Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de marzo de 2020

Domingo 29 de marzo de 2020 | Carlos Padilla

V Domingo Cuaresma

Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45

«Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Se enteró de que estaba enfermo y permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba»

29 Marzo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Jesús quiere que crea que lo que ahora veo con dolor y miedo no es el final. Que estoy llamado a la vida eterna y a vivir aquí con la mirada puesta en el cielo y que mis lágrimas allí serán enjugadas»

Me han quitado los abrazos y los besos. Los encuentros y las risas. Me han hecho evitar el contacto físico, el roce, la ternura, el cariño. Me han quitado las reuniones, las confesiones y las misas. Los paseos por el parque y los cines. El café en el bar, las compras, el deporte. Me han quitado muchas cosas y lo entiendo, me he detenido. Hay un bien mayor que esa felicidad vana que busco con ahínco haciendo cosas. Esa felicidad de estar yo bien, sin problemas, de prosperar adecuadamente en la vida. Ese afán mío por tener, por hacer, por lograr. Ese sueño tan humano, tan de carne, tan de tierra. Me lo han quitado todo de un plumazo. Y me han llevado a cuidarme para cuidar a otros. Y yo sonrío. Porque si algo no pueden quitarme es la alegría ni tampoco la esperanza. No pueden lograr que viva sin un sentido. No pueden, atándome a mi casa, a las patas de mi cama, matar mi sonrisa, silenciar mi canto, opacar mi luz. No puede este virus detener la primavera, apagar la voz de mil cantos, evitar mis aplausos para esos que dan su vida por salvar mil vidas. No pueden agotar mi creatividad en ese afán mío por ocupar mis horas, mi tiempo, mi vida. No puede la enfermedad cerrar mis ojos, oscurecer mi ánimo. Me haré contador de historias. Soñador de mil sueños. Reiré con mis chistes, con los de otros. Lucharé, resistiré, venceré. No solo yo, sino todos. No caerá sobre mí nunca el desánimo ni la pena. No dejaré de gritar que hay vida más allá de los hospitales. Que hay sueños resistentes a las derrotas. No dejaré de soñar con las alturas, encendiendo el mundo con un fuego nuevo. Respiraré muy hondo queriendo que no se apaguen los pulmones. Alentaré a las plantas para que den sus flores. Inventaré melodías entre bosques de luces. Amaneceré feliz cada mañana. Y volveré a abrazar, a sentir la vida que florece. No me quitarán la sonrisa de mis labios. Y sentiré que la vida ha crecido con fuerza en mi interior. La soledad me habrá dado hondura. Las privaciones libertad interior ante la vida. El dolor físico y espiritual me habrán unido más a la cruz de Cristo. Me sentiré más libre, más pleno. Esa distancia infinita entre cada uno se acortará de nuevo. No estará mal dar la mano, un beso, un abrazo. No me sentiré extraño en las distancias cortas. Pero quizás habré aprendido algo nuevo. Me habré acostumbrado a estar conmigo mismo. Sin distracciones, sin miedos ni agobios. La soledad no es mala compañera, aunque sea impuesta. Ya no contagiaré, ya no me contagiarán. Esos anhelos llenan hoy mi alma al vivir el presente. Cada hora pasa a su ritmo. No corre el tiempo, no se escapa. Es como un desgranar los misterios del rosario, cada ave María, muy lentamente. No tendré la agenda llena, quizás sí de encuentros virtuales programados. Pero poco más. El