Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de julio de 2021

Domingo 29 de agosto de 2021 | Carlos Padilla

XXII Domingo Tiempo ordinario

Deuteronomio 4,1-2.6-8; Santiago 1,17-18.21b-22.27; Marcos 6,30-3 Marcos 7,1-8.14-15.21-23

«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está   vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos»

29 agosto 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Necesito elevar mi grito al cielo para que Dios me escuche y saber que estoy vivo. Sueño con que su voz llene mi alma y me cambie por dentro haciéndome más dócil, más niño, más hijo»

A veces me detengo a pensar. Miro hacia atrás y se me ocurren otras historias con otros desenlaces para mi vida. ¿Qué hubiera pasado si hubiera decidido otra cosa? Entre dos bienes posibles no es fácil tomar un camino u otro. ¿Cómo encuentro la paz después de la decisión tomada? ¿Acierto en el camino emprendido? Hay una paz que viene con el tiempo y no siempre de forma inmediata. El tiempo me hace pensar que sí, que era lo que Dios quería. Pero ¿y si hubiera tomado el otro camino también posible, también bueno, sería feliz? Mi vida habría sido diferente, y quizás hubiera pensado que era de Dios. Sé que nunca es fácil elegir un camino u otro. Busco señales claras, incluso les pido a otros su consejo tratando de aclarar mi corazón. No saben, o no tienen la respuesta. Soy yo en mi interior el que tiene que descubrir el querer de Dios, percibir sus voces, claras o a veces confusas. Y optar por uno u otro camino. No importa cuál sea. Sólo en mi corazón lo sabré con certeza. No habrá flechas claras como en el camino a Santiago. No tendré un Gps preciso que me indique el camino. No habrá ángeles que bajen del cielo por la noche para hacerme ver cómo seguir mis pasos. Sólo Dios en mi alma y otras percepciones de su voluntad en personas, en sucesos, en mociones del Espíritu me muestran su querer. Y sabré más o menos por dónde ir. Con miedo, con paz, con calma y con llanto. Y me pondré a andar que es lo importante. Sabiendo que voy con Dios aunque a menudo no sepa bien hacia dónde. Elegiré un camino y no dejaré al azar los pasos que doy. Me gusta pensar que cada día vuelvo a elegir mi camino de felicidad. Con riesgo a confundirme de nuevo. Con paz porque sé que Dios no se baja nunca de mi barca, no me deja solo en mis pasos. Siento que todo hombre sufre las mismas dudas y siente los mismos miedos. ¿Acertaré siempre? No creo que se trate de acertar o de fallar. La vida es mucho más que eso. Dios es mucho más grande que todas mis decisiones. No me mira en mis fracasos para echarme en cara mi ineptitud. Mira mi vida entera, con su grandeza y su pobreza y se conmueve, tiembla ante mí feliz y enamorado. Esa imagen de Dios es la que me salva siempre. Incluso en esos momentos en los que dudo y no sé bien el camino a seguir. Cuando la vida es incierta y la tormenta arrecia. Me hace bien decidir con otros, discernir escuchando y compartiendo, encontrar salidas, oyendo dentro de mí y dentro de otros. Decía Leonardo Boff hablando de S. Francisco y Santa Clara: «En sus búsquedas y dudas ambos se consultaban, y buscaban un camino en la oración». Me hace bien escuchar a otros en mis búsquedas. Abrirme a la opinión y juicios de los que van a mi lado. No tienen la respuesta correcta, seguro, porque esa es mía. Soy yo el que decido, pero escuchar ensancha mi alma y me hace más diestro en la búsqueda del querer de Dios. Caminar con otros y amar en profundidad a las personas que van conmigo es lo que me hace más sabio. El amor me hace más conocedor de la vida. Cuanto más amo a Dios, más capacidad tengo para percibir sus deseos. Igual que cuando amo a una persona, con solo mirar sus ojos sé muy bien lo que desea. Como dice S. Agustín: «Conocemos en la medida en la que amamos». El amor me hace más conocedor de la vida y de las personas. Y amando a Dios cada día más me vuelvo más capaz de descubrir sus deseos, su voluntad. No es tan sencillo pero es el camino de mi vida. Navegar a tientas, buscar luces en la oscuridad y voces en medio del silencio. No acertaré siempre, eso lo tengo claro, no entenderé cada paso que doy. Pero sé que la vida se juega en decisiones pequeñas. Cuando voy caminando en medio de la vida buscando el querer más sagrado de ese Dios que va conmigo. Vivir sin miedo a equivocarme es imposible. Pero saber que de mis errores aprendo es el camino para ser feliz. Si me equivoco no es el fin del mundo. Puedo volver a empezar. Puedo retomar el paso con alegría. Puedo avanzar en medio de la noche tomado de la mano de Dios. Puedo mirar las estrellas y confiar. Desde lo alto Dios me cuida. Desde lo más hondo de mi alma me sostiene. Su voz, apenas perceptible, es más audible cuando callo. Cuando me quedo en silencio aguardando. Dios sabe mejor lo que me conviene. Y yo asiento esperando su abrazo.

