Homilía del padre Carlos Padilla - 27 de septiembre de 2020

Domingo 27 de septiembre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXVI Tiempo ordinario

Ezequiel 18,25-28; Filipenses 2,1-11; Mateo 21,28-32

«Se acercó al primero: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Contestó: No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue»

27 septiembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Saber vivir en buenas manos marca la diferencia. Manos que protegen y cuidan. Manos que conducen y rescatan. Manos que sostienen y levantan. Buenas manos del Dios que me ama»

El carisma de la comunión es un don que pido cada día. Sé que todos somos hermanos. Pero no siempre siembro unidad a mi alrededor. No es tan sencillo. Une el que habla bien de su hermano, el que admira y elogia al que está a su lado. El que no miente y dice siempre la verdad. El que no se escuda en medias verdades. El que admira más a los demás sin tomarse tan en serio a sí mismo. La unidad es un milagro difícil de lograr. Ni siquiera estoy unido en mi interior. Deseo una cosa y hago luego otra. Hoy pienso algo concreto y luego cambio de idea. Todo es vanidad. Si ni siquiera logro estar de acuerdo conmigo mismo, ¿cómo voy a estar de acuerdo con otros? Es un pequeño milagro que no alcanzo. No me comprendo a mí mismo, ¿cómo voy a comprender a los demás? Quiero que el mundo esté de acuerdo conmigo. Que me apruebe, que me quiera. Pero yo mismo no estoy de acuerdo con mis propias posturas. Quiero aprender a respetar al que no piensa como yo. No es tan sencillo. Siempre quiero que ceda y acepte mi punto de vista. Creo que la unidad tiene que ver con uniformidad y me equivoco. Se trata de aceptar la originalidad de mi hermano. No es tan fácil. Porque la originalidad de los demás en ocasiones me exaspera. Sólo el amor acaba con esas diferencias que dividen, con esos puntos de vista tan distintos a los míos que me alejan de su corazón. Sólo el amor supera la división que provoca el odio y la indiferencia. Sólo el amor une, no separa. Por eso me gustan las palabras del P. Kentenich: «Él nos ha creado para que lo glorifiquemos por el amor, por un auténtico amor mutuo. Para mí, el amor nunca está desmembrado. Para mí, el amor, amor a ti, amor a Dios, es siempre una unidad absolutamente consistente. Te amo, sí, te amo en Dios»[1]. el amor no está desmembrado. Mi pecado sí me divide por dentro. Siembra el odio, la envidia, el egoísmo, la avaricia en mi alma. Y ese pecado me aleja de mi hermano al verlo como una amenaza para mi bienestar. El otro se convierte en un peligro. Pone mi vida en una situación difícil. Yo quiero un bien y el otro desea el mismo bien. Me separa, me aleja de él porque es peligroso para mis intereses. La comunión es posible cuando en mi corazón no busco mi bien egoístamente. Hace falta un corazón muy libre y generoso para poder amar sin desmembrarme, sin romperme por dentro. Hace falta donar la vida para no querer retenerla. A menudo intento guardarme para no darme a nadie. Deseo estar yo bien sin preocuparme de cómo están los demás y sufro cada vez que alguien supone una amenaza para mi vida. Por eso la crítica a los demás me fortalece por dentro. Desautorizo a los que son mejores. Hablo mal de ellos, de sus pecados. Y así parece que yo estoy mejor. Pero me voy quedando solo. El que no ama se queda solo. El que no une se separa. El que no construye puentes levanta muros. No hay término medio. Pero para unir, para construir esa comunión que aparece como un ideal ante mis ojos, necesito renunciar, sacrificarme por amor. «El amor vive del sacrificio y el sacrificio nutre el amor»[2]. Solo el amor une y acaba con las diferencias. No desaparecen, porque el amor respeta la originalidad, la distinta forma de pensar y ver la vida. Pero esas diferencias no me separan, no despiertan el odio ni la indiferencia. El amor pasa por encima de los errores y caídas de mi prójimo. No se alimenta de los fracasos de mi hermano. El amor es creativo y busca caminos de encuentro. El amor perdona las ofensas, los desprecios, las heridas causadas con o sin voluntad de hacer daño. El amor lima las asperezas y construye un mundo justo. Me impresiona esa comunión que sueño y persigo cada día. Deseo estar unido con mi hermano y no lo logro. No quiero mirar lo que me separa de él, sino lo que me une. No detengo en lo que no me gusta, sino en lo que admiro. El amor admira, elogia, enaltece. El amor perdona y se acerca al que sufre. Ese amor es el que quiero para lograr una comunión de la que me siento aún tan lejos.

