Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de junio de 2021

Domingo 27 de junio de 2021 | Carlos Padilla

XIII Domingo Tiempo ordinario

Sabiduría 1,13-15;2,23-25; 2 Corintios 8,7-9.13-15; Marcos 5,21-43

«La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se echó a los pies y le confesó todo. El le dijo: -Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud»

27 Junio 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero aprender a pedir perdón, porque los padres que no piden perdón, y nunca se equivocan, harán que sus hijos sean siempre infelices»

Me gusta ese día al año en el que miro a mi padre. Lo miro en esas fotos que logran que los recuerdos tomen forma. Y de repente vuelve a mi corazón ese padre que lo era todo, cuando siendo niño, pensaba que él, un ser superior, lo sabía todo, lo podía todo, estaba siempre presente para acabar con mis miedos. Ese padre del que un día me alejé en la adolescencia cuando era yo el que sabía hacerlo todo bien y no ya él. Cuando comprobé su vulnerabilidad, sus límites, conocí sus heridas, descubrí su pobreza. Cuando la desilusión se hizo presa de mi ánimo. Lo miro de nuevo y veo a ese padre que ahora ya sí, en su límite humano, era un reflejo de la bondad de Dios, de su misericordia y torpemente, como yo hago ahora, hacía lo mejor posible para trasparentar un amor infinito en su vasija de barro. Lo miro en esas fotos que me devuelven su imagen ya cansada, mayor, desgastada por los años y la vida. Cuando me hice padre de mi propio padre, bendita paradoja de la vida. Y entonces aprendí a quererlo más, desde lo hondo de una paternidad llegada al final de sus días a mi alma. Hoy lo miro a través de la ventana abierta al cielo desde mi alma. Y él me mira. Creo que a veces he tendido a querer proyectar en mi padre una perfección que yo mismo deseo para mi vida. Y, al acariciar sus límites, sus aristas hirieron mis manos haciéndome daño. Pero luego no sé bien cómo Dios me ayudó a dar un salto a lo alto y ver en él a ese Dios que quería hacerme ver, en la carne humana de mi padre, cómo era su amor infinito. Tiendo a proyectar en los demás esas virtudes que anhelo para mi vida. Mi alma desea la ternura, la sensibilidad, la fortaleza, el empuje, la fuerza profunda, la interioridad llena de luz. Mi alma añora la esperanza reflejada en unos ojos, la ausencia de miedos y temores en una mano firme sujetando la vela o el timón. He querido ser perfecto amando lo perfecto. Bendita paradoja de esta vida repleta de límites que me confrontan una y otra vez con la imperfección. Y he comprobado con dolor, ya muchas veces, que la imperfección es el camino sagrado que Dios pone ante mis ojos. Por eso me identifica una oración que leía hace unos días, la oración de un padre humano: «Gracias. Señor, por enséñame el arte de saberme vulnerable, frágil, imperfecto, pero que paradójicamente esa condición me acerca al