Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de diciembre de 2019

Domingo 29 de diciembre de 2019 | Carlos Padilla

Navidad y Sagrada Familia

Isaías 9, 1-3. 5-6; Tito 2, 11-14; Lucas 2, 1-14; Eclesiástico 3:2-7, 12-14; Colosenses 3:12-21; Mateo 2:13-15, 19-23

 

«Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: - Encontraréis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre»

25 y 29 diciembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Es Navidad dentro de mi alma. Brota su luz en mi sonrisa llena de paz. En la soledad que es compañía con la que abrazo sus pequeños brazos. Nace sin darme cuenta. Mi corazón se calma»

Me gusta recorrer el camino eterno que existe entre el sueño y la realidad. Entre la puesta de sol y el amanecer. Entre la muerte y la vida. Entre la tristeza más honda y la alegría más permanente. El camino largo o corto que existe entre el ayer y el mañana. Entre el no y el sí como respuesta. Entre la desesperación y la esperanza. Entre el odio y el amor eterno. Esa distancia la recorren mis pasos hasta llegar al pie de un pesebre. De rodillas permanezco en silencio. No quiero dejar sin tocar los anhelos que llevo en el alma. Se los entrego a Dios hecho niño pobre en mi portal. De rodillas caigo derrotado, vencido, confiado. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Dónde están esos sueños que nunca nacieron a la luz? ¿Dónde quedaron mis miedos y mis más íntimos anhelos? ¿Dónde la angustia y la paz? Deseo una vida más plena, un camino lleno de estrellas, una vida más humana en la que reine Dios y venzan los sueños. Deseo una noche llena de estrellas, de esperanza y un día que no acabe al llegar la puesta de sol. Deseo abrazar los silencios con el alma en vilo, suspirando por días mejores. Quiero vivir sujeto a la esperanza que Dios ha sembrado en mi alma, ha tejido en la piel frágil de mi cuerpo. Añoro levantar el mar entre mis manos, en el hueco de mi alma, como si fuera posible contener toda su inmensidad. Sueño con recorrer caminos infinitos que lleven a Dios como único puerto verdadero. Dejando de lado tantas quimeras que quisieron confundirme en el camino. Deseo acoger en mi alma el sí que hoy pronuncio de nuevo con voz queda, sujeto a la tierra, apegado a los hombres y anclado en el cielo. Quiero comprender que no es fácil la cruz, ni el dolor, ni la muerte. He sentido cuánto duelen en mi piel la agonía ante el dolor, la herida en la carne, el fracaso, la derrota. Y no entiendo que las cosas no sean como sueña mi alma, no entiendo que el sol no pueda reinar sin morir nunca. Acaricio un presente distinto al futuro