Homilía del padre Carlos Padilla - 26 de septiembre de 2021

Domingo 26 de septiembre de 2021 | Carlos Padilla

XXVI Domingo Tiempo ordinario

Números 11,25-29; Santiago 5,1; Marcos 9,38-43.45.47-48

«Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro. Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa»

26 septiembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Nunca merezco ser perdonado. Pero abrazar un amor misericordioso me salva en mi indigencia. No soy digno y no merezco los dones que recibo. Aprendo a ser agradecido»

A veces no quiero mostrarte cómo soy. No estoy dispuesto a desnudar mi alma. Me parece injusto desvelar mis debilidades, mostrarme vulnerable ante tus ojos y ver cómo tu mirada cambia, y cae la imagen que tenías de mí. Tal vez por eso me escondo. Me he inventado disfraces tras los cuales la vida se ve desde la trinchera. Oculto detrás de una máscara, escondido a los ojos del mundo. Con ese aspecto me parece que soy mejor, más bello, más alto, más poderoso. Me he puesto maquillaje para disimular las arrugas y cubrir mis carencias. Con pintura logro que desaparezca la tristeza y no se vea la angustia. Detrás de algún biombo parezco más delgado, más profundo, más inteligente, más audaz. Desde la barrera me veo más atractivo, más valiente, más aventurero. Es curioso lo que consigue un buen disfraz. Te hago ver que soy valiente contando hazañas que no he logrado. Te muestro mi seguridad con palabras fuertes para ocultar como puedo mi inseguridad más profunda. Hago como que no necesito tu abrazo mientras te lo suplico callado, con ademanes mudos. Hago bromas para quitar la tensión que me provoca ser yo mismo ante tus ojos y que tú me descubras en mi verdad. ¿Me aceptarás cuando sepas quién soy en lo más hondo? ¿Seguirás queriéndome cuando no esté a la altura de tus expectativas, esas que nunca has verbalizado? Soñabas con alguien distinto y no soy el que hace posibles tus sueños. No tengo la fuerza que pensabas, ni la sagacidad que imaginabas. Por eso te engaño y te digo que hice lo que no hice. Porque eso era lo que esperabas de mí y no quiero defraudarte. No quiero confesar que lo que me pediste lo olvide. Temo tu reacción, tu desprecio, tu desencanto. He hecho cosas muy distintas de aquellas que tú esperabas. Tienes una imagen de mí tan perfecta que no puedo sostenerla en el tiempo. Y me avergüenza tener que estropearla. No soy esa persona perfecta que te mostré para que me amaras. Tengo el alma herida desde niño y he tocado muchas veces la piel áspera de la derrota. Por eso me cuesta tener que asumir nuevas batallas perdidas. Me he sentido solo muy a menudo y no quiero que notes el miedo que tengo a volver a sufrir la soledad. Me cuesta decirte quién soy porque no sé si me reconocerás cuando me veas desnudo y sin maquillajes ante tus ojos. Puede que entonces me abandones al sentirte engañado. Así me ha ocurrido tantas veces y ya no pienso que ahora pueda ser diferente. Por eso veo que las máscaras que me he inventado me protegen en un mundo hostil que sólo quiere conocer las historias bonitas de los héroes. Este mundo ingrato no quiere saber nada de villanos. Menos aún de cobardes indignos. Desea escuchar las virtudes de los hombres porque teme enfrentarse continuamente con sus defectos y pecados. Pero sé en el fondo de mi alma que soy más que mi pecado más terrible. Valgo más que ese crimen que no soy capaz de confesar. Mucho más que el desprecio que me produce mi propia pobreza. Miro con dolor mi miseria y no la acepto, no la quiero. Por eso la escondo detrás de alguna máscara sonriente que ahuyente las penas. Siempre estaré sereno y con paz, siempre veré el lado bueno de las cosas, nunca tendré un momento de temor o de angustia, en ningún momento me verás amargado o lleno de miedos. Así, oculto tras mis máscaras serenas, me siento más seguro. Y tú me aceptas. Pero siempre de nuevo me confronto con mi verdad. Y vuelvo a pensar que sí, que estoy dispuesto a desenmascarar al yo escondido en lo más profundo de mi ser, bajo la apariencia de esa piel perfecta que te muestro, para que me alabes y te alegres al verme perfecto. Soy imperfecto y me duele el dolor de mi propia vida. Pero sé que quiero decirte quién soy. Es cierto que temo que nunca más quieras saber de mí. Pero tengo que hacerlo. Quiero quitarme todas las máscaras y decirte quién soy. Aunque me asuste el rechazo. Lo he vivido ya antes. He sobrevivido al desprecio oculto bajo mi maquillaje. Disfrazado valgo más, eso he pensado. Pero me duelen las mentiras y quiero dejar de vivir con mentiras. Soy el que soy y no temo la verdad de mi vida. No temo tu rechazo. Quiero ser honesto conmigo mismo, contigo, con Dios. No quiero olvidarme nada. No le oculto a Dios ninguno de mis pecados. No le escondo mi fragilidad. Él me conoce mejor que yo y me anima a ser sincero. Me desnudo ante ti. Fuera todas las máscaras. ¿Me aceptarás? No lo dudo. Mi vulnerabilidad atraerá tu misericordia. Estoy seguro.

