Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de noviembre de 2021

Domingo 28 de noviembre de 2021 | Carlos Padilla

I Domingo Adviento

Jeremías 33:14-16; I Tesalonicenses 3:12--4:2; Lucas 21:25-28, 34-36

«Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir. Levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación»

28 noviembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Miro me corazón y siento que no quiero sobrevivir sino vivir con un sentido. Quiero alzar la mirada y aspirar a las estrellas»

Quiero inventarme más sueños. Quiero vivir con paz. Quiero sembrar los desiertos y regar la soledad. Quiero caminar despacio para no llegar tan pronto. Aspiro a las alturas que aún no distingo desde lejos. No necesito dejar nada si no pienso volver a buscarlo. Cargo en mi alma el peso de tantos pasos mal dados. Y no me fatigo en vano, siempre está clara la meta que persigo entre sombras. Deseo contagiar esperanza en un mundo tan apagado, lleno de deseos incumplidos. Y los sueños que han nacido me dan vida, es siempre un nuevo comienzo, un nuevo camino, un inicio que brota en mi alma. Aspiro a vivir con un sentido, feliz, alegre y descomplicado. A veces no me resulta y me complico. Me turbo y me confundo. Pero no quiero que el stress y las angustias me quiten la paz que habito, esa paz soñada. Tengo deseos guardados muy dentro que me dan vida y dan vida a muchos. Siempre me sorprende. Espero que suceda un día lo que hoy nadie me asegura, porque el futuro es incierto. Anhelo lo que aún no sucede, quizás nunca ocurra. Me gustan las palabras que tienen vida, y las que llenan de luz los silencios y las oscuridades. Esas palabras que desgranan historias inventadas o verdaderas. Cuentos o vidas reales. Esas historias que ponen nombre al sueño que se dibuja en mi alma. Leer y escribir parece sólo un juego, pero da vida a mi alma. Sé que las palabras crean realidad y cobran vida al ser escritas o leídas: «Cada libro, cada volumen que ves aquí, tiene un alma. El alma de la persona que lo escribió y de aquellos que lo leyeron, vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien baja sus ojos a las páginas, su espíritu crece y se fortalece»[1]. Escribo y dejo parte de mi alma en cada palabra. Leo otras historias y recobro el alma dejada por los que escribieron. Me dan vida mis historias y las que otros cuentan, pintan o esculpen. Las canciones que escucho y se cuelan dentro de mi alma. Por lo que entrego merece la pena vivir amando. Sé que puedo ser interpretado, olvidado o juzgado. No temo el juicio de los hombres. Poco importa. Al escribir dibujo retazos de mi historia, de mi presente, de mi futuro. Y algo cobra vida a mi alrededor, dentro de mí, como una fuente que llega al cielo. Una historia, una imagen, un grito, un gesto de amor cansado, una esperanza llena de colores plenos, de luces y jardines floridos. Leo y cobran vida esas palabras que parecían muertas. Como un cuadro olvidado que recogió en su retina la imagen estática de un mundo en continuo movimiento. Un solo instante grabado por un pintor. Me gustan las palabras alegres que describen el cielo en la tierra. Esas palabras que liberan y pacifican. Las que llenan el alma de ilusión y contagian optimismo. Me da vida soñar con lo que aún no poseo como una paloma que alza su vuelo indomable. Me imagino lo imposible atado entre mis dedos. Y acaricio lo que no es real salvo en mi sueño. Dibujo con palabras, mis pinceles nuevos, la vida que no vivo y la vida sí vivida. La que he soñado y la misma vida que abrazo. La vida temida y la vida amada. La olvidada un día y la que nunca olvido. El papel no le hace ascos a estas palabras mías, lo soporta todo. Recoge mis palabras mientras coloreo sueños con ellas. Dibujo amaneceres con luces nuevas, recién nacidas. Y borro desencuentros que me hacen tanto daño. No escribo una historia falsa, sino la más verdadera. Puedo dibujar un mismo paisaje, una historia, con retazos de verdad, con mis propias palabras. Pinto, canto, esculpo, dibujo, siento. Y la vida se queda plasmada en obras que el tiempo conserva para siempre. No me importa aprender de otros, siempre me aportan. Yo sólo doy lo que tengo y no me da miedo la vida que no abarco. En mis límites sueño con superarme y llegar más lejos. Espero tocar más almas heridas y rotas. Hacer más cosas por los demás, son pocas las que hago. No lo consigo porque soy débil. Y me acomodo pensando que no puedo llegar tan lejos. Dibujo halcones surcando el cielo. Pretendo llegar yo tan lejos. Abarcar más espacios, más montes y valles, más ríos y mares. Es todo tan poco y al mismo tiempo es tanto. Es de Dios la inmensidad de sus frutos, la luz de su mirada. Eso me basta.

