Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de noviembre de 2020

Domingo 29 de noviembre de 2020 | Carlos Padilla

Retiro de Adviento

Lucas 2, 1-7

«Y sucedió mientras estaban en Belén, que a María le llegó el tiempo de dar a luz»

28 noviembre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«José y María hacen del establo su hogar, el lugar más sagrado de sus vidas. Ese pequeño establo se convierte en el cielo presente en la tierra»

Tiene esta Navidad algo que es diferente. Es un año diferente, difícil, de pérdidas, de miedos e inseguridades. Un año en el que todo se ha complicado y los planes se han cancelado. Muchas renuncias, muchas derrotas, muchas pérdidas. Y en medio de todo lo que vivo se me invita ahora a vivir el Adviento como un tiempo de esperanza y de luz. Se me pide que me ponga en camino. Como José y María hace ya tanto: «Por aquel tiempo, el emperador Augusto ordenó que se hiciera un censo de todo el mundo. Este primer censo fue hecho siendo Quirino gobernador de Siria. Todos tenían que ir a inscribirse a su propia ciudad. Por esto salió José del pueblo de Nazaret, de la región de Galilea, y se fue a Belén, en Judea, donde había nacido el rey David, porque José era descendiente de David». Una llamada que escuchan en el mundo y disciernen que tienen que ponerse en camino. Escuchan la voz de los poderosos y hacen silencio. No es un ángel el que interviene para que actúen. Son Augusto y Quirino. Dos poderosos los que los obligan a emprender un viaje que no desean. No es el mejor momento. María está encinta. Y tiene mucho peligro un viaje tan largo. Y allí no tienen un lugar previsto para alojarse. No han hecho reservas como nosotros haríamos para evitar contratiempos. José y María se lanzan al vacío sin saber si hay red. Confían en ese Dios que los ha amado primero. Los ha llamado a estar juntos. Si Dios quiere que su propio hijo nazca fuera de Nazaret, así será. Y Él se encargará de que todo resulte. Confían en su amor y se ponen en camino: «Fue allá a inscribirse, junto con María, su esposa, que se encontraba encinta». Escuchan el mandato y obedecen. En este Adviento, entre muchas voces, escucho a Dios que me pide que me ponga en camino. Y yo salgo de mí, de mi cueva, de mi mundo interior, para ir al encuentro del hombre. Justo en medio de una pandemia que se me impone desde fuera, con restricciones a las que me obligan, en mi libertad interior yo abro una ventana de luz al caminar. Venzo todas mis perezas y me pongo a andar. Me gusta la imagen del camino interior que tengo que recorrer para vivir bien este Adviento. Dejo las comodidades de mi vida para salir. Confío, me arriesgo, me pongo en camino. En esta Navidad de las distancias Dios me pide que haga este camino interior que me lleva a la lejanía al encuentro. Así comienzo este retiro.

Tres actitudes que menciona el Papa Francisco al comenzar el Adviento son las que quiero profundizar: «Tres actitudes: vigilantes en la oración, trabajadores en la caridad y exultantes en la bendición. Es decir, debo orar, con vigilancia; debo ser trabajador en la caridad –la caridad fraterna: no solo dar una limosna, no; también tolerar a la gente que me molesta, tolerar en casa a los niños cuando hacen demasiado ruido, o al marido o a la mujer cuando están en dificultad, o a la suegra. Tolerar, siempre con la caridad pero activa. La alegría de bendecir al Señor. Así debemos vivir este camino, esta voluntad de encontrar al Señor». Tres actitudes como punto de partida para empezar mi camino a Belén. Me parecen las tres muy importantes.

 

 

 