Es fundamental aprender a compartir la vida. Quisiera ser capaz de crear intimidad sin miedo al vínculo. Porque los vínculos me hacen crecer. No le tengo miedo a la vida con todo lo que implica vivir desde lo más hondo de mi ser. Necesito aprender a descansar cuando el alma se llena de compromisos y todo me pesa. En esos momentos dejaré a un lado lo que me abruma, lo que me angustia, lo que me incomoda. Aprender a desconectar es quizás la tarea de toda mi vida. No quiero quedarme solo. Quiero compartir la vida con los que caminan conmigo, sin miedo a perder, sin temor a que me quiten lo que ahora retengo en un afán por conservar todo lo que amo. Sé cómo es la realidad en la que me encuentro, y soy consciente de lo que me preocupa en mi corazón. No vivo de forma inconsciente sino tomándole el peso a mis pasos. Me enfrento cada día con la diversidad que forma parte de mi camino y acepto a aquel que tiene opiniones diferentes a las mías. No quiero vivir en tensión descalificando al que no piensa como yo, quiero más bien conocerlo, saber sus razones y el por qué de lo que piensa y ser su amigo. Siempre habrá personas que piensan y reaccionan de forma diferente ante los contratiempos que trae la vida. Una misma realidad puede despertar atracción o producir un fuerte rechazo. Depende de quién se enfrente a ella. La atracción y el rechazo son una oportunidad formativa. Si experimento el rechazo puedo analizar las causas. ¿Por qué reacciono con asco, rabia, odio, desprecio? ¿De dónde nace lo que siento? Miro en mi interior. hay razones escondidas que a veces yo mismo desconozco. Cuando me doy cuenta de lo que se despierta en mi interior, veo con claridad cómo es mi corazón. Algo pasó en mi historia. Un encuentro, o un desencuentro. Aprendo de lo que siento, de mi percepción de las cosas y me hago cargo de mis tensiones internas. Acepto que no soy tan objetivo como pretendo. Soy hijo de mi historia. Tengo un pasado que cargo y me llena el alma de emociones. Mirarme con paz y alegría me hace sentir mejor. Quiero ser yo mismo y sentir lo que siento. No es malo. Al mismo tiempo comprendo que otros tengan otras reacciones y otros sentimientos. Para ello tengo que abrirme a sus historias, a sus vidas. Para poder hacerlo tengo que salir de mí y sé que salir de la propia autorreferencia exige mucha humildad y apertura. Salir de mí mismo para acercarme a mi hermano, al diferente, al lejano e intentar comprenderlo y aceptarlo. Todo lo que me sucede, lo que siento, lo que sufro, son oportunidades que me da la vida para aprender. No paso por encima de las cosas. Todo me afecta, profundizo, me adentro, descubro y