Padre. Así, cuando he agotado todos mis recursos disponibles y todo se me ha salido de control, ahí estás tú Padre Santo para enderezar mi barca y calmar la tormenta. Por eso, nada temo, porque tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado me dan seguridad». Hoy miro a mi padre agradecido, porque me mostró en sus límites, a través de los cristales rotos de su vida, el rostro precioso de Dios y su misericordia infinita. Y me hizo ser hijo, niño, ingenuo. Me desveló un camino y su presencia en mi vida, ahora desde el cielo, me recuerda que la paternidad es un don sagrado. La he pedido siempre para poder ser padre espiritual y cuidar la vida que se me ha confiado. Con manos torpes, con voz temblorosa y sueños hondos tejidos en mi alma. Comenta el P. Kentenich: «Tengo después la oportunidad de regalar, en sentido eminente, amor paternal, amor paternal original y espontáneo, ese amor paternal despierta normalmente en el otro amor filial. Y el amor filial que ahora experimento es plenamente capaz de hacer que yo mismo pueda vivir con posterioridad mi amor de padre, mi amor de hijo»[1]. Yo no he sabido hacerlo mejor, no lo consigo. Por más que miro a Dios cada mañana pidiéndole que me haga hijo, más niño confiado, para poder ser mejor padre. Que evite el perfeccionismo. Porque los padres perfectos, esos que no se equivocan nunca y no cometen errores. Esos que siempre tienen respuesta para todo y saben perfectamente el camino a seguir. Esos padres perfectos sin miedos, con altura infinita y solidez de roca, no existen. Son sólo una quimera que nadie ha conocido, ni vivido. Pero corro el peligro, siendo padre, de querer saberlo todo y mostrarme inmaculado, sin mancha ni pecado, sin errores ni debilidades. El reconocimiento de mi vulnerabilidad es el parteaguas, el punto de partida de mi verdadera vida. Sólo cuando me sé débil, soy fuerte en la fuerza de ese Dios que me ha dado la vida. Sólo cuando me encuentro roto, doy cabida en mi herida a los heridos. Sólo cuando no sé todas las respuestas puedo compartir con mis hijos las mismas preguntas, haciendo un camino sagrado, el de los niños torpes que miran al cielo siempre anhelando una sonrisa de Dios. Quiero aprender a pedir perdón, porque los padres que no piden perdón, y nunca se equivocan, harán que sus hijos sean siempre infelices. Y le pido a Dios ternura, porque los padres que no abrazan y no les dicen a sus hijos que los aman, harán que sus hijos no puedan luego amar a los que quieran amar. Sólo sé que cuando estoy quebrado dejo ver a Dios a través de mis faltas. No es mi pecado el que oculta su grandeza. Es quizás mi deseo de ser dios lo que oculta al Dios de la misericordia ante los ojos de los que me aman. La paternidad es un don que pido en mi torpeza. Y al verme tan limitado sé que, sólo por una gracia caída de lo alto, mi alma tan humana, mi vida tan herida, se hará transparente de Dios.