A. Una vida de oración muy intensa

La primera actitud que tengo que cuidar es la de la oración. El Adviento me invita y anima a cuidar un clima de oración en mi alma. La pandemia no siempre ayuda a entrar en intimidad con Dios. Podría ser, pero no siempre ha sido así. Hemos pasado más tiempo en casa y menos en el coche por los caminos. Más tiempo con los míos o en soledad y menos en encuentros sociales. Al principio parecía que podría ser una oportunidad para desarrollar hábitos nuevos en relación con Dios. Puede que para muchos haya sido así. Me han contado cómo muchos han crecido en su oración. Han amado más a Dios. El tocar la inseguridad en sus vidas ha permitido que surja la necesidad de buscar en el corazón, en lo más hondo, en Dios mismo, una seguridad que nadie les pueda quitar. Así lo han vivido muchos. Pero no siempre ha funcionado. Hay muchas otras personas que confiesan con dolor que se han alejado de Dios durante estos meses. Ha disminuido su vida de oración. Las misas virtuales por zoom no logran reemplazar la misa presencial. No han podido confesarse en mucho tiempo. Les ha costado ver a Dios en lo cotidiano de su vida doméstica. Me comentaba una chica el otro día que cuando iba a la Prepa, antes de la pandemia, ahí sí podía encontrarse con Jesús paseando por el campus, pero ahora en casa no lo lograba. Me gustó esa imagen: Jesús paseando por mi vida. Un Dios encarnado al alcance de mi mano. Jesús estaba con ella, con los jóvenes, paseando entre ellos. Parece que en casa las cosas son más difíciles. No hay un lugar para rezar. ¿Por qué? En casa vivo con mi familia, con los míos, ¿por qué me cuesta más? Las distracciones son mayores. Además hay casa donde faltan símbolos religiosos. Hay cuadros bonitos, famosos, pero no hay ninguna cruz. Hogares en los que falta una imagen de María ante la que rezar, no hay donde mirar. Es importante tener un lugar en el que rezar, en el que descansar. Un altar familiar, un santuario hogar. Con frecuencia hay demasiadas pantallas y me distraigo. Tengo menos espacio para mí, para estar en paz y tranquilo, en silencio, porque mi casa está llena. No logro tocar a Jesús que camina a mi lado. En Adviento se me invita a buscar lugares para la oración. Me pongo en camino para encontrarme con Dios que sale a mi encuentro en lo cotidiano. Es este un tiempo para orar más, para intensificar mi silencio. Siento que el mal de mi tiempo es el multitasking, quiero hacerlo todo a la vez. Pierdo la paz. Quiero aprender a rezar. Quiero aprender a hacer sólo una cosa de una vez, en el presente. Hacer bien lo que ahora me toca hacer. Me gusta una expresión que escuché el otro día: «Una vez, una oportunidad». Es una frase que procede de Japón. Algún día moriré, pero el resto de los días no. Tengo que aprovechar cada día de mi vida viviendo en presente. De mí depende hacer que mi presente sea memorable. Aún en medio de mi pandemia esto es así, no puedo esperar a que todo esto pase. No quiero que me distraigan los mensajes que llegan a mi celular, que no me saquen de mi interioridad las pantallas que exigen mi presencia. Quiero descansar en Dios en presente, aquí y ahora. En Él quiero habitar cada día. Tengo claro que lo que ahora vivo nunca más va a existir. No puedo dejar pasar esa oportunidad que Dios me da. Dios se manifiesta aquí y ahora. En la ceremonia del te en Japón se trata de que ese encuentro con tu invitado sea algo único. Disfrutar de los que me acompañan como algo único, como un momento especial. Esa persona que está ante mí no va a volver a encontrarse conmigo de la misma manera nunca. Si no aprovecho el momento, pasa y lo pierdo. Puedo aprovechar ese momento o dejarlo pasar.