siento. Soy conscientes de las dificultades de trabajar en equipo dejándome tocar por lo que los demás sienten o sufren. Es fácil aconsejar a otros pero yo tengo que hacer lo mismo que aconsejo. A veces me veo diciendo cosas que otros deberían hacer o pensar. Me veo dictando cátedra o poniendo cargas sobre hombros ajenos mientras yo camino ligero rehuyendo la lucha y la entrega. Me cierro en mis pensamientos y posturas creyendo que allí nadie podrá hacerme daño. Vana ilusión. No estoy seguro en mis seguridades y no me siento en paz dentro de mis muros protectores. Con el tiempo he comprobado que no todo está absolutamente claro. Que puede haber diferentes puntos de vista. Y que lo que expreso ahora con pasión, quizás de forma un poco exagerada, no es absoluto. Lo que me sucede es que no me dejo ayudar por nadie para subir la montaña. Tal vez tengo miedo al conflicto o a decir la verdad a mi hermano y enfrentar su desprecio, o su crítica. Me asusta reconocer todo lo que siento en mi alma. Pero sé que quiero compartir la vida y los sueños con los que caminan conmigo. Echando raíces en la tierra que piso. Amando lo concreto, lo humano, la vida que vivo. Me calmo al mirar el futuro, lo que hay a mi alrededor, lo que aún no poseo, lo que no entiendo. Y sueño con una vida mucho más grande que la que ahora tengo. Asumo que la diversidad es real, porque no hay un pensamiento único. Eso no me desanima, muy al contrario, me alegra el alma. No necesito que todos piensen como yo para tener paz y ser feliz. Mientras tanto sigo mi camino y brota de mi corazón el deseo de llegar más lejos, más alto. No le tengo miedo al esfuerzo, ni a la lucha, ni a la renuncia. Son palabras que forman parte de la vida. no todo siempre es bienvenido. Sé que la misericordia es la experiencia más fuerte que voy a tener. Mucho más que la justicia. Aquí en la tierra son más frecuentes la injusticia y la impunidad. El mal parece más fuerte que el bien y el odio más poderoso que el amor. La verdad es que la misericordia es la llave que abre todas las puertas. El amor que se abaja sobre el que sufre, sobre el que no hace las cosas bien y regala un perdón inmerecido. Nunca merezco ser perdonado. Pero abrazar un amor misericordioso me salva en mi indigencia. No soy digno y no merezco los dones que recibo. Aprendo a ser agradecido. Y no pretendo que todos compartan mi mirada. Asumo que la vida es larga y sólo tengo una oportunidad de vivir mi presente. Quiero hacerlo con amor, sin dejar espacio al rencor ni al odio. Sólo así merece la pena dar la vida y sentir que todo lo que vivo forma parte de un sueño tejido por Dios en mi alma.