La verdad completa de las cosas solo la ve Dios. Cada uno guarda su pedazo, como lo más verdadero. Es su mirada la que interpreta los hechos. Les pone color y sombras. Le da vida a lo que observa. Es su verdad, en ese momento en el que todo ocurrió. Sus olores, sus sentimientos. Según su parecer lo cuenta todo, según sus ojos. Así pinta el pintor su presente, o su pasado. No le importa la verdad objetiva y única. Es su historia diferente a la que otros han contado estando también presentes en el mismo momento, en el mismo lugar. Y no me importa. La vida es la suma de muchas verdades vistas con ojos inocentes o culpables. Retazos rotos de miradas quebradas. Todos como un conjunto de colores vivos o grises, alegres u opacos. Todos recogen un cuadro único y verdadero, eso pretenden. Es la suma de verdades aparentemente contradictorias y opuestas. La vida que me rodea según mis ojos, según los ojos de otros. Según mis sentimientos con los que interpreto los hechos. Los juzgo, los acepto o los condeno. Los integro en la membrana de mi alma. Yo me dedico a observar cosas desde mi lugar, desde mi butaca, desde mi mirada, queriendo acceder a la historia verdadera. ¿Cómo será la verdad de esa historia contada, suma de muchas verdades diferentes? ¿Quién tendrá la razón, quién la habrá perdido? Con mis ojos interpreto los hechos partiendo siempre de mis prejuicios y heridas. Tengo un prisma con el que lo juzgo todo y lo analizo. Y pienso que tengo desde mi oscuridad un acceso único y valioso a la verdad completa. Me equivoco al pensar así, solo tengo un acceso limitado a toda la verdad, solo comprendo una parte de esta. Parece como si unas y otras miradas dibujaran algo incoherente, o impreciso. Imposible conocer toda la verdad. No es quizás verdadero totalmente, es sólo como yo lo interpreto. Pero parece distinto a otras miradas que observan lo mismo. Importa ese sentimiento que me dice lo que es cierto. Me sentí de esa manera y eso es en sí verdadero, aunque se oponga a lo que tú sentiste, tan diferente. Cuando pretendo reconstruir una historia tengo que escuchar la verdad de cada protagonista. Me pongo en su piel, miro con sus ojos, escucho desde su alma, huelo el ambiente desde sus sentidos. Importa lo que vivió antes, lo que sintió en otras ocasiones. Es su forma de mirar los hechos fríos y objetivos. Y así comprendo que su verdad es limitada, pero me ayuda a comprender la totalidad que no abarco. Intento desde las distintas verdades llegar a una única verdad que todos comprendan. Quiero recomponer la historia a partir de lo que tengo entre mis dedos. Las distintas verdades de los que han sido parte de esa historia suman en mi pretensión por llegar a la totalidad. Las motivaciones