La vida que no se entrega no sirve para nada. El amor que no se convierte en servicio no es amor verdadero. El corazón que no se pone en la piel del que está enfrente no logra ayudar de verdad. Los ojos que no ven el dolor del que me mira no han aprendido a mirar como me mira Dios. La vida que guardo egoístamente por miedo a que se pierda, se vuelve inservible. Como la sal que no sala. Como la semilla que muere fuera de la tierra fecunda. Nada tiene total sentido si no es para mirar un horizonte más amplio que el que delimitan mis deseos y proyectos personales. Romper esa línea mágica que me ata es lo que de verdad me salva. Leía el otro día: «Ahora estaba empezando a comprender, de una manera brutal, que hasta que no se ha sufrido en carne propia una pérdida, con el consiguiente dolor, es imposible empatizar realmente con otras personas en igual situación»[1]. Hasta que no he sufrido lo que el otro sufre no puedo de verdad comprender lo que está viviendo. ¿Tengo que sufrir yo la enfermedad para entender al enfermo? ¿O padecer yo la muerte de alguien amado para acercarme al dolor del que sufre una ausencia? No lo sé, pero es lo más fácil. Me sirven más las palabras y consejo del que ha vivido o está viviendo lo mismo que yo. Entonces veo qué difícil resulta cuando no he vivido lo que otros viven y tengo que ayudarles igualmente. No tengo la misma autoridad moral del que ha padecido la cruz y ha vivido la resurrección. Tal vez no sientan mi comprensión verdadera o no crean en la autoridad de mis palabras al no haber sufrido lo mismo. Aún así no me puedo eximir de mi obligación de ponerme en su lugar. De acercarme de rodillas a su misterio aunque no acabe de comprenderlo. Sólo tengo que mirar conmovido esa vida suya que es tan frágil y se abre ante mí. Sólo puedo respetar con ojos bien abierto todo lo que viven al ver cómo confían en mis palabras. El corazón de mi hermano es siempre un misterio, es un regalo que se me entrega sin yo merecer nada. Y yo tengo que ayudarle a pasar ese momento difícil que atraviesa, en ese preciso instante en el que se encuentra conmigo. La antropóloga Margaret Mead explica: «Ayudar a alguien a atravesar la dificultad es el punto de partida de la civilización». La solidaridad en medio del dolor es el rasgo más humano. Puede llegar a superar a instinto de la supervivencia. Por ayudar al que está a punto de padecer llego a arriesgar mi propia vida. Es lo más humano esa capacidad mía de dejar de pensar en mí mismo, en mis intereses, en mi bienestar y en mi comodidad para abrirme generoso al que está frente a mí sufriendo. No le cierro mi carne cuando suplica misericordia. No corto el diálogo y me acerco, sin guardar las distancias sagradas. Y pienso en lo que el otro siente, en su dolor, en su angustia. No pienso en mí, ni en lo que necesito. Tampoco pongo por delante mi dolor o mis miedos, mis recelos e inseguridades. Pienso sólo en aquel que está ante mí. Contemplo como algo sagrado su vida, su enfermedad, su miseria. Me vuelvo misericordioso y acepto ser sólo el camino al cielo, al Padre, a la misericordia de Dios. No soy yo el centro ni el salvador. Tengo claro que el centro siempre es Dios y sólo Él salva la vida de los hombres. Por eso sé que lo que de verdad importa es lo que necesita quien me busca en ese momento. El dolor de muchos que se hace viral a mi alrededor. Las injusticias gritadas al viento que yo mismo denuncio. Quiero tender la mano a mi hermano aún con el riesgo de sufrir, de perder, de no ganar nada. Es el camino de la solidaridad. El camino de la ayuda a superar las dificultades. Este tiempo que vivo está lleno de dolor y de angustia. Y me desborda lo inabarcable del sufrimiento. No logro consolar a tantos que sufren con mis palabras y con mis abrazos. Tengo que meterme en mi corazón para hallar la paz que pueda entregar al que le falta. Estar con Dios para poder dar tranquilidad a los que la han perdido. No paso de largo ante el que me pide ayuda. Miro a Jesús como me dice el P. Kentenich: «¿Cómo amó el Señor a los hombres? Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). ¡Y cómo amó él al prójimo! Al precio de su propia vida, entregando su propia vida. ¿Qué significa: el amor al prójimo es idéntico con el amor a Dios? El Señor coloca ambos mandamientos uno junto al otro. Y si examinan al apóstol Pablo, es algo peculiar, en la culminación de su himno sobre el amor, cómo uno y otro amor fluyen uno hacia el otro y cómo el amor a Dios opera en el amor al prójimo»[2]. El amor a Dios, el amor de Dios, despierta mi solidaridad, mi amor al que necesita, mi amor humano y generoso con el que está a mi lado. Ese amor es el que me salva de la soledad egoísta del que no necesita a nadie y al que nadie necesita. Miro a Jesús que me enseña esa forma concreta de amar a mi hermano. Rompiendo los límites y venciendo las resistencias de mi alma.