No hay nada que permanezca oculto para siempre. No hay nada que se guarde bajo las sombras de la noche sin que nunca irrumpa el sol del amanecer. Nada es tan puro como parece por la apariencia que refleja. Puede haber alguna impureza escondida. Tampoco hay nada tan sucio como lo que veo mirando desde la distancia. Por miedo me escondo, me protejo, que nadie me mire, que nadie sepa. Leía el otro día: «No le gustaba mostrarse a sí misma, hablar de su pasado y de sus decisiones tomadas. Hacerlo era una forma de exponerse al peligro, una manera de bajar la guardia de ese muro de contención, firme e infranqueable, que se había construido a su alrededor para evitar ser juzgada por lo que hacía o dejaba de hacer, por lo que decía o callaba, por lo que era o dejaba de ser. Llevaba grabado a fuego en su conciencia de niña las veces que la habían sentenciado y condenado de manera inmisericorde aquellos que se creían mejores que ella»[1]. ¡Cuántas veces vivo construyendo muros defensivos por temor a ser juzgado! Levanto almenas para repeler el ataque de los enemigos, son muchos. Que nadie acceda a mi pasado y conozca mis secretos mejor guardados. Porque hay personas que piensan como me decía alguien un día: «Cuando conozca el secreto que esconde, tendré poder sobre él. Estará atado a mi silencio». El secreto que esconde cada persona es su punto vulnerable. El secreto inconfesable que quizás no es tan grave para los demás, aunque él lo sienta imperdonable. En ocasiones incluso delante de Dios trato de mostrar la mejor cara, me revisto de una pureza impostada. Y si lo hago ante Dios, ¡cuánto más frente a los hombres! No quiero que sepan nada de mi pasado. Nada que me pueda avergonzar, nada que sea condenable. Me da miedo ser tratado sin misericordia cuando me conozcan de verdad. Escondo mi vida bajo las sombras de la noche para que nadie desvele alguno de mis secretos. Me iré con ellos al cielo, eso espero. ¿Por qué me importa tanto el juicio de los hombres? Me importa demasiado lo que piensan, lo que dicen, lo que hacen. Es todo tan fútil, tan pasajero. Hoy decido que prefiero que me conozcan en mi verdad, que sepan cómo es mi alma por dentro. Prefiero vivir en libertad que vivir escondido por miedo, defendiendo con rabia mi imagen inmaculada. Prefiero no engañar a nadie en temas importantes. No decir una cosa por otra para ganar el afecto. No comprar amistades mostrándome como no soy, inventándome una mejor cara. No quiero vivir halagando a mi amigo para conseguir su favor. Prefiero no recibir nada antes que vivir continuamente en deuda con el mundo que me ensalza. Prefiero ser quien soy, sin tapujos, ni disfraces, antes de engañar a nadie. Prefiero vivir sin miedo a ser herido. ¿Es posible vivir sin sufrir ese hondo miedo al miedo? ¿Es posible liberarme de esa angustia lacerante que se mete dentro del alma y me quita la paz? ¿Es posible vencer esa ansiedad que no me permite caminar con alegría en el alma? Brota el miedo a los hombres y su deseo de conocer toda mi verdad. Guardo sigiloso mis pecados más secretos, tengo derecho a guardar mi intimidad. Temo que conozcan mis errores más notorios y hablen con impunidad de mis caídas más dolorosas. Hoy es todo tan accesible. Es como si todos tuvieran derecho a saberlo todo. Es tan fácil llegar a la verdad sobre la historia de los demás. Basta con indagar un poco, adentrarme en el mundo de los otros buscando oscuridades que alimenten mi ego. Es mi alma tan mezquina que se siente mejor al conocer el pecado ajeno. Todos son frágiles, vulnerables. Es como si la culpa reconocida de mi prójimo aumentara mi valor, mi dignidad, mi belleza. La fealdad de los demás resalta mi grandeza. «El hábito no hace al monje», dice un refrán. Y una persona me decía con sorna: «Dale poder a un hombre y sabrás cómo es». El cargo que desempeño en un momento de mi vida no es lo que me define. Ni siquiera mi origen, ni el lugar del que vengo o esos logros que he alcanzado con mérito o sin él. No soy más por el título que precede mi nombre. No soy menos por el pecado que mancha mi curriculum y todos conocen. Es sólo una sombra que oscurece la luz de mi alma. Una mancha esquiva. No soy digno de alabanzas ni merecedor de insultos. Simplemente soy más que mis actos, mucho más que mis palabras. Los demás podrán encasillarme en frases, reducirme a pecados, limitarme a lo que dije o a las cosas que hice. Podrán reducirme a ese lugar al que pertenezco. Como si así estuviera seguro y no llevara a engaño queriendo abandonar el lugar que me han asignado. Me niego a reducir la realidad a la fotografía que intenta retenerla. Ese segundo heroico o fatal que congeló mi vida para bien o para mal. Todo lo que está oculto llegará a conocerse. Pero es Dios quien lo conoce aunque yo intente mejorar mi imagen, cambiar en algo mi fama o construir una realidad que a lo mejor no es tan verdadera. Son claroscuros que jalonan mi existencia, son esas luces y sombras que Dios ama en mí.

