Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de octubre de 2019

Domingo 27 de octubre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXX Tiempo Ordinario

Eclesiástico 35,12-14.16-18; 2 Timoteo 4,6-8.16-18; Lucas 18,9-14

«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»

27 Octubre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Hay cosas justas e injustas. El bien es más fuerte que el mal. El amor vence el odio. Creo en la comunión y en la paz. Dios puede cambiarme para cambiar el mundo que necesita el amor de Dios»

Tengo claro que Dios no necesita mis capacidades, ni mi fuerza, ni mis talentos. No me hizo capaz de todo. No logró en mí una obra perfecta. Continuamente veo mis límites y me asombro siempre de nuevo. Yo, que quería tocar con mis manos las estrellas. Yo, que soñaba con surcar los mares hasta orillas imposibles. Yo, que quería tener en mi corazón toda la sabiduría del mundo. Yo, que iba a ser siempre valiente y audaz. Yo, no pude, caí, fui débil. Y en mi dolor María me mira conmovida y me dice con ternura y fuerza al mismo tiempo: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o angustia. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?». Me lo dice con esa delicadeza que tienen las madres para consolar las almas de sus hijos pequeños. Y yo me quedo de rodillas ante su rostro moreno. Es verdad, es mi Madre. Y yo me siento tan pequeño como ese indiecito Juan Diego en Guadalupe, que huyó de su voz y la volvió a encontrar cada vez que se escapaba. Y su abrazo sostuvo su debilidad. Me detengo yo igual ahora. Ante ese monte que parece pequeño. Ante esa imagen que parece lejana. Porque apenas distingo su rostro en la distancia. Y yo soy de buscar rostros en la noche, en las tinieblas, en el dolor y en la paz. Necesito rostros amigos que me sonrían. Busco rostros en los que descansar. A los que acoger. Rostros distintos, nuevos, diferentes. Blancos, morenos. No importa. Rostros que sonrían. Es tan fácil cambiar el rostro con una sonrisa, y con la mirada. Y una palabra amable en medio de gritos y silencios. Y una presencia que lo llena todo. La de María presente en tantos rostros. ¿No es verdad lo que me decía una persona el otro día? «Busco el rostro de una imagen y se me olvida buscar el rostro de María en los miles de rostros que pasan por mi vida». La ceguera del alma es la peor ceguera. La que no ve al que sufre. La que no se detiene ante el herido. La que menosprecia al pobre, al diferente, al distinto. La mirada que se olvida de buscar a María en tantos rostros. Me arrodillo ante mi Madre, junto a Juan Diego. ¡Qué lejos estoy yo de sentirme como él, pobre y necesitado! Me creo capaz de tantas cosas. Y sólo suplico a Dios ayuda cuando mis pies cansados piden descanso y mis manos errantes anhelan un abrazo. Yo y mis pretensiones tan del mundo. Yo que quiero llegar a lo más hondo de la tierra y a lo más alto del cielo. Y miro a María desde la hondura de mi debilidad. Ahora cuando toco en mi piel la soledad del alma. Y brillan en el cielo las estrellas mirándome. Y contengo el aliento. Y escucho su voz de Madre. Es verdad, está Ella. Y su abrazo sostiene mi vida como siempre. Desde aquel día lejano ya en el tiempo en el que me abrazó por primera vez por la espalda y susurró a mi oído. Entonces yo no conocía aún su voz: «¿Dónde vas sin mí, hijo mío? ¿Qué vas a hacer tú si yo no te sigo con mi mirada?». Y yo me quedé turbado y lloré, como un niño. Como Juan Diego incapaz de ir a hablar con el obispo. Yo también incapaz de levantar el mundo en mis manos pobres. Vana pretensión de mi ignorancia. Ahora de nuevo, pasados ya los años y los rostros por mi alma. Ahora después de haber surcados ya los mares y las vidas de tantos en mi barca endeble. Sí, de nuevo de rodillas ante María como hace ya tanto. Es Ella la misma de entonces. Ahora la tez más morena. Y sus manos cálidas. Y su sonrisa reflejada en sus ojos. Mirándome a mí que estoy caído en la tierra. Soy su hijo. Y sonrío por dentro. ¿Por qué temer lo que no conozco? ¿Por qué empeñarme en sujetar mi vida controlándolo todo? La confianza y la paciencia son bienes escasos. Yo los deseo y los busco como un niño con el alma algo rota. Y confío en que María no va a dejar nunca de sostener mis pasos. Va a guiar mis manos. Va a encender mis palabras. En la hoguera de un amor que sólo Ella conoce. Yo me fío. Siguen los miedos acechando mi alma, pero me fío. Siento que Juan Diego, ese indiecito temeroso y confiado, me marca un camino en la arena del desierto. En las aguas de un mar desconocido. Y yo creo que María es mi Madre siempre, en cada momento. ¿No noto de nuevo su abrazo por mi espalda? Sonrío. Y la busco a Ella oculta en tantos rostros nuevos. En rostros amigos. En rostros que sufren. Y veo su voz que me invita a seguirla. Ella va primero. Yo sigo sus pasos. Ya no temo. Mi vida está en sus manos. Como la de Juan Diego. 

