Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de junio de 2020

Domingo 28 de junio de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XIII Tiempo ordinario

2 Reyes 4, 8-11. 14-16a; Romanos 6, 3-4. 8-11; Mateo 10, 37-42

«El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará»

28 junio 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Ahora que lo he dejado todo me siento más libre. Soy más suyo, más de Dios, más niño, más confiado. Me gusta esta nueva vida que puede estar naciendo en mí»

Quiero aprender a vivir con paz en medio de mis dudas. No siempre es tan necesario resolver todas mis preguntas. Tiendo a preguntar, quiero saberlo todo, tener certezas. Parece como que la vida se juega en encontrar respuestas a todas las preguntas posibles. Como si hubiera un tutorial en internet para cada duda que se me plantee. Hay muchas respuestas, pero no están todas. A veces me angustio en mis preguntas y busco un sacerdote, un gurú, un catedrático, alguien culto, un santo, un terapeuta, un sabio que me lo aclare todo. Pretendo que ellos con una sabiduría que yo no poseo resuelvan todos mis conflictos interiores, aclaren todas las dudas, despejen todos mis miedos. Busco a alguien siempre fuera de mí, por encima de mí, con la autoridad suficiente como para decirme lo que está bien y lo que está mal en todas esas preguntas y temas delicados donde quizás yo no lo tengo todo tan claro. ¿Qué sostiene la Iglesia? ¿Qué defiende la ciencia? ¿Qué afirma el mundo? ¿Qué susurra Dios? Quiero tener certezas sólidas que me permitan caminar por la vida sin tambalearme. Me asustan las incertidumbres de este tiempo. Es como un mar revuelto lleno de futuribles inciertos entre los que la barca de mi vida sufre entre las olas. Quiero afirmaciones contundentes, respuestas definitivas, dogmas claros y férreos que tranquilicen mi conciencia. Espero incluso que otros decidan por mí, cuando yo no soy capaz de tomar decisiones. Y si luego me siento atacado o juzgado por otros, diré, con mucha calma y elegancia, que son otros los que me han aconsejado e incluso tomado una decisión de la cual no soy responsable. Y así mi alma seguirá estando tranquila dejándose llevar por las rutas que otros me marcan. Sin madurar yo, sin hacer el ejercicio sabio de discernir lo que Dios quiere para mi vida. Creo que este tiempo que me toca vivir me invita a vivir con preguntas abiertas. ¿Cuándo acabará esta pandemia? ¿Cuándo podré realizar todos mis planes previstos? ¿Cuándo podré volver a mi vida normal, esa vida de antes? ¿Se habrá perdido algo en este tiempo de guerra, algo esencial en mi vida de antes? ¿Habré perdido algo de lo que tenía guardado en mi alma? ¿Habrán cambiado muchas cosas en mi forma de vivir, de amar, de entregarme? En mi mentalidad masculina me cuesta vivir con preguntas sin respuestas, con problemas no resueltos, encrucijadas en las que no tomo una dirección concreta y permanezco detenido, sin respuestas, aguardando. Me da miedo quedarme quieto en medio de indecisiones que me turban por dentro. Me asustan esas verdades calladas y esas otras mentiras expuestas que veo a mi alrededor tantas veces e incluso dentro de mi alma. Quiero conservar la alegría y la paz en medio de vientos extraños y noches sin estrellas. Sueño con la luz clara del día que llevo dentro del alma. Y sé que despejando nubes no alcanzaría a ver el sol que tanto sueño. Por eso me dejo llevar en las alas del viento. Confiando en que las respuestas más importantes ya me las ha dado Dios en mi alma. La única certeza que sostiene mi vida es su amor inmenso. Me gustan esas palabras: «¡Somos hijos de la luz, no de las tinieblas! Aquel ‘alégrate’ abre en modo programático la realización de la salvación, la cual entra en el mundo como un don que se acoge con alegría y para la alegría, aun en medio de la incertidumbre o el sufrimiento. La ‘buena noticia’ llena de gozo a la Virgen, aceptando el mandato-don de alegrarse, aunque broten dudas, incertezas y preguntas de ‘cómo’ se cumplirá el plan divino»[1]. Sigo guardando en el alma miedos y dudas, incertidumbres y preguntas abiertas. Pero sé que el don que recibo de Dios es la confianza para seguir caminando como María lleno de alegría. Ya no me turbo al pensar que no tengo muchas respuestas ni para mí, ni para otros. Tengo preguntas que despiertan nuevas preguntas y eso me alegra. A veces creo que me aburriría contar con respuestas claras y definitivas para todo. Me quitaría la paz pensar que le puedo decir a cualquiera lo que tiene que hacer en cada momento. Y creer que sé muy bien el camino que debe tomar para ser feliz. Esa presunción me asusta. Creer que tengo una sabiduría por encima de otros y que tengo respuestas que otros no tienen. Me gusta más la sensación de mi alma pobre que no cuenta con muchas respuestas y que vive anclada en profundas preguntas. Confiando siempre en que la certeza única que sostiene mi vida sea ese amor personal y profundo que Dios me tiene.

