Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de julio de 2019

Domingo 28 de julio de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XVII Tiempo ordinario

Génesis 18, 20-32; Colosenses 2, 12-14; Lucas 11, 1-13

«Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle»

28 Julio 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero ser un testigo de la misericordia de Dios. Él me salva. Sostiene mis pasos. Me saca de la hondura de mi noche. Me hace brillar en medio de las tinieblas. Hace clarear mi justicia»

Siempre me gustó un cuento del danés Hans Christian Andersen. Lo escribió en torno a 1837 y llevaba por titulo «El traje nuevo del emperador». Dice el cuento que «unos sastres, tras disfrutar varios días de los beneficios que les brinda la vida en la corte del Rey, le comunican que han terminado su trabajo y anuncian a quien quiera escucharlos que han confeccionado para el Rey el traje invisible más hermoso del mundo, tan hermoso que sólo los tontos no pueden verlo». Así el Rey, orgulloso con su traje, pasea por sus tierras, completamente desnudo. Todos se admiran del traje invisible, para no pasar por tontos. Hasta que un niño sorprendido grita: «¡El Rey está desnudo!». Y entonces todos reconocen la evidencia y ríen a carcajadas. Hay muchas lecturas de este cuento que me dan qué pensar. A menudo callo, no digo todo lo que de verdad pienso de la vida, de los hombres. Quizás evito la confrontación o hacer ver al otro una verdad difícil de asumir. Puede ser que también lo hagan conmigo. Callan, buscando adularme. Fingen y me hacen pensar que mi traje es espléndido, el mejor traje del mundo. Me dicen que soy muy valioso, que mi forma de ser, de vivir, de amar es la mejor. Y yo me lo creo. Y voy desnudo por la calle pensando que soy la persona más elegante del mundo. ¿Tanto cuesta aceptar la verdad que duele e incomoda? No siempre estoy preparado. A veces encuentro personas que dicen lo que ven en mí sin miramientos. Gritan que el rey está desnudo, con claridad, sin mitigar la verdad dolorosa. No sé bien dónde está el punto medio entre callar demasiado y hablar de más. Entre herir y dejar vivir al otro feliz en su mentira. No sé qué es mejor a veces. Callar o hablar. Respetar los tiempos o violentarlos. No sé si es mejor saber que voy desnudo, o creer que tengo el mejor traje jamás tejido. Tampoco sé cuándo voy a estar preparado para llevar con paz esa verdad violenta que me incomoda. La verdad sobre mi vida. La verdad que escondo. La verdad que duele. O mejor aún, la verdad de mí que desconozco. Dicen que hay una zona ciega de mí que yo no veo. Normalmente me muevo en las zonas que controlo. Lo que muestro y todos ven porque es trasparente. Lo que no muestro porque no estoy orgulloso y tiene que ver con mi historia de dolor, con mis debilidades y defectos. En estas dos zonas sé bien la imagen que doy y la que escondo. Y depende de con quién esté develo o no lo que está oculto. Pero luego hay otras cosas que los demás ven al observarme y yo no veo. Sacan sus propias conclusiones. Pero no sé bien por qué motivo, no me lo cuentan. Esa es mi zona ciega. No sé bien lo que muestro sin querer. No sé por qué no me lo dicen. Callan por pudor, por miedo, por respeto, ya no lo sé. Luego quizás de lejos lo comentan con sus amigos y me critican. Y yo me quedo sin conocer esa verdad de mi vida que me acompañará siempre. Voy desnudo con mi traje y nadie me dice que no hay traje, que es todo mentira. Me tejo yo mi imagen, la que me gusta, tratando de vender el mejor yo posible. Para ser aceptado, reconocido, valorado. Y sufro cuando valoran más a otros que a mí. O