Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de abril de 2020

Domingo 26 de abril de 2020 | Carlos Padilla

III Domingo de Pascua

Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33; 1 Pedro 1, 17-21; Lucas 24, 13-35

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»

26 Abril 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús está más vivo que nunca. En los que siguen dando su vida por amor a otros. En los que sirven sin que nadie los vea. En los que aman en lo oculto cambiando el mundo»

El día de la resurrección de Jesús de entre los muertos no salió un muerto vivo de la tumba. No era un muerto que volvía a una vida breve para la muerte, como Lázaro. Ese día simplemente se rompieron la muerte y el odio en una batalla final. Pero no era mi final. O al menos no es mi presente. En mi hoy la muerte parece tener tanta fuerza que supera la vida. Y el odio, y el rencor tienen más poder que el amor. Y los gritos son más hirientes que los silencios del justo. Y las palabras duelen cuando son lanzadas como dardos. En mi hoy hay oscuridad en el alma y palabras como egoísmo, desidia, olvido, desprecio, división siguen siendo poderosas. En mi presente hay luces y sombras, como en otros presentes. No hay sólo luz. No hay sólo sombras. Todo depende de mi mirada. Unos ojos pueden observar la misma realidad. Pero no la interpretan de la misma forma. Unos ojos ven odio detrás del silencio. Otros ven esperanza detrás de unos gritos rebeldes. Hay vida y luz para algunos en medio de la noche. Y otros en pleno día no vislumbran ese rayo que se abre paso al ser corrida la losa del sepulcro. Una mirada ve un sepulcro vacío y grita vida y corre llena de alegría. Otra mirada ve el mismo sepulcro, los mismos paños tirados, no encuentra el cuerpo y teme que lo han robado. Otra mirada imagina a unos ladrones que esconden el cuerpo de Jesús para decir que vive. La mirada interpreta la realidad. Un disparo en la noche es presagio de muerte para algunos. Y para otros simplemente es la señal convenida. Ese día la piedra saltó hecha pedazos sin explicación alguna y con ella la muerte quedó muerta. Pero muchos no quisieron verlo ni creer en una vida después de la muerte. Lo que no puede ser no es posible. Lo que ha muerto no puede volver a morir. Pero tampoco puede volver a la vida. Y hoy sigo oliendo el olor de los muertos. Y me sigue apestando el odio de muchos hombres. Y me pesa el mal que brilla más que el bien en medio de mi vida. Todo depende de mi mirada. Si aprendiera a percibir en las tumbas abiertas una luz de vida poderosa que resucita muertos. Si aprendiera a tejer con mis hilos esperanzas en medio de las plazas. Si lograra sembrar vida en mis calles vacías. Si aprendiera a sonreír sabiendo que mi sonrisa puede hacer reír a muchos. Es tanta la vida que se desprende de un sepulcro vacío. Es tan grande la esperanza tejida en