El otro día escuchaba a un sacerdote amigo hablando de las cosas que no debía olvidar. Agradecía por su sacerdocio y por su vida. Me quedé pensando. ¿Qué cosas no quiero olvidar yo en mi camino? Temo un día perder la memoria o desorientarme y olvidarlo todo. Pero no quiero olvidar nunca lo importante. Si está en mi mano no quiero olvidar muchas cosas. No quiero olvidar el amor que Dios me tiene, porque a veces me parece que no lo veo tan cerca. No quiero olvidar su promesa cuando me llamó a una vida plena. No quiero olvidar mis deseos de niño de salvar el mundo. No quiero olvidar esa pretensión ingenua de entregarme por entero en todo lo que hago. No quiero olvidar las cosas pequeñas de cada día, esas que a veces pasan desapercibidas: un abrazo, un saludo lleno de cariño, un te quiero dicho con voz queda, una mirada profunda llena de sonrisas. No quiero olvidar ningún día la obligación que tengo de dar gracias alabando a Dios por lo que me ha dado. No quiero olvidar el perdón en mi alma. Perdonarme a mí mismo por tantos errores cometidos. Perdonar a los que sin querer o queriendo han difamado mi nombre o me han herido. Perdonar a los que no me han querido como yo esperaba que lo hicieran, simplemente porque no querían o no sabían hacerlo. Perdonar a ese Dios de mi vida que no me ha dado tantas cosas que yo esperaba y le había pedido con confianza ingenua. No me quiero olvidar de sonreír siempre también en medio de tormentas, cuando los miedos son poderosos dentro del alma. No quiero olvidar la confianza y pensar que Dios y los hombres me han dejado solo en medio del desierto. No quiero olvidar la decisión que tomo de comenzar de nuevo cada mañana, incluso después de haber caído y haber llorado amargamente la derrota. No quiero olvidarme de pedir disculpas cuando no hago las cosas como yo creo que debería y hiero sin darme cuenta, o sabiéndolo. No olvido esas pequeñas sorpresas de cada día por las que tengo que aprender a dar tantas gracias. No me quiero olvidar de acabar el día de rodillas contemplando al Dios que se hace fuerte en mis entrañas. No quiero quitarme la sorpresa de niño dibujada en mis ojos grandes y profundos, ingenuos, ante tantas cosas que me llenan el alma. No quiero dejar en el olvido esos recuerdos que guardo en fotografías, en canciones, en palabras, en abrazos silenciosos que viven dentro de mi corazón. Porque no quiero dejar de pensar que Dios ha soñado una vida perfecta para mí, imperfecta entre mis manos, pero sagrada y valiosa ante sus ojos. No quiero olvidarme de llorar y emocionarme por las cosas más sencillas de la vida, porque no quiero que mi corazón se ponga duro y se olvide de las lágrimas. No quiero olvidar