No quiero ser diferente. Aunque a veces me gustaría no ser tan yo mismo. Me reconozco en mis reacciones, en mis palabras y en mis gestos. Soy yo con mi forma de ser, con mis pasiones, con mi pasado, con mis costumbres y defectos. Me reconozco en mis fuerzas y en mis debilidades. No quiero que me pase lo que Sándor Márai escribe: «El deseo de ser diferente de lo que eres es la peor tragedia con que el destino puede castigar a una persona». No deseo ser alguien diferente, no quiero ser otro. Soy yo mismo y me alegra ser como soy. Es la sensación de valer. Merece la pena ser como soy. No compito con nadie, no me comparo. No quiero ser otro diferente. Es cierto que, en ocasiones, siento vértigo ante el futuro y me asusta pensar que puedo fracasar o perder todo lo que tengo. Pero no tengo derecho a pensar así. Jesús me ha dicho que Él estará conmigo y guiará mis pasos. Aunque me falten las fuerzas y note el peso del día, de la vida, de las presiones. Y el miedo se aferre a mi garganta con fuerza. Aunque la carga que tengo que llevar sea muy pesada. No quiero vivir con miedo y confío en ese Dios que me ama como soy. Él ha elegido el color de mi alma y ha vestido mi vida con la belleza que desea para mí. Soy el hijo soñado de Dios. Sé que esa experiencia es la que me levanta cada vez que dudo y tiemblo en medio de mis tormentas interiores. Comenta el P. Kentenich sobre Santa Teresita del Niño Jesús: «Ella estaba muy hondamente arraigada en el otro mundo. Solía invocar a menudo ese hecho y reprochaba a Dios: - Yo no tengo la culpa de la fragilidad de mi naturaleza. Eres tú quien la tiene»[2]. Es Dios el que me ha hecho como soy. Con fisuras e incompleto, frágil y pequeño, débil y maleable, apasionado y feliz, rebelde y positivo. Me ha levantado como su niño en medio de mis miedos. Me ha compuesto como su canción preferida, esa que le gusta escuchar una y otra vez sin aburrirse. Ha pintado mi vida con colores vivos, esos que resaltan sobre el gris y el blanco llenándolo todo de vida. Tonos vivos y alegres, rojos y naranjas, azules y amarillos. Ha llenado de paz todas las rendijas de mis incoherencias y me ha dicho que puedo seguir remando y confiando en las tierras lejanas que aún desconozco. Y a la vez puedo quedarme quieto y confiar que allí donde me quede brotarán hondas raíces. No miro a los lados buscando odiosas comparaciones. Vivo de los éxitos que se anudan a mis fracasos. Y compongo una sinfonía con notas disonantes que no siempre encajan en mi gama de colores. Abrigo sueños imposibles que alimentan el fuego de mi alma. Me canso como todos al intentar subir cada día el mismo monte. Abrazo con miedo al contagio porque es necesario el abrazo y temible el contagio. Escribo en páginas blancas desmenuzando el alma sin cortapisas ni vergüenzas. Al fin y al cabo la vida es tan parecida en casi todas las almas. Acaricio las nostalgias que a veces despiertan tristezas. Y río incluso con cierto llanto, porque todo me emociona. Sé que la vida no es corta, es lo que tiene que ser aunque no siempre lo entienda. Es lo que es, así de fácil. Para qué preguntar tantas veces por el sentido de todo lo que ocurre. Pretendo tener respuestas para todas las preguntas. Y ni yo mismo intuyo cuántas preguntas quedan cada día sostenidas en el aire. Sé que las islas más lejanas se esconden tras el horizonte que veo. Y me nubla Dios los ojos para que confíe en mi suerte. O en la vida que Él me regala. Para que no me altere pensando en todo lo que puede ocurrir si me dejo amar hasta el extremo. Tengo en la piel esa marca de la vida que ha pasado. Cicatrices y heridas. pero no siempre he llorado al sentir un dolor hondo. Y no siempre me he quedado dolido en esos sueños posibles que nunca se hicieron vida. Las derrotas son duras. No quiero inventarme cielos que Dios nunca haya pintado. Creo en su poder, en ese amor hondo que me tiene. Y su mirada me salva, creo que siempre la he tocado. Y vivo con paz, tranquilo, sin compararme con nadie. Dios me ama como soy y eso me basta. Me consuelan su voz y sus palabras. Y sigo adelante, ahora con más calma.