Poseer el Espíritu de Dios, ser portador de su luz, ser mensajero de su palabra es la misión de todo cristiano. Soy hijo de Dios por obra del Espíritu Santo en mi alma. Él me llena el corazón y me cambia por dentro. Me vuelvo misionero, profeta, apóstol al sentirme profundamente amado por Dios. El Espíritu me envía y me saca de mi comodidad y yo salgo feliz, dispuesto a darlo todo. Dejo de vivir ensimismado para ir al encuentro de mi hermano, del que sufre. Anuncio la palabra de Dios y denuncio las cosas que están lejos de Dios. Soy un profeta lanzado al desierto a proclamar la verdad de Dios, su misericordia infinita como el mensaje central. Soy un momento de luz en medio de la noche. Una mano que muestra un camino a los hombres necesitados de esperanza. Quiero ser instrumento, una voz que rasga el silencio, una carrera en medio de la calma, un abrazo lleno de ternura en la soledad, una mano lanzada al aire para señalar la cima más alta. Quiero dejarme llevar por la fuerza de su viento. Llenar mi pozo vacío con su agua. Arder con su fuego hasta consumirme. Así es el Espíritu que toca a mi puerta. Al mismo tiempo asumo que nadie posee el Espíritu en plenitud y de forma exclusiva. Sólo soy una rama sobre la que el pájaro posa sus patas por un instante fugaz y luego se escapa. Soy cauce que deja pasar el agua que sacia la sed de muchos. No retengo, dejo fluir. Tengo claro que nadie se puede adueñar de lo que no es suyo. No puedo poseer ese Espíritu que recorre la tierra elevando al cielo los corazones y llenándome de vida. Hoy escucho: «El Señor bajó en la nube y habló a Moisés; tomó parte del espíritu que había en él y se lo pasó a los setenta ancianos. Cuando el espíritu de Moisés se posó sobre ellos, comenzaron a profetizar». El Espíritu se posa sobre los hombres y los convierte en profetas. Se posa sobre mí cuando me dejo tocar por la presencia de Dios. No todo es del mundo. Dios conduce mi alma a lo más alto con el soplo de su Espíritu, con su sabiduría que me hace aspirar a lo más grande. Hay cosas que brotan en mi interior y no son mías, no me pertenecen. No son la creación de mi imaginación. No las creo yo como buen artista. Yo no soy Dios. Es obra del Espíritu en mí. Para dejarme llevar por el Espíritu se me exige una docilidad de la que carezco. Me resisto al cambio, a dejarme tocar por Dios, no soy dócil. Pero el poder del Espíritu es más grande que mis resistencias. Aún así me puedo cerrar, puedo obstaculizar su labor en mí. Es más poderoso que mis resistencias pero siempre respeta mi sí, mi voluntad a abrir la puerta de mi alma. Pienso en la fuerza y el poder del Espíritu