a aquellas personas que han dejado su huella profunda en mi corazón para siempre. No quiero descuidar esos vínculos que Dios ha tejido con lazo firme dentro de mi propio cuerpo. No quiero olvidar a los que ya han partido y me esperan alegres al otro lado de mi mar, en la otra orilla, Susurrando mi nombre cada noche para que confíe y siga caminando. No quiero olvidar ese deseo hondo que siempre tuve en mi alma de ser fiel, de ser alegre, de ser profundo. No quiero olvidar a los que han formado parte de mi historia y que a lo mejor ahora están más lejos, porque son retazos de mi vida soñada en las manos de Dios. Y yo soy lo que soy gracias a tantos que me han querido, han rezado por mí, han sido fieles. No quiero olvidar los pasos dados, algunos en falso. No quiero olvidarlos porque forman parte de mi historia santa, de mi camino por el desierto. No quiero olvidar los pecados cometidos, o aquellos que se vuelven reincidentes, porque sé que mi miseria es la llave que abre la puerta de la misericordia. No quiero pensar que Dios me quiere más cuando hago las cosas perfectas. Y me quiero un poco menos cada vez que cometo algún desliz. No quiero olvidarme de las veces en que he sido perdonado porque esa es la roca sobre la que construyo mi vida tan frágil. No quiero olvidar que soy capaz de caminar sobre las aguas cada vez que dejo de pensar que todo depende de mis fuerzas. Y que incluso cuando me hundo puedo alargar la mano desde la oscuridad del océano profundo y tocar esa mano firme que me saca de las aguas y me dice con voz tierna y trémula: ¿Por que has dudado? No quiero dejar de confiar nunca. Ni siquiera cuando me hayan fallado tantas veces. Prefiero confiar antes que controlar. Prefiero confiar y volver a confiar, aunque me hayan hecho daño. Porque me gusta que confíen en mí y crean en esa luz que tengo oculta dentro de mi alma. No quiero nunca olvidar a aquellas personas que creyeron en mí cuando yo no creía. Y a aquellos que con paciencia me enseñaron a dar los primeros pasos en mi vida. No olvido a los que me han amado de forma incondicional cuando yo ni siquiera sabía escribir la palabra amor con mis torpes manos. No quiero olvidar ese silencioso estar junto a mí en medio de la noche y mis debilidades. Porque me han mostrado con esos ojos llenos de sonrisas que la vida merece la pena y que hay un Dios muy grande que me sostiene siempre. Y que no hay miedos ni pesadillas que puedan vencer el amor más grande que el hombre ha conocido. Pero no quiero olvidar que soy niño, hijo, padre, hermano, amigo, hombre, débil, inocente, enamorado, pobre. No quiero olvidar el amor que Dios me tiene y que sostiene cada uno de mis pasos. No lo olvido.