Quiero una vida para servir. Quiero vivir sirviendo. Quiero servir para poder vivir de verdad, a manos llenas. Po eso no quiero olvidar de dónde vengo. Recuerdo con nitidez mi primer amor, esa perla escondida que descubrí un día. Toco entre mis manos ese tesoro encontrado en el terreno a veces confuso de mi alma. Vuelvo a revivir el motivo por el que me enamoré un día de Dios sin llegar a comprender ese día las consecuencias. Hago memoria de la razón por la que pensé que mi vida merecía la pena sólo si me disponía a seguir los pasos de Jesús con calma y pasión. Con paz en el alma, con el rostro radiante de felicidad. Sabiendo lo que dejaba, aquello a lo que renunciaba. Tengo claro que me da miedo vivir sin construir nada, sin sembrar nada, sin lograr nada. Y tal vez la vida no consiste en conseguir metas, en alcanzar logros. Más bien consiste en luchar hasta el extremo por hacerlo posible. El éxito de mis empresas no está en mis manos. Me da miedo no llegar a escuchar la voz de los que no piensan como yo. Y así no abrirme a la crítica, al complemento. Pues siempre el que no piensa como yo me enriquece, me complementa y hace que lo que yo persigo llegue a ser mejor de lo que tengo ahora. Acepto lo que piensan los demás, sin volverme loco. Sin querer contentar a todos, sin querer que todos estén felices y satisfechos con mis obras y palabras. No quiero trabajar para la galería, para que me aplaudan, eso sólo trae una infelicidad profunda. Hay a mi alrededor más gente agobiada y triste que gente contenta. Más personas que no logran sacar adelante sus vidas y se fijan continuamente en las de los demás. Hay tantos descontentos con la vida que lleva, con ese Dios que parece no responder a sus miedos y deseos, con el mundo que no responde a todas sus expectativas. Y yo sin miedo a la vida sigo pensando que es posible vestir de luz la noche y de esperanza la tristeza que lucha por quitarme la paz. Veo que hay mucho miedo a la tormenta y a la desgracia. Tanta preocupación por la incertidumbre de este mundo en el que nada está claro y nada es seguro. El mal es poderoso y las desgracias que suceden quitan la paz y la alegría. Comenta S. Agustín: «La auténtica vida no está en la rebelión, sin en la adoración silenciosa. No tenemos respuesta al problema del mal. No obstante nuestra tarea consiste en hacerlo menos insoportable y darle remedio sin orgullo»[3]. No entiendo el sentido del dolor, ni la herida que deja la pérdida. No logro aceptar que las cosas no son como deseo. Y no tengo respuesta a las mil preguntas que me hace el que no entiende. Yo mismo corro el peligro de permanecer