mundo se detiene. Y no logran quitarme la sonrisa. Algunos querrán sacar ventaja de todo esto. Otros pensarán que alguien tiene la culpa. Aparecerán los que no esbocen sonrisas. Y los que quieran aumentar el odio y la rabia. Y habrá otros, hombres de bien, con bondad en el alma, que vivan salvando vidas, entregando la propia. Dando su tiempo, invirtiendo sus horas. Por salvar más vidas por encima de la muerte. Y muchos rezarán en lo escondido. Y habrá solidaridad donde antes había egoísmo. Y se harán servicios gratis que antes se cobraban. La primavera irá venciendo el frío. Lo hará sin percatarse del mal que aqueja al mundo. Seguirá su curso desde la semilla muerta y enterrada. Con el sol que irá tomándole horas a la noche. Y sentiré que soy más viejo, o quizás más joven. Pero más sabio al fin si he sabido enfrentar mis horas y mis miedos. Si he vivido con conciencia nueva. Si me he dejado modelar por el Dios de mi camino. Oculto entre mis cuatro paredes, atado como yo a las patas de mi cama. Clavado a mi propio madero desde el que observo la vida sin poder andar entre la gente, entre los bosques. Recluido en un aparente mal sueño que es esta vida misma que Dios me ha dado. Esta vida y no otra. Y ese Dios al que increpo, o suplico pidiéndole aire, esperanza, y luz. Ese mismo Dios es el que dibuja con gesto pícaro una sonrisa en mi rostro. Para que dé esperanza a otros y siembre luz en esta noche. Y sea yo uno de esos brotes verdes que entre las arenas del desierto parece desafiar a la muerte. Porque el bien siempre vence al mal. Y la generosidad es más fuerte que cualquier egoísmo.

Miro a María en Nazaret. Me la imagino en su casa, en su rutina. En ocasiones creo que mi casa no es un lugar sagrado, de encuentro con Dios. Es más fácil verlo en un templo, lleno de imágenes que me inspiran, allí donde mi corazón se eleva con cantos profundos. Pero mi casa, mi cuarto, ese espacio cotidiano es muy vulgar, demasiado mundano. Tiendo a separar lo sagrado de lo profano, lo que ha sido tocado por Dios y lo que está lejos de su pureza. Tiendo a dividir campos: lo santo y lo pecaminoso. Quizás por eso me cuesta ver a Dios en mi vida. Veo que en ella predomina lo pagano, lo sucio, lo banal. Miro a María en su casa, haciendo cosas cotidianas. Rezando mientras trabaja. No sé bien cómo tuvo lugar el encuentro con el Ángel Gabriel. Sólo sé que allí, en lo cotidiano, está Dios presente en medio de su vida diaria. María se detiene llena de sorpresa y temor. ¿Qué significa aquel saludo del ángel? «Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo». Se alegra la que está llena de Dios. No tiene que temer: «No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios». Y escucha que será cubierta por su amor: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». No hay motivos para el temor. Dios la ha elegido y sólo espera que pronuncie su sí. En medio de su casa el Espíritu Santo la cubre con su sombra. No es un momento de oración, de paz. No es un día santo. No es un lugar especial. María está en su casa, trabajando. Pienso en mi vida ahora confinado en mi cuarto, en mi casa. Dios viene a mi casa para decirme que me alegre, que no tema, que no me turbe, porque también yo he hallado gracia ante Él. ¿Por qué tengo tanto miedo? Esta crisis mundial me desafía. Dios me pide hoy que no tema, que me alegre, porque mi vida es sagrada. No