ocultas que escondían en su corazón son parte importante del proceso. Su forma de interpretar los hechos es distinta. Cambia de unos a otros. Uno de ellos pensaba que estaba haciendo el bien, lo correcto, cuando sus formas y sus palabras eran hirientes. Otro creía saber lo que pensaba el que estaba frente a él. Pero era imposible adivinarlo. No tenía acceso a su corazón y se equivocaba. Interpretó, pensó, juzgó, sintió. Todo vale a la hora de contar esa historia, de pretender darle vida a lo que sucedió un día. Y es como si la suma de muchas verdades hiciera posible contar la historia verdadera. ¿Dónde está la verdad? Me abro a la forma de ver las cosas que tienen otros. Miro con respeto su forma de juzgarlas, de vivirlas. Es todo una mezcla de verdades en la que importa el amor con que se vive, la forma de aceptar al diferente en su manera distinta de ver los hechos. No es más verdad la mía que la tuya, pero sí sigue siendo verdad. Si tu verdad te lleva a hacerme daño entonces no es de recibo, no la quiero. No por ver las cosas a tu manera tienes derecho a herirme, a abusar de mí o a obligarme a hacer lo que no deseo. No por estar herido tengo que aceptar tus agresiones. Tu forma de ver las cosas es válida mientras no me hiera, me mate, me quite la paz, me aísle, me condene. Respeto tu punto de vista mientras lo vivas con amor y no siendo injusto. Quiero que amándome bien me des espacio junto a ti, sin lastimarme. Esa verdad absoluta que pretendo poseer será posible sólo en el corazón de Dios. Allí ya no habrá mentiras ni verdades a medias. Allí me reconoceré en lo que soy, sin tapujos ni violencias. Allí todas las miradas serán una en la mirada de Dios. Y la verdad será una en su corazón. Acepto mi vida como es sin pretender tapar nada. Todo es válido para Dios, todo es amado por Él. No escondo, no guardo. Mi forma de ver las cosas es amada por Él. Eso es lo importante. Él conoce mi mirada y sabe cuál es la verdad más honda que guardo. Y me ama en mi herida, en mi ruptura interior, en mi forma de ver las cosas. Acepto que no todos van a ver las cosas como yo. No pretendo imponer mi verdad como la única. También sé que no todo vale y no todo es relativo. Es verdadero lo que me hace ser mejor y amar con más libertad. Es verdadero lo que me lleva a querer al herido y a no juzgar a nadie. La mirada que no es injusta ni abusiva es la que es más verdadera. Todas las miradas ayudan a recomponer una historia. Pero no todo vale, no todo es justo. Hay miradas más llenas de Dios, más puras y llenas de amor. Hay miradas rotas porque brotan de una herida honda. Quiero aprender a mirar con los ojos de Dios. Eso me sanará a mí y a los que me rodean. Y sembraré amor y paz, será todo más justo. 