y me niego a dejar que su fuerza sea ineficaz. Quiero ser instrumento en sus manos, portador de su Palabra, hacedor de sus obras y milagros. Dice Moisés: «¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!». Ojalá Dios moviera muchos corazones. Nadie posee el Espíritu en plenitud. Los carismas se reparten en muchos corazones y así muchos son capaces de recomponer con sus obras el rostro de Jesús entre los hombres. Cada uno aporta su originalidad, su carisma. Esa mirada hace que mire con alegría y no con envidia a los que profetizan en nombre de Dios. Son mis amigos, no tengo enemigos. Pero surge la envidia y el demonio siembra la cizaña que divide lo que el Espíritu pretende unir: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento. Josué, hijo de Nun, ayudante de Moisés desde joven, intervino diciendo: - ¡Señor mío, Moisés, prohíbeselo! Moisés replicó: - ¿Tienes celos por mí?». Lo mismo le dicen a Jesús sus discípulos: «En aquel tiempo, Juan dijo a Jesús: - Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo». La envidia brota del deseo de ser poseedores de todo el Espíritu de Dios. Me creo en posesión de la verdad absoluta. Pero eso no es lo que quiere Jesús: «Jesús replicó: - No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro». El que no está contra Jesús está remando en la misma dirección que Él. Esa forma de ver la vida es abierta y generosa. Hay muchas formas diferentes de hacer las cosas. Si remo en la misma dirección estoy sumando, construyendo. Asumo que hay muchos carismas que casi parecen opuestos por ser tan diferentes. Pero no debo tener envidia ni desear el mal de los que no tienen mi mismo carisma, mi forma de hacer las cosas. Cada carisma suma, aporta, y construye el rostro visible de la Iglesia. Hay muchas formas diferentes de mostrar el mensaje evangélico. Hay diferentes acentos. No todos somos iguales. Cada uno refleja algo de ese amor de Dios. El Espíritu habla donde quiere y se posa en el corazón que quiere. Hay formas muy diferentes de amar, de entregar la vida. Los carismas brotan en las almas abiertas a la gracia de Dios. Me hace falta abrirme al poder del Espíritu Santo. Esa presencia del Espíritu me hace más libre. No se trata de prohibir, no quiero construir muros para que no fluya el agua del espíritu por donde quiera. Me creo que yo poseo toda la verdad. Y no es así. El Espíritu es mucho más que mi forma de ver las cosas. Otros pueden tener diferentes puntos de vista, diferentes acentos. Y se complementan conmigo. Acentúan cosas diferentes. No creer en los carismas de los demás me limita, me empobrece, a mí y a la misma Iglesia.