me turbo en su presencia. Viene a mí justo ahora que no puedo salir de casa. Justo cuando sólo me queda elegir este tiempo de cuarentena, de enfermedad. Elegir lo que no puedo dejar de elegir. Pero soy libre para vivir con paz lo que tengo ante mis ojos. De mí depende. El ángel aguarda ante María. De pie ante Ella que se inclina ante su presencia sagrada. Y turbada, alegre, confiada, pronuncia su sí: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Y el Verbo se hace carne. Dios se arrodilla ante el seno sagrado de María. Esa casa, ese cuarto es hoy un lugar sagrado. Allí los peregrinos al llegar a Nazaret se arrodillan, tocan la piedra sin poder entrar. «Hic», aquí. Uno puede leer en ese mismo lugar, en esa piedra. Aquí, en el seno de una virgen, en la casa sencilla de Nazaret. Allí maría pronuncia su sí. Hoy la miro a Ella con temblor. No sé pronunciar mi sí. Tengo miedo, me duele el alma al ver los estragos de esta enfermedad incontrolable. ¿Cómo puedo decirle que sí a lo que no deseo? ¿Cómo puedo aceptar en mi corazón una realidad que me turba? Jesús hoy me lo pide. María me invita a arrodillarme en silencio ante el ángel que hoy entra en mi casa, en lo más vulgar de mi vida, en mi quehacer cotidiano, y me habla. Allí donde vivo con mi familia, con mis hermanos, solo. Allí donde siento que Dios no está tan presente como en una iglesia. Pero ahora mi casa más que nunca es mi iglesia doméstica. Allí sucede ahora la anunciación en mi vida. Mi «hic» es muy concreto, mi aquí, mi lugar sagrado en el que Dios viene a verme. Para que pronuncie mi sí. Aguarda paciente a la puerta de mi alma. Sí, sólo espera mi hágase. Que me deje hacer en este tiempo tan inquietante en el que nada puedo hacer. Depende de mi sí. Si lo pronuncio viviré con paz todo lo que me está sucediendo. Si no lo hago viviré inquieto y sin alegría. Será así. Dios golpea mi puerta y me dice que me alegre. Yo quiero aprender a confiar. Me han roto los planes. Ahora más que nunca se aplica ese dicho: «Si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes». Se los he contado. Nos hemos reído juntos Él y yo. Miro a Jesús en mi vida, miro a María en este día en el que su sí abre el mundo a Dios y se hace carne de mi carne gracias a ese sí libre. Quiero pronunciar ese mismo sí. Quiero aprender de María, vivir como Ella, vivir en Ella. Comenta el P. Kentenich: «Si quiero a la Santísima Virgen, no se trata sólo de un caminar con María, sino en María: es el caminar propio del amor. Si realmente quiero a una persona, vivo en ella. Si realmente quiero a la Santísima Virgen, Ella está en mí, y mi caminar es un caminar con Ella»[1]. Quiero vivir en Ella. Sólo así mi sí será profundo y cambiará mi vida. Sólo así el sí que le dé a mi vida en su totalidad cambiará mi entorno. Tengo miedo y se lo entrego. «No temas», Escucho. Dios me susurra que sólo tengo que darle mi sí a la realidad. Sólo así algo puede cambiar. Mientras no le dé mi sí, mientras viva inquieto queriendo yo cambiar las cosas, mi no bloqueará mi ánimo. Quiero vivir con el corazón anclado en el corazón herido de Jesús. En sus llagas escondido. Viviendo con sus sentimientos. María me lleva hasta allí. Al corazón de su Hijo. Allí puedo pronunciar mi sí confiado. Acepto esos planes que no entiendo y los tomo en mis manos como un niño. Dios viene a mi tienda y me cubre con su sombra. En Él descanso.

