Ella abraza mi pequeñez y se abaja a mi indigencia. Y tira de mí, y usa su poder para sacarme del barro y llevarme a las alturas.

Por último, el reino de Jesús es un reino de la verdad y no de la mentira: «Luego, ¿Tú eres Rey? Respondió Jesús: - Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». La verdad me hace libre. La verdad de Jesús en mi vida. Él me ama como soy y ha dado su vida por mí sabiendo que soy pequeño. Conoce mi alma. Ha visto mi pobreza y no se escandaliza. Me mira mejor de lo que yo me miro. Yo me avergüenzo de mi debilidad. Me escandalizo con mi pecado. Jesús se conmueve y me abraza. Ha visto mi verdad y se alegra. Yo a veces veo sólo mi pecado y pierdo la paz y la alegría. Él no es así. Ve mi bajeza y me hace mirar a las alturas. Ve lo que hay en mí y se alegra de ver cómo soy. Ve mi pureza donde yo sólo veo impureza. Ve mi virtud donde sólo veo pecado. Ve mi luz de ángel donde yo sólo veo oscuridad. El P. Kentenich, siendo niño, ve todo lo que hay en su alma y mira a las alturas: «¡Cielo estrellado, maravilloso espectáculo! El anhelo me impulsa hacia lo alto. Abandonando la noche de esta vida. Estrellas, estrellas, ¡cómo me gustaría elevarme con vosotras a las lejanías!»[7]. Sueña con la belleza eterna. El reino de Jesús es un reino de luz, de verdad. Vence la oscuridad del alma. La tristeza que me hunde. Despierta una alegría que me lleva a mirar las estrellas. La verdad me hace libre. Jesús me ayuda a mirarme en mi verdad. A reconocer mi fragilidad. A aceptar con humildad lo que me duele y cuesta. Me miro en mi verdad. Dejo de lado las mentiras que me hacen daño. Me encadenan. Me atan. La verdad saca lo mejor de mí. En el reino de Jesús sólo puedo permanecer si soy yo mismo. Si no me escondo detrás de máscaras. Si no pretendo ser quien no soy.



[1]Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66

[2]Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta,Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[5]Kentenich ReaderTomo 3: Seguiralprofeta, PeterLocher, JonathanNiehaus

[6] Kentenich ReaderTomo 3: SeguiralprofetadePeterLocher, JonathanNiehaus

[7] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann

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