Hay en mi ciudad un cauce de río que aparece seco. Al llegar pensé que tenía cerca de mi casa un río con mucha agua. Así lo vi en Google Maps. Luego me explicaron que el cauce estaba seco. No lo entendía. ¿Para qué sirve un cauce seco? Me lo explicaron. Cuando llega un huracán y tormentas terribles el agua baja de la montaña con fuerza y necesita un cauce. Sin ese cauce el agua arrasaría la ciudad, las casas. Lo entendí. En mi propia vida necesito cauces vacíos. Para cuando brote en mi alma agua en abundancia. Tal vez sin cauce no es posible dar salida al agua y se anega mi alma, mi vida. Puede ser así, me quedé pensando. Cauces secos a la espera de momentos de agua en abundancia. Cauces sin utilidad aparente, vacíos, inútiles. Pero tienen un sentido. Pienso en mi alma seca tan a menudo, vacía y muda. Aguardando en su aspecto desértico días mejores. Cargada de pensamientos religiosos, ausente de la presencia de Dios que todo lo inunda y enriquece. Comentaba el P. Kentenich: «Entiendo muy bien si alguien me dice: nunca estoy con Dios, aunque ciertamente tengo pensamientos religiosos. Se puede tener gran cantidad de pensamientos religiosos. Tomemos la oración. Si nuestra oración se diluye en pensamientos religiosos, ya no es oración. Día tras día puedo tener toda una cantidad de pensamientos religiosos, pero mi interior no se verá transformado. Orar significa amar»[3]. Se convierte mi alma en un cauce seco sin amor cuando falta Dios. Cuando sólo hay pensamientos vacíos que intentan explicar a Dios, pretenden ponerle palabras al amor más grande, más puro. Mi alma seca, como un cauce seco. Yo sueño con que un día se llene de agua que corra atravesando los montes, arrastrando consigo tantas impurezas, tantos desperdicios. Busco formas en mi vida que sean cauce para un agua que parece no llegar nunca, lo deseo pero aún no llega. Quiero retener mi forma, mi cauce, pero permanece seco. Sueño con un agua que todo lo transforme y le dé una vida que aún desconozco. Mientras camino sobre mi cauce seco soñando el río. Hay formas que en mi alma están muertas incluso antes de nacer. A veces me aferro a ellas pretendiendo de esa forma, ese hábito lograr que Dios esté contento conmigo, en esa vana ilusión de merecer el cariño y la salvación. A lo mejor solamente no le hago caso a Santa Teresa de Jesús cuando decía qué tenía que mantenerme firme al pie del monte esperando a Dios, cuando no sentía, cuando no tocaba el rostro herido de Jesús. Y decía: «Quien no tiene a Dios en sí mismo no puede sentir su ausencia». Sólo el que ha amado con fuerza sabe lo que es la ausencia del amor, o del amado. Así estoy yo tantas veces seco esperando a Dios casi sin