Siento que hoy, en este tiempo de pandemia, las emociones están a flor de piel. Quizás me he quedado algo tocado después de este año en el que he visto que no soy inmortal. Yo pensaba que sí, que la vejez nadie podría arrebatármela. Pero ahora veo que no tengo asegurada una muerte siendo ya viejo, como corresponde, al final de una larga vida. Puede sorprenderme la muerte. Veo que soy vulnerable y puede que el final de mis días llegue antes de lo previsto. Y entonces el tiempo comienza a ser relativo y al mismo tiempo más valioso que el oro. Y dejo de perderlo, lo gano, lo retengo, lo vivo. Y tengo cuidado con lo que elijo, con mis decisiones, con la forma cómo hago las cosas. Sé que estoy más sensible, más fácilmente emocionable y noto que cualquier cosa me importa y afecta. Quizás guardo en el alma rabia, o rencor por las heridas recibidas. Quizás me siento resentido. Mis comentarios dejan de ser fríos y objetivos. He guardado rencores de forma innecesaria y lo que digo es con dolor. Me molestan más que antes ciertas cosas. Tengo menos tolerancia con los errores e imprudencias de los que me rodean. Juzgo más los comportamientos de mis hermanos. Tengo menos misericordia con el que no ha actuado bien según mi parecer, así lo he decidido. Vivo emitiendo juicios y opiniones, quizás más que antes. Tal vez la vida me ha vuelto más sensible y tengo la piel muy rota. Me importa todo lo que veo, todo lo que me dicen, todo lo que los demás hacen. Me afectan las noticias que escucho, me impactan, tengan que ver o no conmigo. Tengo menos paciencia con los que no actúan con rapidez, esa virtud tan anhelada. Y pasan los días dejando su rastro en mi piel en forma de un dolor constante. Me cuesta conciliar el sueño cada noche y no logro vivir con una sonrisa permanente en los labios. Tengo el miedo metido en el cuerpo y la inquietud de vivir esta vida incierta. Palpo esa incapacidad constante para vivir con paz. ¿Es así mi alma cuando miro hoy muy dentro? ¿Son estos mis dolores y angustias, son estos mis pesares? Puede que las cosas no sean blancas o negras cuando intento mirarlas con objetividad. Los matices me incomodan porque me llevan a tierra de nadie. No puedo condenar con liviandad. No puedo canonizar tampoco sin temer que no sea todo como lo veo. Quisiera que todo fuera sí o no. Vida o muerte. Verdad o mentira. Posible o imposible. Mandado o prohibido. Y ya está, todo claro. Porque así sin dudas es más fácil recorrer mis días. No sé yo contestar en tonos grises. ¿Qué respuestas doy a tantos interrogantes abiertos que me plantean? Vuelvo la cara al cielo y busco el descanso, o en la noche intento seguir caminando para no detener mis pasos. No importa el tiempo que pase entre un día y el siguiente. No quiero perder la vida haciendo lo que no sueño. Quiero escribir sobre el blanco las letras de mi camino, las notas de mi canción, la eterna y suave melodía que evoca sueños dormidos, dentro de mí. Quiero ser feliz, ¿no es eso lo que todos desean? Leía el otro día: «¿Es la felicidad la gran espiración de toda persona? La felicidad placentera es algo puntual. La felicidad estructural habla de algo permanente. La mente es la responsable de fabricar la emoción. Toma el control de tu vida»[3]. Quisiera gobernar mi vida o pedir ayuda para poder hacerlo. Dejar fuera de mí lo que me incomoda. Borrar esos rencores que no me dan alegrías. Acabar con los juicios que envenenan mi ánimo. Decir cosas bonitas y reírme un poco de todo. Vender esperanzas a buen precio y regalar amaneceres. Esa esperanza que muchos ya han perdido. En mi mano está el poder elegir lo que me construye por dentro. Lo que elimina lo más tóxico de mis relaciones y planteamientos. Porque en mi forma de vivir encuentro a menudo comportamientos enfermizos. Quiero que Dios acabe con mis adicciones y dependencias. Libere mi alma para que mire al cielo con alegría profunda. Tengo tantas palabras dentro de mí que para escribirlas todas necesitaría más vidas. Despierto a los dormidos y levanto a los cansados. Es fácil subir un monte, aunque parezca imposible. Puedo comenzar de nuevo aunque nadie crea en mi suerte. Nada está dicho cuando aún no ha sucedido. Sé que Dios tiene la última palabra. Y las sonrisas más tiernas son las de los niños que no han sufrido. Llevo dentro de mi piel escondido un canto. Que lo compuso un ángel mientras yo dormía. No me aventuro en mares sin contar con la mano amiga de Dios sobre mi hombro. Y confío en que la tarde dará paso a la vida. No lograré dejar de sentir. Porque las emociones son parte de mi alma, de mi historia. No quiero pasar de puntillas por este mundo, sin dejarme el corazón hecho jirones. Dios sabe que la mejor historia es la del que ama. El mejor sueño el del que no se busca a sí mismo y vuela lejos. El mejor corazón es siempre el que está más abierto y roto, dispuesto a dejarse amar y a amar hasta el extremo.