siguen más a otros a los que yo veo peores. O soy yo mismo entonces el que se siente pequeño y sin valor a los ojos del mundo, estando yo desnudo pretendo estar vestido. Y espero alabanzas, sonrisas y aplausos. ¡Cuánto me debilita el elogio! Y la humillación que me hace fuerte tarda en llegar. Contaba santa Teresita de sí misma: «Dios ha arrojado un velo sobre todos mis defectos interiores y exteriores. Este velo a veces me proporciona ciertos cumplidos de parte de las novicias. Sé muy bien que no lo hacen por adularme, sino que son expresión sincera de lo que ingenuamente piensan. Esto no puede despertar en mí vanidad, porque tengo incesantemente presente el recuerdo de lo que soy. Sin embargo, a veces me viene un deseo muy grande de oír otra cosa que alabanzas. Dios levanta el velo que esconde mis imperfecciones y entonces mis hermanitas al verme tal como soy, ya no me hallan del todo a su gusto. No me explico cómo algo que desagrada tanto a la naturaleza puede causar una dicha tan grande; si no lo hubiera experimentado no podría creerlo»[1]. ¿Llegará ese día en que me regocije cuando se acerque a mí un niño para decirme que estoy desnudo? ¿Sonreiré algún día al ser criticado? ¿Me alegraré cuando me difamen y hablen mal de mí? Estoy lejos de vivir así la crítica y el juicio. Quiero ser cada día más consciente de mi zona ciega. De mi traje invisible, de mi protección inútil. Ese traje que creo que esconde todo lo feo que hay en mí vistiéndolo de belleza. Pero todos me ven cómo soy, en mi debilidad. Aún pretendiendo yo estar bien vestido y cubierto, me ven desnudo. Vana ilusión. Me hace bien ese niño que me muestra la verdad. Quiero atreverme yo a ayudar a otros a descubrir sus verdades. Sólo cuando sea el momento y estén preparados para besar su herida. Como yo, que necesito mi tiempo.

No sé si las cosas que me suceden tienen que ver con el azar, con la suerte, con la casualidad. Sé que hay un plan de Dios que no alcanzo a entender con mi conocimiento limitado. Un plan de amor que no veo, ni comprendo. Me dicen que Dios conduce en sus manos mi vida y me muestra el camino verdadero. Suceden cosas en mi caminar. Yo las interpreto y busco explicaciones. Ante las desgracias me quedo sin palabras. Cuando es bueno lo que me sucede, simplemente sonrío y me alegro. Algo querrá Dios conmigo, me digo. No entiendo muy bien lo que tengo que hacer. No tengo yo un plan previsto. O quizás sí. Planes perfectos que espero se hagan realidad. Y cuando no sucede todo como yo quiero, me turbo. La suerte, la casualidad, ¿es la acción de Dios oculta en el tiempo? Sé que en Dios no hay tiempo, ni espacio. Y sé que en Él todo está unido, integrado, en armonía. Pero aquí, en mi vida, todo sucede sin un orden. Llegan las decisiones equivocadas. Suceden los fallos que provocan desgracias. Veo tantas vidas fracasadas. Muertes prematuras sin sentido. Hay derrotas y éxitos. ¿Por qué me empeño en buscarle un sentido a todo? Prefiero callar ante lo que no entiendo. ¿Dónde está la casualidad actuando? ¿O es Dios gritándome escondido detrás de lo que acontece? No sé si todo lo que hago está dentro de un plan previsto. O si Dios improvisa a medida que yo avanzo por la vida, recalculando mi ruta. Asume todos mis errores en medio de un camino trazado. ¿Hay acaso un camino trazado? ¿Dónde acaba mi libertad? ¿Cuándo soy yo el que elige? La casualidad forma parte de mi vivir diario. O la suerte. Me encuentro tropezando con cosas que suceden por azar, o guiadas por el viento de una mano poderosa, de un corazón que ama y no deja nunca de amarme. Me falta confianza para creer que Dios lo puede hacer todo