conocerlo. Creo haberlo amado, haber tocado su amor. Eso hace dura la ausencia, cuando no lo siento. A veces la sensación de vacío es por no haber estado nunca lleno. Otras veces es por haber vivido un día su presencia. Vivo deseando apartar los pensamientos religiosos para dejar que llegue a mí Dios y me calme por dentro en mis ansias. Calmar mi sed y dejar que mi alma vuele libremente. Decía Santa Teresa hablando de su alma encadenada: «Todo la cansa, no sabe como huir, vese encadenada y presa. Entonces siente más verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos y la miseria de la vida. Da voces con él, pide a Dios libertad, como otras veces he dicho; mas aquí es con tan gran ímpetu muchas veces que parece se quiere salir el alma del cuerpo a buscar esta libertad, ya que no la sacan. Anda como vendida en tierra ajena». Deseo esa vida que me colme en todos mis sueños. Deseo recorrer este cauce una y mil veces aferrándome al deseo de llegar siempre más alto, más dentro, más hondo. Un paso más hacia delante, un paso menos por recorrer. Sin temer la sequedad del desierto, sin tener dolor por el presente que me limita y ata muchas veces. Esa agua que anhelo de una fuente que no veo, de unas nubes que no bastan, de un mar que me queda tan lejos. Sé que los ríos surgen en la montaña y llevar al mar. Pero el río con el que sueño surge del mar para llenar mi alma. Y yo deseo mantener este cauce seco con el anhelo enorme de que un día las aguas recorran mi sequía y calmen mi sed. Necesito paciencia para vencer mis prisas que pretenden llegar a la fuente eterna venciendo los vientos, adelantando el tiempo. Paciencia para creer que ese Dios escondido me quiere a mí de una forma personal y única. Soy su predilecto. Si realmente creyera en su amor mi vida sería tan distinta. Dejaría de mendigar por los caminos retazos pobres de un amor herido. Dejaría de buscar en fuentes secas un agua que calme esa sed mía tan profunda. Dejaría de pensar que son los demás los que pueden llenar mi pozo vacío que necesita agua para poder dar vida. Aguarda impaciente mi cauce vacío unas lluvias que calmen todos mis miedos. Un agua que corra dentro de mí llenándome de vida. Mantengo cauces secos dentro de mi alma. Fidelidad paciente la llamo yo que soy tan impaciente. No respeto los tiempos de la vida y pretendo hacer llover donde no hay lluvia. Y deseo que mi cauce lleve agua siempre para no vivir vacío. Y busco de forma obsesiva el sentimiento, la emoción, el fuego. Y quiero la melodía que resuene en mis entrañas. Y me niego a vivir en el desierto habiendo dejado atrás el río. Y sueño con un mar que anegue todos mis pecados, mis debilidades, mis caídas. 