apariciones. ¿Por qué no se apareció Jesús a los poderosos y a los influyentes? Elige lo débil para confundir al fuerte. Elige el amor como lugar de encuentro. El primer amor. Mi primera Galilea. Y yo vuelvo allí a buscar su rostro. En mi Galilea. Como esos días en los que Jesús pasó amando a los suyos. Compartiendo la vida sencilla. Vuelvo a mi Galilea. Mi primer encuentro con Él en mis caminos jóvenes. Mis primeras lágrimas fruto de la emoción. El primer sentido de mi vida, un camino. Unos pasos junto a los míos. Un silencio plagado de voces. Las mías, las suyas. Un abrazo por la espalda. Una llamada. El sí a media voz, muy quedo. Y la vida ancha extendida más allá de mis propios límites, de mi mar angosto de Galilea. Volver siempre al origen me deja verlo. O al menos sé que allí soy yo mismo, allí descanso como un niño lleno de vida y esperanza. Y creo que todo va a salir bien. ¿En medio de mis muertes? Sí, en medio de la oscuridad de la cueva por la que se deslizan mis manos, mis pies, mi cuerpo, mi alma. Y el gusto amargo de noticias que no mejoran el presente. Quizás sí el futuro. Y la esperanza de una victoria sonada sobre la muerte. Si ya ha vencido Él, ¿por qué me preocupo tanto? Porque me ato a ese presente cotidiano que retengo con manos firmes. No quiero que se me derrame la vida entre los dedos. La aprisiono agotando los minutos, las horas. No quiero que venza el dolor. Quiero que la luz brote al ser corrida la losa. No está el cuerpo. Pero sí su voz traspasando los silencios. Su voz poderosa que pronuncia mi nombre, me explica las Escrituras, me habla del cielo, consuela mis dolores, mientras enjuga mis lágrimas. Permanece su abrazo pegado a mi piel en una Pascua en la que no hay abrazos, ni encuentros fuera de mi casa. Y me dice que mi Galilea ahora es allí donde vivo. Mi Galilea son los míos, los que amo, los que comparten mi encierro. Allí viene a aparecerse pronunciando muy quedo mi nombre sagrado. Y yo sonrío. Porque sé que en algún lugar de un futuro incierto ya se ha descorrido la losa para siempre. Y se ha acabado allí de una vez para siempre ese extraño olor a muerte que hoy me habita. Y allí el amor brilla más. Como ahora en el fondo de mi alma. Pero entonces, en ese lugar, ya será para siempre. Hoy me quedo siendo yo testigo, luz, sonrisa de una vida que no me pertenece. Y salgo por las calles a voz en grito para que todos sepan. Porque parece que no lo saben. Que Jesús está más vivo que nunca. En los que siguen dando su vida por amor a otros. En los que sirven sin que nadie los vea. En los que aman en lo oculto cambiando el mundo. En ellos se ha roto la piedra del sepulcro y brota una vida a raudales que conduce al cielo. Y yo sonrío porque sé que formo parte de ese sueño de Dios con el hombre. Él no me olvida. Y yo tampoco olvido en esta Pascua la luz que brota de un sepulcro vacío. Vuelvo a Galilea. Allí me espera.