nuevo en mí en medio de tantas oscuridades. Quiero más confianza en ese Dios que me espera al final del camino, o en medio de mis dudas. Ese Dios que me ama como soy y no se olvida de mi vida. Quisiera gritar lo que leía el otro día: «Toma Tú, Padre, el timón de mi vida. Tú tienes un plan para mí. Yo quiero ese plan con toda mi alma. Quiero lo que Tú quieras y rechazo lo que Tú rechaces. Ayúdame a ver los caminos del mar a través de tus ojos»[2]. Esa mirada confiada es la que necesito. Para distinguir a Dios oculto en medio de casualidades. Un encuentro fortuito. Un retraso. Una pérdida. Un abandono. Un olvido. Una palabra. Un silencio. Detrás de todo está su mano guiando mi barca. Con el miedo que me dan a mí las tormentas solitarias. Cuando siento que todo va a hundirse a mi alrededor. Quiero confiar. Pero mi alma quiere controlarlo todo. Que no se me escape ningún cabo. Que no quede nada expuesto al viento veleidoso del azar. Quiero lo que quiero. Lo sé muy bien. Y desprecio lo que me duele, lo que temo, lo que me cuesta. Que eso no suceda ni por casualidad. Vuelve a mí la palabra providencia. Un plan de amor. Un sueño para mi vida. ¿Y si no acierto con las elecciones correctas? ¿Y si me aparto en exceso de esa ruta que iba a hacerme feliz? Dios nunca me deja solo, lo sé, lo entiendo. Pero el corazón se resiste a dejar el timón en las manos de Dios. No soy tan libre. ¿Y si un montón de casualidades me llevan por el camino que no quiero dejando de lado otros posibles? La suerte, la casualidad. ¿Existen? ¿O es la mano de Dios que me guía en ellas? No pretendo saber lo que Dios quiere. No busco explicaciones. El P. Kentenich vivió en su vida la incertidumbre y la confianza: «Para mí era suficiente la seguridad, en la mente y en el corazón, de estar trabajando en la realización de un plan divino. Esa seguridad nunca vaciló, ni en lo mínimo, tampoco hoy. De ahí mi tranquilidad soberana en medio de las tormentas más recias»[3]. Deseo esa seguridad de saber que estoy realizando el sueño de Dios. El plan de felicidad para mi vida. Quisiera vivir con esa tranquilidad cada día. ¿Cómo distinguir el querer de Dios de mi propio querer? En medio de tantas aparentes casualidades. En medio de la oscuridad su amor me guía. Distingo su querer. Muchas veces me duele. Porque sé que la decisión que quiere de mí es un bien para mi vida, para otros. De momento sólo veo lo que cuesta. Con el tiempo entenderé sus deseos. Miro la hondura de mis raíces. La profundidad de mis anclas. Las pocas velas de mi barca dispuestas a acoger todo el viento posible. Pero tengo miedo a la vida que no controlo. ¿Y si todo no es como yo pensaba? Esa manía tan mía de hacer cálculos. De esperar que las cosas sucedan de una determinada manera. ¿Cómo me imagino a mí mismo con ochenta años? ¿Cómo me sueño? Y me turbo pensando que no me veo. No me distingo. Dejo a un lado las cábalas. Poco importan. La vida no es un conjunto de actos fortuitos desparramados por los caminos por manos misteriosas. Seguro que hay un corazón pensando el mundo, amando al hombre. Una presencia diciéndome cuánto me quiere. Un rostro de Padre. Y la herida abierta del Hijo que me amó hasta el extremo. Seguro que en mis errores una mano me levanta. Por encima de todos mis miedos. De mis dudas. Y me lleva por caminos anchos en los que no hay muchas certezas y sí tantas dudas. Pero no temo. No pretendo hacerlo todo perfecto. Me conformo con soltar por un rato las manos del timón. ¿Querrá Dios llevarme a puerto seguro? ¿O mar adentro? No me importa. Si su mano guía mis pasos. Lo demás poco importa. Yo quiero estar con Él. Para siempre.