¿Cómo puede un mandato alegrar el corazón? «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos». Los deseos de Dios son puros. Lo que Él quiere es mi bien, desea que viva y madure, que toque el cielo con mi vida, con mis obras. ¿Qué es lo que me manda Dios? A veces me invento preceptos, me pongo exigencias que vienen de mi deseo de perfección y pureza. Demasiadas normas tejidas sobre mi piel. Son menos los mandatos de Dios. Son rectos y alegran el corazón. Eso es lo importante. Lo que me manda Dios es lo que me alegra el alma. Uno piensa que lo que me manda alguien fuera de mí no puede nunca alegrarme. Es como si esa orden impuesta coartara mi libertad. Como en la revolución estudiantil de mayo del 68 en París se decía: «Prohibido prohibir. La libertad comienza con una prohibición», Jim Morrison. Y otras proclamas similares: «Dejen de prohibir tanto porque ya no alcanzo a desobedecer todo». Entonces me detengo a pensar si me da alegría obedecer los mandatos de Dios. Si tengo paz en el alma al pensar en todo lo que me mandan. ¿Qué me pide Dios? ¿Qué desea que haga? ¿Me lo ha prohibido todo? A veces puedo mirar la Iglesia como un conjunto de normas y prohibiciones. Esto se puede y esto no. Y vivo sorteando obstáculos, evitando choques y luchando por no salirme del camino tan firmemente señalado. El corazón sufre al sentir que todo está limitado por prohibiciones y mandatos. Como si obedeciendo pudiera ser más feliz. ¿No soy más feliz cuando hago lo que deseo, cuando no tengo límites en el ejercicio de mi libre voluntad? Me cuesta creer en ese Dios que manda, impone y prohíbe. En ese Dios que marca límites y delimita el camino por el que debo ir. ¿Qué es lo que Dios me pide realmente? ¿Qué es lo que espera de mí? No tengo todas las respuestas. Pero sé que Dios quiere que elija el bien y no el mal. Desea que ame y que no odie. Desea que siembre la paz y haga realidad las bienaventuranzas en la tierra. Es un Dios que tiene más deseos en su corazón de Padre que prohibiciones que limitan mi acción en el mundo. Quiere que sea generoso y no guarde mi riqueza de forma egoísta, como hoy escucho: «Vosotros los ricos, gemid y llorad ante las desgracias que se os avecinan. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos son pasto de la polilla. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y este óxido será un testimonio contra vosotros». El mandato del Dios tiene que ver con la caridad, con el amor a mi prójimo, con mi preocupación por el que sufre, por el abandonado, por el migrante. Su mandato es que mi vida sea para dar amor a los demás: «Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua porque sois del Mesías no quedará sin recompensa». Mi caridad es lo que me levanta el alma y me anima a luchar, a entregar la vida. El mandato del amor se impone por encima del mandato del odio. Dios sólo me pide que ame, que me entregue. Luego el hombre pone los límites, marca los caminos y deletrea las exigencias. Y me siento más seguro entre normas que dejan claro el camino por el que seguir. En ocasiones le he dado más importancia a la norma que al amor de Dios. Me ha importado más la prohibición o el precepto que el Espíritu que habita el mandato último de mi Padre. Su deseo es que viva y ame en plenitud. Sólo busca que sea feliz, que me sienta amado y querido como soy. Que entienda que mis pecados me alejan de la meta. Pero no porque vaya a recibir una pena por mis errores, sino simplemente porque mi pecado me llena de rabia, de dolor, de angustia, de indiferencia, de desdén hacia la vida de los hombres. Mi pecado me embrutece, me deshumaniza y acaba por tapar la voz de Dios en mi alma. Mi pecado me vuelve autorreferente en esa búsqueda de una felicidad rápida y superficial. El amor de Dios quiere que sea fiel en mis amores. Noble en mi entrega. Veraz en mi forma de vivir. Su mandato es que viva para dar la vida y no me canse de buscar la felicidad de aquel a quien amo. Que no me canse de intentar mostrarle su belleza, su rostro oculto. El amor de Dios es el mandato que quiere hacerme firme y fiel a mi verdad. Quiere Dios que viva con raíces hondas. Que ame con pureza respetando los deseos de la persona amada. Que no me obsesione la búsqueda del poder. Que no me aferre al éxito como mi tabla de salvación. Quiere que sea feliz con las cosas pequeñas que da la vida. Que acepte con humildad que no todo puedo hacerlo bien. Que sepa que la vida se juega en elecciones simples en las que opto por el bien del otro antes que por el mío propio. El mandato de Dios quiere que alabe a mi hermano y busque su bien. Que piense en los que sufren y trate de mitigar su dolor. Que viva el presente sin angustiarme por el futuro incierto. Desea Dios que mis acciones y omisiones siembren esperanza y nunca angustias y miedo. Quiere Dios que sea pobre de espíritu para llevar paz y alegría. Me manda Dios que sea fiel a mí mismo, a mi verdad. Que no huya de mis compromisos y acepte el camino que he elegido en libertad.