Esta crisis que vivo me confronta con mi debilidad. No me puedo entender solo, sino en comunidad. Estoy unido a tantos que sufren como yo. Mi fragilidad se manifiesta en mi incapacidad para controlar mi vida. Yo pensaba que podía hacerlo todo solo. Comenta Mauricio López Oropeza en relación con la pandemia que ahora sufrimos: «Cuánto bien nos hace mostrarnos vulnerables y sin todas las respuestas, pues así todas las supuestas verdades absolutas de Dios en manos de unos, excluyendo a otros, se caen por estar sostenidas en la arena, para dar espacio a lo inabarcable. Nadie se salva solo, y en la penumbra de estos días la búsqueda más esencial de muchos-as está sustentada en el deseo del encuentro profundo y del asumir un nuevo sentido de vida». No tengo discursos claros y precisos. No me sé todas las respuestas. Han caído los plazos y los planes. Y no me sostengo en pie en medio de mis miedos. Y la soledad de mi pantalla me confronta con un mundo más cerca de mí de lo que nunca hubiera pensado. Mi fragilidad es evidente. Y veo cómo los pilares seguros de mi vida han caído. Esas patas de mi mesa sobre las que aseguraba mi vida. Mi salud, tan protegida y cuidada, se desvanece ante mis ojos. Yo puedo ser el siguiente, o mi pariente, o mi amigo, o mi hermano. Y sufro. Y la economía tan asegurada se encoge asustándome cada vez que pienso en el día después, cuando todo pase. Mi segunda pata herida, rota, caída. Y luego mi familia, mi entorno seguro. Que antes en la vida frenética de mis días se diluía con el tiempo y no me exigía tanto. Ahora, en este parón inevitable, se yergue sobre mí con virulencia y me aturde. Porque no sé lidiar con tanta vida en intimidad. Antes huía hacia delante o la vida social maquillaba mis carencias. Ahora todo resalta con más evidencia. Y mi fe, claro, esa fe mía que era un pilar más, no el más importante. Veo ahora la fragilidad de esa pata, que antes parecía robusta. Pero era una teoría, un trozo de papel pegado en el alma, unas letras orantes intentando sostener mi corazón herido. Sí, ese pilar de la fe, esa pata de mi mesa se ha quebrado. Han entrado las dudas y los miedos y he llegado a acusar a Dios de todo esto que vivo y que tanto me incomoda. Ese Dios que no actúa, no vence, no interviene. No repone todo, haciendo que mis días regresen a ese mes anterior, a ese día en el que todo dio comienzo. ¿No me decía que nunca me iba a dejar solo en la batalla? Ahora me siento perdido, náufrago en un mar de odios y soledades. Mis seguridades han caído. Me siento tan frágil. Y en medio de esta fragilidad tan necesaria decido suplicarle a María que me tienda la mano. Miro como Juan al pie de la cruz, a un lado, a ese lado en el que María llora, conmigo, en silencio. Y le pido ayuda. ¿Cómo se hace para sostener una cruz en medio del mundo mirando al cielo? ¿Cómo puedo perdonar cuando soy odiado, difamado, asesinado? Mi corazón tiembla en lo más profundo. Tengo miedo. Miro a mi lado, a María. Es mi madre. La que ha cuidado mis primeros pasos y me ha abrazado por la espalda cuando me sentía solo y frágil en medio de mis caminos. Ella, la que se dejó hacer en las manos de un Dios poderoso, bueno y amante. Ella, la que se dejó querer amando. Me inclino a sus pies, suplicando. ¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor? Balbuceo mirándola desde el polvo de mis pies. En mi pecado me siento tan indigno. Y en mi debilidad tan poco útil. Mis palabras son manchas sobre un papel en blanco. Sin un sentido claro, sin respuestas definitivas. La miro a Ella. Quiero que sea mi Madre, mi Reina. Quiero que mande Ella en mi alma enferma. Que ponga orden en mi desorden y paz en todas mis guerras. Quiero que mi impotencia en sus manos sea poderosa. Que reine. No la corono como Reina para que pase el mal que me amenaza. No es un juego de niños. No es magia. Está rota la pata de mi fe tan endeble y teórica. Y crece hacia lo alto una cuerda atada a su corazón de Madre. Ella me va a sostener en todas mis batallas. Ella va a reinar en todas mis derrotas. Me va a sujetar para que no me hunda, para que no pierda la esperanza, para que no se me borre la sonrisa en medio de tristezas. Esa corona que le entrego está hecha con mi barro. ¡Cuánta pobreza! No es la dignidad del oro que no poseo. No es el brillo de ese diamante que descansa dentro de mi alma. Sólo tengo el barro. El polvo de mis pies vencidos unido a las lágrimas de mis derrotas. Ese barro con el que Jesús hace milagros. Ahora María con ese barro de mi corona hará milagros, eso seguro. Milagros de esperanza en medio de las tinieblas. Milagros de amor puro en medio de tanto odio. Milagros de solidaridad en medio del egoísmo de tantos amores egocéntricos que rigen el mundo. Milagros de justicia entre tantas pobrezas injustas. Milagros de bondad en medio de esos odios que intentan imponer su ley. Ella tendrá que reinar en mí para ser yo otro. Para poder cambiar por dentro, para que mis ojos sean sus ojos. La miro a Ella, a mi lado, al pie de la cruz. La necesito dentro de mí para comenzar de nuevo. ¿Acaso no estoy de rodillas, caído, ante un nuevo comienzo? Esbozo una sonrisa conmovido. Es así, es mi Reina.