El Adviento se presenta ante mí como una oportunidad para crecer en mi oración, en mi amor a Dios. Me siento débil, mi vida de oración es muy frágil, vivo en la superficie de la vida. ¿Cómo es mi vida de oración? ¿Cómo puedo hacer para orar como Jesús que se iba a la montaña y permanecía en vela orando toda la noche? Jesús les enseñó a los suyos el padrenuestro. Una oración espontánea tan lejana de los salmos. Era una oración libre, honda, auténtica. Jesús les rompe sus esquemas judíos, acostumbrados a repetir los salmos aprendidos de memoria por tradición familiar. Con Jesús pueden rezar espontáneamente. Hoy el padrenuestro se ha convertido en algo rutinario. Antes no era así. Quiero ahora detenerme en diferentes tipos de oración. Así cada uno puede ver cuál quiere cuidar en este tiempo. ¿Cómo es la calidad de mi oración? Me pregunto por mis motivaciones: ¿Para qué rezo? Algunos lo hacen para tranquilizar la conciencia. La oración se convierte en una obligación. Es como si debiera hacerlo. El sacerdote me pide como penitencia en la confesión, que rece. Siento que no cumplo con el mandamiento. Es obligación, aún no necesidad. No siento como si me falte algo, simplemente es la culpa lo que me inquieta. En ocasiones rezo para pedir cosas. Hago así lo que Jesús me dijo, que pidiera siempre, que si pido algo lo obtendré. Y así lo hago, me siento niño, necesitado, dependiente. Pero he experimentado que a menudo mi oración no cambia el curso de los acontecimientos. ¡Cuánta gente se enoja con Dios porque no escucha sus peticiones! Jesús me pide que insista, que persevere, que me haga niño, hijo necesitado. Experimentar la necesidad me salva, me abre al amor misericordioso de Dios. Busco al Dios que me salva. Soy frágil y necesito pedir. Otras veces siento que rezo para agradecer por los dones recibidos. Es fundamental la alabanza en mi vida. Es el momento de la gratitud. Doy gracias a Dios por todo lo que hace en mí sin que sea un derecho. No puedo estar mejor que ahora porque viene a verme, porque me habita. La oración de los salmos es así. Aclamo a Dios alabando su nombre, su bondad, su luz, su misericordia. Esta oración ensancha el alma, me alivia y alegra. Otras veces medito la vida como decía el P. Kentenich. ¿Qué me quiere decir Dios con lo que ha sucedido? Saboreo los acontecimientos del pasado. Y previvo con ilusión lo que va a acontecer. Dios me habla a través de acontecimientos cotidianos. Medito la vida, al Dios de mi historia y busco luces que me den alegría. Dios logra que en esa meditación me alegre de su presencia. Otras veces tan dolo busco la paz, es lo que necesito. Estoy nervioso, inquieto, agobiado, lleno de angustia. Necesito encontrar la paz contemplando. Toco el instante presente en la contemplación silenciosa. Nada me perturba. Logro adentrarme en mi alma. Palpo mi vida en presente. Ese aquí y ese ahora es donde Dios me habla. Contemplar me ayuda a estar donde estoy, en presente, sin huidas hacia el pasado o el futuro. Descanso en Él a través del silencio. Encuentro paz para poder dar paz a otros. Ojalá me encuentre con Dios. Mindfullnes me lleva a encontrar paz en mi día. La contemplación me lleva a descansar en Dios. Busco paz y descanso. Es algo que me regala la oración, la presencia del Espíritu Santo. Puede ser también que la oración sea un tiempo de discernimiento. Necesito saber lo que Dios me pide. La fe práctica en la Divina Providencia me dice que tengo que orar para tomar decisiones importantes. Lo hacemos como matrimonio. Discernimos lo que Dios nos pide. ¿Qué quiere que haga Dios? No todo lo que alguien me pide es de Dios, aunque me lo pida un sacerdote. Lo medito con mi cónyuge, o solo. Oro y pongo ante Dios la decisión que he de tomar. ¿Cuál es la decisión correcta? Lo pienso, me doy tiempo, busco paz para saber lo que me dice. Otras veces busco en la Palabra de Dios lo que despierta en mí. La Palabra de Dios siempre es un cuchillo de doble filo que despierta vida en mi alma. Ecos que sacan lo que hay en mi corazón. En la Lectio Divina descubro al Dios que me habla hoy.