Dios me creó para el bien, quiere mi felicidad y mi gloria. Quiere que viva y tenga una vida próspera. Hoy escucho: «Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen». El mal no viene de Dios, sólo el bien. Pero Dios parece dormir y permite el mal a mi alrededor. Crece como la cizaña en un terreno fecundo lleno de espigas de trigo. Y a veces parece que la cizaña, el mal, el odio son más fuertes que el trigo, que el bien y que el amor. Y yo me pregunto qué estoy sembrando con mis obras, con mis palabras y decisiones. Espero sembrar un trigo puro, un fruto hermoso, una vida santa. No sé si lo logro, porque incluso cuando intento hacer el bien me confronto con mi debilidad, con mis tentaciones y esos errores que siempre quiero evitar. Pero no lo consigo y el mal se impone con fuerza en torno a mí. Por mi causa, por mis actos, por mis omisiones, por mis palabras y mis silencios cómplices. Ya no sé si lo que hago trae vida o muerte. Me muevo en ese claroscuro que tiene la vida en la tierra. Sobre ese fino alambre que separa el mal del bien, la vida de la muerte. Me gusta pensar que mis actos pueden reestablecer el equilibrio perdido. En este mundo injusto de desigualdades puedo hacer yo más, puedo ayudar y contribuir a sembrar un mundo nuevo, más justo. Hoy el apóstol me alienta a no perder la esperanza: «Ya que sobresalen en todo: en la fe, en la palabra, en el conocimiento, en el empeño y en el cariño que nos tienen, distínganse también ahora por su generosidad. Bien saben lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, por ustedes se hizo pobre, para que ustedes, con su pobreza, se hagan ricos. En el momento actual, la abundancia de ustedes remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará la carencia de ustedes; así habrá nivelación. Es lo que dice la Escritura: - Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco, no le faltaba». Me pide que no me conforme con lo que veo a mi alrededor. Que dé de aquello que me falta. Que entregue lo que no tengo. Que haga lo que no puedo hacer y ame cuando soy odiado e ignorado. Un amor más grande que el odio que recibo. Una dedicación más honda que la indiferencia que me prodigan. Y que sea generoso con mi vida, con mi tiempo, con mis bienes, con mi intimidad, con mis verdades, con mi historia. Que comparta lo que tengo sin importarme el qué dirán. Sin que el mundo tenga que intimidarme y evitar mi entrega. No quiero vivir pendiente de la aceptación que recibo. Generoso con lo mío. Un rico que se hace pobre como Jesucristo. Es tan fácil dejarme consumir por las tentaciones materiales que me rodean. Como una pandemia de maldad que se extiende de forma silenciosa saltando las barreras que intento levantar. Me dicen que me guarde, que me proteja, que piense en mí, que me cierre en mis entrañas al mal ajeno. Que yo solo no puedo cambiarlo todo. Y dos angelitos se erigen en mis oídos tratando de orientar mi deambular. Por un lado el ángel bueno que me recuerda que cuanto más dé más recibiré, aquí o en el cielo. Y el angelito malo que me incita a cuidar mi vida, mi espacio, mis tiempos, mis decisiones, mi parcela privada en la que soy feliz. Que me forme, que me cuide, que extienda mis redes buscando seguridades y que nunca dé nada sin recibir al menos un gracias como respuesta. Me recuerda el Papa Francisco: «El engaño del “todo está mal” es respondido con un “nadie puede arreglarlo”, “¿qué puedo hacer yo?”. De esta manera, se nutre el desencanto y la desesperanza, y eso no alienta un espíritu de solidaridad y de generosidad»[4]. No todo está fatal y tampoco yo no puedo hacer nada. Puedo levantarme y cambiar el mundo en el que vivo. Puedo cambiar mi forma de pensar, de actuar y de amar. Puedo cambiar mi corazón o al menos Dios puede hacerlo en mí. Puede sembrar esperanzas y con ellas el deseo de ser más generoso, más magnánimo, más libre, más de Dios. El deseo de no medir continuamente mis fuerzas y capacidades. Puedo entregarlo todo y morir en ese intento por cambiar en algo el mundo que habito. Si yo no hago nada no puedo exigirle al mundo que lo haga. Sólo mi ejemplo es atractivo para los que lo ven. Y si no lo ve nadie, mi vida se entierra en la tierra de forma misteriosa y dará una luz que iluminará oscuridades. Los actos ocultos cambian el mundo aunque nadie sepa y no sean noticia. Que mi mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. No importa tanto el reconocimiento. Sino mi actitud sencilla por la que me entrego y doy la vida. Todo lo que hago importa. Todo lo que hablo y callo. Mis actos generosos siembran esperanza, mi negativa a ser solidario siembra individualismo. Y es muy difícil salir de ese círculo egoísta en el que me arrastro buscando mi bienestar. La vida se juega en presente, en mis decisiones altruistas, en mi mirada generosa y magnánima. Sólo ahí va cambiando mi mundo alrededor.