Y el tiempo se detiene sin previo aviso. Caen los horarios, las prisas, las tareas pendientes, las urgencias, los planes trazados. Los aviones aparcados en el aeropuerto llenos de sueños que no despegan. Los parques vacíos. ¿Cómo se puede detener todo de repente? Un poema de K.O´Meara escrito en la epidemia de peste en 1800 me conmueve: «Y la gente se quedó en casa. Y leyó libros y escuchó. Y descansó y se ejercitó.  E hizo arte y jugó. Y aprendió nuevas formas de ser. Y se detuvo. Y escuchó más profundamente. Alguno meditaba. Alguno rezaba. Alguno bailaba. Alguno se encontró con su propia sombra. Y la gente empezó a pensar de forma diferente. Y la gente se curó. Y en ausencia de personas que viven de manera ignorante. Peligrosos. Sin sentido y sin corazón. Incluso la tierra comenzó a sanar. Y cuando el peligro terminó. Y la gente se encontró de nuevo. Lloraron por los muertos. Y tomaron nuevas decisiones. Y soñaron nuevas visiones. Y crearon nuevas formas de vida. Y sanaron la tierra completamente. Tal y como ellos fueron curados». Cuando todo terminó sanó la tierra completamente. Me impresiona. Cuando todo termine. Ahora me cuesta ver el final del túnel. Pero la luz brilla en mi corazón. Una persona comenta: «No te tomes demasiado en serio». ¿Que no tome en cuenta mis emociones, mis miedos, mis ansiedades? ¿Que finja que tengo las respuestas y las razones? ¿Que diga que tengo la receta para vivir tiempos de guerra? Me resulta difícil. Quizás no se toma muy en serio la vida quien sólo espera que acabe esta cuarentena para seguir como antes. O quien en medio del dolor está pensando en sus dolores de siempre. Tal vez no tomarme en serio es bueno cuando pierdo la perspectiva de las cosas. Cuando creo que mi problema pequeño es más importante que los que viven muchos en estos días. Cuando pienso sólo en mí, en lo mío. No busco recetas, ni soluciones fáciles. Ni que me digan que simplemente confíe. Creo que las mejores respuestas en la vida las encuentro en un mar de dudas. Y los mejores caminos son los que están llenos de bosque. Y los mejores atardeceres son los que contemplo desde mi ventana. Porque esto que ahora vivo es lo mejor que me puede ocurrir. Sin pretender tener recetas para vivirlo mejor. Sin fingir que entiendo el por qué de todo. Y que sé hacia dónde vuelan todos los aviones aparcados en el aeropuerto. A lo mejor Dios quiere que ahora detenga mis pasos para contemplar mi día y dar gracias. Por lo que tengo, por lo que hay. Que me alegre de un avión que no alza un vuelo, aunque me duela el alma. Y sonría con mis árboles llenos de luz vespertina. Me gustan las respuestas incompletas. Me alegran las preguntas nuevas que brotan como hierba verde en medio del desierto. Me gusta vivir el hoy. Tan solo eso, sin prisas, con paciencia infinita, con sonrisa verdadera. No me tomo en serio, no me angustio, no dejo de sonreír, aunque muchos no sonrían. Corro por los pasillos de mi casa buscando vida. Escribo en mi cuaderno mis poesías, sin soñar con que alguien un día las rescate para dar esperanza a muchos. No lo pretendo. Las palabras dibujan luces en medio de la noche. Vivo el ahora. No poseo el mañana. Y mi hoy está lleno de pausas y silencios. De miedos contenidos. Como me escribía una persona: «No se escuchan las palabras, o se oyen las pisadas, todo permanece en calma». En medio de esa paz forzada yo creo. Confío en medio de una enfermedad que sigue amenazando. Sin encontrarle el sentido. Sólo entiendo una cosa: el hoy me da paz. El hoy es una puesta de sol ante mi ventana. Los gritos y risas de mis hijos. El ladrido de un perro soñando la calle. La comida familiar, una tras otra. La ausencia de planes. Los horarios inventados para crearme una nueva rutina. El propósito de no ver demasiadas noticias. Sólo las que me muestran brotes verdes. Las misas a través de