Estas formas diferente de oración buscan que la oración llegue a ser una segunda naturaleza en mí. De tal manera que cuando no rezo me falta algo fundamental. Si no tengo los ritmos de oración me siento nervioso. Necesito estar con Él y cuando no puedo, estoy inquieto, fuera de mi centro. Cuando el P. Kentenich estuvo un mes en un zulo en Coblenza lo vivió con mucha paz. ¡Qué duro debe ser no tener nada para distraerme, para comunicarme con las personas y permanecer encerrado! Es muy duro. Él pudo llevarlo con paz porque estaba acostumbrado a la oración, al silencio, a la soledad. Cantaba en alto y lamentaba no saberse más estrofas de las canciones. En general me cuesta estar solo, sin distracciones. Y sé que sólo así es como puedo cavar muy dentro de mi alma. Puedo hacer más silencio y callar esperando a que Dios me hable. Este Adviento es una invitación a seguir los pasos de Dios que viene a mi encuentro en oración. Como la llamada que escuchan José y María camino a Belén, esa primera llamada del censo. Los ángeles hablan con María y luego con José en sueños. Dios usa ángeles para hacerme ver lo que tengo que hacer en cada momento. Personas que me ayudan a poner las cosas en su sitio y saber el camino a seguir. Él también me habla en lo que sucede en el mundo. Ahora, en este año me ha hablado de forma poderosa. Una pandemia ha paralizado este mundo en el que vivo. Una pandemia en la que todos estamos inmersos. No se salvan los poderosos ni los ricos. Todos necesitan cuidarse para salvar la vida. Una enfermedad que no respeta a países. Afecta a todos por igual, aunque algunos tengan más medios para superar la enfermedad. Pero afecta al mundo. Una llamada general como la del censo. En el Evangelio era necesario ir a inscribirse a un lugar. Una orden que parece injusta, porque María está en cinta y es peligroso el camino. Su embarazo está avanzado. A menudo las llamadas de Dios suceden en lo que acontece en el mundo. ¿Qué me está diciendo Dios a mí en medio de esta pandemia? ¿Qué quiere que haga, cómo quiere que me comporte ahora que estoy viviendo con miedo, con inseguridad, sin certezas? Tengo que discernir en silencio los pasos a dar. A veces me acostumbro a vivir con cuidado, para no contagiar, para no hacer daños a otros ni poner su vida en peligro. ¿Qué ha cambiado en mi vida en este año tan diferente a otros? Han pasado ya muchos meses. Las cosas no se arreglan tan rápido como pensaba. El virus no desaparece y eso que en medio de los miedos coroné a María como Reina de mi vida para no tener miedo. Lo hice consciente de mi impotencia. Sin su amor, sin su fuerza, sin su poder no podría salir adelante. Escucho la voz de Dios en las voces del tiempo que me toca vivir. Dios me habla a través de las pérdidas que he sufrido muy cerca. El dolor de la enfermedad que destroza tantos hogares me duele mucho. Ya lo que antes era habitual ahora no lo es. Estar todos juntos celebrando sin medidas de protección parece algo muy lejano. Dar abrazos, compartir con las personas mayores, con los vulnerables. Comer con otra familia sin precauciones. Compartir el día a día. Es todo tan diferente. Y en medio de esta indefensión Dios, como hizo entonces con José y María, me pide que me ponga en camino. El mundo en la voz del gobernador los llama. Pero ellos, en su mundo interior lleno de silencio, escuchan la voz que confirma el mandato. Sí, necesitan caminar, salir de casa, arriesgarlo todo.

Busco el silencio en Adviento. Dejo el celular cargando. Me alejo de las pantallas para orar. Escucho las voces de Dios en el tiempo y en el alma. ¿Cómo es mi vida de oración? ¿Qué profundidad hay en el alma?