Siempre me conmueve un momento concreto de la vida de S. Francisco. Ya es mayor y la obra por él fundada ha crecido mucho. Se retira entonces al monte Alvernia en oración y soledad. Solo León le lleva diariamente comida y lo observa desde lejos. En este momento clave de su vida Jesús le pide que le entregue todo lo que tiene como expresión de su amor profundo y sincero. Francisco cree que se lo ha dado ya todo y así se lo dice: «Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad? Entonces Dios me dijo: – Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres. Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle». Jesús insiste y le pide que le entregue esas bolas de oro que guarda como un tesoro en su corazón. Esas seguridades y posesiones que guarda en su alma con pasión y nunca se ha atrevido a entregar realmente. Francisco, como yo mismo, no quiere perderlo todo. Se apega a sus bolas de oro seguro de que ahí está el plan de Dios para su vida. Esa escena a la que me refiero tuvo lugar al final de su vida. La obra que él había fundado, su hijo querido, estaba en peligro. Habían surgido corrientes nuevas en el interior de la gran familia franciscana que soplaban en otras direcciones. Parecía que el ideal primero tejido a la sombra del Tugurio en Asís, en aquella primera comunidad de franciscanos, estaba en juego. Francisco tiene miedo y se aferra a su tesoro como un náufrago a su balsa. En medio del mar es lo único que posee, lo único que le queda. Es fundador de una obra maravillosa. ¿Acaso Jesús no le pidió un día que reconstruyera su Iglesia? ¿No lo había hecho él con todo su esfuerzo? Sí. Ha sido el sueño de su vida. Y ha podido ver feliz cómo su obra crece y sus hijos se multiplican por el mundo. Todo es perfecto. Pero ahora no todo va como él ha soñado. Y se aferra esclavo a ese sueño, a esas bolas de oro. ¿Está dispuesto ahora a entregárselo todo a Jesús? ¿Es capaz de renunciar a su sueño, a su deseo más hondo y verdadero? ¿No habrá sido en vano tanta entrega y sufrimiento por sacar adelante su familia? ¿No se dispersarán todos y su hijo morirá o no será ya lo que él ha soñado? Surgen las dudas en el alma de Francisco. Vienen los miedos. Ante esa aparición de Jesús Francisco tiembla y teme entregarlo todo. Sufre, tiembla, suda. Se une a Jesús mismo en Getsemaní. Quiere que pase ese cáliz. Pero al final, como Jesús mismo, en un acto de amor y generosidad santa, se lo entrega todo a Dios. Pone en las manos de Dios sus bolas de oro. Le entrega como Abraham al hijo de sus entrañas. ¿Qué quiere Dios ahora? Se lo da todo. Ya es libre. Ya es pobre de verdad, hasta el extremo. No posee nada en absoluto. Ha sido despojado de todo. Desgarrado de lo que más ama. Y ahora en su piel quedan marcadas las llagas de Jesús. La expresión de su amor profundo por su hijo. Las señales del amor crucificado. Francisco ya le pertenece a Dios por entero. No es dueño de nada. Ni de sus sueños. Ni de sus deseos. Todo es de Dios. Y él es sólo su pobre hijo que sueña con amar a Jesús siempre. Pienso en Francisco y me