soñado. Lo abrazo doblegado como un náufrago sobre una tabla endeble, en medio de mi mar. Lo beso. Y acepto el pasado que pesa en el alma, como un lastre. Ya no puedo cambiarlo. Y me detengo cansado a la puerta del portal. Hace frío en el alma. Fuera y dentro de mí. Deseo el calor del abrazo de María, de José, del Niño. Un abrazo en familia. Un abrazo en mi establo. Con la lumbre de siempre. Los animales. Los ángeles. Hasta los pastores. Pero me veo tan vacío de todo en esta noche de invierno. Tan desprovisto de méritos y logros. Tan indigno. ¿Cómo voy a calentar yo al niño cuando estoy muerto de frío? ¿Cómo voy a darle poder en su indefensión cuando yo mismo me siento impotente en medio de este mundo en guerra? ¿Cómo voy a alegrarle con tantas tristezas y preocupaciones que turban mi ánimo? ¿Cómo voy a ahuyentar sus miedos ante el futuro incierto, cuando comparto sus mismos miedos y me angustia el mañana? Me arrodillo cansado, desprovisto de todo, esperando que Él llene mis alforjas vacías, estando Él también vacío. ¿Cómo va a hacerlo si es sólo un niño? No sé cómo, pero confío en su poder que no veo. Escucho en mi corazón: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Hoy nos ha nacido el Salvador». Con esa esperanza basta para calentar el alma que se ha enfriado. Basta para albergar una esperanza nueva en medio de mi desolación. Basta para soñar sin desfallecer, luchando con todas mis fuerzas. No dejo de esperar contra toda esperanza. Un niño llenará mi alma de alegría. Lo sé. Esta misma noche. Antes de que amanezca. No sé bien cómo lo hará, pero me alegro con paz al pensar en ese momento soñado. Lo imposible puede ser posible. ¿Cuáles son mis sueños? ¿Cuáles los milagros que susurra mi lengua al oído de Dios? Tengo escrita en mi piel una promesa. No la olvido. Un niño me ha nacido. Dios conmigo. Sujetándome en el hueco de su mano. Me ha nacido para que no viva solo nunca más. Es tan fácil creer que estoy solo. Tan vulnerable mi ánimo a la desesperación. Tan tentador dejar de luchar. Sé que el Niño crece en mi pecho y toma forma. Se hace gigante en mi alma. Me da una fuerza que antes desconocía. Veo que es Navidad dentro de mi llanto. Y brota su luz en mi sonrisa ancha llena de paz. En la soledad que es compañía con la que abrazo sus pequeños brazos. Y siento que ha nacido casi sin darme cuenta. El corazón se calma. Y los vientos. Y mi barca navega en su mar. Tan pequeño, tan infinito. Ese Dios que es paz y silencio. Canto y calor de una familia. Ya no temo. ¿Qué podría hacerme el hombre? Nada que perder. Todo lo he entregado. Sonrío. Y se calma el viento. Ya no hace frío.