una pantalla. El canto que escucho por las redes. Un poema que me llena de esperanza. Y ese Dios que habita en medio de mi noche, de mi día, de mi paz, de mi inquietud, de mi miedo, de mis risas. Y decido tomarme en serio. Porque Dios lo hace conmigo. Y decido dejar de preocuparme por cosas pequeñas. ¿Habré aprendido una nueva sabiduría para enfrentar la vida? Sólo espero que no se me olvide. Que le dé valor a lo que lo tiene y se lo quite a esas cosas que a veces me angustian. En esos momentos es cierto, no debería tomarme tan en serio. Y mientras tanto, sonreír, tener paciencia, bailar, escribir, guardar silencio, reír, caminar por donde pueda. Y esperar, no tanto a que todo pase, sino a que ese Dios que vive dentro de mí venga cada tarde a visitarme. Me llene de luz y de vida. Sostenga mis pasos temblorosos. Me haga sonreír. Y me diga que algo estamos construyendo. Como dice una canción de la Oreja de Van Gogh. Ese puente entre los dos que antes estaba roto y ahora separado por una pantalla. Pero el mundo, eso espero, será mejor cuando todo pase: «Y después de pasar la cuarentena, habremos hecho un puente que unirá. Mi puerta al empezar la primavera, y la tuya que el verano me traerá. Al vernos desde lejos tan unidos, empujando al mismo sitio, sólo queda un poco más. Volveremos a juntarnos, volveremos a brindar, un café queda pendiente en nuestro bar. Romperemos ese metro de distancia entre tú y yo, ya no habrá una pantalla entre los dos». No dejo de tomarme en serio. Así lo hace Dios conmigo. Él se conmueve con mi dolor y llora conmigo. No me dice que me calme y no me agobie. Calla a mi lado, velando mi cama enferma. Y me sostiene con una fuerza interior que no viene de mí, sino de muy dentro. De un espacio sagrado que hay en mi alma y que me lleva hacia lo alto. Más alto de lo que cualquier avión parado en el aeropuerto podría algún día llevarme.

Me impresiona el dolor de los que sufren. El dolor de los enfermos que están solos. Grito a Dios para que me escuche: «¡Señor, escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas! Si tomas en cuenta las culpas, ¿quién, Señor, resistirá? Mas el perdón se halla junto a ti. Yo espero en Dios, mi alma espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora». Me conmueve esta súplica. Es la de tantos hoy que sufren la enfermedad y el aislamiento. La soledad y la agonía. Hay tantas personas enfermas. Hoy en el Evangelio también hay un enfermo: «Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta». Un solo enfermo. Un amigo enfermo. Jesús ama a Lázaro tanto como ama a sus hermanas: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Y el mensaje tiene más fuerza por ese amor que les profesa: «Las hermanas enviaron a decir a Jesús: - Señor, aquel a quien Tú quieres, está enfermo». Aquel al que Jesús ama está enfermo, grave. ¡Cuánta gente a la que amo está enferma! ¡Cuánta gente a la que Jesús ama! Mi corazón tiembla como el de Jesús. El amor me hace sufrir por la enfermedad de los que amo. La enfermedad es lo más opuesto a la vida. La salud es ese don que tanto aprecio. Considero evidente estar sano. Esta pandemia ha venido a romper todas mis seguridades. Mi salud, la de los demás. Y la enfermedad del otro no sólo me duele, también es una amenaza para mi propia vida. Puedo recluirme en mi seguridad. No puedo ayudar. Es peligroso que lo haga. Siento impotencia. No puedo acompañar al enfermo, no puedo sostenerlo con mi presencia física, no puedo calmar sus dolores, no puedo animarlo en sus miedos. Sólo me queda hacerlo con una pantalla entre los dos. Para que no caiga yo enfermo. Para no enfermar a otros. Una enfermedad que me une y separa al mismo tiempo. Despierta mi solidaridad, mi deseo de rezar por el enfermo, de acudir con los medios posibles en su ayuda. La enfermedad siempre duele, pero ahora que es algo tan