En mitad del camino me detengo y medito, contemplo, callo y espero. ¿Qué tristezas navegan por mi alma? ¿Qué miedos cubren mi horizonte? ¿Qué significa volver a esa normalidad de antes que ahora echo tanto de menos? ¿Era normal mi vida antes de que todo esto empezara? ¿Es más anormal ahora? Una vida normal. Una vida cotidiana. Lo que ahora llamo normal tal vez no lo sea tanto. Vivir corriendo de un lado para otro sin tiempo para lo importante. Un mundo frenético en el que las pausas son pérdidas de tiempo. Un mundo de afectos no expresados en el que descuido lo más valioso que tengo, mi familia. Un mundo de producir sin tiempo para el encuentro. Faltan ahora muchas cosas. Y quizás siento que me sobran muchas de las que antes llenaban mi tiempo. Miro a Jesús que me llama en la orilla de mi vida para que coma con Él, para que pierda el tiempo. Este tiempo de Pascua tiene mucho de vida, de una vida nueva que me conmueve. Porque yo quiero vivir más plenamente. Me gusta este poema que leía el otro día. Sobre la vida, sobre la muerte: «Huerto sellado, tumba vacía. Pasos presurosos. Llantos y risas. No sé de qué está hecho el día. Sólo sé que las sombras mueren con el sol. Y los vientos se calman. Y los silencios se tiñen de risas. Y mi mano toca la vida entre piedras vacías. Ya no temo. Súbitamente comprendo, que la alegría que dura es la eterna. Y mi alma descansa segura. Pasa el miedo y huye con las sombras. Y yo tejo en silencio una suave armonía. Esperando ese día cuando todo encaje o no. Ese día en el que la vida no conozca más la muerte. Sí, cuando Tú hayas vencido en mí para siempre». Tiene mi vida ahora un gusto a presente que me impresiona. A mí que me gusta hacer planes y llenar agendas. A mí que me gusta viajar de un lado a otro llenando mi tiempo. Ese tiempo que sigue ahora corriendo rápido ante mis ojos, aunque me detenga de repente, no como antes, cuando nunca paraba. Me gusta el presente de la Pascua que es eterno. Una puerta abierta al cielo. Una invitación de Jesús a comer con Él esta Pascua. El paso de Dios silencioso, cotidiano, en la fuerza de ese Espíritu más presente que nunca. Es normal mi vida ahora cuando no hago todas las cosas que antes parecían llenar mi alma. ¿O vaciarla? No distingo muy bien lo que Dios me pide. Me ha despojado de mucho. También de mis hábitos pasados. Ha renovado su llamada a vivir con Él, recostado en su regazo. Renuevo mi sí, mi adsum, mi fiat. Le digo a Él que estoy dispuesto a seguirle por los caminos. Aunque ahora el seguimiento sea en mi hogar, en mi alma, en mi tierra sagrada. La normalidad más anormal de mi vida. En ese discurrir paciente de las horas me adentro con Él de nuevo en el mar de mis sueños. Por ahí sigo sus pasos. Él me ha dado la vida, le ha dado normalidad a mis días, le ha dado criterios y sueños. Quisiera saber elegir siempre lo correcto. O mejor elegir lo que me construye como persona. Lo que me hace más libre y más hondo. ¿Soy más hondo y libre ahora que antes? ¿Dejará este tiempo una semilla de eternidad sembrada en mi alma? ¿Viviré con más paz las cruces del camino? ¿Habré madurado por fin? No lo sé. Sé, eso sí, que no puedo entender mi vida sin ternura. Sin tocar la ternura de Dios y de los hombres. Sin percibir caricias que calman mi corazón inquieto. Sé que los sueños se hacen más hondos cuando guardo silencio. Y la vida corre por cauces internos cuando me dejo tiempo para estar con Dios, con los que amo. Vuelvo a decirle que sí a ese Dios que ahora me llama de nuevo. Me susurra a mi oído el nombre que ha grabado muy dentro de mí. Para que no me olvide me ata a su corazón, con una cuerda fuerte. Para que no me suelte si me siento débil. Para que no tema si no veo la luz al final del túnel. Siempre he sabido, no sé bien cómo, que Él nunca va a dejarme solo. Y así ha sido. Es una curiosa certeza que le ha dado estabilidad a mi ánimo, seguridad a mis pasos. En medio de miedos humanos veo su mano de nuevo, segura y firme. Y me alegra saber que su sonrisa no se va a borrar nunca de sus labios. Y creo en sus palabras y en sus promesas. Y veo la vida que crece dentro de mi alma. Una resurrección segura que supera la muerte. Y el horizonte se hace más ancho, más grande. Elijo la anormalidad que ahora vivo. Elijo los valores que ahora toco. Elijo la mirada que me regala esta crisis. Se ponen las cosas en su sitio. Duele por dentro cambiar las prioridades y los deseos. Dejar de hacer y comenzar de nuevo. Duele la pérdida y la ausencia. Brota de la piedra una vida nueva que vuelve normal lo imposible. Y hace de los sueños algo tan real como mi vida. Agradezco a Dios que camina dentro de mis pasos. Y me abrazo a sus pies queriendo retenerlo dentro de mi alma.