¿Qué hago cuando se tambalean y caen los pilares sobre los que construyo mi vida? ¿Dónde queda ese sueño que Dios ha querido soñar conmigo cuando todo parece resultar mal? Una alianza de amor, una vocación a caminar a su lado. Yo he tejido sueños y me han cortado la trama. Tiene algo este tiempo de tragedia, de final inconcluso. Algo de injusticia y de abandono en mitad de mi vida protegida y segura. Con miedo a reinventarme intento recomponer las piezas del jarrón roto. Levantar de nuevo sobre sus mismas ruinas el edificio caído. Pienso en el pilar de la salud sobre el que me sentía fuerte y seguro. He convertido la salud en un ídolo. Me preocupo de estar sano, comer sano, vivir sano. Y ahora un virus pone en jaque mi seguridad, mi paz mental. ¿Y si enfermo y muero? No contaba con ello, con que nadie cercano y querido muriera. La salud es algo sagrado. ¿Por qué me la quita ese Dios al que amo? Me rebelo. La salud era un pilar firme, inamovible, ni el paso del tiempo podría acabar con ella. Algo encontraría para ser eterno en la tierra. Siento que ahora mismo un pilar se derrumba. Me aferraba como un náufrago a mi dinero, a mi economía, a mis sueños de crecimiento. Tenía planes y proyectos. Y se han venido abajo. La inseguridad amenaza mi negocio, el de tantos. Otro pilar destruido. ¿Y ahora qué? Mi familia, mi entorno, mis amores. Ese pilar fiable hoy parece bastante frágil. ¡Cuántas familias rotas, cuántas sueños fracasados, cuántos amores frustrados! Pensaba que mis amores estaban bien, eran perfectos. Y al llegar esta crisis me doy cuenta de la debilidad de mis vínculos. Amores frágiles que no aguantan la sacudida de las olas. Leía el otro día: «Algunos no saben vivir sino exigiendo. Exigen y exigen siempre más. Tienen la impresión de no recibir nunca lo que se les debe. Son como niños insaciables, que nunca están contentos con lo que tienen. No hacen sino pedir, reivindicar, lamentarse. Sin apenas darse cuenta se convierten poco a poco en el centro de todo. Ellos son la fuente y la norma. Todo lo han de subordinar a su ego. Todo ha de quedar instrumentalizado para su provecho. Desaparece el reconocimiento y la gratitud. No es posible vivir con el corazón dilatado. Se sigue hablando de amor, pero ‘amar’ significa ahora poseer, desear al otro, ponerlo a mi servicio»[2]. Cuando no sé amar como Dios ama es lo que sucede. Y entonces me quedo solo. Y se hunde ese pilar del amor. Pilar central. Hay otro pilar que también se tambalea en este tiempo. El pilar de mi propia aceptación y alegría de vivir conmigo mismo. La soledad puede ser demoledora. En un tiempo como el de ahora en el que todo se paraliza he pasado mucho tiempo conmigo mismo y la soledad duele. No sé estar a solas. No sé estar conmigo, en silencio, y pensar, y rezar. Me doy cuenta de que un mundo detenido me acaba matando. Desaparecen los escapes, las salidas, las argucias que encontraba para no enfrentar el silencio en mi alma. Me llenaba de ruidos. Y ahora confinado me confronto con mis propios demonios y me desespero. ¿Qué pilar queda firme en mi vida? ¿Cuáles han caído? Es este tiempo una invitación a mirar al cielo buscando anclar mi vida en el corazón de Dios, en el centro del costado abierto de Jesús. Allí soy amado como soy y valgo lo suficiente para ser amado siempre. Esta certeza la puedo encontrar en un tiempo de incertidumbre. Cuando han caído las patas de mi mesa, surge del cielo un lazo lanzado al vacío de mi alma. ¿Quiero sostenerlo entre mis manos? Me da miedo asirlo y dejar caer los pilares que intento que no caigan con esfuerzos de malabarista. ¿Y si atado a esa cuerda veo caer todo a mi alrededor y surge el miedo? ¿Y si me suelto? ¿Y si Dios me suelta? Es una apuesta absurda. Todo o nada. Ahora o nunca. No quiero retener mi mundo viejo y limitado. Quiero abrirme a un nuevo mundo. No quiero volver al día antes del virus. Quiero un nuevo comienzo. Me reinvento. Me vuelvo a crear o dejo mejor que sea Dios el que me recree a partir del barro de mi vida. Él sabe modelar un hombre nuevo, una comunidad nueva, una familia hecha con jirones de mi hombre viejo. Todo se aprovecha, nada se pierde para siempre. Quiero pensar que mi vida puede ser mucho más grande y pura, más libre y santa. Una sola cuerda lanzada desde el cielo. Pero yo no logro ver la mano de Dios sujetando entre las nubes mi fragilidad. Sé que está ahí, escucho su voz en forma de susurro, la sombra de una brisa. Siento una ráfaga de aire que me calma. Una voz lanzada desde el cielo. No tengo motivos para dudar, para temer, para caer. Ahora que lo he dejado todo me siento más libre. Soy más suyo, más de Dios, más niño, más confiado. Me gusta esta nueva vida que puede estar naciendo en mí. 