extendido me inquieta y pone inseguro. ¿Cuándo acabará todo esto? Suplico a Dios en mi impotencia. Hoy Jesús no va inmediatamente a salvar a Lázaro. Si hubiera ido antes hubiera sido distinto: «Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba». El tiempo siempre es importante. Actuar cuando corresponde, cuando todavía se puede hacer algo. Entiendo las quejas de sus hermanas: «Marta a Jesús: - Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: - Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Si Jesús hubiera llegado antes. Ahora tengo la misma súplica en mi alma. Si hubiera actuado antes. Si viniera y eliminara el dolor de tantos de un solo golpe. Pero los tiempos de Dios no son los míos. ¿Qué me quiere decir Dios en medio de esta pandemia? «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Me cuesta descifrar el sentido de estas palabras. Mi vida es para la vida eterna. Una enfermedad no acaba conmigo. Estoy llamado a vivir para siempre. La enfermedad no me quita la vida. Quiero aprender a vivir este tiempo con paz, sin inquietarme. Jesús está de camino. Ha esperado más de lo que yo quería. Pero viene a mi dolor, a mi pena. Viene a sostenerme en mi enfermedad. Jesús me ama. Tanto como a Lázaro, Marta y María. Ese amor suyo es una certeza en mi vida. Mi enfermedad, mi dolor, le conmueven. Lo he palpado. No quiere que esté enfermo. No quiere que muera. Quiere que viva con esperanza. La enfermedad es parte de mi vida, de mi camino. No es un paréntesis este tiempo, cuando todo se paraliza. Esa es mi tentación. Pensar que es un paréntesis. Creo que más bien es una escuela para aprender a vivir mi enfermedad y la de mis seres queridos. Vivir con esperanza en la desesperanza. Tener una mirada confiada cuando mi tentación es desconfiar. No vendrá Jesús. Pienso. Pero no es cierto. Sólo se retrasa. Él viene a mi dolor porque me ama. Esa certeza es la que tienen Marta y María. Saben que Jesús descansa siempre en Betania, los ama, es su hogar, su lugar de reposo. Los ama más que nadie en este mundo. Me impresiona mucho ese amor de Jesús. Yo no me acabo de creer el amor que Dios me tiene. Por eso mendigo tanto el amor de los hombres. Vivo suplicando que me amen. En este tiempo de soledad miro a Jesús en mi vida. Él viene a acompañarme. Quiere caminar conmigo porque me ama. Esta escuela me enseña a vivir. Cuando todo acabe será distinto mi corazón. Tengo la certeza. 

Hoy el profeta me habla de la vida eterna, de la resurrección después de la muerte: «Sabréis que Yo soy el Señor cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo soy el Señor». Sabré que es el Dios de mi vida cuando abra las tumbas, mi propia tumba. Cuando me regale la vida eterna. Cuando me llame a la vida verdadera. En ese momento viviré y reconoceré su rostro. Esa vida verdadera es la fe que Marta profesa: «Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Y le dijo: - Aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá. Le dice Jesús: - Tu hermano resucitará. Le respondió Marta: Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día. Jesús le respondió: - Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto? Le dice ella: - Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Me impresiona ese acto de fe de Marta. Ella cree por encima de todos sus miedos y dudas, de su dolor y su llanto. En estos días en los que surgen los miedos y las dudas quiero tener esa fe de Marta. Me parece difícil. Le rezaba el Papa Francisco a Jesús: «Nos pides que no sintamos temor, pero nuestra fe es débil y tenemos miedo». Mi fe es débil. La fe es creer lo que no se ve. Cuando lo veo, eso ya no es fe. Ver la realidad y creer en ella es evidente. Hay personas que ni siquiera en esos momentos creen. Aún viendo, dudan. Viendo la verdad, no creen. Es difícil creer lo que uno ve. Pienso que me engañan mis