Dos discípulos regresan tristes a sus casas, a su pueblo, Emaús. Van hablando en voz queda de sus cosas. Todo ha salido mal: «Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido». Habían soñado y nada de lo soñado se ha hecho realidad: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado. Fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron». No creen en las mujeres que no han visto el cuerpo de Jesús. No creen en la promesa ahora que todo ha fracasado. ¿Cabe una derrota mayor que la muerte en la cruz? Están tristes. Habían creído que su vida iba a ser mucho mejor. Incluso en algún momento pensaron que ya lo era. Pero ahora vuelven a casa apesadumbrados. ¿Qué le dirían a su familia? Todo ha salido mal. Están tan ofuscados, tan hundidos, que no sólo no creen a las mujeres, tampoco reconocen a Jesús cuando les pregunta: «Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo». Jesús, que ya lo sabe todo, quiere que ellos le cuenten: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». No puedo evitarlo, en este momento de la historia siempre me emociono. No son de los doce. No son los más queridos. Dos de aquellos muchos discípulos que Jesús tenía. Un grupo grande. Regresan a sus casas cansados, sin fe. Más tarde, cuando sepan que Jesús está vivo, volverán a Jerusalén. ¿Se justifica que vaya a buscarlos al camino? Me conmueve. Jesús va a buscarlos. No quiere que se vayan a casa. No los llama por su nombre. Espera, aguarda. Escucha todos sus pensamientos negativos. Enjuga todas sus lágrimas. Hoy Jesús me pregunta a mí. ¿Por qué estoy triste? ¿En qué estoy pensando? Y yo le saco mis preguntas, mis miedos, mis dolores. Los expongo ante sus ojos. «¿No te parece suficiente?». Le grito. Tengo hoy muchas razones para estar triste, para tener pena. Tantos muertos, tantos enfermos que viven su angustia en soledad, tantas vidas entregadas. ¿Cuándo va a pasar todo esto? No logro entender la cruz, nunca la entiendo. ¿Qué sentido tiene el dolor? La alegría compartida ensancha el alma. El corazón ama con más hondura. No entiendo la posible fecundidad de mi pena. No sé de dónde va a sacar Dios un bien de tanto mal reinante. No lo concibo. Yo tenía mis planes, mis sueños, mis anhelos. Y lo de ahora lo frustra todo. Vuelvo a casa triste, con una pena profunda. No hay luz, no hay futuro. Y en medio de mi angustia Jesús me descorre el velo con sus palabras: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura». Está claro. Jesús es capaz de hablarme con hondura. Mi vida no puede depender de cosas tan frágiles. Lo he comprobado estos días. Es todo tan débil, tan inestable. Fluye todo con tanta fuerza. Y yo me aferro a lo que poseo, a lo que deseo. Vanidad, todo es vanidad. Y de repente una corriente impetuosa se lo lleva todo por delante y yo lloro. ¿Cómo es posible seguir viviendo? Ha arrasado este virus con todas mis certezas. Y me encuentro perdido en medio de mi dolor. La soledad abruma. Y el miedo a perder la vida. En mi tristeza me habla hoy Jesús con su palabra. Hoy en medio de la oscuridad hay muchas palabras, muchas vidas, que me despejan el horizonte. Me señalan a un Dios oculto. La letra de una canción de Esteban Gumucio habla de esa esperanza: «Creo que detrás de la bruma el sol espera. Creo que en esta noche oscura duermen estrellas. No me robarán la esperanza, no me la romperán; vengan a cantarla conmigo». Jesús en este tiempo me habla en personas, en sucesos, en canciones. Me habla de muchas maneras. Escribe Mario Benedetti: «Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo. Con el corazón lloroso y el destino bendecido nos sentiremos dichosos tan sólo por estar vivos. Y le daremos un abrazo al primer desconocido y alabaremos la suerte de conservar un amigo. Y entonces recordaremos todo aquello que perdimos y de una vez aprenderemos todo lo que no aprendimos. Ya no tendremos envidia pues todos habrán sufrido. Ya no tendremos desidia. Seremos más compasivos. Valdrá más lo que es de todos que lo jamás conseguido. Seremos más generosos Y mucho más comprometidos». Me gusta esta mirada. Ensancha mi corazón. Da luz a mis ojos ciegos. Aleja la oscuridad y despierta en mi alma la alegría.