conmueve su sí de niño. Se lanza al vacío y lo entrega todo. ¿No siento a veces en mi corazón que digo entregárselo todo a Dios, pero guardo en mi alma algo sagrado? Retengo lo que más quiero. Escribo oraciones preciosas, bonita poesía. Entrego en imágenes la vida entera. Pero son sólo palabras. Y las palabras ni sangran ni duelen. Luego la vida es más difícil y el alma guarda tesoros escondidos. Es como esa madera para el náufrago en la tormenta. ¿Qué nombre tienen mis bolas de oro? Casi creo que son queridas por Dios y forman parte de su plan de amor. Y realmente fue Él quien las puso en mi camino. Para que las amara, para que me sostuvieran. No me las pide porque me hagan daño. Porque no es verdad, le dan sentido a mi vida. Son mi tesoro santo. Un bálsamo en el dolor. El sostén al que me abrazo a veces con temor y temblor. Puede ser mi propia familia que Dios me ha dado. Puede ser un camino profesional que me hace feliz como persona. Puede ser una obra que yo he fundado y que ha dado tantos frutos hasta ahora. ¿Por qué me pide Dios ahora que la sacrifique como hizo con Abrahán un día en Moria? ¿O como hizo con Francisco en la soledad y silencio de ese monte Alvernia? El corazón tiembla. ¿Se contradice Dios? ¿Dónde está oculto el mal en un amor sano y verdadero? No lo entiendo. Mi corazón se rebela acariciando nervioso mis bolas de oro. Esas que aprieto con rabia contra mi pecho porque me hacen bien. Ya lo he dado todo, Él lo sabe. Por eso le digo a Jesús muy quedo: «Esto no puedo dártelo. Otras cosas sí. Pero esto es mi tesoro, lo único que no puedo darte, lo siento». ¿Qué nombre tiene lo que Dios me pide? ¿Quiere que se lo dé de verdad o me salvará al final como salvó a Isaac del puñal de su padre Abrahán? No lo sé. Pienso en esa escena de Jesús en Getsemaní entregando a sus hijos, su propia vida. En ese momento en la vida de Abrahán cuando todo parecía oscurecerse en el monte Moria. Miro a Francisco en esa noche del monte de su retiro mirando a Jesús. El sí de ese momento es tan hondo. Es la renuncia más sincera del hijo que cree en los planes y peticiones de un Dios que le ama. Miro mi tesoro. Tal vez soy esclavo y no me doy cuenta. Quiero que mi hijo, mi sueño, mi proyecto, mi plan. Sean míos. Sólo míos. No quiero dárselos a Dios porque no me fío tanto. Me he construido mi reino, no el suyo. Me he colocado yo en el centro diciendo que era Él. Pero era yo oculto bajo una capa de soberbia y vanidad. Quiero mirar dentro de mi alma. En medio de mis heridas. ¿Qué temo perder? ¿Qué me quita la paz si pienso en el futuro? Mis miedos toman cuerpo, forma, nombre. Son mis bolas de oro sujetas entre mis dedos, atrapadas en la piel. Parece como si al pedírmelas Dios me estuviera quitando la vida. Lo que está haciendo es que me haga más semejante a Él. Como Francisco en esa noche de miedos. Y le digo que sí. Le entrego mi tesoro. Mis miedos. Mis seguridades. Todo es suyo. Le pertenece mi vida. Sólo confío en que su amor es para siempre. Y suelto la madera en medio de un mar revuelto. Él sujeta mi vida. Lo sé. Confío. 