¿Cómo puedo saber si alguien es verdaderamente de Dios, si le pertenece totalmente? ¿Dónde puedo ver la luz de la presencia divina en su interior? ¿Cómo mido la santidad de las personas o su mundanidad? Ya no lo sé. Me cuesta fiarme de mis propios ojos. Hoy escucho: «Estoy segura de que es un hombre santo de Dios el que viene siempre a vernos». No sé si distingo tan bien a las personas que son de Dios y las diferencio claramente de las que no lo son. Tengo mis dudas. A veces me equivoco y me dejo llevar por las apariencias o por mis propios prejuicios. No logro distinguir la luz en la oscuridad ni las sombras en medio del resplandor. No sé bien si brillan sus talentos humanos o es la gracia de Dios actuando en sus obras y palabras. O soy yo el que no tiene a Dios y por eso no lo reconozco en otros. La fama de santidad es una voz que grita en boca de muchos, pero no por eso me acaba de convencer. Me cuesta creer, me falta fe. La fama es algo tan efímero. Jesús tuvo mucha fama, miles siguieron sus curaciones, sus milagros y bebían con pasión sus palabras. Y acabó muriendo solo en la cruz. La fama es algo pasajero, mientras que la santidad es algo permanente. No basta con tener fama de santo para serlo de verdad. ¿Cuántas voces hacen falta para declarar la santidad de alguien por aclamación? No se mide así. La santidad va por dentro, no es necesario que otros la reconozcan y la señalen como verdadera. Además, ¿de qué vale esa fama en la vida del hombre? ¿Para qué sirve creer o no en la santidad de una persona? Sólo Dios conoce el corazón del hombre. Sólo Él sabe la verdad de cada uno, la acaricia, la palpa, la ama. La santidad no es un estado del alma, un punto de llegada, una meta lograda. No es algo estático, es más bien un camino que se va recorriendo día a día en medio de aciertos y desaciertos. La santidad es un don oculto, una luz que brilla en medio de la noche e ilumina los pasos de los que caminan confusos, llenos de miedos. Me gusta saber distinguir a personas llenas de luz a mi alrededor. Son personas que no llaman la atención a todos, sólo a algunos pocos. Son «los santos de la puerta de al lado», a los que hace mención el Papa Francisco. Son santos ocultos en medio de la noche, sin fama de santidad. Reconozco que son los santos que más me gustan, los sencillos, los sin nombre, los tapados. No los siguen las masas, no son aclamados por sus obras, no recitan de memoria sus palabras. De ellos nadie espera un milagro verdadero. Nadie quiere que hablen, que digan, nadie quiere tocarlos para que se obren milagros de sanación. Me gusta esa santidad discreta y callada. El otro día leía: «Santificar la vida no es moralizarla, sino vivirla desde el Espíritu Santo, es decir, verla y amarla como Dios la ve y la ama: buena, digna y bella, abierta a la felicidad eterna»[3]. Es ese el concepto de santidad que me llega al alma y me alegra en lo más hondo. Yo a veces me quedo y me pierdo en conceptos moralizantes. Pienso en una santidad de porcelana, blanca y perfecta. Una santidad en la que no cabe el pecado ni la falta. Una vida donde no hay error ni caída. No me gusta esa mirada tan pobre que tengo de la santidad. Una santidad así me parece algo frío, demasiado perfecto e inhumano. Es por eso por lo que prefiero ver la santidad como un don del Espíritu Santo en mi vida. Es Él quien me libera y sana por dentro, me llena de luz y belleza, me hace abierto y puro. Ese Espíritu me regala una forma muy diferente de caminar por la vida. Hace posible en mi alma una manera sabia de hacer las cosas. Me gusta pensar que nada sucede por obra de mi comportamiento ejemplar. Dios me utiliza para sanar los corazones. Y no soy yo con mis talentos, con mis fuerzas, con mi carne enferma. Me gusta pensar en esos santos anclados en el cielo y con los pies firmes en la tierra. Aman a Dios con locura. Y en Él aman la tierra que pisan. Comenta S. Francisco de Sales: «Creo que todo lo que no sea Dios ya no me significa nada; pero, en Él y por Él, amo todo lo que amo con más ternura que nunca»[4]. Me gusta esa mirada. Es la de los santos que tienen el alma atada a lo humano. Y al mismo tiempo descansan en el corazón de Dios. Se dejan tocar por esa presencia amorosa de Dios en sus vidas. Y confían, y creen, que van seguros en ese abrazo eterno. Y al mismo tiempo viven cada momento de sus vidas como un regalo. Aman y sufren. Ríen y lloran. Se equivocan y aciertan. Corren y se detienen. Dan la vida y se cansan de darla. Susurran con temor palabras sagradas y gritan por los caminos las alegrías que Dios les ha dicho al oído. Son felices, no porque todo les vaya como ellos desean, sino porque aprenden a disfrutar la vida que tienen sin echar de menos la que un día pensaron. No se ofuscan con sus obsesiones. Se aceptan como son. Conocen sus límites y aprenden a vivir alegres en medio de tantas torpezas. Esos santos me gustan. Quiero ser uno de ellos. Beber su Palabra cada día y hacerla mía. Soñar con estar con Jesús amando todo lo que amo. Y ser feliz sin pretender que mis planes coincidan siempre con sus sueños.