Una mujer oculta entre la gente toca el manto de Jesús. Y sucede un milagro provocado por la fe de una mujer que estaba a punto de perder toda su fe: «Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda, su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado». Oye hablar de Jesús y cree contra toda esperanza. Lo había probado todo durante años. Jesús hace lo mismo conmigo. Quiere que lo intente todo. Quiere que luche con todos los medios humanos que tengo a mi alcance. Que no desfallezca, que busque soluciones. Y sólo cuando ya no pueda más y el camino parezca imposible. Y la salvación inalcanzable. Sólo entonces me pide que crea en lo imposible. Que tenga fe en lo inalcanzable. Me impresiona la fe de esta mujer. Oye hablar de Jesús y se pone en camino. Me gusta esa actitud confiada de niña que se abandona en las manos de aquel que puede curarla. Jesús entonces se da cuenta de que alguien lo ha tocado: «Jesús, notando que, había salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio le la gente, preguntando: - ¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos le contestaron: -Ves como te apretuja la gente y preguntas: - ¿Quién me ha tocado? El seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. El le dijo: - Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud». Me apasiona esta escena. Una mujer arrepentida tirada a los pies de Jesús. Toca el manto porque piensa que con eso basta. No busca una mirada, tampoco una palabra. No quiere ser reconocida. Me conmueve su humildad, su pobreza, su pequeñez. De rodillas confiesa su pecado. Es impura por sus flujos de sangre. Pero su fe es grande. Cree en Jesús y lo toca siendo impura. Se pone en camino, se arriesga, es valiente. Su fe es inmensa. Parece imposible pero ella no tiene nada que perder. Cuando no tengo nada que perder soy capaz de lo imposible. Cuando las posibilidades humanas son nulas sólo me queda creer en lo imposible. Un camino oculto en la tela de un manto. Basta con tocar con fe. La fe lo cambia todo. Muchos tocan a Jesús. Pero sólo una persona lo hace con fe. Y Jesús nota que una fuerza lo abandona. Una fuerza que cura. ¿Cuál es la enfermedad que no desaparece de mi cuerpo y de mi alma? ¿Dónde siento que estoy enfermo y débil? A veces creo haberlo intentado todo. Ha disminuido el dolor. He buscado ayuda en lo humano. Hoy hay tantas enfermedades del corazón, del alma, de la cabeza. Tanta incapacidad para enfrentar la vida y buscar soluciones. Tanta debilidad para amar de forma madura y profunda. Tanta fragilidad para digerir y trabajar las emociones que vivo en el alma. Busco primero ayudas en lo humano, soluciones con tratamientos. Hay muchas cosas que pueden encontrar respuesta y caminos a seguir en lo humano, de forma natural. Pero luego hay otra curación que depende de mi fe, de mi confianza en el poder del amor de Dios. Necesito tocar el manto de Jesús. Basta con tocar su manto con fe. Creyendo de verdad que Jesús puede hacer posible lo imposible. Me cuesta esa fe tan auténtica y limpia. Si tuviera esa fe tendría más paz. Esta mujer cree y se sana gracias a ese acto valiente. Confía en Dios y toca oculta a Jesús. A veces tengo que hacer algo extraño para curarme. Algo que no está previsto. Algo que surge en mi vida. Ir a una junta, participar en una actividad, estar presente en una misa, una confesión, una conversación que puede ser importante. Quizá donde menos lo espero aparece la solución a mis problemas. Sólo debo tener fe en los caminos que Dios me propone. Fe como para creer que basta con tocar con fe el manto de aquel que está lleno de Dios en mi vida. La fe de esta mujer cuestiona mi poca fe. El novelista Julien Green describe una asamblea de cristianos con estas penetrantes palabras: «Todo el mundo creía, pero nadie gritaba de asombro, de felicidad o de espanto»[5]. Una fe mustia que no se arriesga, no se expone, no es feliz, no está llena de admiración y asombro. Así es a veces mi fe. Como la de esas «personas que han ido creciendo en otros aspectos de la vida, pero que han quedado atrofiados interiormente, frustrados en su «desarrollo espiritual». Gentes buenas que siguen cumpliendo con fidelidad admirable sus practicas religiosas, pero que no conocen al Dios vivo que alegra la existencia y desata las fuerzas para vivir»[6]. Esa fe nueva y renovada es la que necesito. Una fe que me ponga en camino y me permita llegar más lejos de lo posible, de lo lógico, de lo prudente. Esta mujer rompe la línea de lo prudente y permitido. Se arriesga y queda sanada gracias a su fe. Y entonces, además de la sanación, sucede otro milagro. Jesús le responde de forma única, con un amor que es sólo para ella, con una mirada que le hace comprender que la conoce, que es suya, que siempre lo ha sido. A Jesús no le pasa desapercibida su tristeza, su complejo, su sufrimiento de tantos años, su dolor de saberse apartada e impura entre los suyos. Ese dolor tan personal y concreto, necesita ser sanado desde siempre, con una atención que sólo Jesús puede dar, pues sólo Él conoce su vida y su alma.