Las cosas no siempre son lo que parecen. Las apariencias me confunden. Me dejo engañar por mi ojo, por mi percepción de las cosas, por mi mirada llena de prejuicios. Hay errores en la vida que tal vez pueden ser mi salvación. Equivocaciones en los caminos que me llevan a casa. Puede haber pérdidas que saquen lo mejor de mi alma. Contratiempos que despierten fuerzas que desconocía. Puedo emprender el mismo camino demasiadas veces. Y subir la misma cuesta pensando que tenía que bajarla. Puedo regresar al punto de partida cuando me parecía que las cosas estaban yendo de forma perfecta. Puede ser que los cielos se rompan con el sol cuando temía las peores lluvias. Y el frío puede helar mis huesos esperando ese calor que me haga arder por dentro. Tengo miedo de las decisiones que nunca tomo. Y me asustan menos las palabras nunca dichas que las que expreso temeroso. La luz del sol es más fuerte de lo que pienso cuando miro al sol cara a cara. Y la noche es más oscura cuando las nubes cubren las estrellas. Tengo una esperanza dormida en mi vientre esperando a que nazca un hijo de mis entrañas. Sé que la vida que no se entrega se muere y los sueños que no se sueñan, se olvidan. Llevo una vida entera grabada en la piel, muy dentro del alma. Y sé que si camino despacio llegaré al mismo sitio que cuando corro. Por eso no me da miedo confundir los destinos ni inventarme rutas que me alejen del centro. Porque al fin y al cabo la vida son dos días, y los deseos que brotan dentro de mi alma son eternos. No pretendo tener todas las respuestas. Ni encontrar todas las rutas. Sólo quiero caminar tranquilo. Y mantener esa ingenuidad tan propia de los niños. Me da miedo que me engañen, que se aprovechen de mi bondad, de mi mirada. Podré ser engañado, todo es posible. No me asusta. Porque la vida es mejor de lo que yo había pensado, cuando la soñaba. Y las sorpresas son más en mis noches oscuras. Y confío, sí, ingenuamente como un niño, en un final feliz para mis pasos. Por eso no me da miedo ni caminar a oscuras, ni desconocer el camino. Prefiero confiar en la mano dispuesta a sujetarme en la caída. Y creo en la misericordia que no es el pago por aquello a lo que creo tener derecho. Me tatúo en el alma la palabra gratuidad, para no vivir exigiendo y demandando que me den lo que me deben. Prefiero ser engañado a engañar. Perder la vida que guardarla a salvo. Salir herido dando lo que tengo que vivir sin rasguños protegiendo mi fama. Prefiero arriesgarme antes que nunca jugar, guardándome las espaldas. Prefiero decir lo que pienso y siento aunque eso no guste a todos y ofenda a algunos. No pretendo herir, sólo ser sincero. Prefiero emprender el camino una y mil veces aunque me confunda. Antes que quedarme escondido para evitar los errores. ¿Será verdad que un error pueda salvar mi vida? todo es posible. Hay errores que me llevan a encontrarme conmigo mismo en medio de mis dolores. Hay pérdidas que me permiten encontrarme conmigo mismo y con los que más amo. Hay decisiones incomprendidas. Y otras que son esperadas y nunca llego a tomar. Hay viento en mi alma en calma. Y hay lluvia dentro de mi desierto. Sólo espero perder la vida para ganarla. Y amar hasta el extremo para encontrar misericordia. Sólo eso le pido a Dios, al cielo. y un alma de niño para no temer los conflictos, los desencuentros. Necesito confiar cuando todo parece perdido. El P. Kentenich comentaba al comenzar su exilio en 1953: «A mí personalmente me va bien. No se preocupe por mi futuro porque está en buenas manos»[4]. Saber vivir en buenas manos marca la diferencia. Manos que protegen y cuidan. Manos que conducen y rescatan. Manos que sostienen y levantan. Buenas manos del Dios que me ama por encima de mis desamores. Y me levantan cuando no tengo fuerzas para seguir luchando. Esa confianza ingenua de los niños que creen lo imposible. Y ven en la noche la luz que abre caminos en el cielo. «Debemos adquirir la confianza inconmovible de que Él está en nosotros y nosotros en Él. La debilidad conocida y reconocida del hijo significa la omnipotencia del hijo y la impotencia del Padre»[5]. Me siento débil en el camino de la vida. Débil, imperfecto, pecador. No me siento orgulloso al reconocerlo. De hecho, a veces mi orgullo querría que lo hiciera todo bien. Se empeña incluso en querer parecer perfecto ante los demás. Pero es sólo esa vana apariencia. No es posible, no lo consigo después de mil intentos y me duele el alma al comprobar que el barro de mi vida se deshace como polvo sin poder yo evitarlo. Y sin que Dios pueda darle una forma definitiva. Confío en su poder, en la hondura de su amor. Sé que ama más de lo que yo me amo. Será quizás el problema del hombre su incapacidad para amarse bien. Por eso me comparo y mendigo amor por los caminos. Desfallezco en ese intento vulgar por ser mejor bajo el maquillaje de la piel. Ocultando en mil cirugías los desperfectos que me ha dejado el camino en mi carne débil.