Dicen que es sano pedir y no esperar callado a que los demás hagan lo que uno desea. Dice un dicho popular: «En pedir no hay engaño». Muy cierto. El que pide pone sus cartas sobre la mesa. Dice lo que desea, lo que espera, lo que sueña. No se calla esperando a que el otro lo descubra. Esa otra actitud suele llevar a la decepción. Me desilusiono cuando no actúan como esperaba. No lo dije, pero lo esperaba. Y al no saberlo no lo hicieron. Me decepciono. El problema es mío. Si lo hubiera dicho. Si hubiera expresado mi deseo. Si lo hubiera pedido. No sé pedir bien. A menudo exijo que me den, que me hagan caso, que correspondan a mi entrega. Espero, tengo expectativas y sufro grandes desilusiones. El verdadero amor sabe pedir con respeto. Y el que ama intuye lo que el otro desea antes de que se lo pida. Ese juego entre dar y pedir es el juego del amor. Doy al que me pide. Pido al que me da. Doy sin que me pidan. Toco la puerta buscando lo que necesito. ¿Sé pedir ayuda? Me doy cuenta de mi ansiedad. No llego a todo lo que me exigen. Pero tampoco pido ayuda. Es humillante reconocer la propia debilidad. Intento hacerlo todo yo solo. El que pide se humilla. Acepta su incompetencia, su incapacidad y pide ayuda, porque solo no puede. No quiero humillarme. Prefiero agotarme a pedir ayuda. Sé que me hace bien pedir consejo y ayuda. Me hace crecer esa actitud del que busca que otros mejoren lo que yo hago. Aprendo a delegar sin querer tener el control absoluto de todo. Me cuesta tanto que otros me organicen la vida. No quiero depender de nadie. Yo puedo solo. Y si pido ayuda, o consejo, ya no soy independiente ni autónomo. ¿No es el objetivo de la educación formar cristianos autónomos capaces de tomar decisiones por sí mismos sin estar todo el día pidiendo consejo y buscando que alguien decida por ellos? Quiero ser autónomo. Casi quiero ser como ese Dios al que sigo, ese Dios que lo puede todo, lo sabe todo, lo controla todo. Yo soy como Dios. Entonces no pido, porque al pedir muestro debilidad. Pero me equivoco. La actitud de los niños es la de la petición. El niño pide desde su indigencia. Se acostumbra a pedir desde pequeño. A medida que crece en autonomía deja de pedir, o pide menos. Yo no quiero dejar nunca de pedir, de mostrar mi pobreza. El que pide se siente débil, no es todopoderoso. Saberlo me ayuda. Tengo que aprender a dar al mismo tiempo que pido. Pido y doy. No sólo pido. Me asusta esta sociedad en la que todo son derechos. Pido porque tengo derecho a recibir. Lo que me dan es un pago por lo que me corresponde. No es gracia, no es don. Todo es debido. Y si no lo recibo lo exijo, lo reclamo, me rebelo. No por pedir algo lo voy a recibir. Yo tengo derecho a pedir. Pero no es un derecho que me den lo que pido. El hecho de responder a una petición es un don, una gracia. Me piden ayuda y yo la doy como un regalo de mi parte, como un don. No me siento obligado a ello. Lo doy libremente. Es la actitud más sana. Es bueno pedir. Y tengo que aprender a recibir lo que pido como don. Entonces se despertará en mí el agradecimiento. Cuando me creo con derecho a todo, cuando siento que los demás me engañan al no darme lo que es mío. Vivo en continuo estado de guerra. Amargado. Parece que nada me gusta. Vivo inconforme con la vida. Me quejo y sigo pidiendo. Lo malo es que no veo los milagros que