Navidad es una luz en la oscuridad: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció». Una luz que vence las tinieblas. Una luz que impera en mi vida. Los pastores vieron la luz que acompañaba a los ángeles: «Un ángel del Señor se les apareció y la gloria de Dios los envolvió con su luz y se llenaron de temor». En medio de la oscuridad del monte brilló una luz. Como el sol que surge poderoso en medio de las tinieblas. Jesús viene a despejar la oscuridad de mi vida. Viene a sembrar una luz que nunca muere. Me gusta esa imagen. Viene a acabar con mis sombras. Y de esa forma me da una luz que se mantiene encendida como una hoguera en mi propia alma. De tal manera que entonces yo me vuelvo luz para otros. Reflejo la luz de Dios. Hay personas que tienen luz. Y esa luz viene de dentro. Un testigo de la canonización de Santa Clara dice que a ella San Francisco «le parecía oro de tal forma claro y luminoso que ella se veía también toda clara y luminosa como en un espejo». Me gusta esta imagen. Hay personas que dan luz. Y en contacto con ellas, en su cercanía, mi vida se llena de luz. Se vuelve clara y luminosa como reflejándose en un espejo. Así es el amor que asemeja. Las personas que llevan la oscuridad dentro también la espejan. Quisiera saber si yo tengo luz, si doy luz, si mis pasos son luminosos o están llenos de sombras. La luz tiene que ver con la verdad, con la autenticidad, con la sencillez de vida, con la capacidad para ver la propia pobreza y reconocer las heridas sufridas y causadas. La luz ilumina mis sombras. Me encuentro con personas incapaces de ver sus propios problemas, defectos y pecados. Tal vez tienen muchas sombras en su alma. Quizás las heridas sufridas hacen que siempre los culpables sean los demás, nunca ellos. Me impresiona. Esa poca autocrítica vuelve sus pasos oscuros. No logran ver sus incoherencias y contradicciones. No iluminan el camino de los que caminan a su lado. Viven en las sombras sin encontrar la luz. Tal vez en ellas tendría que nacer Jesús para darles luz. Tal vez necesitan personas llenas de luz a su lado para reflejar su misma luz como un espejo. No lo sé. Las mentiras me hablan de la noche. Y la luz del día llena de paz el alma. La noche está llena de temores, alberga horrores. Y mi imaginación cree ver en las sombras esos monstruos que teme el corazón. La noche de mis mentiras, de mis miedos, de mis pobrezas. Soy incapaz de dejar que entre la luz en mi propio pecado. Allí me encuentro seguro. Sin la luz que ilumine mis miedos más oscuros. No lo sé. Navidad tiene que ver con esa estrella, con ese coro de ángeles que todo lo ilumina. Tiene que ver con un niño lleno de luz que acaba con las sombras del miedo. Tiene que ver con la sencillez de una vida que asume mi carne llena de tinieblas para vencer y dar vida. La luz del amor de Dios siembra claridades. Hoy escucho: «La gracia de Dios se ha manifestado para salvar a todos los hombres y nos ha enseñado a renunciar a la irreligiosidad y a los deseos mundanos, para que vivamos, ya desde ahora, de una manera sobria, justa y fiel a Dios. Él se entregó por nosotros para redimirnos de todo pecado y purificarnos, a fin de convertirnos en pueblo suyo, fervorosamente entregado a practicar el bien». Ha nacido para que cambie de vida. Para que reine en mí su verdad, su luz. Para que me conduzca como hombre de esperanza. Su nacimiento no me deja indiferente. Necesito fuerza para apartarme del mal y hacer el bien. Su venida quiere cambiar mis prioridades, mis puntos de vista. Su presencia lo cambia todo porque Dios ha elevado la naturaleza humana. Le ha dado un valor infinito a mis límites. Y ha reconocido la belleza de mi carne. Ha tomado mi vida en sus manos para hacerme ver cuánto le importo y cuánto vale todo lo que sueño y hago. Mis actos no son indiferentes. A Dios le importa todo lo que amo, todo lo que elijo, todo lo que sueño. Ha sembrado una semilla de esperanza en mi naturaleza para que no me deje llevar por las tentaciones. Ha fortalecido mi voluntad débil para que no me deje llevar por la corriente. Nace para hacerme más fuerte. Nace para que sea más de Dios. Nace para iluminar mis sombras. Nace para llenarme de esperanza en medio de mis miedos. Nace para que me ate a su luz y huya de mis torpezas. Esas que me vuelven cobarde. Quiero amar a Jesús niño, lo adoro con corazón humilde. No tengo nada que entregarle. Sólo mis noches y mis miedos. Mis debilidades y cobardías. Es lo que necesita para hacerse fuerte en mí. Sólo quiere hacer posada en mi corazón. Quiere ser Dios conmigo. Caminar a mi lado y recordarme que me ha elegido a mí para habitar en mi tienda. Ha optado por mí para que viva cada día en la luz de Dios, iluminando así con su amor todos mis actos. Y que en todo lo que hago brille su claridad. Navidad es vivir en Él cada día. Y no olvidar nunca cuánto me ha amado.