escondido esperando a que pase ante mis ojos la tormenta en medio de la noche. Con miedo a salir en medio de las olas y arriesgarme a perder la vida. Ese miedo a llorar por las velas rotas de la barca en un intento inútil por apaciguar el mar. Entonces callo y espero y me asalta el miedo de ser mediocre, blando, tibio, gris, mudo, inútil, vacío, necio. Por eso me levanto cada mañana dispuesto a no caer en la tentación de la liviandad. Tengo miedo de no llegar nunca a encender los corazones que se abren ante mí y se me confían. Me asusta no llegar a ser capaz de dar respuesta en este tiempo que vivo lleno de preguntas abiertas. Comparten mis mismos miedos y yo me siento tan pequeño porque no es mi obra aquella en la que estoy sumido. No es mi reino ese por el que tanto lucho y me esfuerzo tratando de dar la talla y estar a la altura. Me queda claro que es su Reino, el de Cristo y eso me deja más tranquilo. Él todo lo puede y yo solo no puedo nada. Pasa el tiempo ante mis ojos y los sueños se elevan en forma de fuego. Siento que mi corazón se enciende al revivir el primer amor que un día movió mis pasos. Han pasado los años, ha crecido la vida en mí y a mi alrededor. He cerrado días pasados. He guardado bellas memorias. Y ese fuego del amor vuelve a ponerme en camino. No me desaliento y confío. Sé lo que dejo y lo que elijo. Por eso, por encima de verdades dichas a medias, o de las mentiras que quedan ocultas bajo apariencia de verdad, vuelvo a elegir a Aquel que me llama mientras la vida transcurre lentamente. Sale a mi encuentro como ese hombre hijo de Dios que me ama con locura y quiere que sea caminante a su lado. Y yo me siento en lo más hondo indigno, como Pedro aquel día tras la pesca milagrosa. ¿Quién soy yo? Me sé débil y pecador. Quizás como muchos. Nada especial. ¿Por qué me llama? Le vuelvo a preguntar al ponerse el sol cada tarde. Y Él me contesta que porque quiere, y necesita mi sí alegre y convencido, y mi vida vacía de méritos y logros. Y es capaz de levantar montañas con mis brazos débiles y calmar los vientos con mi voz muda. Él quiere sólo que yo le quiera. Eso le basta, no deja de sorprenderme, a mí que valoro los logros en los demás y veo con facilidad sus capacidades. Necesito elevar mi grito al cielo cada mañana, para que Dios me escuche, para saber que estoy vivo. Sueño con que su voz llene mi alma cada hora y me cambie por dentro haciéndome más dócil, más niño, más hijo. Deseo su mano sobre la mía para calmar todos mis miedos y ansiedades. Y que el fuego vuelva a elevarse desde lo más hondo de mi alma llenándolo todo con su presencia. Eso es lo que quiero.