A veces no sé muy bien de dónde viene la tristeza que tengo. Puede ser que surja cuando las cosas no salen como yo esperaba, y me lleno de amargura. Puede ser al escuchar un juicio sobre mí, que me duele, porque siento que es injusto, o porque toca mi herida de siempre. Puede que me falte espíritu de autocrítica para aceptar en mí las verdades que otros ven con claridad y yo no veo, me creo que estoy bien. Es mi pobreza de alma la que me lleva a estar triste en ocasiones sin razón aparente o por motivos demasiado pequeños. Si soy realista y veo cómo es mi vida no descubro motivos suficientes para la tristeza. ¡Cómo puedo estar triste cuando lo tengo todo! Hoy escucho: «El afligido invocó al Señor, y Él lo escuchó. Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren». Mi alegría tendría que estar en el Señor. Quiero aprender a alabar y dar gracias por todo lo que me ha dado. Y dejar de lado la tristeza para siempre. Al menos debería ser así. No siempre lo consigo y me pongo triste. Se nubla mi ánimo. ¿Por qué estoy triste sin motivo? Leía el otro día: «Tenemos un miedo atroz al sufrimiento, un miedo tan real, que construimos toda nuestra vida para huir de él, porque no entendemos de ninguna manera que sufrir tenga ningún sentido. Es algo de lo que hay que escapar, se nos hace necesario evitarlo a toda costa. ¿Por qué tenemos tanto miedo a la muerte?». Es una tristeza honda la que procede de este miedo al dolor y al sufrimiento, a la muerte. Quisiera encontrar la llave que eliminara ese temor hondo del alma. ¿Podría vivir entonces con paz en medio de mis dolores? Sí, sería posible. Es lo que puede hacer Cristo en mí cuando logro vivir sus sentimientos. Cuando coloco mi barca en sus manos y dejo que sea Él quien lo controle todo. La tristeza tal vez permanece, pero ahora como nostalgia de paraíso. Y una paz profunda me invade el ánimo. Puedo sonreír mientras sufro. Puedo tener paz mientras siento un dolor profundo. Es posible la paz mirando a la muerte cara a cara. Es el milagro de ser cristiano. Sólo eso. «¿Cómo va a ser amor alguien que permite que la gente sufra de mil maneras diferentes? Así que nos ha encerrado en un círculo: tenemos miedo a sufrir, y sufrir es la prueba de que Dios no nos quiere, porque si nos quisiera no dejaría que sufriésemos». Salgo de ese círculo enfermizo que me hace daño. Dios me quiere con locura. Y mis dolores son consecuencia de mis límites, de mis debilidades. Me siento torpe y clamo a Dios para que me oiga. No me aparto de Él. Sigo sus pasos. Él puede sostenerme, aunque en medio de la oscuridad me cuesta verlo. Alabo a Dios por su presencia, por la paz que despierta en mi alma. Las dificultades verdaderas del camino me hacen ver con claridad lo que es importante y lo que no. ¡Cuántas veces he sufrido por nimiedades! Se frustran mis planes y sufro. No obtengo lo que deseo, y lloro. Cuando me enfrento con dolores de verdad, con el sufrimiento escrito en la carne, con sangre, con dolor hondo. Entonces comprendo que Dios puede salvarme ahora. Comienzo a valorar mi vida en lo importante, en lo decisivo. Es fruto de ese proceso de maduración que necesita el alma. Mirar la vida en su verdad y volver los ojos al cielo, lleno de estrellas. Dirijo mi mirada al cielo con una oración que encontré el otro día: «Llueve fuera y hace frío. Estoy solo en medio de mi invierno. Te miro Jesús oculto en mi noche de estrellas. ¿Te vienes a mi vida y quedan fuera el miedo y el frío? Encenderás el fuego de mi alma y calmarás mis miedos. Llenarás mis vacíos y dirás mi nombre. Para que no me duela, para que sólo llore contigo. Gracias Jesús». Me conmueve. Miro a ese Jesús que aguarda a la entrada de mi alma. El frío queda fuera cuando Él entra y colma mis vacíos. Y siento la nostalgia de los niños evocando el verano, las playas y las risas. Y sonrío. Con la paz del que sabe que todo está perdido y ganado al mismo tiempo. Que todo está en paz y la victoria es de Aquel que me ha dado la vida. ¿Cómo no voy a sonreír cuando oigo su voz y distingo sus pasos en medio de las estrellas, sobre la arena de la playa que conduce al mar? Decía Santa Teresita: «Es verdad que, a veces, el corazón del pajarito se ve envuelto en la tormenta. Le parece no creer que exista otra cosa que las nubes que lo rodean: es el momento de la alegría perfecta para la pobrecita y débil criatura. ¡Qué dicha quedarse ahí a pesar de todo, no apartar la mirada de la luz invisible que se sustrae a su fe!». Se calman mis miedos reales en Jesús. Se calma mi dolor verdadero. Él me mira y pone las cosas en su sitio dentro del alma. Tengo paciencia para dejar que su amor arregle mis roturas. Y descanso en Él que comprende muy bien mis sentimientos. Esos que yo mismo no entiendo. Y me quedo tranquilo mirando el cielo. Él conoce el alma humana y sabe reconocer mi dolor como parte del suyo. Me consuela, me levanta. 

¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? ¿La mayoría? ¿Aquellos que tienen el poder y los medios de comunicación? ¿Hay verdades absolutas que valen para todos y siempre? ¿O todo es relativo y todo vale? ¿Quién decide lo que es gracioso y lo que no lo es? ¿Quién marca la moda a seguir, los hábitos que tengo que asumir como míos? ¿A quién sigo, quién es mi modelo, quién mi líder? ¿Qué caminos son los que quiero recorrer? ¿Qué verdades las que amo con todas mis fuerzas, como rocas inamovibles? ¿Tengo principios sólidos anclados en el alma o todo depende del color con el que mire las cosas? Son preguntas que quedan suspendidas en el aire esperando una respuesta. ¿Quién me da la respuesta? Me conmueve la violencia desproporcionada. Los gritos, los actos vandálicos, los gestos de odio y rabia. ¿Cómo llega a brotar el odio en la mirada? Nadie nace odiando. Más bien diría que los hombres nacen con una predisposición natural hacia el amor. Besan y buscan los besos de su madre. Quieren ser amados. Lo malo es cuando en lugar de besos reciben violencia. En lugar de amor odio y desprecio. En lugar de comprensión indiferencia. En lugar de paz ira. Y el amor esperado se torna vacío. El alma herida que ha sufrido el abandono busca culpables. ¿Quiénes son los culpables de mis propias heridas? Siempre hay alguien en mi alma al que perdonar. Me hirieron incluso sin ellos quererlos. Sin que yo mismo supiera. Pero luego noto el dolor de la herida y brota de mi alma el odio. ¿Qué hago con el odio que siento? ¿Cómo logro transformarlo en amor? Puedo esperar a que se enfríe. Y vive en mí un odio frío que clama venganza. O puedo elegir el otro camino y perdonar. Le pido a Dios que me enseñe a amar no habiendo sido amado por los míos, por los que yo quería que me amaran. He recibido a cambio desprecio, odio, indiferencia. Y mi alma se ha llenado de una rabia contenida dispuesta a estallar. Sobre todo, cuando veo que las cosas no están bien. La desigualdad social, la discriminación, la injusticia, la indiferencia ante el pobre que pide ante mi puerta, los que viven sin hogar donde reclinar su cabeza, los que no pueden acceder a una sanidad que salve sus vidas en la enfermedad, los que no tienen tiempo ni dinero para descansar, para ir de viaje. Mi indiferencia ante la desigualdad agrava el resentimiento. Y me pregunto sorprendido de dónde viene tanto odio. Nació muy lentamente, bajo la piel, sin que yo me diera cuenta. Como esa semilla que envenena el alma. El protagonista de una película decía: «Sólo espero que mi muerte tenga más sentido que mi vida». Y lo decía después de haber llevado una vida miserable. Sin un solo momento de felicidad como él mismo confiesa. He hecho acepción de personas. He mirado con desprecio al que no tiene, al que pide, al que roba. Y el odio se ha ido acumulando en su pecho. Esperando una chispa que incendie el mundo con su ira, con su rabia contenida. ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Me pregunto mientras consiento con mi pasividad que aumenten la desigualdad, las diferencias, la injusticia. ¿Quién determina lo que es justo y lo que no lo es? Miro a Dios en esta tarde conmovido. ¡Cuánto odio grita con rabia a mi alrededor! Escucho la palabra de Dios: «El Señor es juez, y para Él no cuenta el prestigio de las personas. Para Él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará». La justicia de Dios no tardará. Yo creo en el poder de Dios para decidir lo que está bien y lo que está mal. Lo que es verdadero, justo y bueno. Lo que viene del amor. Hay tantas cosas que tengo que cambiar en mi vida para que cambie el mundo. Creo en esas verdades que se mantienen en el tiempo y para todos. Esa verdad que viene de Dios que me ha creado para el amor, no para el odio. Para la comunión, no para la división. Para la misericordia, no para el desprecio. La ira brota del corazón que ha sido herido. Y Jesús quiere que yo cambie este mundo. Que en lugar de herir, sane. Que en lugar de guerra, lleve yo la paz a los corazones que odian. Que ponga yo justicia en la injusticia. Y refleje con mi vida un mundo nuevo, un amor hondo, una vida verdadera en la que todo puede ser diferente. Yo puedo cambiar este mundo enfermo cambiando antes mi corazón enfermo. Vuelvo la mirada a Dios y le suplico que tenga misericordia de mí. Porque no lo he visto antes. Porque he vivido como si no existiera la injusticia a mi alrededor. Y existe. Y luego me sorprende la violencia y me indigno contra aquellos que la promueven, o la canalizan bajo el nombre de una causa justa. Y me da pena tanto dolor provocado por el odio. Es verdad. Pero quizás es que yo no me he dado cuenta antes. He hecho acepción de personas. No he tratado a todos por igual. He pasado por delante del que sufre sin detener mis pasos. He hecho más profunda la brecha de la injusticia. No he socorrido al enfermo, al que estaba solo, al débil. No he respondido con bondad al que requería un minuto de mi tiempo. No he sido justo en mi trato. Me he aprovechado de mi poder abusando del mismo. ¿Me sorprende la violencia? Las causas son más hondas. Necesito cambiar yo para que cambie mi mundo. Necesito ser yo signo de la misericordia para que muchos acaricien la misericordia. Creo que hay un bien y un mal. Creo que hay cosas justas y otras injustas. Creo que el bien es más fuerte que el mal. Y el amor vence el odio. Creo en la comunión y en la paz. Y creo que Dios puede cambiarme para cambiar este mundo que necesita su amor. 