No me quiero sorprender cuando no estoy a la altura de lo esperado por mí o por otros. Cuando no doy la talla a la que quería llegar. Cuando no cumplo con aquello con lo que me había comprometido. Mi pecado me asusta tan a menudo. Me desconozco en mi debilidad. Quiero decir que no y acabo cediendo. Quiero negarme a caer, pero caigo. ¿Cómo puedo caer tan bajo? Comenta el P. Kentenich: «¿No les había dicho que no debo extrañarme? ¡Que semejante inmundicia se esconda en mí! Nunca supe que, interiormente, era tan sucio. Ya lo ven: es mi naturaleza. Es una naturaleza enferma, totalmente enferma. Debo ser desprendido de mí mismo. Ahora ya no me echo incienso, no digo más: ¡Cielos, qué lejos que he llegado! No, no, no. Ahora noto que soy capaz de todo»[2]. Soy capaz de lo mejor y también de lo peor. Puedo dejar que el odio venza en mí llenando de ira mis gestos y palabras. Puedo dejar que mis adicciones se adueñen de mi voluntad, veo que es todo tan frágil. Entonces me sorprendo al mirar dentro de mí. ¿Cómo puede estar Dios contento conmigo? Lo pienso a menudo, a Dios no le ofende mi pecado. Sólo le produce dolor verme infeliz o perdido, lejos de Él caminando sin rumbo. Aún así, me miro y me asusto. Con el tiempo puedo llegar a acostumbrarme. Y me dejo llevar por la corriente de las tentaciones. Pienso que ya no puedo hacer nada para cambiar, para mejorar. Creo que es tanto el daño que hago que ningún bien que intento compensará la pérdida. Me equivoco al preguntarme: ¿Qué sentido tiene la confesión? ¿Para qué me valen los golpes de pecho con ánimo contrito? Cuando veo con dolor que nada cambia en mí después de mil decisiones previas de hacer el bien y mejorar. He decidido muchas veces hacer las cosas bien. Me he propuesto levantarme por encima de mis cenizas una y otra vez, volver a nacer para nunca más volver a caer. Me he mantenido firme sobre el alambre de la vida, arriesgándolo todo, amenazado por los vientos. Pero he caído de nuevo. Cuando menos lo esperaba me he dejado llevar por la corriente. Lo peor que hay en mí ha salido a la luz. Mi envidia, mi egoísmo, mi rabia, mi rencor, mi impureza, mi dejadez, mi desidia. Todas mis tentaciones se han vuelto poderosas. ¿Cómo puedo hacer frente a ese mal que me incita a dejarme llevar? La tentación me presenta siempre verdes praderas, caminos anchos, placeres hondos, verdades a medias y una felicidad verdadera que se antoja muy lejana. Y yo quiero ser feliz aunque sólo sea por un momento, por un rato. Miro me corazón y siento que no quiero sobrevivir sino vivir con un sentido. Quiero alzar la mirada y aspirar a las estrellas. Me miro con honestidad, algo inquieto: ¿De qué me sirven mis pecados en toda esta batalla? Siento que sólo son retrocesos que me llevan al comienzo del camino. Me decido a ser mejor. Añade el P. Kentenich: «La santidad no consiste en que no cometa ningún pecado. La santidad consiste en que logre llevar bien el «estiércol» a mi campo. Ante Dios invoco la misericordia del Padre y mi miseria personal. ¡Pero tienen que entender cuán verdadero es esto! Ninguno de nosotros puede entenderlo porque ninguno de nosotros ha sido un verdadero niño»[3]. Hay que ser niño para entender que mi debilidad y mi pecado, no me hacen peor persona, simplemente me ensucian por dentro y me vuelven mendigo de amor por las calles. Y me muestran que lo único que me salva en esta vida es la misericordia de Dios, no mis méritos. Porque mi miseria es manifiesta. Por eso no me escandalizo cuando peco. Tomo mi pecado en mis manos, mi suciedad, mi miseria y se la entrego a Dios como ofrenda. ¿Qué hará Él con ella? Yo tengo claro lo que haría. La escondería, la apartaría de mí, la alejaría de mi presencia para parecer perfecto a los ojos de Dios y del mundo. No me gusta verme débil. Prefiero la perfección que no poseo. Hacerlo todo bien es la meta imposible de mis sueños. No pecar nunca para no tener que reconocer con humildad que no puedo con mi fragilidad. Estoy roto y no lo acepto. La mirada de Jesús es la que me salva y levanta. Es su voz la que me recuerda que no tengo que temer nada. No son mis méritos los que me salvan. Y la felicidad no me la da hacerlo todo bien, sino amar aunque me hiera cuando amo, aunque sufra y no todo salga bien al amar y dar la vida, aunque lo pierda todo en ese momento en el que creo que me estoy entregando por entero. Dios conoce mi fragilidad y no se asusta, me ama. No le sorprenden mis debilidades, las acepta. No se escandaliza al ver lo lejos que puedo llegar y lo bajo que puedo caer. Y me dice que me quiere estando sucio, sin méritos y sin logros. Desde lo hondo de la cueva en la que me escondo para que Dios no me vea, Él me llama. Y me rescata para sacarme de mis miedos. No quiere que viva con vergüenza ni temor. Quiere que confíe en Él y desea que crea que mi pecado le pueda servir a Él como abono del campo de mi alma, como semilla para que surja una planta nueva y preciosa. Así es Dios, logra hacer milagros dentro de mí.