No lo puedo remediar. Siempre que vuelvo a leer el Evangelio del nacimiento del Niño Dios me conmuevo: «Llegó a María el tiempo de dar a luz y tuvo a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no hubo lugar para ellos en la posada. En aquella región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, vigilando por turno sus rebaños. El ángel les dijo: - No temáis. Os traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: - Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal: - Encontraréis al niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre. De pronto se le unió al ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: - ¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!». Unos ángeles que anuncian y entonan el Gloria llenos de alegría. Suenan las campanas. Dios ha nacido hecho niño. Unos pastores dejan el rebaño para ir a ver el milagro. Tan sencillo como un niño envuelto en pañales. ¿Qué puede tener de especial? Un Dios impotente, indefenso. ¡Qué fácil acabar con él! Un hombre y una mujer. Sus padres parecen pobres. No tienen dónde dar a luz al hijo que va a nacer. Un establo, una gruta, unos animales. La paz de una noche poblada de gente que había llegado a Belén por el censo. El silencio de una familia reunida en torno a un bebé. Un niño nace para llenarlo todo de luz. Y los pastores adoran el misterio sin comprender demasiado. Me conmueve la escena que año tras año dibujo en medio de mi vida. Coloco el portal, a la sagrada familia, al niño justo cuando nace. Y los pastores con sus ovejas. Y los animales que le dan calor. El buey, la mula. Y la sorpresa de una noche que es santa. No es una noche más. Es la noche más esperada. El mundo comienza a cambiar sin que yo lo vea. Sin que se note. Por dentro, debajo de la piel, de la tierra. La paz viene a apaciguar las guerras, a calmar los miedos, a saciar la sed de plenitud que tiene el hombre. ¿Por qué tuvo Jesús que renunciar a todo su poder? ¿No hubiera sido más eficaz guardando ciertos poderes? No lo sé. Me conmueve. Dice que viene a salvarme mientras nace indefenso. Y sus padres huyen. Y yo no comprendo de qué me está salvando en su impotencia. ¿Tengo más paz ahora que antes? ¿Tengo más bienestar, más felicidad, más poder, más honor? No, nada de eso sucede en esta noche de invierno. Sólo la paz de ese niño que sonríe. Y no espera nada de mí. Sólo que me postre sin ver. Que crea sin tocar. Que espere sin poseer. Parece imposible un acto de fe tan grande. No todo tiene que ocurrir a la vista del mundo. Las cosas importantes suceden ante pocos testigos. Apenas unos pastores, unos animales. Y un pueblo lleno de gente ajeno a lo que sucede. Belén, ciudad amurallada hoy. Ciudad sin paz. Allí vino a hacerse carne Dios para confundir al hombre. «Regocíjese todo ante el Señor, porque ya viene a gobernar el orbe. Justicia y rectitud serán las normas con las que rija a todas las naciones. Hoy nos ha nacido el Salvador». Para que no piense que la salvación llegará con el poder, con la influencia, con el abuso. No. La salvación no se impone. Sucede todo de forma tan oculta. En el silencio de la noche. En la carne de un niño, de un hombre. Uno más entre los hombres. Un hacedor de milagros. Anunciador de la buena nueva. Una esperanza que surge en los corazones rotos. En los que no tienen nada en lo que confiar. Entonces Belén hace todo posible. Cuando caen mis seguros humanos. Cuando me siento roto y desvalido. Cuando estoy indefenso como ese niño en la gruta. Es entonces cuando no puedo hacer nada para salvarme yo mismo. Aunque lo desee. Sin depender de nadie. Me conmueve mirar a Jesús hecho carne, indefenso. Me recuerda a S. Francisco: «Mientras Francisco ora en la semipenumbra de San Damián al Altísimo y glorioso Señor, su mirada se detiene en una imagen poco común: un Crucifijo, que no presenta a Cristo como Pantocrator en toda su majestuosidad imperial sobre un trono dorado, sino desnudo en la cruz. El Altísimo, al que ora desde hace un año, se presenta aquí sin adornos y despreciado en su pobreza humana»[1]. La pobreza y desnudez de la gruta se unen a la pobreza y desnudez del calvario. Un Cristo humano, no vencedor y todopoderoso. En Belén se hace más visible que nunca la impotencia de mi rey. La intrascendencia de su presencia. Ante ella me postro por fe, no porque no pueda hacer otra cosa. Entonces entiendo que la adoración es un don de Dios. Me postro por fe. Me postro porque creo que en lo oculto Dios ya está cambiando el mundo, al hombre. Me conmueve. No necesito grandes milagros, ni grandes signos en el cielo. Me basta, como a los pastores, hallar un niño envuelto en pañales. No necesito que el poder político sea cristiano, ni que las leyes lo sean. Su reino no es de este mundo. Es el amor humilde, pobre, desvalido, el que de forma extraña lo cambia todo. Es su impotencia la que desarma al poderoso. Es su pequeñez la que salva mi impotencia. Me postro convencido del milagro. Dios asume mi debilidad para decirme que no debo tener miedo en mi impotencia. Que no tengo que asustarme cuando no pueda. Que mi Fiat es el que cambia el mundo, no tanto lo que hago. Tengo que dejarme hacer, no hacer. Tengo que escuchar, no hablar. Tengo que dejarme llevar, no conducir yo. Es un acto pasivo el que sucede en Belén. Mi carne es asumida por Dios. Para recordarme que estoy llamado a vivir en Dios.