ojos, mis prejuicios, mis sentimientos. Y no veo la realidad como es. Porque no quiero verla o porque quiero que sea distinta. En la película «Luce» la madre de un hijo adoptado defiende a su hijo. Su amor es más fuerte que las dudas y desconfianzas. Comenta el protagonista cuando lo acusan de mentir: «Si no te ajustas a lo que ella quiere de repente eres su enemigo. Es como que sólo puedo ser un santo o un monstruo. Esto te demuestra que nunca sabes realmente lo que sucede con las personas». La película te hace dudar de todo. ¿Es verdad lo que parece? El corazón humano es un misterio. Eso pasa en la vida. Veo lo que realmente quiero ver. Y no veo en ocasiones la verdad, sino lo que yo mismo creo que es verdad. ¡Cuántos hombres vieron a Jesús predicando, haciendo milagros, sanando y no creyeron en Él! No vieron a Dios en ese hombre. Marta en Betania hoy cree. Ve más allá de lo que sus ojos ven. Ve lo imposible. La fe me habla de creer en lo que parece imposible. En una realidad que todavía no ha ocurrido. Yo quiero creer que todo el dolor de ahora pasará. Y la enfermedad estará controlada. Y no habrá tantas muertes como ahora temo. Es mi fe la que me sostiene. Hay una frase que me da vida: «No dejes nunca de creer». Hay momentos oscuros en la vida en los que todo parece imposible. Marta acaba de perder a su hermano. Y todo porque Jesús no adelantó su viaje. Él podría haberlo curado. Pero ella cree. Más allá de sus dolores, de sus lágrimas, de sus miedos, cree. Cuando creo que algo es posible tengo más posibilidades de que llegue a ser realidad. Con frecuencia me encuentro con creencias limitantes en mi vida. No creo ser capaz de hacer algo y esa falta de fe mía me incapacita para esa tarea. Si saltara esos límites lograría mucho más, sería capaz de más cosas. Quiero creer en todo lo que soy capaz de hacer si tengo fe, si confío en que es posible. Esa fe en lo humano, en mis potencialidades, me ayuda a vencer todo tipo de dificultades. Me da ánimo y fuerzas para luchar. El enfermo que cree en su curación pone todo de su parte, se esfuerza, entrega su vida. No desespera, no duda, no teme. Esa fe es la que yo quiero para la vida. Quiero creer en mí. Quiero creer en los que me rodean. Me gusta esa fe en lo humano. Al mismo tiempo quiero una fe que supere las dificultades. Quiero creer en un mundo mejor al final del camino. Creo en la resurrección, como cree Marta. Ella cree que un día estará para siempre con su hermano, con Jesús. No duda. No tiene miedo. La fe en la resurrección me hace mirar con más paz y libertad la vida presente. Me permite tomar en mis manos mis miedos y confiárselos a Dios. Él sostiene mi vida, pero lo que vivo aquí tendrá su continuidad en el cielo. El amor de aquí estará llamado a ser pleno en el cielo. Aquí, en estos pasos temblorosos que vivo, se da una anticipación del cielo. Hay momentos de luz, de esperanza, que me trasportan a lo que será mi vida plena para siempre. Comenta el Papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: «Los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su Resurrección». En la tierra puedo abrir ventanas al cielo. El amor de aquí sueña con ser eterno. El abrazo de ahora con un abrazo sin límites. Miro ahora el cielo y toco con fuerza mi debilidad. Como Marta ese día. La impotencia me hace pensar que no puedo. Leía el otro día: «Puede ser que nos sintamos débiles. Pero, si estamos llamados, recibimos las gracias necesarias. Debemos poseer esa confianza que toma el cielo por asalto y entonces, por fin, encarnar en nosotros mismos la gran ley: ¡La omnipotencia de Dios quiere ser glorificada por medio de mi debilidad, de mi impotencia!»[2]. En mi pobreza se manifiesta la riqueza infinita del cielo. Dios viene en mi auxilio cuando pienso que todo está perdido. Él hace posible el cielo en mi vida y aumenta mi fe.