suceden a mi alrededor. Todo es don y yo no lo veo. Tengo derecho a pedir. Pero también tengo derecho a no dar. Escuchaba hace un tiempo: «Frente al defecto de pedir, la virtud de no dar». No creo que pedir sea un defecto. Es algo bueno, propio de mi alma de niño. Y no sé si el hecho de no dar es realmente virtuoso. Pero sí tengo claro que aprender a decir que no es siempre positivo. Es la conocida asertividad. Digo lo que de verdad pienso. No hago lo que otros me exigen si yo no veo que tenga que hacerlo. No cedo a presiones del que pide con insistencia. No dejo que otros abusen de su poder exigiendo. Quiero ser libre para dar o no dar. No estoy obligado. La virtud de dar la cuido. Pero necesito decir que no muchas veces. Para no quemarme, para que no viva luego quejumbroso y agobiado por la vida que tanto demanda de mí. ¿Cuándo tengo que decir que no? Lo veré en mi corazón, en oración. No todo lo que me piden me lo está pidiendo Dios. A veces mi negativa es obediencia al plan de Dios para mi vida. No todo el bien que me demandan hacer tengo que hacerlo. Depende de lo que vea en mi corazón. Si aprendo a decir que no cuando lo vea claro seré más libre y tendré más paz. Al mismo tiempo el no como respuesta educa al que pide en exceso. Es bueno que el que pide con insistencia no siempre reciba lo que pide. Así no se malacostumbra. Para no educar personas acostumbradas a hacer siempre su santa voluntad. Que no todo lo que pida se me conceda. Eso educa. Que no todo lo que me pidan me vea forzado a darlo. Eso me hace libre.

Hoy Abrahán pone a prueba la misericordia de Dios: «Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?». Y Dios le responde mostrándole su misericordia infinita: «Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos». Abrahán intercede por su pueblo. Pide por ellos para salvarlos. Y Dios promete misericordia. Basta con encontrar un puñado de justos para salvar a todos. El número baja de cincuenta. ¿Es suficiente con unos pocos justos? ¿Bastaría un solo justo para salvar todo un pueblo? ¿Habrá un hombre justo? Hoy veo a mi alrededor tanta desconfianza. Lo entiendo. Hay demasiada corrupción, fraudes, engaños. ¿En quién se puede confiar? ¿Quién es suficientemente justo como para permanecer fiel después de ser tentado? Conozco hombres justos. Conozco santos en este mundo. Yo no los canonizaría, no soy quién. Pero sí defendería su justicia, su forma de vivir y enfrentar las dificultades, su forma de amar desde la misericordia. Me conmueve. Veo cómo son y sé que a personas como ellos es a los que se refiere Abrahán. Basta con unos pocos para salvar a muchos. ¿Los conozco? ¿No estoy yo llamado a ser uno de ellos? Jesús, que es justo, viene a salvarme a mí que soy pecador. Viene a salvar a todo mi pueblo. Basta una vida justa, la suya, entregada por muchos, para que la misericordia de Dios llegue a todos. Basta Jesús mismo. Y siguiendo su ejemplo yo estoy llamado a hacer lo mismo. Quiero ser justo. En ocasiones creo que Dios será más misericordioso si yo soy justo. O si algunos hombres son santos haciendo su querer. Pero no es así. No es esa la razón por la que Dios es misericordioso conmigo. Su misericordia es eterna, es sin medida, no se fija en mi mal, ni en mis caídas. Actúa con misericordia siempre salvando al que ha caído. Pero yo sí necesito encontrarme con