No es fácil muchas veces la vida en familia. Miro a la Sagrada Familia y me siento tan lejos. El amor de María como madre. El amor de José como padre. El amor de esposos. El amor de Jesús como hijo. José tomó a María y al niño y se los llevó a Egipto. Y después a Nazaret de regreso: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño. El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel». José escucha al ángel en sus sueños. Sabe lo que Dios le pide y se pone en camino. La Sagrada Familia se me presenta como un ideal a seguir. José enamorado de María, enamorado de Dios. José que es dócil a los deseos de Dios. José tan humano, tan de Dios. Buen padre y esposo. Sano hijo de Dios. Dócil, niño. Miro a María. Enamorada esposa de José. Tan de Dios, tan de los hombres. Tan madre, tan humana. Tan hija llena del Espíritu, tan vacía de vanidades y orgullos. Los miro como peregrinos llegando a Belén. Como familia peregrina yendo como emigrantes a Egipto. Los veo regresar a su hogar en Nazaret cuando todo ya está más tranquilo. No fue fácil su camino. No vivieron una vida acomodada y burguesa. Fueron siempre peregrinos. Siempre en camino. Siempre desinstalados y arraigados en un solo lugar, el corazón de su Padre Dios que guiaba sus pasos. Me gusta la confianza de José y María. No se turban. No pierden la paz. Decía el Papa Francisco: «De esta manera madura en nosotros una sintonía profunda, casi innata con el Espíritu y comprobamos qué verdaderas son las palabras de Jesús citadas en el Evangelio de Mateo: - No se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes. Es el Espíritu que nos aconseja». El Espíritu Santo los condujo por la vida de un lado para otro. Hasta que echaron raíces en Nazaret. Cuidando la vida del hijo de Dios. Misión tan inmensa. Débiles hombros los suyos. Me conmueven su confianza y su fe. Se ponen en camino. Me cuesta a mí ponerme en camino y ser peregrino. Estoy tranquilo, en paz, en mis cosas. Y me cuesta tanto dejar lo que me ata, lo que me da seguridad. Una familia desinstalada. Hace tiempo el Papa Francisco dijo también: «Prefiero una Iglesia accidentada por salir, que enferma por encerrarse». El Espíritu Santo me saca de mi encierro. No me deja estar tranquilo. Me pide que me ponga en camino. Que deje atrás las cadenas y ataduras. Que no tema cambiar mis rutinas. Que no me dé miedo perder las raíces. Porque el amor verdadero dura para siempre. El tiempo no le afecta. Ni los cambios. Ni los colores diferentes. Lo que es de verdad permanece intacto, inmaculado, virgen. Lo que no es de verdad muere rápidamente con el paso del tiempo. Los cambios traen vida nueva al alma. Me cuestiono si me gusta más vivir instalado o en continua peregrinación. Me pregunto si me gusta más lo de siempre o estoy abierto a lo nuevo. José sabía escuchar el querer de Dios en los ángeles. Yo estoy llamado a escuchar su querer en mi corazón, en las personas que acompaño, en la vida que se me regala. Dios me habla de forma silenciosa para que no me quede donde estoy. Siempre puedo crecer y si no avanzo, retrocedo. Lo tengo claro. Viene el Niño Dios para que me ponga en camino. Quiere que coja a María y al Niño y los ponga en mi vida. Quiere que yo sea como esa sagrada familia de Nazaret que siempre está buscando la voluntad de Dios. Una Iglesia accidentada mucho antes que aburguesada. Hay tanto bien que puedo hacer. No quiero perder el tiempo preocupado sólo de mí. De lo que a mí me hace falta. No quiero vivir encerrado en mis gustos y aficiones. Levanto los ojos. ¿Dónde me habla Dios? Hay peligro siempre por todas partes. Y hay también la posibilidad de no hacer nada por cambiar este mundo. Está en mis manos la oportunidad de hacer un bien. Puedo cambiar, puedo hacer que otros cambien. Puedo sembrar semillas de esperanza. Puedo hacer que la vida florezca en medio del desierto. Puedo hacerlo. Si me dejo hacer. El Fiat de María resuena de nuevo en mi corazón. La actitud dispuesta a actuar de José se me queda grabada en el alma. José puede llevar a los suyos. Puede conducirlos. Puede hacer que crezcan. Puede crear ese lugar de paz en el que Jesús nazca. Puede hacerlo José. Puedo hacerlo yo si me dejo inspirar por el Espíritu Santo. Me gusta la actitud de Albert Espinosa, quien sufrió un cáncer muy duro durante muchos años de su infancia y juventud: «Cuando crees conocer toda la respuesta, el universo llega y te cambia las preguntas». A veces creo saberlo todo y llega Dios y me cambia las preguntas. Surgen preguntas nuevas, miedos nuevos. Los desafíos aumentan, son diferentes. O soy yo diferente y estoy ahora preparado para subir montañas que antes parecían imposibles. No me conformo con lo que tengo. Llega el Niño Dios a mi vida y me desinstala. Me gusta. Su presencia, su fuerza me cambian por dentro. Yo me dejo cambiar. Sigo sus pasos.