La conversión es un cambio de vida. Es un volver a empezar después de haber errado el camino o después de no haber sido capaz de dar un solo paso. Hoy escucho: «Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá». Arrepentimiento, sentimiento de culpa, deseo de recibir el perdón y comenzar un nuevo camino. Todo ese proceso sucede en mi corazón. Quiero cambiar de vida, quiero volver a comenzar. Vivo un tiempo de cambios, un tiempo de cambio interior. Decía el Papa Francisco: «El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto. Esta nueva oportunidad debería suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y sacudir nuestra modorra. Este espacio que se nos ofrece para un cambio de rumbo manifiesta la voluntad tenaz de Dios de no interrumpir el diálogo de salvación con nosotros». Creo que Dios me da una nueva oportunidad para el cambio en este tiempo que estoy viviendo. Un tiempo de conversión. La oportunidad para dejar atrás la vida que no deseo y elegir un nuevo camino. No es tan sencillo volver al principio. ¿Quién soy yo? ¿Quién quiero llegar a ser? ¿En quién quiero convertirme? La vida da muchas vueltas y no es fácil volver al principio. Voy tomando decisiones que determinan quién soy. No soy solo una tabla rasa como al principio del camino. Ahora estoy marcado, herido, definido por todo lo que he ido decidiendo, haciendo, pensando, leyendo, escuchando, recibiendo. Otros me han configurado y yo mismo he visto cómo la vida me ha dado una forma determinada. Ya no soy el niño de entonces. Ya no puedo volver al seno de mi madre. ¿Es posible la conversión? Sí, lo es, pero no para volver a un lugar indefinido antes del momento en el que empecé a tomar decisiones. Eso no es posible. Pero la conversión sí lo es. Puedo hacerlo. Está en mi mano. Una conversión en la que deje de estar yo en el centro de todo. Este tiempo es favorable. Un tiempo de pandemia, de crisis, de vuelta a lo importante. Cuando me privan de libertad para moverme a mis anchas, para decidir qué hacer con mi vida, se me está abriendo una posibilidad nueva. Puedo decidir cómo vivo el presente en el lugar en el que Dios ha detenido mis pasos. Soy yo el que toma las riendas de mi barca en este tiempo en el que el timón de mi vida lo agarra Dios con más fuerza. Ahora, cuando me siento cautivo en un barco a la deriva, veo que es la posibilidad que se me regala para cambiar. Puedo hacerlo si dejo que Dios esté en el centro. Es un misterio. Antes de que comenzara esta pandemia tenía tantos planes, tantos proyectos. De repente me cortan la trama con la que devanaba yo mi vida y me invita Dios entonces a reconsiderar muchas cosas. ¿Lo hago? Hay formas, gestos, actitudes, que estaban ancladas en mi corazón desde hace tanto tiempo. Formas de vivir que no me hacían bien. Y veo que es tiempo propicio este que vivo para cambiar mis maneras de enfrentar la vida. Está en mi mano la posibilidad de decidir. Le pido a Dios: «Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor». ¿En qué aspectos de mi vida tengo que cambiar? Han detenido mis pasos presurosos. Parece que ya no puedo ir a cualquier sitio. Me detengo en silencio mirando mi alma. Y quiero cambiar lo que no está en orden. En medio del caos le pido a Dios que tenga misericordia de mí. Él puede traer paz a mis guerras y esperanza a mi desolación. Puede consolar mis dolores y sostener mis miedos para que no caiga ni me detenga en la huida. Puedo dejar el mal que me habita y optar por el bien que anhelo dentro de mi alma. No sé si me sobra integridad o me faltan agallas para tomar decisiones importantes. No sé si la bondad me atrae con fuerza o son mis adicciones y vicios los que enturbian mi mirada. No puedo deshacer las decisiones del pasado. Muchas de las cuales me han dejado herido. No puedo obviar las consecuencias de mis actos. Las personas tocadas por mis pasos errados. No puedo enmendar lo que no tiene arreglo. Pero sí puedo cambiar actitudes de vida ancladas en mi ánimo. Puedo revertir mi forma de mirar la vida. Puedo añadir en mi ánimo una luz que disipe las tinieblas. Dios me llama como a Mateo el publicano, al que Jesús llamó estando sentado a la mesa de los impuestos. Me llama para que cambie de vida, para que me libere de todos los compromisos asumidos, a veces por obligación, otras porque la vida me llevó a esas encrucijadas y decidí sin pensar demasiado. Pero ahora se abre ante mí un tiempo propicio, un tiempo de salvación y eso alegra mi alma. Los cambios no vienen sólo por mi fuerza de voluntad. Dios puede hacer que sea un hombre nuevo. No sé muy bien cómo. Pero lo he visto en otros y yo también puedo ser parte de su deseo más íntimo y grande. Sé que puedo implementar hábitos correctos. Aprender de otros que me muestran una mejor forma de vivir.