personas sin tacha, con personas buenas, que me animen a creer en la misericordia de Dios. Personas que actúan atadas a Dios. Como ángeles de Dios en la tierra. Puede que les exija a veces lo imposible. Quiero que sean justos aquellos a los que sigo, aquellos en los que creo. No quiero que me decepcionen. Asumo que pueden fallar. Pero no quiero que caigan. Porque cuando lo hacen es como si se cayera por tierra toda mi esperanza. Me duele el pecado de los hombres porque me hace pensar que es imposible ser santo. Y acabo pensando que nadie puede. Pero no es verdad. Sé que pueden los que se saben pequeños y débiles. Pueden los que reconocen que la fuerza de Dios es la única fuerza que importa. Y se miran con alegría sabiendo que Dios los ama como son. Ese amor es lo que cuenta. Pero veo claro que yo no acabo de creerme del todo que la debilidad sea lo que Dios más ama en mí. Aquello sobre lo que Él construye. Comenta el P. Kentenich: «Cada uno de nosotros es una mina de oro. No somos tan malos por el pecado original, como con frecuencia pensamos. Hay muchas cosas muy buenas en cada uno. Especialmente en nosotros que hemos mostrado que sabemos entregarnos de un modo noble. Pero esto vale también de otros. Y si encuentran al hombre más infame en la calle. Esto fue la pieza capital de Don Bosco. Siempre y siempre estaba buscando el punto de contacto: ¿Dónde hay aquí una predisposición noble, también en el criminal? Esto lo debo abrazar interiormente con fe, debo estar convencido de esto»[4]. Abrahán cree en la bondad oculta debajo del pecado de todo un pueblo. Habrá algunos justos, piensa él. Dios también cree en la bondad que hay detrás de mi debilidad. Construye sobre mi barro manchado, oscuro, sin luz. La misericordia de Dios es la que me salva de los límites que yo mismo me impongo. Me rescata desde ese pecado que mancilla mi alma clara. Dios me mira con misericordia y esa mirada me basta para que se eleve mi ánimo y pueda seguir creyendo en lo bueno que hay en mi corazón y en el corazón de las personas. No me alejo de aquel que ha pecado después de su caída, por miedo a que me manche. No hablo mal de él por haber caído sintiéndome mejor al oír la crítica. He visto con demasiada frecuencia juicios injustos sobre los débiles. Hacen leña del árbol caído. Siempre lo he visto. Un día caeré yo. Mi fama, mi nombre. Harán leña de mi vida. ¿Basta un solo justo para salvar todo un pueblo? ¿Quién mide la justicia del justo? Los ojos de Dios son los que miran muy dentro de mí, por encima de las apariencias. Dios ve mi corazón y sabe lo que siento, lo que sufro, lo que entrego. Comprende mis debilidades. Acepta que sólo la misericordia va a salvar mis pasos. Es lo que me salva. Su mirada que me levanta. Yo no juzgo al pueblo pecador. Y tampoco decido quién es justo y quién no lo es. Quiero ser testigo de la misericordia de Dios. Él me salva. Sostiene mis pasos. Me saca de la oscuridad de mi noche. Me hace brillar en medio de las tinieblas. Hace clarear mi justicia. Si dejara que Dios se hiciera dueño de mi vida. Puede hacerlo si le dejo. Puedo ser uno de esos justos que salva a un pueblo. ¿Quiero yo ser fiel en medio de la noche, cuando me faltan las fuerzas y parece que se me escapa la esperanza? Sí, vuelvo a elegir a Jesús para seguir sus pasos. Vuelvo a optar por Él en medio de mi fragilidad.