El escándalo es lo peor que pueden provocar mis actos. Con palabras duras lo describe Jesús: «Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar. Y si tu mano es ocasión de pecado para ti, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue. Y si tu pie es ocasión de pecado para ti, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida, que ser arrojado con los dos pies al fuego eterno. Y si tu ojo es ocasión de pecado para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos al fuego eterno, donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue». Son palabras duras que me incomodan. Mi mano, mi pie, mi ojo, cualquier miembro puede ser ocasión de pecado. No quiero escandalizar a nadie con mi comportamiento, con mis palabras, con mis silencios y omisiones. Me da miedo ser motivo de escándalo. Temo echar a perder la inocencia de las personas que se me confían. Enturbiar su mirada. Acabar con su forma ingenua de pensar y ver la vida. Me asusta ser motivo de escándalo cuando no lo pretendo. Pero puedo serlo. No estoy libre de pecado y mis manos pueden herir a otros sin pretenderlo, así como mis palabras y mis acciones. Mi rabia puede ser motivo de escándalo, mi incoherencia. Me lo recuerda el Papa Francisco: «Los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm 12,21). Una cosa es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se convierta en una actitud permanente. Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia». El odio, la ira, la rabia son motivos de escándalo para el que los sufre por vivir junto a mí y ser herido por mi ira interior. Mis palabras hirientes, mi desprecio, mi rabia, mi incomprensión. Puedo herir tan fácilmente a quien confía en mí. Puedo escandalizarle con mi pecado. Con mis mentiras. Es cierto que no podré dejar nunca de pecar. Va unido a mi debilidad, a mi alma que está rota en su interior, herida por el desamor y el odio. No quiero afectar al inocente. No quiero herir al niño que me mira con un alma ingenua, confiado. Mi mano, mi ojo, mi pie. Todo puede ser causa del mal. Sé que todo lo que haga me ha de llevar a Dios, eso lo sé: «No hay en mi vida nada, ni siquiera el pecado, que deba y pueda separarme de alguna manera de Dios, sino que todo debe impulsarme a adentrarme más hondamente en el amor de Dios»[2]. Pero quiero cuidar que nada de lo que hago o digo pueda dañar el corazón de las personas a las que amo. No quiero herir, ni escandalizar. Es tan fácil desilusionar al que está lleno de ilusión. Es tan fácil confundir al que busca un camino para vivir su fe. Si no puedo creer en aquel que Dios ha puesto en mi vida para acercarme a Él, ¿en quién puedo creer? El escándalo es lo peor que puedo hacer. Es tan difícil educar en la fe y conducir a Dios. Es tan importante ser fiel en lo pequeño. Toda mi vida quiere ser para Dios y no lo consigo porque vivo buscándome a mí mismo. Me he vuelto egoísta y mis actos no son una luz en el camino para el que busca a Dios. Me gustaría que así fuera, pero no lo es. No logro el bien que deseo. No consigo alcanzar la paz que sueño. Mi corazón desea más de lo que obtiene. Quiero eliminar las tentaciones que me alejan de Dios. Quiero buscar a Dios en todo lo que hago. El ocio me confunde. Y los caminos fáciles de felicidad me tientan. ¿Estoy dispuesto a renunciar por amor? ¿Estoy dispuesto a perder para ganar un bien para otros? ¿O pienso siempre en mi propio beneficio? Es tan sutil la tentación del egoísmo. Es todo tan fácil de confundir. Y entones brota el escándalo con facilidad cuando no estoy a la altura. No puedo ser perfecto. Dios lo sabe, yo lo sé. Pero me exigen una perfección que no poseo, imposible. Quiero ser fiel desde mi pobreza. No quiero engañar a nadie ni hacer pensar a otros que soy mejor de lo que soy. Que puedo llegar a unas cimas imposibles. No puedo vivir mentiras pretendiendo que lleguen a ser verdad. Sólo sé que todo esto es posible si Dios lo hace en mí. Él puede liberarme de lo que me corrompe y hacer surgir la luz desde mi noche. Dios puede hacerlo y eso me da paz. Mientras tanto rezo para que mi pie no se aparte de su camino.

 



[1] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

Comentarios
Total comentarios: 1
26/09/2021 - 13:28:39  
Gracias padre Carlos
Todo un retiro.Siempre ad hoc
Now cum Prole Pia

John Hitchman
D,ubai
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000