Hoy Jesús habla en parábolas «a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás». Quiere que yo aprenda a mirar con amor al débil, a reconocerlo herido y a acudir en su ayuda. A buscarlo cuando ha sido despreciado. Quiere que no me crea justo y ya salvado. A veces creo que estoy haciendo las cosas bien y me creo mejor que otros. Me siento seguro y no quiero que me quiten nada de lo que poseo. Tal vez me sucede que rezo como el fariseo de la parábola: «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: - ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Me siento justificado. Me fijo con orgullo en mis buenas obras. No robo, ni mato, ni cometo adulterio, ni soy injusto. Me creo santificado, justificado por mis méritos. Y miro con desprecio a los que no son como yo. A los débiles, a los caídos, a los pobres e ignorantes, a los que han fallado y pecado públicamente. Guardo mi tesoro en una vasija de barro, pero creo que es de oro, resistente. ¡Cuánta vanidad hay en mis pensamientos! Yo estoy bien, pienso, y los demás mal. El violento está mal y yo soy pacífico. ¿Puede ser que con mis actitudes egoístas esté alimentando el odio y la rabia en otros? Puede ser, me cuesta verlo. Vivo cerrado en lo mío. Pendiente de mis necesidades. Vivo satisfecho con mi vida. Yo estoy bien, pienso egoístamente. No hay que cambiar nada. Que no me quiten lo que tengo y me corresponde por derecho. Tengo el corazón enfermo. Un entrenador decía del tenista al que enseñaba: «Es necesario tener un buen sentido de la autocrítica y siempre he intentado que nunca se justificara o pusiera excusas». Veo que me sucede con frecuencia. Me excuso y no considero que haya obrado mal nunca. ¡Qué debilidad la mía! No veo la viga en mi ojo y veo fácilmente el pecado de los demás. Leía el otro día: «La razón humana es capaz de disculpar cualquier maldad; por eso es tan importante que no confiemos en ella». He recibido mucho en mi vida y considero que es justo. Otros han recibido menos, han sido agraviados, tratados injustamente. Pero yo no le doy importancia. Me creo mejor que otros. Cuando Dios me ha dado más oportunidades. Sólo tengo que ser mejor y dar más de lo recibido. Estar atento al débil. No quiero que me cambien nada porque me siento en paz conmigo mismo. Me falta una mirada más autocrítica. Los demás ven en mí deficiencias que yo no veo. El orgullo y la vanidad me ciegan. El fariseo va al altar lleno de sí mismo, de sus logros, de sus méritos. Me da miedo que mi vida de cristiano consista en acumular méritos. Y vivir satisfecho por la vida que llevo. Sin exigirme más. Feliz de ser como soy. Como si el mundo tuviera que agradecerme por todo lo que entrego, por lo que soy. Es el peligro de creerme bueno. No hago nada malo. Trato bien a todos. Pero no veo a mi prójimo que sufre junto a mí. Miro a Dios y pienso que tiene que estar agradecido. Hago tanto por Él. Un Dios justo que paga con creces al que más hace. Mi mirada distorsionada me hace ver lo bueno que hago y sentir que son los demás los que viven en un error. Peco de omisión cuando me siento justificado. Renuncio a la caridad. No lucho por acabar con las desigualdades. Me cuesta ver mis omisiones. Son muchas. Hoy veo a muchas personas que no se confiesan porque creen que no tienen nada por lo que pedir perdón. No cometen grandes pecados, tal vez. Pero se acostumbran a vivir actitudes que en sí mismas son pecaminosas. Viven con indiferencia ante al mal del pobre, del agraviado, del herido. Una forma enferma de vivir, de amar, de darse. El egoísmo se ha convertido en algo habitual en su alma. No ven nada digno de ser confesado. Las faltas de siempre, me dicen. Pequeñas, casi insignificantes. No son dignas ni de ser mencionadas. Esa forma de mirar está enferma. Otras veces el sentimiento de culpa es reprimido. Dice el P. Kentenich: «Muchos hombres no pueden soportar su sentimiento de culpa, y por eso lo niegan. Y cuanto más lo nieguen, tanto más enferman psíquicamente. Mañana o pasado mañana colapsarán también corporalmente». En ocasiones no es la falta de sentimiento de culpa. Sino el sufrimiento por la misma lo que lleva a negarla, a no querer reconocerla. La culpa es acallada, negada, escondida. Esa represión no es buena. Hace daño y acabará estallando. 