No es fácil tener una familia perfecta. Sé que no existe le perfección cuando hablo de relaciones humanas, de vínculos. Siempre se puede hacer más. Siempre puedo dar más, sonreír más, amar más perdonar más. Siempre puedo crecer más. En realidad, hay algo clave en estas fechas navideñas. Es necesario que cambie mi corazón. Hoy escucho en labios del apóstol: «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros». En Navidad me reencuentro con muchos seres queridos y otros no tan amados. Comparto la cena navideña con hermanos, primos, tíos, padres, sobrinos. Todo se reviste de esperanza en medio de muchos vínculos que están sanos, y otros vínculos que están rotos. Nada es perfecto. Ni siquiera en Navidad. Tengo el deseo de que lo sea, pero no lo es. Hay heridas, rencores no olvidados, palabras que no desaparecen del recuerdo. Hay escenas que guardo. Han quedado grabadas a fuego en el alma. ¿Cómo se pueden olvidar las ofensas recibidas? Interpreto, juzgo, tengo mi punto de vista. ¿Cuántos puntos de vista posibles existen? Tantos como corazones. El rencor me aleja, construye muros insuperables. Me aleja a distancias infinitas. No quiero volver a ver al que fue alguien amado, a aquel con el que comparto una misma sangre. Ser de la misma familia no significa que el amor sea verdadero y profundo. No, el tiempo deja heridas. El corazón sufre. Me da miedo la Navidad que reabre preguntas tapadas, desafíos olvidados. Mis heridas me hacen sufrir y sentirme infeliz en estos días navideños. El otro día leía: «Llamamos un estado de ánimo, que es positivo en el caso de la felicidad y negativo en el caso de la infelicidad. Estos estados de ánimo son productos de una multiplicidad de sentimientos que los seres humanos percibimos permanentemente y que provienen de la elaboración de siete emociones básicas: angustia, tristeza, rabia, aburrimiento, asco, culpa y alegría»[2]. ¿Cómo es mi estado de ánimo esta Navidad? ¿Qué sentimientos tienen más fuerza en el alma? De repente afloran sentimientos negativos. Rabia, rencor, no olvido ofensas. Y ahora en Navidad las recuerdo vivamente. Es lo que tienen estas fechas. No me puedo olvidar de lo que me dijeron. ¿Para qué voy a compartir la cena con los que no me quieren? Es cierto. Mi punto de vista. Yo soy el ofendido. ¿No tengo razón? Seguramente los sentimientos son verdaderos. Si me siento ofendido eso es verdadero. Independientemente de que el otro también sienta lo mismo. Yo soy responsable de lo que siento. Y también de lo que puedo hacer con mis sentimientos. Puedo incluso cambiar mis sentimientos, aunque me parezca imposible. Puedo cambiar los pensamientos que los provocan. Y aún algo más grande, puedo perdonar. La misericordia es un don de Dios en mi alma. Pero tengo que querer perdonar para dejar que un día Dios lo logre en mí. Perdonar al que me hizo daño no significa exculparlo. No quiere decir que no sea culpable de la ofensa. No lo libero de su responsabilidad. La verdad es que el perdón me libera a mí. Me quita a mí las cadenas que me atan y hacen infeliz. El perdón derriba los muros y construye puentes. Es imposible, me digo en mi interior. No puedo perdonar lo imperdonable. Me humillaron, hablaron mal de mí, me insultaron, me dejaron solo, me abandonaron, me cuestionaron en mi dignidad. ¿Cómo se pueden olvidar las ofensas? Es imposible para mi corazón humano tan limitado. Pero no es imposible para Dios. Para Él todo es posible. Eso me da tanta paz. Él puede hacer el milagro si le dejo actuar en mí. Su misericordia puede hacerme misericordioso. Si todo el poder de su perdón llega a mi alma, puedo volverme yo capaz de un perdón imposible. Con aquellos de mi familia con los que no me hablo. Con ese primo, con ese hermano, con mi padre, con mi madre. No importa quién sea. Creo que puedo volver a empezar de cero. Puedo acercarme y abrazar. Puedo reconstruir los vínculos rotos. Puedo tener palabras de ternura y cariño. Puedo hacerlo, aunque me parezca imposible. El pasado no va a cambiar. No es posible. Pero puedo cambiar el futuro. Depende de mi sí, de mi valentía, de mis palabras llenas de bondad. Depende de mí que soy hijo de Dios y una y otra vez vuelvo hasta Él suplicando misericordia. Y recibo el perdón como un niño. Y siento que no es justo que me perdone y lo hace. ¿Y yo? Yo luego no logro perdonar a mi hermano. Quiero que me pidan perdón. Que se humillen. Que reconozcan públicamente su error. Que cambien sus hábitos y sus formas. Pretendo que se comporten de otra forma. Que enmienden el daño causado. Pongo la responsabilidad en el otro. Y nada cambia. Porque el otro hace lo mismo. Y vivo estancado en un silencio enfermizo. En una frialdad hiriente. No se puede crecer así. Navidad es el tiempo del perdón, de la ternura, del abrazo, de la misericordia. Le pido a Dios ese milagro en mi alma.