Hoy Jesús me dice que pida lo que necesite y que Él me lo dará: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». ¡Cuántos problemas y dudas de fe ha despertado esta afirmación! ¡Cuántas veces le pido a Dio algo con fe y no sucede lo que pido! Le pido un milagro, una curación, una ayuda. Pido su intercesión. Le pido lo que necesito, no más que eso. Pero Dios parece no escucharme. El grito de mi súplica se ahoga en mi garganta. Hoy escucho en el salmo: «Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste». ¿Qué pasa cuando no me escucha? ¿Qué sucede si no hay milagro, si no hay curación? Jesús me dice que pida sin miedo. Y yo pido. Pido el pan de cada día. Que me vaya bien. Tener éxito. Quiero milagros en mi vida que no suceden. No me canso de pedir. Pero no siempre ocurre lo que deseo. A lo mejor es que no sé pedir lo que me conviene. O tal vez pido cosas buenas que simplemente no llegan a suceder. ¿Cuál es mi mirada entonces? ¿Pierdo la fe? ¿No me dijo Jesús que no me cansara de pedir? Esta frase controvertida de Jesús tiene que ver con mi actitud interior, no tanto con la obtención de todos mis deseos. Jesús lo que me pide es que no me canse nunca de ser niño, de suplicarle a Dios para que me proteja y cuide mis caminos. Y añade: «Quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre». Cuando tengo la actitud del niño Dios me escucha. Tal vez no me da exactamente lo que he pedido. A lo mejor el camino no es el soñado. Pero no deja de escuchar mi petición. No deja de abrir su corazón de Padre. Sabe mejor que yo lo que me conviene. Yo realmente no lo sé. Me obsesiono con bienes temporales que no me dan la felicidad. Me aferro a ellos buscando la seguridad. Cuando los pierdo, acabo perdiendo la paz. Deseo lo que ahora está vivo en mi corazón. Pero sé que quizás no es lo más importante. Pido, busco, sueño. Y no siempre sucede lo que ahora parece fundamental para seguir soñando. He descubierto que mis deseos del momento no siempre me harán feliz. Llenan mi alma de pretensiones vanas. ¿Y si realmente el camino que deseo ahora no es el que me va a hacer pleno a lo largo del tiempo? Quiero retener de forma obsesiva lo que creo que me hace feliz ahora. Pero no logro la paz. Pierdo la alegría pidiendo, exigiendo. Quisiera liberarme de tantas pretensiones para vivir con paz. Jesús me dará lo que me conviene. Eso es lo que sé. Quizás lo que me dé no tenga el aspecto soñado. Pero sí será justo lo que se acomoda a mi corazón. Una actitud ante la vida es la que me salva. Ante todo lo que me sucede, exclamo: «Es justo lo que yo quería». ¿Seré capaz de vivir con esa mirada cuando las cosas no vayan como yo esperaba? Esa actitud calma mis ansias. Pero no por ello dejo de pedir en mi oración. Como un niño que suplica a Dios en su indigencia. Leía el otro día: «Perseverancia en la oración sencilla con gran deseo. Pedid y se os dará. Oración de petición más oración de receptividad silenciosa. Acoger la presencia de Dios en la adoración. Hacer de nuestra vida una conversación con Dios»[5]. El hijo se hace niño en los brazos de Dios. No quiero más que estar con Él. Todo lo demás vendrá por añadidura. El amor de Dios es el que me sostiene en el camino. Mi petición más profunda tiene que ver con el deseo de ser feliz. De ser pleno. De amar y no perder nada de lo que amo. Por eso pido y suplico. Y mi petición es la de ese niño que descansa seguro en los brazos de su Padre. Eso es lo realmente importante. Jesús no deja de escuchar nunca mi súplica. Sabe lo que me hace falta. Sólo quiere que me abra a su presencia, que no tenga miedo y que confíe. Que sepa que me ama con locura por encima de todos mis límites. Jesús conoce mi pobreza, ha tocado mi pecado, ha sanado mis heridas. Y mi petición última tiene que ver con mi verdad. Que mi vida sea plena y verdadera para siempre. Que el amor colme mis ansias de infinito. Sólo deseo no vivir obsesionado con mis miedos tan concretos y reales. El miedo a perder la propia vida, la de los seres queridos. Mis peticiones quieren el cielo aquí en la tierra, en medio de mis días caducos. Eso lo comprendo. Jesús me mira conmovido porque sabe que estoy hecho para el cielo. Me mira y me ama en mi pobreza. Y escucha las peticiones del niño que ha perdido su juguete más querido y quiere recuperarlo. Y sonríe. Y me abraza. Y me dice que me dará lo que desea mi corazón. Cuando llegue el momento. Que no tenga miedo a perderlo todo ahora. No quiere que le convierta a Él en la lámpara mágica que tengo que frotar para hacer realidad todos mis deseos. Dios no es así. No se dedica a satisfacer cada deseo de mi corazón. Mira más hondo, más lejos. Me ve ahora y en el futuro. Sabe de dónde vengo y a dónde voy. Y quiere que vaya por el camino libre de apegos enfermizos, de cadenas que me impiden volar. Claro que me da Dios lo que le pido. Cuando le pido lo que necesita mi corazón para ser feliz, para vivir lleno de esperanza. Le pido una vida llena, un día sin ocaso, un camino sin miedos. Y me lo da todo. Lo que me conviene, lo que me hará feliz aquí en la tierra.