Me gusta pensar en lo que es puro. Admiro la pureza de los niños. Su forma de mirar, de pensar, de decir las cosas. Esa pureza que parece propia del niño recién nacido que todavía no ha llorado las heridas que deja el tiempo con su paso. Admiro la mirada pura que ve lo bueno por encima de la apariencia de mal. Y descubre lo bello oculto casi por la fealdad. Esa forma de mirar que ve lo que aparece. No se plantea que pueda haber algo oculto, un pecado, una mentira, una media verdad. La pureza tiene que ver con la inocencia. De esa alma que es aún virgen y quizás no ha sufrido. O sí. Conozco miradas de corazones heridos y sufrientes que conservan casi milagrosamente la pureza de los niños. Veo esa pureza innata conservada casi como por milagro y me arrodillo absorto y conmovido. Envidio a los que miran la vida de esa forma. De detienen en lo bello, en lo bueno, en lo hermoso, en lo simple, en lo normal y no interpretan, ni juzgan ni condenan. Esa forma tan única de ver la vida me parece un milagro. Creo que Dios tiene esa misma mirada sobre mí. Lo ve todo, lo sabe todo y no deja de mirarme con ojos inocentes y cándidos. ¿Cómo lo consigue? Con el tiempo he descubierto que la pureza se puede perder fácilmente. Hay niños que ya no la tienen. Y ancianos que han sufrido, vivido, padecido engaños y fracasos y la siguen conservando como por un milagro. Entonces comprendo que la pureza es un don, un regalo. Algo así como esa nieve blanca que cubre mi pecado y mi oscuridad sin contar con mi aquiescencia. Puedo perder la pureza y puedo recuperarla. Puedo pensar mal o dejar de hacerlo. Siempre que me equivoco en los juicios negativos que hago antes de conocer a las personas, me alegro. Y pienso entonces que puedo aprender de mis errores. No todo lo que parecer ser feo lo es realmente. Y no precisamente la apariencia de un mal real acaba siendo un mal verdadero. Hace años me turbó una película sobre con colegio de niños y un maestro sobre el que vertían una sospecha. La duda era el nombre de la película. Y la duda se quedaba en el corazón del que miraba el desarrollo de esta. ¿Sería verdad lo que insinuaban las voces críticas? ¿Sería tal cual como uno lo pensaba a raíz de las sospechas vertidas? ¿O la realidad sería muy diferente y el acusado al final resultaría inocente? ¿Quién determina en esta vida lo que es puro y lo que es impuro? ¿Dónde está el filtro para saber siempre lo que es inocente y lo que no lo es? Tiemblo al pensar en lo fácil que es verter sospechas sobre los demás. Condenarlos mucho antes de haber sido juzgados. No querer saber sus motivos y simplemente condenarlo por sus actos. Tan difícil resulta separar un acto de sus intenciones. Es como separar los músculos del brazo que mueven. Todo está unido. Un gesto, un abrazo, una mirada. Son actos cargados de intenciones. Las cosas no son blancas o negras, la vida desborda en mil colores. Y esa belleza es el color de Dios, estoy seguro. Pero el hombre necesita saber dónde está la pureza y dónde comienza la impureza. Como saber lo que está bien y lo que está mal. Lo que corresponde y lo que no corresponde. Es como delimitar muy bien el camino, la meta, y las vueltas que uno tiene que dar para llegar a su destino. Así de sencillo, así de fácil. Y cuando el pueblo judío escucha a su Dios que le da unos preceptos para aprender a vivir, los acoge con el corazón abierto. Son normas para aprender a vivir. No son límites para separar a los buenos de los malos. Son un camino de luz para que lo siga y mi vida pueda ser plena. Lo que está claro es que yo quiero vivir de tal manera que pueda repetir lo que escuchaba en el salmo: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará». Si hago el bien. Si pienso bien. Si miro bien a los demás. Si hablo bien de mi hermano. Si mi vida transcurre a la luz de Dios. Entonces podré quedarme junto a Dios. Si cumplo sus deseos más leves en mi corazón. Nadie decide por mí si es justo que me quede fuera de la presencia de Dios. Nadie tiene la última palabra sobre mi vida. Sólo Dios la pronuncia en mi corazón. Por eso me gusta tanto pensar que mi corazón es puro. Y mis intenciones también lo son. Y mis sueños y deseos más íntimos, incluso aquellos que no me atrevo a confesar. Porque la mirada de Dios es más grande que la mía. Y su forma de verme más bella de lo que yo me veo a mí mismo. Sueño con que Dios un día me cubra con su luz, con su color, con su pureza. Sueño con que su mano se detenga sobre mi alma y me abrace suavemente diciéndome al oído cuánto me quiere. La pureza está en mi interior y tal vez no me doy cuenta. Jesús me mira de tal manera que me hace ver una luz que antes no veía. Su forma de tratarme me hace pensar que soy mejor de lo que yo pensaba. Y la oscuridad de mis pecados es como una nube suave y blanca que no logra detener la luz del sol. Eso me tranquiliza y me da mucha paz.