El adviento comienza con esperanza y alegría. Vienen días de paz, de vida, de gozo: «Mirad que días vienen en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará: - Yahveh, justicia nuestra». ¿Qué desea el corazón humano? Tener paz, seguridad, justicia. Algo brotará que traerá una nueva vida. Quiero cambiar el sistema, el mundo que me rodea. Quiero acabar con las injusticias y con toda la inseguridad que me rodea. Quiero vivir en la paz que se me promete. El primer domingo de Adviento, al encender la primera vela, comienza un tiempo de esperanza. Ya no dudo del amor de Dios que viene a mi vida. Jesús me habla con esperanza de lo que viene por delante de mí: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación». Se acerca mi liberación. Viene un tiempo de esperanza. El corazón se alegra y siento que puedo confiar. Jesús viene a mi vida a cambiar mi corazón. Y yo dudo. Tantas veces dudo de lo que no controlo, de lo que no está bajo mi autoridad, bajo mi poder. Dudo de lo que depende de otras personas. Dudo de lo que depende totalmente de Dios. Me gustaría tener el control de todo y no pensar que al ver signos nuevos se acerca mi liberación. Quisiera ser capaz de liberarme yo mismo y no temer. Pero tengo miedo. Veo señales de dolor, señales de amenazas. Mi vida está en peligro y el Señor me pide que confíe porque está cerca mi liberación. Pero si yo creo saber lo que me conviene y creo que si me aferro a mi vida como es voy a ser feliz. ¿Qué me puede prometer Dios que yo no pueda poseer por mi propia fuerza? El me da la liberación. Pero yo siento que no soy esclavo de nada. Me equivoco. Un niño nacerá para hacerme ver que no tengo que vivir con miedo. Él es poderoso mientras que yo vivo en la indigencia y perdido. No sé hacia dónde caminar. Y Jesús viene a mi tierra para enseñarme el camino y la forma de vivir. Viene a mí para que confíe en medio de tantos miedos. Eso es el adviento. Una espera prolongada, eterna, constante. Si no esperara nada no me movería de mi desánimo. Me quedaría tirado sin esperar nada nuevo. Cuando la vida no me trata como deseo o simplemente los sueños no se hacen realidad. Había esperado tanto. Había tejido paisajes que no veo, amores que se han ido, realidades que no son reales. Había pintado amaneceres que no rompen en mi noche. Y había pintado estrellas ahora ocultas por las nubes. Había confiado en amores de papel que los rompió el viento. Era más fuerte que los deseos de eternidad. Y me dejé llevar por el desánimo de los que han caído derrotados muchas veces y creen tener respuestas, negativas todas, para todo. Y entonces no escucho otras voces que me den ánimos. O el cansancio es muy fuerte, o el hambre, o el sueño. Y entonces lo dejo pasar porque no puedo hacer nada. Y aunque me prometan el cielo al final de la noche ya no me lo creo. Es imposible que alguna luz pueda romper la oscuridad que me cerca. Quiero alcanzar algo que no me pertenece. Como un niño que desea la fruta prohibida o el pastel que nadie le ha ofrecido. Y vivo sin derechos en un mundo de derechos injustos. Y quisiera que la esperanza brotara con fuerza dentro de mi alma. ¿Qué me hace falta para ser feliz, para vivir con paz, para tener ilusiones? ¿Qué logrará que mis adicciones no quieran quitarme el control de mi vida? Un propósito, un sueño, un sentido por el que vivir. Comentaba Viktor Frankl el drama de algunos prisioneros en el campo de concentración: «Considerar nuestra «existencia provisional» como algo irreal constituía un factor primordial para que la vida se les fuese entre las manos a los prisioneros, porque todo se revestía como carente de sentido. Tales personas olvidaban que, en multitud de ocasiones, son las circunstancias excepcionalmente adversas o difíciles las que otorgan al hombre la oportunidad de crecer espiritualmente más allá de sí mismo»[4]. Ante lo adverso de lo que vivo puedo perder de vista la perspectiva más amplia. En lugar de ver una oportunidad para volver a empezar, puedo perder la esperanza en un mar de negras olas. Así no quiero vivir yo nunca. No quiero que el desánimo sea en mí más fuerte que la luz. Las sombras más fuertes que el amanecer que quiere romper dentro de mi alma. Tengo un sentido claro.