B. El cultivo de la caridad fraterna

Es un tiempo para el amor misericordioso. Un tiempo para ser hogar para otros. En el camino a Belén José y María no encuentran posada. Pasan por diferentes posadas y los reciben con las puertas cerradas: «Y sucedió mientras estaban en Belén, que a María le llegó el tiempo de dar a luz. Allí nació su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, porque no había alojamiento para ellos en el mesón». Me gusta la importancia que tienen las posadas aquí en México. La caridad comienza por casa, como siempre decimos. Con el prójimo, con el que está a mi lado. También tiene que ver con el que está lejos, con el que me cuesta, con el que me ama. Es lo que el Papa Francisco ha acentuado en su encíclica «Todos hermanos»: «Finalmente, recuerdo que en otra parte del Evangelio Jesús dice: - Fui forastero y me recibieron (Mt 25,35). Jesús podía decir esas palabras porque tenía un corazón abierto que hacía suyos los dramas de los demás. San Pablo exhortaba: «Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran» (Rm 12,15). Cuando el corazón asume esa actitud, es capaz de identificarse con el otro sin importarle dónde ha nacido o de dónde viene. Al entrar en esta dinámica, en definitiva experimenta que los demás son «su propia carne» (Is 58,7)». Me gusta esta reflexión del Papa. Salgo de mi carne para acoger la carne de mi hermano, para caminar a su lado, para hospedarlo en mi hogar. El Adviento me invita a ser más generoso, a abrir la puerta de mi hogar, la puerta de mi alma. Pero ahora que la convivencia es excesiva puede costarme. No es tan fácil el roce diario. La caridad entre los cónyuges no es un imperativo, es más bien un estilo que hay que cuidar. No siempre es fácil aceptar las cosas que me cuestan del otro. No logro que me obedezca y se adapte a lo que yo quiero para él. El regalo del amor matrimonial pasa por ver a Dios en el otro. Por amarle en lo concreto, por quererlo en profundidad, amando lo bueno y lo malo que tiene. Es el desafío más grande de la vocación matrimonial. Ver a Cristo en la persona que amo. Con frecuencia logro verlo cuando reza, o cuando es bondadoso, o cuando piensa en mi felicidad. Pero luego, cuando hace lo que no me gusta, en lugar de ver a Dios veo al Demonio. Cuando no me trata como lo hace Jesús, no lo veo presente en su carne. Por eso necesito implorar hoy una caridad que me salve. Que me haga amar al otro como es. En una serie de televisión «This is us», dos novios hacían un juego para conocerse mejor. Consistía en decir sin pensar lo que preferían. ¿Carne o pescado? ¿Animal doméstico preferido? ¿Ingrediente preferido para la pizza? ¿Playa o montaña? Cuando uno lo hace en el matrimonio puede parecer que la incompatibilidad es insuperable. Acentúo entonces las disyuntivas y parece imposible llegar a ser una sola carne. O yo cedo y me sacrifico o lo hace el otro. Es cierto que las disyuntivas dividen. El amor matrimonial integra, une. El ideal sigue siendo llegar a ser una sola carne. Hacer mucho tiempo un matrimonio me decía que cuando se casaron vieron una incompatibilidad en la forma de vivir la vida en común. Al casarse no sabían que lo veían todo tan diferente. Las tensiones se fueron sucediendo. Parecía que no había solución, pero ellos optaron por luchar. Y ahí siguen, luchando por ser una sola carne. ¿Cómo se puede llegar a ser una sola carne? Puede que al final incluso me guste lo tuyo por obra de Dios. Me enamoro de lo que a ti te enamora. Así puede ser en el amor matrimonial. Y también en las otras formas de amor que vivo. El amor paterno, materno, filial. En este tiempo se ha acentuado lo cotidiano. Y exige de mí más entrega. Veo con más claridad lo que me cuesta amar de las personas que amo. Me cuesta reaccionar bien ante las críticas o cuando no se hace lo que yo deseo. He tocado la fragilidad del corazón, del amor. El Adviento es una oportunidad para crecer en el amor en este tiempo, para crecer en el encuentro, en la caridad. ¿Hasta dónde llega la caridad? ¿Cómo tengo que vivirla cada día?

El adviento es un tiempo para regalar, para regalarme, para darme. No quiero vivir con miedo a perder. Vivo amando sin reservarme nada. En lugar del o-o uso el y-y. algo que incluye, que integra. Abro las puertas de mi posada al otro. Las puertas de mi alma. Me gusta el canto de las posadas. En este canto se ven muchas excusas razonables para no abrir la puerta ante la insistencia de los que llegan: «En nombre del cielo, pedimos posada pues no puede andar, mi esposa amada. No sean inhumanos, tennos caridad que el Dios de los cielos se los premiará Venimos rendidos desde Nazaret, yo soy carpintero de nombre José. Posada te pido, amado casero, pues madre va a ser, la reina del cielo. Mi esposa es María, es Reina del cielo y madre va a ser del divino Verbo». Me piden entrar pero yo lo evito porque tengo miedo. No quiero complicaciones y tengo mis razones: «Aquí no es mesón, sigan adelante, yo no puedo abrir, no sea algún tunante. Ya se pueden ir, y no molestar porque si me enfado los voy a apalear. No me importa el nombre, déjennos dormir pues yo ya les digo que no hemos de abrir. Pues si es una reina, quien lo solicita, ¿cómo es que de noche anda tan solita?». Dan razones para no abrir. No se fían, piensan que puede haber malas intenciones detrás de su petición. A menudo cierro la puerta de mi vida por razones parecidas. No quiero que me perturben. No me fío de quienes llaman a mi puerta. No quiero que me molesten. Las palabras del Papa Francisco en la Encíclica me invitan a vencer los prejuicios y los miedos que no me dejan abrir la puerta: «Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos»[1]. El que me pide posada tal vez ya está en mi vida. pero yo no dejo que entre en mi intimidad. ¡Cuántas personas hay que por miedo a ser heridos mantienen la distancia y no me dejan acercarme! Hoy me doy cuenta de algo esencial, sólo no puedo caminar. La experiencia de José y María fue esa. No podían caminar solos. Necesitaban la misericordia de los que podían abrirles su hogar. Así apareció alguien que les dejó un lugar dónde dormir. Aunque fuera el lugar en el que pasaban la noche los animales: «¿Eres tú José? ¿Tu esposa es María? ¡Entren, peregrinos, no los conocía! Entren santos peregrinos, peregrinos, reciban este rincón, que aunque es pobre la morada, la morada, os la doy de corazón». Es un canto que me habla de la caridad que abre la puerta. Quiero crecer en esa generosidad, en ese vencer las barreras que me apartan de mi hermano, del que incluso comparte mi mesa, pero no mi vida en realidad. La caridad comienza en mi corazón. Es un tiempo de hogares abiertos. A lo mejor faltan los abrazos, pero está esa entrada a través de las pantallas. Cuido la creatividad para que los vínculos no se enfríen. Estoy abierto a pensar que en cada persona que golpea mi puerta me habla Dios, viene a verme.