Cuando ya se acercan al pueblo, Jesús pretende seguir su camino: «Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: - Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída. Y entró para quedarse con ellos». Me impresiona este momento. Algo han visto en Jesús y quieren que se quede con ellos. Me gusta esa petición: «Quédate conmigo». Se la repito a Dios cada día. A Jesús en estos días de Pascua. Que se quede conmigo. Que permanezca en mi alma. Me asusta la soledad y el sentimiento de vacío. No quiero quedarme solo. Como cuando siendo niño le suplicaba a mi madre que no se fuera de mi cuarto todavía. Un poco más. Sólo un poco más. Es el deseo de que el amor no se enfríe, no muera. El deseo de envejecer junto a la persona amada. El deseo de que la vida no cambie tanto. No quiero perder lo que ahora acaricio con alegría. No quiero que mis sueños dejen de ser realidad. Quiero que se queden conmigo los que amo. Que no mueran nunca, por lo menos ahora, que no se vayan. Esa súplica quiero hacérsela a los que amo. Que se queden conmigo. Que no se vayan lejos. Que permanezcan a mi lado incluso cuando nadie quiera quedarse conmigo. Que se queden ellos junto a mí. Esa súplica me impresiona. Han llegado ya a su aldea y quieren que Jesús cene con ellos. Han sentido que su corazón ardía: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Muchas veces en mi vida he sentido que mi corazón ardía. Han sido momentos de Dios. Encuentros que han cambiado mi vida para siempre. Mi corazón ardía con fuerza. Un fuego por dentro hacía que sintiera que no quería que ese momento pasara nunca. Luego pasó. El tiempo pasó y el fuego también. Pero el recuerdo permaneció grabado en mi alma para siempre. Esa hoguera a la que regreso en mi corazón para dar gracias conmovido. Un fuego que vuelve a arder desde sus brasas de vez en cuando, en momentos puntuales en los que el cielo y la tierra se juntan en mi alma y todo comienza de nuevo. Y brota un fuego nuevo, una esperanza renovada, una alegría profunda que no me invento. Un don de Dios que consuela mis asperezas y mis miedos. Que acaba con mis amarguras y lo tiñe todo de una luz vespertina llena de paz. Y atardece. Quiero que sea eterno el abrazo de Jesús, de María en mi alma. Quiero que ese fuego no se pierda en el olvido. Que se quede conmigo Jesús en esta hora dura que vivo. En este encierro. En esta pandemia. Que Jesús se quede en mi vida, especialmente en la de los que más sufren en los hospitales, que pase entre ellos cada noche acariciando sus heridas, ayudándoles a respirar, a pasar con paz este momento tan duro. Que se quede Jesús en mi familia, cuando brota el stress, el cansancio, la angustia. Cuando no todo es tan fácil como aventuramos al principio. Cuando las fuerzas flaquean y todo parece derrumbarse, incluso aquello que parecía tan sólido. Que se quede conmigo Jesús dentro de mi alma y me haga testigo, causa de alegría para otros. Que se quede en mi iglesia doméstica, en mi hogar santificado con su presencia. Que se quede en mis miedos y tristezas. Que se quede y me habite y torne mi amargura en sonrisas. Quedarse con alguien a quien amo es el sentido de mi vida. No huyo, no me escondo. Porque es un don, un regalo, el ver que alguien se queda conmigo. Escribe Jorge Luis Borges: «Aprendí que nadie me pertenece, y aprendí que estarán conmigo el tiempo que quieran y deban estar, y quien realmente está interesado en mí me lo hará saber a cada momento y contra lo que sea». No puedo forzar que se queden conmigo. Tampoco puedo exigírselo a Dios. Pero ese conmigo es el que marca toda mi vida. Se queda conmigo, junto a mí. Pienso en las personas que se quedan conmigo y doy gracias a Dios por el don del amor, del cariño, de la amistad. Es gratuito, nunca exigible. Puede ser una súplica correspondida o no. Valoro las cosas como son, no las doy por evidentes. Que alguien quiera quedarse conmigo ya es un regalo. El tiempo que pierden conmigo es una gracia. Que yo me quede con Jesús y Él conmigo es otro milagro. Pero esa certeza me acompaña. Jesús sí se queda conmigo, no se desentiende, no se olvida de mí. Yo le pido que se quede conmigo y Él permanece a mi lado, aunque muchos me abandonen. Me quiero quedar conmigo mismo en este tiempo. A veces me cuesta estar a solas. Es el primer paso. Aprender a besar mi soledad. Y luego no vivir pendiente de que se queden conmigo, exigiendo. Soy yo el que toma la iniciativa. Yo me acerco a los otros. Es el segundo paso. Yo me quedo con el que está a mi lado ahora, en este confinamiento. Me pongo en camino. Me quedo con él. Y por último, quiero vivir con Jesús todo el tiempo. Quiero quedarme con Él. Pienso en todo lo que está en mi mano, en lo que depende de mí. Y suplico la gracia para aceptar alegre todo lo que no puedo decidir porque no está en mi poder. Yo no decido todo. Y le pido a Jesús que se quede conmigo en medio de mi dolor, de mi angustia, de mis miedos, en medio de la noche. Y me enseñe a confiar.