Hoy Jesús me cuenta una parábola. La del amigo importuno: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: - Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Y, desde dentro, el otro le responde: - No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite». En la casa de la parábola el padre de familia tenía que despertar a todos para dar pan a su amigo. Parece que lo prudente es no dárselo. El amigo insiste. No se cansa. Y el dueño de la casa acaba cediendo. Para que lo deje tranquilo. A menudo yo cedo a peticiones exageradas e inoportunas. Y recuerdo esta parábola. Y pienso que no lo hago bien. Porque lo hago para que me dejen tranquilo. Pero no es así. Es bueno lo que hago. Hago un bien, aunque mi deseo primero era no hacerlo. Insisten y acabo cediendo ante la perseverancia del que pide. ¿Así es Dios conmigo? No lo sé. Pero yo sí trato de responder para que me dejen tranquilo. Lo hago no por amor, sino como fruto de la insistencia. ¿No me pasa esto a menudo? La insistencia abre la puerta de mi generosidad. Mi alma cede ante el que presiona e insiste. Insisten para que dé y al final lo hago para que me dejen tranquilo. No soy tan bueno como parece. Y yo, no siendo bueno, cedo y doy. ¿No hará más todavía Dios que sí que es bueno? Así lo dice Jesús: «¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?». Si yo que soy malo hago el bien. Si yo que me busco a mí mismo egoístamente amo y me entrego. Si yo que tengo intenciones impuras en mi entrega soy generoso. ¡Cómo será entonces el amor de ese Dios que me ama con pureza y de forma desproporcionada! Dios me ama como soy, en mi pobreza. Y me ama sin darle yo nada a cambio. Simplemente me da y me quiere porque soy su hijo. Porque le pido cada día que cuide mi camino. Y Jesús no puede resistirse porque me ve débil, desvalido y corre a levantarme. Dios me lo da todo. Y sobre todo me da el Espíritu Santo. Esa promesa me conmueve. Dios me envía su Espíritu para que aprenda a vivir con paz, con alegría. Me lo da para que viva lleno de su amor. Yo también quiero ser bueno con todos. Quiero darme, quiero dar. Quiero amar con ese corazón de Jesús que no duda en dar, en darse. Doy gracias a Dios por todo lo que hace en mí. Se lo pido. Y muchas veces me lo da sin pedírselo. Lo que sucede es que no sé apreciarlo. No me fijo que muchas de las cosas que tengo son un don de su misericordia. Son gracia. Me ama como soy, con locura. Y me da mucho más de lo que yo necesito. Y yo me fijo justo en lo que no tengo, en lo que me falta. Quisiera aprender a agradecer por todo lo que me ha dado. Sólo un corazón agradecido ve lo bueno de su vida y de los hombres. Sólo un corazón que vive en paz puede darse a los que le piden amor y entrega. Sólo si estoy en paz con mi vida puedo mirar con misericordia y amar hasta que duela.

 



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] Tomás Trigo Oubiña, Dios te quiere y tú no lo sabes

[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[4] J. Kentenich, Terciado de Milwaukee, 3, 43.

[5] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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