Me conmueven las lágrimas de Marta, de María. Pero sobre todo las de Jesús: «Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: - ¿Dónde lo habéis puesto? Jesús se echó a llorar». Jesús llora. Sus lágrimas se unen a las de sus amigos. Lázaro lleva días muerto: «Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro». Son demasiados días. El cuerpo sin vida ya huele: «Le responde Marta, la hermana del muerto: - Señor, ya huele; es el cuarto día». Es imposible la vida. Ha pasado mucho tiempo. Si hubiera llegado antes. ¡Cuántas veces en mi vida lamento la tardanza de Jesús! Si hubiera venido antes para salvar a un ser querido. Para librarme de la enfermedad. Si hubiera venido antes para darme fuerzas y esperanza. Me quejo ante Dios. Me falta fe para creer en la vida eterna como lo hizo Marta. Fe para mover la piedra de un sepulcro después de cuatro días: «Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: - Quitad la piedra. Quitaron, pues, la piedra». Hace falta mucha fe para quitar una piedra pesada. ¿Creen realmente en sus palabras? ¿Piensan que Jesús puede resucitar a un muerto? Es imposible. Lleva cuatro días muerto. La lógica se impone. No puede haber milagro. Una curación es fácil. O la multiplicación de los panes y los peces. Pero ¿un muerto? No es posible. Me falta fe. No creo tanto en milagros imposibles. Jesús me pide que tenga fe. Más fe en lo imposible, más fe en Él, en su verdad. Que deje de lado lo que ven mis ojos. Me cuesta mucho. A veces no sé lo que ven mis ojos y dudo, sospecho, no tengo fe ni en lo que veo. Ahora me pide Jesús que crea en lo que no veo. En lo que no es viable. Es demasiado tarde pero todo sucede según el deseo de Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: - Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que Tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que Tú me has enviado. Dicho esto, gritó con fuerte voz: - ¡Lázaro, sal fuera! Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: - Desatadlo y dejadle andar. Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él». Muchos creyeron. Y los que no creían en Jesús, ese mismo día decidieron matar a Jesús y a Lázaro. Es definitivo. Ya no hay vuelta atrás. La resurrección de un muerto es demasiado y deciden matarlo. Este evangelio en las vísperas de la semana santa me conmueve. El último milagro de Jesús sucede por amor. Nadie lo pide. Nadie cree en su poder. Lo hace por amor. Jesús ama a Lázaro. Ama a Marta y a María. Llora conmovido por la ausencia de su amigo. Jesús llegó demasiado tarde. Resucita a Lázaro para una vida temporal. ¿Cuántos años? No importa. Es el amor que hace un milagro que precede su propia resurrección. Él resucitará para la vida eterna. Me habla Jesús de vida en medio de cifras de muertos. ¡Cuántos muertos por una enfermedad incontrolable! Mi corazón llora como el de Jesús. Yo quiero más milagros como ese en mi vida. Quiero que la muerte no me toque. Ni la enfermedad, ni el dolor. Lo suplico. Quiero que me salve de todas mis dolencias. Pero no es así. Ese Jesús mío en el que creo no hace muchos milagros, no sana siempre. Pero sí me salva, sí me resucitará un día. Yo quisiera que todo fuera distinto ahora. Camino entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad. Me confronto con mis límites e impotencias. Creo que Jesús viene a mi dolor y a mi casa como hizo en Betania. Creo que Él recorre el camino hasta mi hogar y escucha mi llamada como escuchó la de Marta y María. Quiero que aumente mi fe. Que aumente mi fe en el Dios que viene a salvarme, a levantarme cada vez que no sé cómo confiar en el siguiente día. Sueño con días nuevos en los que se acabe el dolor. Sueño con una vida sin sufrimiento. Y Jesús sólo me pide que crea, que no deje de creer en lo imposible. Que crea en mí mismo y en todo lo bueno que hay en mí y en las personas. Que crea en su poder infinito que transforma mi vida y la hace mejor. Que crea que lo que ahora veo con dolor y miedo no es el final. Que estoy llamado a la vida eterna. Y a vivir aquí con la mirada puesta en el cielo y que mis lagrimas serán enjugadas un día, en un abrazo que será definitivo. Allí cesarán el dolor y el miedo para siempre.

 



[1] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

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