No quiero que mi santidad se convierta en una ética. Seguir a Jesús va mucho más allá de cumplir unas normas y mantener una ética llena de valores que emanan del corazón de Jesús. Eso es evidente. Pero hay mucho más. Seguir a Jesús supone llegar a tener sus mismos sentimientos. Así lo expresa S. Pablo: «Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Los sentimientos de Cristo le llevaron a la cruz. Su capacidad de amar lo llevó hasta el extremo de estar dispuesto a dar la vida. Ese sentimiento hondo, ese amor profundo por el hombre, por los suyos, por los que Dios le había confiado. Ese amor es el que yo quiero sentir dentro de mí. De ese amor emana una fuerza que todo lo transforma. Humildad que me lleva a ver al otro como mejor que yo. Ese amor que hace que piense en el interés de los demás antes que en el propio. Es tan difícil. Tiendo a buscarme a mí mismo. Me aferro a lo que me conviene. Retengo lo que me hace falta. Guardo lo que necesito. Pensar en el interés de los demás es un salto de fe muy arriesgado. Yo no tiendo a pensar en ese interés que no es el mío. Me busco cuando actúo y quiero que los demás giren en torno a mí. No quiero ser esclavo de otros, ni pasar por uno más entre los hombres, un hombre cualquiera, como Jesús. Sin presumir, sin pretender, sin exigir. Me parece tan difícil. Pero es lo que sueño. Sentir como siente Jesús. Con mansedumbre, con misericordia. Toda mi vida he querido vivir con sus sentimientos. Curiosamente a medida que me hago más mayor siento que menos me parezco. El otro día leía: «Existen personas de profunda religiosidad y con un corazón sumamente bondadoso que abrazan a la humanidad entera y que, sin embargo, no logran brindar a las personas concretas que las rodean un trato benévolo y bondadoso. Hacen muchísimos sacrificios pero producen rechazo en todo aquel que tenga trato frecuente con ellas»[6]. Amar a Dios y a los hombres tiene consecuencias inmediatas. No tiene sentido decir que amo mucho si no amo en lo concreto, en los servicios más humildes, en la actitud del que se arrodilla ante el necesitado y socorre al que sufre. El amor tiene siempre consecuencias. Igual que el odio o la indiferencia. Nuestros actos de amor o de odio siempre tienen consecuencias. El que es capaz de expresar su amor en gestos de caridad ha dado un paso al frente. El que no ama en lo más humano no será tan de Dios, porque Él eligió la carne humana para manifestar en ella su amor. Y se hizo humilde, pobre, necesitado, para abrir el corazón de los hombres. Pero los suyos no lo reconocieron y ese amor se perdió en medio de la más dura indiferencia. Ante la belleza que observo con mis sentidos el corazón se conmueve. Siempre ha sido así. No me puedo resistir ante lo bello. Pero tener los sentimientos de Cristo va más allá. Jesús se conmueve ante mi fealdad, ante mi pobreza. Decía el P. Kentenich: «En la belleza de nuestra alma, Dios ama su propia belleza. Su corazón se ve arrebatado por nosotros, sí, por nosotros, que nos sentimos tan débiles, desvalidos, pecaminosos y manchado»[7]. Ve bello lo que nosotros consideramos débil, feo, pobre, despreciable. Ama hasta nuestro pecado y debilidad. Esa mirada me sana por dentro. Yo quisiera a mirar así bajo el barro que parece estropearlo todo. Hoy le pido a Dios que cambie mis sentimientos. Que me acerque al que sufre y me haga humilde. Ese amor de Jesús a los hombres me emociona. Pasó haciendo el bien y socorriendo al desvalido, al vulnerable. No pudo dejar de conmoverse. Su humildad, su bondad, su misericordia. Ser de Cristo es tener esos sentimientos. Esa mirada enaltecedora que sabe ver el bien en las personas y se alegra con ello. Sabe ver la belleza escondida bajo apariencias menos brillantes. No juzga por lo aparente. No se queda en la superficie de las cosas. Va más allá y mira muy hondo en el corazón humano. Me gusta esa mirada de Jesús. Quisiera ser así. Pero no lo logro. Vivo comparándome. Vivo buscando los mejores lugares y espero a que los demás me sirvan y solucionen mis problemas. Mi amor no es desinteresado y libre. Más bien se esclaviza y vive de prejuicios. No sé mirar a los demás como los mira Cristo. No sé amarlos así. Necesito que Jesús me asemeje a Él. Que pueda mirar con sus ojos y amar con sus manos. Sostener con su vida en mi alma la vida de tantos. No se trata de conducir, dirigir, gobernar. Se trata de servir la vida que se me confía, sin dañarla, sin herirla. Esa forma de vivir es la que mi corazón pobre y roto desea.