A veces tomo decisiones incorrectas. El tiempo me da la razón o me la quita. Los sueños se evaporan del alma o permanecen estables, fijos. La montaña permanece muy lejos del horizonte o de repente está demasiado cerca. El desierto y el agua de los ríos. O el mar que se pierde en el horizonte. Me da miedo contar las veces que he caído. Al mismo tiempo sostengo la probabilidad de que Dios me pille algún día en un renuncio. Y sienta que ha sido en vano todo lo que he hecho. Quizá pueda ver cómo el agua limpia la suciedad de mi alma, sin dejar la más mínima huella. Escuchar a Jesús a veces me incomoda. Quizá porque no entiendo de medidas y sus palabras me desconciertan. Hoy me dice: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí». ¿Cómo se puede medir el tamaño de mi amor? Siento que el amor a mi madre es desproporcionado. O el amor a mi padre supera igualmente cualquier expectativa. Y el amor a una hija también es inmenso. ¿Por qué Jesús me pone esas disyuntivas? No quiero comparar amores, igual que no busco medir distancias, ni calcular los tiempos. Prefiero vivir sin comparaciones. Es como esta pregunta que hacíamos a los niños: «¿A quién quieres más a papá o a mamá?». Parece todo tan vacío. No puedo vivir midiendo todos los amores que llevo dentro. Amar más a Dios que a los hombres o amar más a los hombres en Dios. Escribía el P. Kentenich sobre S. Francisco de Sales: «Escuche lo que escribe a la Sra. Chantal: - Nada o Dios, porque todo lo que no es Dios, o es nada o peor que nada. Por eso, mi querida hija, permanezca entera en Él y rece para que yo también permanezca entero allí donde podremos amarnos inmensamente, hija mía, porque nunca podremos amar demasiado o bastante.»[5]. Quizás entonces la pregunta tiene que ver con algo diferente. No quiere saber Dios cuánto pesa mi amor. Lo que sí pretende es que aprenda a amar desde Él. Porque sólo en Él tienen sentido todos mis amores humanos. En Él descubro la belleza de lo humano. En Él lo caduco y temporal tiene una especie de nota eterna que lo mantiene vivo lejos del ocaso. No me está pidiendo que calcule, que cuente, que pese, que mida. Me está pidiendo tan solo que aprenda a amar como Él me ama. Comenta el P. Kentenich: «Si hay algo que no empobrece es amar, regalar la calidez del corazón»[6]. El amor nunca empobrece, todo lo contrario que el odio y el desprecio. El amor ensancha el alma. Compartir mis amores me agranda por dentro. Proteger lo que es mío sin querer compartirlo me acaba secando. Limitar el amor por miedo a que usurpe su lugar a Dios en mi corazón es lo más mezquino que puedo hacer. El amor a los hombres en Dios me hace más de Dios, más santo. El amor que no se da se pierde. Y el amor que se entrega se convierte en un río de agua viva que conduce al mar. Dios no quiere que deje de amar a mis padres por amarlo a Él. Pero también Él me va a ir indicando la forma cómo quiere que los ame en mi vida. El amor humano no puede ser un obstáculo que no me deje ir a Dios. Porque todo amor sano es un amor en el que Él está. Y cuando el amor es enfermo y me enferma, me hace peor persona. Ese amor no me lleva a Dios, más bien me aleja. Ese amor me hace esclavo, me hace perderme en mis egoísmos y caminar como un ciego por la vida. Ese amor no me ensancha el alma, más bien la empobrece. El amor sano me lleva a Dios. El amor herido no sé cómo, pero oculta la luz de Dios en mi vida. Quisiera hoy que el amor a Dios reinase en todos mis amores humanos. Cuando amo en Dios a los míos ese amor es poderoso, porque logro amar con la fuerza del amor de Dios en mí. Nada hay en mí que me aleje de Dios. Nada que oculte su mirada misericordiosa. Me engaño cuando pienso que otros amores pueden ocultar a Dios. U otros gestos pueden apagar los gestos de mi amor a Dios. Decía el P. Kentenich: «Debemos querernos unos a otros también humanamente. Si sólo fuese un amor absoluto a Dios el que debiese sostenernos, sabemos que no sería sólido para afrontar la vida. El corazón debe encenderse también para querer humanamente. Entonces tendremos un órgano preparado para abrazar al Amor eterno. Y la prueba de la intimidad, la fuerza, la profundidad y la durabilidad del amor a Dios reside en un amor profundo, auténtico y sano entre hermanas y al prójimo»[7]. Ambos amores van de la mano. Cuando descuido el amor a los hombres por estar con Dios, pierde mi amor cálido a Él. Así de sencillo. Quiero amar con libertad, con hondura, con ternura, a Dios en todos aquellos a los que amo.