¿Dónde está la impureza? ¿Cómo se puede mantener puro el corazón? Hoy Jesús pone el dedo en la llaga y me dice que la impureza nace en mi interior, en mi alma, en mis sentimientos y pensamientos negativos. En mis críticas y juicios: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro». Nada que esté fuera de mí puede ensuciar mi corazón. La impureza surge dentro en todos esos sentimientos y pensamientos que me hieren el corazón. Lo de fuera no debería volverme impuro. Pero es verdad que la realidad me afecta. No soy inmune al ambiente en el que me muevo. Una atmósfera de juicios, de insultos y gritos. Un lugar en el que falta el respeto y el amor, me hiere por dentro. En esos casos el ambiente impuro me vuelve impuro. Acabo respirando como los demás respiran. La atmósfera educa el corazón. Si me educo en una familia generosa y servicial, donde Dios está muy presente, acabaré sintiendo y pensando como los míos. Si por el contrario el ambiente en el que me muevo es hostil y falta la paz, me llenaré de las mismas sensaciones negativas. Lo de fuera influye en lo de dentro, eso es real. Por eso es tan importante cuidar los ambientes, lo que digo, lo que hago. Porque educan más mis actos y mis gestos que miles de palabras dichas o escritas. Al final lo que marca el ambiente en el que me muevo es cómo soy, cómo me comporto, cómo actúo. Un ambiente de Dios o una atmósfera de pantano. Yo contribuyo a crear este mal ambiente con lo malo que sale de mi corazón. Cuando estoy lleno de rabia, de envidia, de egoísmo, siembro a mi alrededor sentimientos parecidos. Jesús tiene razón en que es mi pecado lo que envenena el ambiente. Por eso necesito que venga el Espíritu Santo sobre mí para cambiarme por dentro, para que sus dones me transformen: «¿Qué realiza el Espíritu Santo a través de los dones? Logra que los actos más heroicos nos resulten fáciles y que los actos lleguen hasta la hondura de la vida subconsciente del alma. Por eso: Envía, Señor, tu Espíritu, y entonces se dará una transformación, una verdadera transformación espiritual»[4]. Necesito que Dios me transforme por dentro con la fuerza de su Espíritu. No valen tanto los actos formales si mi corazón permanece lejos de Dios, lejos del bien. Me viene del cielo lo que necesito para tener un corazón puro, un alma limpia y cerca de Dios. El apóstol Santiago lo dice con claridad: «Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. Por propia iniciativa, con la palabra de la verdad, nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas. Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo». No quiero dejarme contaminar por el mundo, por lo mundano, por el pecado que me rodea y afecta. Porque no soy inmune al mal que observo a mi alrededor. Pero necesito volver la mirada a lo alto y esperar del cielo ese amor que colme mi ansia y me llene de paz. Necesito que esos dones del Espíritu purifiquen mi corazón enfermo y dividido. Más apegado al mundo de lo que yo quisiera. Por eso es necesario hacer silencio y volver al núcleo de mi vida donde está Cristo como decía S. Bernardo: «Que nuestra vida tenga su centro en nuestro interior, donde Cristo habita, y que nuestros actos sean reflexivos y nuestras obras según los dictados de la razón; pero de tal forma que no confiemos excesivamente en nuestros actos ni nos fiemos excesivamente de nuestras simples reflexiones». Dios es el que me conduce y me orienta. Es el centro de todo lo que hago. Sin Él a mi derecha estaría perdido. Por eso confío en su poder. Puede cambiarme por dentro y purificar lo que en mí no es tan puro. Porque he perdido la inocencia con la que nací. Juzgo intenciones detrás de los actos que observo. Condeno a los que no soy como yo. Miro en menos al débil y no lo ensalzo. No admiro a los que no tienen nada que ofrecerme. Estoy enfermo en mi impureza y necesito que la gracia de Jesús cambie mi forma de mirar. Me devuelva la pureza perdida y me haga confiar en todo lo que es capaz de hacer con mi vida. Necesita mi carne, no sólo mi espíritu. Necesita mi fragilidad para que se vea con más claridad su poder. Necesita mi sí frágil y entregado para hacer conmigo obras grandes. Me impresiona esa mirada de Jesús que ve pureza donde yo veo impurezas. Que ve lo bello donde yo me escandalizo con la fealdad de mi pecado. Él puede hacerlo todo nuevo en mí y eso me da paz. Aunque ya no sea ese niño inocente que Él concibió, puede hacerme retornar a la pureza de esos ojos de ayer, esos ojos que se alegraban con la vida y vivían el presente como el mayor regalo.