C. La alegría de la bendición

En mitad de este tiempo tan duro desconfío y me pongo triste. En medio de la oscuridad de la pandemia me falta luz para ver y poder iluminar el camino a otros. En medio de tantos miedos e incertidumbres necesito aferrarme a la certeza de un Dios que viene a buscarme. Brota la alegría y la confianza dentro de mi corazón sólo cuando dejo que Dios entre. Soy bendecido por Él y entonces puedo bendecir a otros con alegría. Bendecir quiere decir hablar bien de alguien, expresar mi amor, mi cariño. No dejo de creer, de esperar, de anhelar el cielo en la tierra. Es verdad que hoy falta alegría a mi alrededor. Nadie quiere unas Navidades con distancias, sin poder acoger y festejar con mi familia, con los que no están cerca el resto del año. Pero no puedo hacer otra cosa. Sólo puedo aceptar la realidad cuando veo que no puedo cambiarla. Y quiero aprender a vivirla con alegría. Es cierto que suena raro hablar de alegría hoy. Estoy rodeado de cosas malas que suceden. Muerte de seres queridos, la enfermedad que deja secuelas, la crisis económica que echa a perder la vida de tantas familias, muchos proyectos frustrados que llenan el alma de indignación. En medio de esta guerra, de esta pandemia, ¿cómo es posible permanecer alegre y dar esperanza? Estoy llamado a entregar esa alegría y esperanza en este tiempo bendiciendo a los que están a mi lado. Quiero acercar a Dios a los hombres. Viene a acampar entre nosotros y esa es la gran noticia. Con la alegría de Jesús que nace quiero hacerles ver la vida a los hombres de forma diferente.

Para poder vivir así, con alegría y dando esperanza, tengo que mirar antes en mi corazón. ¿Dónde busco yo la esperanza y la alegría? ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría interior? ¿Qué me causa más alegría en mi vida? La fuente tiene que estar dentro de mí, para poder sacar siempre agua. Si mi alegría está fuera y depende de cosas fuera de mí no podré ser feliz de forma constante. Si mi fuente de la alegría la encuentro en la oración y no dejo de rezar, pierdo esa fuente. Si mi alegría la encuentro en compartir la vida con mis amigos y seres queridos y la pandemia no me deja salir de casa, no tendré una fuente de alegría fundamental. No puedo renunciar a mis fuentes de alegría. Tengo que ser creativo, usar el zoom si no puedo salir y encontrar momentos para la oración. Si mi fuente de alegría es la lectura, y no me dejan leer las obligaciones constantes, no puedo vivir quejándome y diciendo que no me dejan leer. Tendré que buscar mis momentos sacrificando otras cosas. Si una fuente de mi alegría es ir a la montaña, o hacer deporte, buscaré momentos para hacerlo, sin quedarme en las excusas. Si no sé cuáles son mis fuentes de alegría tendré que empezar a pensarlo y cuidar esas fuentes ocultas que me puedan quitar la pena que tengo, la nostalgia, la tristeza. Es importante saber cuáles son y cuidarlas. Y si mi cónyuge no sabe tampoco qué es lo que a mí me da alegría, no va a respetar mis tiempos para cuidarlas. También tengo fuentes de alegría matrimoniales. ¿Cuáles son? ¿Cómo las cuido? Por ejemplo pasear juntos por la calle, por un parque. Cantar juntos, ver una película o una serie. Si no lo hago por pereza, algo está fallando en la relación. Estoy descuidando una fuente muy importante para el amor matrimonial. Si no cuido el diálogo y realmente es una fuente de alegría, estoy dejando que se seque el amor. Si una fuente es la ternura y no la cuido, se agota esa fuente. Si no cuido esas fuentes interiores, no habrá agua, no habrá alegría dentro de mí. Viviré amargado y en guerra con el mundo. Estaré insatisfecho y me acabaré yendo y dejando todo lo que parecía tan seguro. La familia tiene también fuentes de alegría en lo cotidiano de esta pandemia. Mi alegría no puede depender de lo que está por venir. Mi fuente de alegría, lo que de verdad me alegra tiene que estar dentro de mí. No puede depender de cosas que e no controlo: que mi equipo gane, que me toque un premio, que mi jefe me alabe, que mi cónyuge me diga algo bonito, que salga el sol y no llueva, que se puedan realizar mis planes. Si es así estaré siempre expuesto a los vientos como una veleta. Esa fuente interior me da una alegría constante. Si no será todo muy volátil. Si me han tratado bien estaré alegre. Si he triunfado estaré feliz. Si no lo logro, iré triste por los caminos. Tengo que pedirle a Dios que me ayude a encontrar mis fuentes de alegría verdaderas y profundas. El P. Kentenich enfrentó con paz el tiempo en el zulo porque sabía cuáles eran sus fuentes más hondas. Si mi sacerdocio depende de dar charlas y confesar y no puedo hacerlo, me amargaré. Necesito cuidar esas fuentes que no dependen sólo de lo exterior. 