Es la Navidad la invitación a abrir mi alma y dejar que el Niño Dios nazca en ella. ¿No lo ha hecho todavía después de tantos años, de tantas navidades? El alma se endurece. Le cuesta enderezar el rumbo. Me falta humildad para poner mi alma a su disposición. Cuando llegue, cuando nazca. Me invita hoy Dios a revestirme de su presencia: «Revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos, himnos y cánticos inspirados, y todo cuanto hagáis, de palabra y de boca, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre». Necesito el vínculo del amor, la actitud humilde para ser agradecido. Le exijo tantas cosas a la vida. Pretendo que mi familia sea perfecta. Sin tensiones, sin roces. Y cuando no lo es me desespero. Porque quisiera que todo fura diferente. Más paz en mi casa. Más alegría. Más esperanza. Más ternura y más abrazos. Pero faltan y me siento pequeño. Incapaz de salvar el mundo. Quisiera vencer las distancias infinitas. De corazón a corazón. Me gustaría abrazar sin rencores. No mirar con envidia. No desear lo que no tengo. No aspirar a lo que no me corresponde. Salir de mí mismo en lugar de vivir encerrado. Recorrer mares infinitos al encuentro de aquel al que amo. Del que me ama. Soñar despierto. Elegir lo que me hace crecer. Optar por el bien, mío y de otros. Tomar las elecciones correctas. No dejarme llevar por mi ansia de poder, de protagonismo. Salvar la vida del que Dios ha puesto en mi camino. Y ser agradecido. Tantos regalos me hace Dios y no los valoro. Nace hoy en mi tierra pobre, en mi mar revuelto, en mi hogar vacío. Nace dentro de mi familia, la que tengo, la que Dios me ha dado. Con sus pobrezas y riquezas, con su paz y con sus guerras. Me alzo por encima de mis miedos en esta noche. Puedo cambiar mi entorno, el mundo que me rodea. Puedo construir puentes y salvar océanos. Puedo si me dejo hacer en medio de esta Navidad. Quiero repetir la frase que cambió la vida del P. Kentenich: «Me pongo, por lo tanto, enteramente a su disposición, con todo lo que soy y tengo; con mi saber y mi ignorancia, con mi poder y mi impotencia, pero, por sobre todo, les pertenece mi corazón»[3]. Ese día comenzó el Padre un camino que transformó sus pasos. Poner el corazón como prenda lo cambia todo. Supone ser capaz de entregarlo por entero. Me rebelo. Me niego a donarme sin reservas. A perderlo todo sin guardarme nada. Me dan miedo la exigencia, la derrota, el fracaso, el abuso. Pero hoy nace Jesús para que le entregue mi corazón. Viene a mi familia para que aprenda a amar a mis hermanos sin reservas. Y yo que vivo pendiente siempre de lo que me dan, de lo que me entregan. En lugar de vivir cuidando la vida que se me ha confiado. Dios puede hacerlo todo nuevo en mí. No quiero vivir con miedo. No quiero guardarme para más tarde. Me entrego ahora sin reservas. Dios lo puede hacer todo nuevo en mí. Yo pongo mi corazón como prenda. Y le pido al Niño que cambie mi alma. Sólo así podrá cambiar mi familia. Si yo cambio, si soy mejor persona, si saco siempre mi sonrisa. Si me río y hago sonreír. Si vivo para los demás. Mi familia, mi vida, tendrán otro color. Habrá más luz y más fiesta. Y si no lo hago, sucederá lo que comentaba el Papa Francisco: «De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo». De mí depende. De mi humildad, de mi pobreza, de mi apertura a la gracia, de mi luz. Depende de mí que el mundo cambie a mi alrededor. Depende de mí que mi familia se asemeje cada día más a la sagrada Familia de Nazaret. Está en mis manos cambiar mi corazón.

 



[1] Niklaus Kuster, Francisco de Asis: el más humano de todos los santos

[2] Ricardo Capponi, Felicidad sólida: Sobre la construcción de una felicidad perdurable

[3] J. Kentenich, Acta de prefundación 1912

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