Me invento normas, acojo normas, las acepto y las integro. Algunas de ellas las incorporo con pasión a mi vida porque me parecen importantes. Marcan límites, crean hábitos, establecen seguridades que me mantienen a salvo del caos. Mis normas se convierten en mi pilar. Sin ellas me sentiría perdido. Son costumbres, hábitos, a veces simplemente manías adquiridas con el paso del tiempo. Puede que me vaya haciendo viejo y las cosas me gustan de una determinada manera, no de otra. No sabría decir si las otras formas están mal o están bien. No me importa demasiado, simplemente no es mi forma de hacer las cosas. Yo tengo una manera, un horario que sigo. Una forma concreta de ser, de vivir, de querer. Y entonces puedo pensar que mi forma, mi norma es absoluta. No estoy dispuesto a renunciar a nada de lo adquirido con el tiempo que ha ido tejiendo sobre mi piel una forma muy concreta de comportarme. Sin esas normas de vida, de educación, no sería feliz, viviría inquieto. Pero el tiempo precisamente me hace ver que siempre hay movimiento en el tiempo, nada permanece exactamente igual. Las cosas cambian con el paso de los días, yo mismo cambio. Pero a veces Dios me regala un salto que lo hace todo nuevo. Un nuevo comienzo. Algo disruptivo que rompe la inercia y lo cambia todo. Un nuevo paradigma, una forma nueva de ver las cosas, un nuevo lenguaje para expresar lo de siempre, una manera nueva de abrazar la mañana. Una interpretación distinta del presente, del futuro, e incluso del pasado. Nuevas normas que dejan a un lado las normas de antes. Un salto en la nada que lo trae todo a mi vida. Así resuenan las palabras de Jesús hoy. Él hace ver que lo de fuera no es tan importante. Los fariseos ven mal la actitud de jesús y sus discípulos: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?». Parece que cambiar esa norma toca algo esencial del hombre. Afecta a su vida y a su interpretación del mundo. El pueblo judío daba una gran importancia a la pureza de lo que viene de fuera, alimentos, utensilios, las propias manos. Cuidan una pureza exterior para salvaguardar la pureza interior. Es una mirada, una forma de ver las cosas. Es una norma que Jesús no ve tan importante y no la valora tanto como ellos: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: - Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está   vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Puede ocurrir que en mi vida la norma pase a estar por delante de la vida. Mi costumbre y hábito por encima de lo imprevisto, por delante de la caridad. Lo normado como importante por encima del agua de ese río que fluye sin dejar que nada ni nadie interrumpa su paso. En esos momentos parece que seguir la norma al pie de la letra es lo único válido y con sentido. ¿Y si algo o alguien irrumpe en la vida y cambia mi forma de vivir, de pensar, de amar? Eso les estaba pasando a sus discípulos. Ya nada era como antes. Y tal vez esa norma no era la más importante. Nada impuro que viniera de fuera podía volver impuro el corazón. La obsesión por la pureza exterior era menos importante que la opción por cuidar la pureza del alma. Manos sucias, corazón limpio. Jesús pone el acento en lo importante. Hoy pienso en esas normas en mi vida que no son tan fundamentales. No me construyen por dentro pero se han apegado a mi piel de una forma permanente. Es como si estuviera desnudo si no las respeto. ¿Son tan importantes? ¿Qué cosas hago, en qué cosas creo que son una carga y no un camino de salvación en mi vida? Reviso mi alma apegada a normas y costumbres. De repente me viene bien salir del valle de mi vida para subir a lo alto del monte. Desde allí veo todo con una mejor perspectiva y aprecio lo que ven mis ojos con más libertad. Entiendo que no todo lo que hago es perfecto. Y no es la única manera de hacer las cosas mi forma de hacerlas. Eso me tranquiliza y me da paz. No todo es absoluto. No todo es tan perfecto o está tan mal. No todo lo que hago yo está bien y mal lo de los otros. Sin caer en el relativismo crezco en libertad interior. y aumenta la paz en mi alma al escuchar a Jesús. No soy tan impuro por dentro como a menudo pienso. Empecatado, me veo. Siguiendo el camino errado. Y no es tan así. Jesús me ve mucho mejor. Me mira con una sonrisa amplia y el corazón alegre. Jesús me recuerda que tengo un corazón muy grande. Eso quizás es lo que es necesario para vivir de verdad.



[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 66

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

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