Después del milagro de esa mujer sucede otro: «Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se postró a sus pies, rogándole con insistencia: -Mi niña está agonizando; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva. Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba». Jesús escucha a Jairo y va en su ayuda. Y es en ese camino donde la hemorroísa toca su manto. Pero entonces ya se hace tarde para salvar a la niña: «Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: -Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?». Parece demasiado tarde, pero no es así: «No temas; basta que tengas fe». De nuevo la importancia de la fe. El jefe de la sinagoga, Jairo, tal vez duda. Pero Jesús lo anima a no temer y tener fe. A mí me cuesta creer en las personas, en mí mismo, en el amor de Dios. Me cuesta creer que puedo dar mucho más de lo que doy y me puedo levantar por encima de mis debilidades. Me cuesta creer en lo racionalmente imposible. Pero sé que puedo recomponer las piezas de mi vida y volver a creer, volver a empezar. Leía el testimonio de Olatz Vázquez hablando desde su enfermedad. Me conmueven sus palabras: «Voy a recoger todos los pedazos de mi ser y los voy a recomponer. No tengo miedo, si es lo que pensáis. Hace tiempo que lo guardo en un viejo y pequeño baúl de mi habitación. La tentación de abrirlo es grande pero he (re)aprendido a vivir. Vuelvo a ser niña con todo lo que eso conlleva. Inconsciente, inmadura, imbatible. Pequeña fuerza mortal. Acaricio la llama sin saber qué pasará. No mido las consecuencias, no me importan. Aprenderé en cada tropiezo y aprenderé a reconstruirme de lágrimas y heridas». Su testimonio me da más confianza y alegría. Su fuerza para levantarse siempre de nuevo. Así quiero vivir yo en mi vida. A veces corro el peligro de dejar de quererme y creer en mí mismo, en la fuerza que llevo escondida en mi cuerpo frágil y herido. Esa misma fe es la que hoy observo en esa mujer rota que toca a Jesús. Y en Jairo que cree, cuando ya es demasiado tarde para tener esperanza. Él confía y jesús obra el milagro imposible. Volver de la muerte, resucitar después de haber partido: «¿Qué escándalo y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo: -Contigo hablo, niña, levántate. La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar. Tenía doce años». La fe de hoy me habla de una confianza en el amor de Dios que a mí me falta. Me aferro a la vida, a lo que toco. Y dejo de creer en mí y en los demás en cuanto me fallan. Dejo de esperar algo de Dios cuando no siento su presencia a mi lado. Cuando noto su ausencia, el vacío. Cuando toco la carne que se debilita en la enfermedad y la muerte. Y me cuesta pensar en los milagros, esos que tan a menudo no suceden, porque lo he comprobado. Pidiendo milagros no han sucedido. Y ha llegado la muerte. O ha vencido la enfermedad. Y no ha habido una salida espontánea y única. Entonces dejo de creer en el poder sobrenatural de Dios en mi vida. No creo en lo extraordinario. En su presencia que todo lo puede. Muchas veces no habrá un milagro de sanación como yo espero. Pero tal vez ese Jesús al que amo estará en mi vida sosteniendo mis pasos rotos, sanando mis heridas para que siga luchando con fe y dando ánimo a otros. No habrá nada espectacular, tal vez sólo lo cotidiano. Pero ¿acaso no es milagro la forma de vivir la enfermedad de ciertas personas? ¿No es extraordinaria su fe, su confianza, su entereza para enfrentar la debilidad día tras día? Eso me parece más prodigioso y relevante que un milagro sucedido de repente en medio de la vida. Esos son los milagros que más admiro. Los milagros que veo de forma más cotidiana en aquellos que, con su forma de vivir la vida, son un ejemplo para mí. Me enseñan a enfrentar mis problemas pequeños al lado de los que ellos viven. Nunca me comparo, no me atrevo. Pero sí admiro su forma de escribir lo que están viviendo, su forma de encender una luz, una lámpara en medio de mis días. Con sencillez, sin pretensiones. Contando su dolor y su esperanza. Ese testimonio de vida me da más luz que muchas otras cosas. Y despierta en mí una fe honda que deseo para enfrentar los problemas. Nunca quiero dejar de creer en todo lo que Dios puede hacer en mí si me dejo modelar. En medio de mi cruz y mi dolor, de mi enfermedad y mi muerte, Jesús viene a mí y admira mi fe. Eso es lo que quiero, una fe más grande.



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Marian Rojas Estapé, Cómo hacer que te pasen cosas buenas

[4] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

[5] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[6] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

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