Mi alegría está fundada muchas veces en las expectativas que tengo de la vida. Hay expectativas razonables que es bueno esperar. Me alegran, me ilusionan, me despiertan, me motivan. Son pretensiones de futuro razonables. Poder hacer un viaje como familia, un ascenso en el trabajo, un éxito en el proyecto que tengo entre manos, que mi cónyuge me celebre bien el cumpleaños. Son expectativas que entran dentro de lo justo. Pongo exigencias razonables a la vida. No es malo esa alegría de lo que espero, de lo que deseo. Si sucede como yo quiero estaré alegre. Lo malo es que mi expectativa no resulte y yo me amargue. Esa inmadurez para enfrentar los contratiempos no puede ser un obstáculo para ser feliz. Tengo que aprender a llevar con paz y alegría los contratiempos del camino. Si no lo logro estaré con frecuencia enojado con la vida. Por otro lado, en ocasiones mis expectativas con exageradas. Pongo exigencias en los que amo y en los que me aman. Pretendo una alegría que depende de que se den las condiciones favorables en los demás. Espero que cambien, que se acuerden de las cosas que yo me acuerdo, que me amen como yo los amo, que se les ocurran formas ingeniosas de hacerme feliz. Y no sucede, no se les ocurre, no resulta. Entonces pierdo la paz y la alegría. Quiero aprender a valorar y cuidar las pequeñas alegrías cotidianas, las de la vida diaria. Si no me creo con derecho a todas las cosas que poseo y suceden en mi vida, seré más feliz. Cuando vivo exigiendo cosas a las que creo tener derecho, me amargaré. Quiero aprender a alegrarme con el día a día, con los encuentros cotidianos. Vivirlos con una sonrisa. Con el alma alegre. Pienso en la piñata del Adviento. Es algo que me habla de expectativas que pueden o no cumplirse. Me tapan los ojos y a ciegas intento golpearla y que se rompa. Sueño con los dulces que tiene dentro. Cuando acierto con mi golpe y caen los dulces, el premio no es sólo para mí, es para todos. No sólo para el que logró abrir el tesoro. Pienso que en la vida uno es más feliz cuando da aún con los ojos cerrados, buscando la felicidad de los demás. Soy más feliz cuando regalo, más que cuando recibo. Más feliz cuando amo que cuando soy amado. Más feliz cuando logro que otro sea más feliz que yo, aunque yo no lo sea tanto. Esa alegría del que ama es más permanente. Eso me gusta. Pienso en esa piñata. Pienso en José y María que hacen del establo su hogar, el lugar más sagrado de sus vidas, con una montaña de ternura y unos pobres pañales. Pienso en ese pequeño establo de Belén, que es el cielo en la tierra. Jesús se hace carne entre pañales y convierte ese lugar para animales en un verdadero palacio. María lo hace posible con todo su amor y entrega. Quiero ser como María y hacer de mi vida un paraíso, esté donde esté. Si lo logro haré que la vida de muchos sea más feliz. Es este el misterio del cristiano que vive su vida arraigado en Dios y entregándose a su prójimo.

 



[1] Papa Francisco, Encíclica Todos hermanos

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