Elegir bien el camino que he de seguir no es tan sencillo. Tiendo a equivocarme con facilidad. Le tengo que repetir a Dios lo que he rezado en el salmo para que me escuche y me muestre ese camino que es el suyo: «Muéstrame tus caminos, Señor, enséñame tus sendas. Guíame en tu verdad, enséñame, que tú eres el Dios de mi salvación. En ti estoy esperando todo el día, Bueno y recto es el Señor; por eso muestra a los pecadores el camino; conduce en la justicia a los humildes, y a los pobres enseña su sendero. Todas las sendas de Dios son amor y verdad para quien guarda su alianza y sus dictámenes». Quiero que sus caminos sean mis caminos aunque no los entienda. Hay muchos caminos en mi vida. Posibles decisiones, opciones, preferencias, elecciones. Puedo optar en muchos momentos y seguir por un lado o por otro. Me fío de mis intuiciones, escucho en mi corazón, en la voz de aquellos a los que amo. En sus voluntades, en sus pasiones y deseos. No siempre sé elegir lo que me conviene. No siempre resulta bien el camino emprendido. Puede que tenga que regresar a la encrucijada para tomar otro. O puede que luego enderece el camino hacia el lugar que me hará más feliz. Cuando las cosas van bien veo a Dios conmigo. Pero me cuesta ver su mano en medio del dolor y la pérdida. No sé cómo yace oculto en medio de mis sombras. Necesito cambiar la mirada para ser capaz de seguir adelante agradeciendo. Porque la gratitud es el distintivo del cristiano. Y la queja es lo propio del que no está en paz con su vida, ni con Dios. Yo quiero esa paz en medio de mi camino, que deja de lado otros caminos posibles. En ese camino que piso me encuentro con el Dios que me acompaña, va conmigo. Sé que es fácil agradecer cuando me resulta todo bien, cuando me funciona la vida y soy feliz. Cuando mis decisiones parecen acertadas. Es fácil mirar a Dios y agradecer por la belleza de las montañas que contemplo, la maravilla del sol sobre las flores, la inmensidad del mar ante mis ojos. Es fácil dar gracias por la vida que nace en un niño inocente, por la batalla ganada al cáncer después de muchas luchas, por los sueños que se hacen realidad y me alegran por dentro. Es fácil agradecer por la canción que mueve mis entrañas, por esa melodía que resuena muy cálida, o por el testimonio escuchado que me habla del amor de Dios en la vida de los hombres. Siempre esos caminos alegres y fáciles, sencillos y llenos de bondad llenan el alma. Y entonces doy gracias sin pensarlo mucho. Dios es bueno, Dios me ama. Lo hago convencido del amor de Dios en mi vida, nada me turba porque todo resulta según mis deseos y planes. Pero luego, cuando las cosas no son como yo deseo, ¿cómo puedo darle las gracias a ese Dios que permite el mal en mi vida y no me salva en mi indigencia? El mal siempre me turba. Las injusticias me duelen. La pérdida me rompe. La muerte me rebela por dentro. ¿Cómo puedo ser agradecido en el abandono, en la humillación, en el llanto, en el dolor? Me cuesta tanto alzar la mirada en esos momentos y pensar que Dios me sostiene cuando la incertidumbre es muy fuerte y se cierne sobre mí. En esos momentos de angustia no sé que hacer y no me sale un canto de gratitud de mi garganta, lo tapa todo el llanto. Me quedo mudo, sin palabras, lleno de amargura y resentimiento. Dicen que sentir gratitud es saludable. Me aleja de los malos pensamientos. Me sana por dentro. me llena de luz y de alegría. Me permite caminar con gozo en el alma. La gratitud es un sentimiento noble que brota en mi interior al saberme amado sin merecerlo. ¿Soy menos amado cuando las cosas no resultan como deseaba? En esos momentos de turbación siento que el agradecimiento es una decisión de la voluntad. No se ha perdido el amor. Pero la realidad y lo que yo deseaba no coinciden. En ese instante no brota la gratitud de forma espontánea. Me quedo en silencio. Y elijo agradecer. Y así brota suavemente un canto de alabanza desde lo más hondo de mi ser. Le doy gracias a Dios porque me ha creado, porque me ha amado aunque ahora las cosas no marchen bien. Y entonces la petición de hoy cobra más fuerza: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre». Quiero estar en vela, estar despierto y atento para poder agradecer. Que el sueño y el cansancio no emboten mis sentidos. Que la pena no me quite la ilusión por vivir mi vida con intensidad. Que no viva quejándome amargado porque las cosas no son como yo había soñado antes, cuando comencé el camino. Estar en vela es la actitud del adviento. Dejo de lado el sueño, la noche, las dudas. Dejo de lado todo lo que me quita la esperanza. Estoy en vela, despierto, atento a lo que ocurre a mi alrededor. Nada podrá quitarme la ilusión por vivir. Nada podrá acabar con mis ganas de esperar a Dios. Sigo mi camino buscando sus huellas. Vivo la vida anhelando su presencia. Es lo que tiene ser buscador, peregrino, caminante. Lo busco a Él oculto en mis pasos, en mi vida, en mis palabras y silencios. ¿Dónde me está hablando Dios ahora que lo busco? ¿Dónde se encuentra Él amándome a cada paso que doy?