Hoy Jesús me muestra la actitud que he de tener con una parábola. Un hombre tiene dos hijos: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: - Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. Él le contestó: - No quiero. Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: - Voy, señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: -El primero. Jesús les dijo: - Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis». Se trata de decir que sí. Y más que decirlo consiste en hacerlo. De nada vale un corazón que se entusiasma y está dispuesto a ayudar, si luego nada pasa y no hay gestos de amor. De nada vale prometerlo todo si no soy capaz de luchar por conseguirlo. De nada sirve un sí pronunciado en voz alta que luego no se concreta en actos de amor. De nada vale decir que sí voy su luego me quedo en casa. O decir que ahora lo hago si nunca lo voy a hacer. No vale prometer lo que no voy a cumplir. Lo que tiene sentido es hacer lo que he prometido. O hacer incluso lo que al principio no he querido hacer. Me gustan esas personas sinceras que primero dicen que no porque no quieren, porque no están en su mejor momento. Y luego recapacitan y cambian de idea. Y hacen lo que antes no querían. Me gustan esas personas que son verdaderas. Me cuestan aquellos que me prometen cosas que luego no hacen. Y lo prometen para que yo me quede contento, aún sabiendo que a lo mejor no pueden llegar a hacerlo. Prefiero a los realistas que a los fantasiosos que piensan que pueden más de lo que pueden. O no soportan que la gente se enfade con ellos por no cumplir. Y viven repitiendo promesas incumplidas que nunca van a cumplir. Una persona me decía en una ocasión hablando de otro: «Si hubiera ido a comer a mi casa tantas veces como me prometió, hubiera quedado agotado. En realidad, nunca fue». Prefiero al que me dice que no puede hacer algo que le pido mucho antes que al que me promete cosas para calmarme, aún sabiendo que quizás no lo haga. En el primero encuentro honestidad. En el segundo mentira o miedo a desagradar. Asumir mis límites me hace libre. Pensar que puedo cuando no es posible me hace vivir en un engaño constante. No me imagino a la Virgen María diciendo que sí, que será la Madre del Señor, para luego salir corriendo. Me gustan las personas sólidas, estables, que mantienen su sí en el tiempo. Un matrimonio que amaba la música pensó en un bonito nombre para su ideal como pareja: «Sí sostenido». Una nota de música que expresa el deseo de su corazón. Querían repetir en su vida, en su canto, ese sí sostenido en el tiempo. Decir que sí en un momento de entusiasmo parece fácil. Me gusta la vida, la amo, estoy feliz y digo que sí, que voy a subir la montaña, que voy a llegar lo más lejos posible. Pero luego llega el cansancio y el miedo y el corazón tiembla. Entonces el sí se queda sin obras, sin gestos, sin huellas. Con el paso del tiempo dejo de hacer lo que he prometido y parece que me olvido de tantas promesas hechas en tiempos de Juventud. No quiero vivir así. Quiero prometer sólo lo que estoy dispuesto a cumplir. Para no engañarme, para no engañar. Es frágil mi voluntad y sé que puedo claudicar en la lucha. Lo entiendo. Pero prefiero no hacer promesas que luego puedo incumplir. Me gustan más aquellos que actúan sin llamar la atención. Cumplen, aman, son eficiente. Prefiero a los que con sus gestos silenciosos van pronunciando su sí. Un sí activo y un sí pasivo que implica dejarse hacer. El Fiat de María tenía esa doble cara. Por un lado era un sí valiente, audaz, lleno de voluntad, de amor y deseo. Un sí que se pone en camino. A la vez era un sí receptivo. Era el deseo de dejarse hacer por Dios. Necesito pronunciar mi Fiat para que Dios me haga de nuevo por dentro. Entero, desde mis cimientos. A veces le digo que sí a Dios, pero luego me olvido. Me parezco a esos fariseos a los que condena Jesús. Digo que amo y luego mis obras no son por amor. En cambio las prostitutas, los pecadores, los que están lejos. Vuelven a Dios más tarde, se convierten y su vida está llena de gestos de amor y misericordia. Es doloroso pensar que los más alejados me van a preceder en el reino de los cielos. Me parece precioso, aunque me duela. Esa mirada es la de Dios. Le importa mi sí hecho obras. No mis palabras que se las lleva el viento. «Obras son amores y no buenas razones». Dice un dicho popular. Y es así. Las palabras no cambian el mundo. Sólo el amor hecho vida. 

 



[1] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] Hna Doria. Las luchas continúan, una vida al pie del volcán

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[6] Marian Rojas Estapé, Cómo hacer que te pasen cosas buenas

[7] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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