Hoy Jesús me invita a seguir sus pasos, a llevar su cruz, mi cruz: «Y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará». Quiere Jesús que entregue la vida, no que me la guarde. Quiere que cargue con la cruz para ser digno. ¿Digno de qué? Del nombre de cristiano. Le pertenece a Él aquel que está dispuesto a caminar bajo el peso de la cruz. ¿Qué cruz llevo sobre mis hombros y me gustaría dejar a un lado? Pienso en esa cruz de mi vida o en la situación que vivo en estos momentos en los que no puedo hacer lo que quiero, salir del confinamiento, realizar mis planes y proyectos. Esa cruz de aceptar la vida en su totalidad, lo bueno y lo malo. Elegir todo lo que ahora vivo, aunque sea algo que no deseo ni esperaba. La cruz es el camino que me salva. Es la única forma de vivir, cargando con la cruz de cada día. Y algo más. Es necesario que entregue mi vida. Pero resulta que a mí me cuesta dar la vida. Prefiero conservarla en mi poder por si luego me hace falta. Tiendo a guardar mi tiempo, mis posesiones, mis amores, mis decisiones. No quiero perder nada ni a nadie, porque no quiero quedarme solo. Jesús me invita hoy a seguirle por esos caminos difíciles que me cuestan. Caminos que exigen que entregue a cada paso mi vida, que hacen peligrar todas esas seguridades que busco con afán. Jesús es claro hoy en sus palabras. No puedo vivir escondiendo mi vida, no queriendo morir. La muerte siempre llega. Pero querer morir es un paso más. Es perderle el miedo a que muera lo que ahora parece asegurar mis pasos. Tengo muy claro que morir duele y mi alma se resiste a lo que no desea. Hoy escucho: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. Porque quien ha muerto, ha muerto al pecado de una vez para siempre; y quien vive, vive para Dios». Morir con Cristo es más grande que morir solo, sin amor, sin Él, sin dar la vida. Quiero morir al pecado, al odio, a la envidia, a los celos, al egoísmo, a las críticas, a los juicios, a las venganzas, a las iras. Morir a todo lo que no es de Dios porque no alegra mi alma. Morir a matar. Morir a no amar. Me parece un camino atrayente, pero difícil. La muerte escuece, incomoda y duele. El corazón de golpe se rebela contra esa muerte que parece contraria a la vida a la que me aferro con todas mis fuerzas. Sueño con la resurrección que me promete una vida duradera, estable y eterna. Mi corazón se alegra al pensar en ella porque me habla de una plenitud que la vida de este tiempo no me garantiza. Veo entonces que merece la pena morir para vivir más, con más alegría, con más plenitud y para siempre. Pero yo me quedo en la primera parte, en el primer paso y no deseo el dolor que me lleva a la vida, esa terrible muerte que me lleva al cielo. Me resisto a una vida plena pero futura y me acostumbro a vivir en la mediocridad de mi día a día. Ese instante que me permite retener como un náufrago la tabla que me sostiene sobre las aguas. Entiendo que Jesús tiene que abrirme los ojos para entender lo que no me parece tan lógico. Una vida en Dios aquí en la tierra labrando el camino hacia el cielo. El otro día leía: «En Cristo podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia Dios. Nos creemos que la vida es algo que se nos debe. Nos sentimos propietarios de nosotros mismos. Pensamos que la manera más acertada de vivir es organizarlo todo en función de nosotros mismos. Yo soy lo único importante. ¿Qué importan los demás?»[8]. Vivir siguiendo a Jesús es vivir para los hombres, es vivir abierto a la vida verdadera. Sólo cuando aprendo a vivir descentrado, las cosas cambian realmente a mi alrededor. El otro se convierte en alguien importante y me pongo en su lugar. Dejo de lado mis prejuicios y ataduras. Abro mi alma al que está cerca muriendo así a mis pretensiones, a mis deseos, a mis planes. Pienso en lo que el otro necesita de mí, en lo que le falta. Me gusta esa forma de mirar la vida, esa forma de pensar y de amar. Vivir muriendo es un salto a la vida. Muriendo a mi amor propio, a mis deseos egoístas, a mis pretensiones tan centradas en mí mismo. Cambio la mirada para que mi alma se ensanche.



[1] Sebastián Prieto Silva, La espera alegre en la incertidumbre: María, hija de abraham

[2] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[3] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[4] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[5] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt de Rafael Fernández

[6] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[7] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[8] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

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