Para poder buscar a Dios necesito dejar de lado lo que me perturba. Así me lo dice hoy Jesús: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo». Quiero que no pese mi corazón, que no esté cargado de cosas innecesarias. Vendrá Dios a mí como un lazo y me atrapará. No quiero dejarme llevar por el libertinaje, por las preocupaciones de cada día, por la embriaguez que embota mis sentidos. Quiero que se hagan vida en mí las palabras del apóstol: «En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús a que viváis como conviene que viváis para agradar a Dios, según aprendisteis de nosotros, y a que progreséis más». Progresar, mejorar, cambiar. ¿Soy mejor persona hoy que hace algunos años? Es la pregunta que brota en mi corazón. Cada adviento surge la misma pregunta. ¿Soy la mejor versión de mí mismo? ¿Soy ese niño que espera maravillado el nacimiento del Señor o siento que mis sentidos están embotados? A veces estoy en vela, pero no estoy atento. No puedo dormirme, una preocupación me perturba, vivo agobiado pensando en todo lo que puede suceder mañana. Me fijo en la mancha sobre el mantel blanco, en el error entre muchos aciertos. Y la angustia me turba. El otro día una persona argentina se inventó un verbo: «presentear». Me gustó. Hay personas ingeniosas capaces de inventarse palabras nuevas que hablan con precisión de la realidad. Presentear es vivir en presente. Es hacer del presente mi vida. Supone detenerme en ese instante sagrado que vivo, en el lugar que habito, con las personas con las que estoy de camino. Estar en vela tiene que ver con ese don. Contemplo lo que me rodea y agradezco. Miro mi vida, mi cuerpo, mis sueños. Miro lo que tengo y lo que aún no poseo, pero eso no me inquieta. Cuando presenteo miro mi vida en vela, despierto y atento. Nada me inquieta en ese presente que paladeo. Cada segundo, cada momento que va pasando ante mis ojos. No me turbo, no me inquieto. Estoy en vela, tratando de retener en mi alma todo lo que puedo contemplar, oler, sentir, oír, medir. La vida no se me escapa en ese instante sagrado. Me gusta la eucaristía en la que la muerte y la vida de Jesús vuelven a ser presente. Me gusta ese momento de adoración en el que Jesús y yo estamos solos, en un momento sagrado de intimidad. Me gustan esas conversaciones en las que nada se interpone, ni siquiera la pantalla que me puede separar de ti. Allí los dos solos en presente aquí y ahora viviendo la vida. Me gusta el te quiero dicho en presente, aquí y ahora. Presenteo mi momento, lo que vivo. En presente puedo escuchar mi vida, sentir mis pasos de ahora y agradecer por mi pasado. Puedo descansar en el Dios de mi historia. Y ahí se me revela el sentido de mi propia vida. En esa vela audaz, paciente y confiada se me revela el rostro de Dios que va conmigo, me abraza, me ama y en presente escucho su voz: «La lectura de la propia vida, realizada con un sentido espiritual, se revela como uno de los gestos más sagrados e importantes que pueden llevarse a cabo, un gesto que, lamentablemente, suele descuidarse o realizarse demasiado tarde, concretamente poco antes de morir»[5]. El adviento es un tiempo de espera, de velar y esperar a que Dios se me revele en esa búsqueda paciente, detenida en este tiempo que vivo, que desgrano. Presentear tiene que ver con velar. Con estar atento a la vida que me muestra el sentido último de mi existencia. Estoy aquí para dar esperanza, para señalar el camino con mi vida, con mis gestos, con mi amor. Aquí y ahora. En este camino que recorro y en estas horas que se me deshacen suavemente entre mis manos. Así quiero vivir cada día. Sin dejar pasar la oportunidad de amar a los que están conmigo ahora. Al que recorre mis mismos pasos. Al que Dios me ha regalado para mirar la vida. Así, sin interferencias, sin nadie que moleste mis pasos, quiero vivir en presente este Adviento. Caminando hasta Belén y buscando a Dios que se hace carne para recorrer mi vida.


 

 



[1] Carlos Ruiz Zafón, la sombra del viento

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[4] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido

[5] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000