Jesús me invita hoy a vivir con un sano sentimiento de culpa. Y pone como modelo ante mí a un pecador público arrepentido. Un publicano entra en el templo y reza con humildad: «El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: - Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Un publicano al que muchos desprecian. Él es el modelo, el ejemplo a seguir. Sorprende. Pero es su actitud la que es un ejemplo. Se reconoce débil. Es el camino de la verdadera conversión. Santa Teresita comenta: «¡Qué apacible alegría pensar que Dios es justo, es decir que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué podría tener miedo? El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no ha de ser justo también conmigo que estoy siempre con Él?». Dios me mira con misericordia. Más aún cuando me reconozco frágil y pecador. Es la actitud que quiero tener ante los demás, ante Dios. ¿Me cuesta mucho pedir perdón cuando no he actuado bien? ¿Busco excusas cada vez que me confundo intentando que sean otros los que parezcan culpables? Mi incapacidad de pedir perdón juega en mi contra. Mi orgullo es una coraza que me enferma. La humillación a la que me lleva mi deficiencia me hace mejor persona. Sólo desde mis heridas y defectos puedo apreciar un amor incondicional. Leía el otro día: «Por primera vez en mi vida me sentí querido tal y como yo era, con todos y cada uno de mis defectos. Y era Jesucristo quien me amaba así, quien siempre me había amado y estaba escribiendo conmigo una historia maravillosa, donde el sufrimiento cobraba sentido y donde era perdonado de todas mis barbaridades». Me siento pecador. Esa experiencia es sanadora, liberadora. No he sido amado por hacerlo todo bien. No puedo. Tengo demasiados límites. Lo intento y experimento mi debilidad. Me siento culpable. No he estado a la altura esperada. Veo mis faltas. Y sigo soñando con las alturas. No me desespero. Dios cargará conmigo siendo yo pequeño. Hoy escucho: «El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial». Perdonará mis culpas, lavará mis delitos, no tendrá en cuenta mi corazón herido que hiere. Mirará lo bueno que hay en mí. Soñará con lo que puedo llegar a ser. Me lo recuerda: «Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Sólo humillándome podré ser enaltecido. Sólo si tomo en cuenta mi naturaleza caída podrá levantarme Dios con su fuerza misericordiosa. No me escandalizo de mi pecado. Comenta el P. Kentenich: «Primero, no asombrarnos; segundo, no confundirnos; tercero, no desanimarnos; cuarto, no instalarnos. O sea, no decir, esto forma parte de mi rostro. Existe el peligro de que, como estamos tan impulsados y teñidos por el medio que nos rodea, la conciencia ya no se inquiete, tomamos sin más la opinión pública como lenguaje de la conciencia. Yo vivo en la opinión pública, hago lo mismo. Pasado mañana se me habrá desteñido la fuerza impulsora para la formación individual de la personalidad, la conciencia. Me habré convertido en un hombre masa. Lo positivo: se trata de utilizar también estas pequeñas cosas. Cuando soy débil, entonces soy fuerte. Me glorío de mi debilidad». Miro mis debilidades y pecados con misericordia. Dios puede construir sobre mi barro. Desde mi humillación seré enaltecido. No me desespero. Jesús conoce mi alma y yo ante Él me arrodillo. Desde mi pequeñez le suplico que me levante y salve. 

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