Jesús se quedó con ellos y cenaron juntos: «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció». Abrieron su casa y cenó con ellos. Se dejaron invadir por Jesús y les cambió la vida. La hospitalidad es un don. El pueblo judío tenía en gran estima la hospitalidad. Acoger al que llega e invitarlo a cenar. La hospitalidad es un milagro. Se han sentido cómodos con Jesús, han experimentado un ambiente de confianza y lo acogen en su casa confiados. Leía el otro día: «La confianza es una actitud de apertura. Se es acogedor receptivo con quien se tiene confianza»[1]. Tienen confianza en Él y le abren su casa. Abrir la casa, la intimidad a un desconocido, es un salto muy grande de confianza. Se fían de Jesús y le abren la puerta de su vida. Esa actitud me impresiona. Lo han encontrado por el camino y deciden acogerlo en su casa. Han vencido las barreras, han perdido el miedo. Yo también quiero que Jesús se quede conmigo en casa. En este tiempo de pandemia se me invita a quedarme en casa. Pero no solo, siempre puede entrar Jesús rompiendo las puertas. Él no se contagia de mi enfermedad. Él no pierde su valor. Al revés, entra en contacto conmigo y me cambia por dentro. Cenan con Jesús y en ese momento parte el pan. El signo de su amor. El último gesto que hizo con los suyos. Los suyos lo reconocieron al partir el pan. Cuando se parte para ellos, cuando se rompe en su presencia. Me impresiona siempre cuando en la misa parto el pan. Ese ruido que hace la hostia al partirse. Un quejido, un grito, es como un llanto. Se queja el cuerpo al partirse, al romperse. El dolor de dar la vida, de entregarse hasta el extremo. Jesús se parte y ahora vuelve a partir el pan. Para que no me olvide. Emaús es una segunda eucaristía. En ese momento algo se enciende en sus corazones. Una luz irrumpe dentro de su oscuridad. Lo entienden todo. Sus corazones están apasionados. Algo ha sucedido, algo misterioso. Jesús está vivo, no ha muerto. Y lo han reconocido. Tienen que volver a Jerusalén a contarlo: «Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: -Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». Me impresiona siempre esa escena. En Emaús Jesús vuelve decirme que me ama hasta el extremo. Y viene a pedirme que yo haga lo mismo con mi vida. Quiere que yo sea Emaús para otros. Que me quede en el camino al paso de los que van a sus casas cabizbajos y con pena. Y que les salga al encuentro y les hable de Jesús en sus vidas, y les dé esperanza. Y les dé alegría. Y luego quiere que me quede en sus casas, en sus almas, a cenar con ellos. Y allí, con la mesa puesta, quiere que parta el pan ante sus ojos y surja la vida, la esperanza. Y se hagan realidad todos los sueños. Quiere que me parta yo en el pan y me entregue, sin reservas. Mi vida quiere ser una casa en la que se parte el pan y cambia la vida de los que lo presencian. Y ese pan partido y recibido me impele a ponerme en marcha. Lo dejo todo y me pongo en camino. Regreso al campo de batalla, dispuesto a anunciar y a dar esperanza. Pero antes tengo que vivir en casa, quedarme en casa, partir el pan con los míos, entregar la vida en intimidad. Y con el fuego ardiendo en mi pecho salir al encuentro de los otros. Para que en ellos suceda lo mismo. Así es la Iglesia. Es un hogar, es Emaús. Comenta el Papa Francisco: «Nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas». Mi vida no es una aduana. No soy un dispensador de sacramentos. Soy hogar, soy tierra fértil, soy mesa servida, pan partido, fuego que calienta. A todos, sin distinciones. «Quédate conmigo». Le pido a Jesús. Le suplico a otros que pasan delante de mi vida. Acojo a todos para que en ellos venza el fuego de Emaús. El pan se parte, se dona, se entrega. Y todo comienza a cambiar en lo más profundo del alma al sentirse amada. Y la vida cobra una fuerza desconocida hasta ahora. Me gusta esa mirada. Quiero ir cada día a Emaús. Vivir en Emaús. Entregar Emaús. Volver a Emaús al caer la tarde. Porque anochece y Jesús me espera para partir el pan. Cada eucaristía es Emaús. En cada misa se parte el pan, mi cuerpo, y cambia mi vida. Y salgo renovado para ir al encuentro de Jesús en el camino.

 



[1] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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