Homilía del padre Carlos Padilla - 29 de septiembre de 2019

Domingo 29 de septiembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXVI Tiempo Ordinario

Amós 6, 1a.4-7; 1 Timoteo 6,11-16; Lucas 16,19-31

«Si un muerto va a ellos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: - Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto»

29 Septiembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Hay personas que en la salud son remanso de paz para los que necesitan consuelo. En la enfermedad tienen paz ante lo adverso. En su confianza arraigada en Dios se diluyen los miedos»

A veces siento que soy un poco obsesivo con mis cosas. Me centro en algo. Y no puedo parar de pensar en ello. Quiero conseguirlo ya, hacerlo de forma inmediata, empezarlo lo antes posible. Da igual lo que sea. Una cosa, un proyecto, una persona, un sueño. Dicen que luchar por lo que uno quiere es fundamental en la vida. Tener objetivos claros y metas precisas dan color a lo que hago. Es verdad. Pero quizá en ocasiones me siento como aquella ardilla de la película Ice Age que se obsesiona con conseguir su bellota. No para de correr detrás de ella intentando alcanzarla. Pierde de vista en sus ansias todo lo demás. Solamente una cosa persiguen sus manos. El deseo de alcanzar esa bellota prometida. Así me siento yo a veces corriendo detrás de mi bellota. Con una obsesión cercana a la neurosis. Intentando alcanzar metas imposibles. Tratando de conseguir sueños inalcanzables. Intento llegar a las cumbres a las que nadie llega. Lo hago de forma obsesiva. Vivo centrado en aquello que deseo. ¿Me hace bien ser tan obsesivo? Hay formas de ser diferentes. Hay personas muy calmadas a las que en lugar de sangre les corre horchata por las venas. En lugar de sentimientos tienen ideas o palabras en el corazón. Parece que no sufren ni padecen. Ni sueñan ni desean. La vida les corre por la superficie de la piel. No tienen grandes pretensiones ni pasiones. O a lo mejor es lo que parece a primera vista en apariencia. Creo que ser obsesivo puede llegar a ser peligroso. En ocasiones puedo dejar de ver todo lo que tengo a mi alrededor porque vivo persiguiendo mi bellota. Paso por delante de personas, dejo de interesarme por los intereses de otros. Cuando lo que yo deseo parece tan vivo y lleno de color ante mis ojos lo demás palidece y me resulta intrascendente. La obsesión es buena en ciertos momentos porque me lleva a no estar quieto. Me hace salir de la pereza, de la desidia, de la tristeza o la depresión. Y me pone en camino con una fuerza inusitada. Me gusta esa forma de ver las cosas. Mis obsesiones no son siempre malas. Pueden ser muy buenas porque hacen que esté pendiente de otros en lugar de estar pendiente de mí mismo. He decidido entonces no dejar de ser obsesivo. Bueno en realidad lo que he decidido es seguir siendo yo mismo, fiel a mí mismo. Me dicen que no tengo capacidad para la diplomacia. Y yo entiendo entonces que eso significa ser yo mismo, seguir aquello que hay en mi corazón, mirar mi alma y obedecer. Ser fiel a mis intuiciones. Entiendo que se trata entonces de aceptar como verdaderos mis deseos más hondos. Y reconocer que aquello que persigo es un bien para mi vida. Lo que no quiero es dejar de mirar al lado. No quiero apartar la vista de aquellos que se detienen al borde de mi camino. Quizá no estén en el centro de mi obsesión. Pero forman parte de mi vida. Creo que las personas obsesivas tienen en su corazón el deseo de abrazar la eternidad en el instante presente. Es como si quisieran recorrer un camino infinito con pies de barro. Y pretenden una felicidad plena antes de tiempo. Quieren que desaparezca la tristeza que se mezcla casi siempre con la sonrisa. Quieren lo que es eterno en el tiempo que tocan. Sé que la felicidad que ansío es sólo un pálido reflejo del cielo aquí la tierra. Está llena de abrazos y gestos. De luces y sombras. Esa felicidad que toco es una música que se filtra en mis entrañas y hace posible que el frío se convierta en calor, y el silencio en alabanza. Por eso he decidido no renunciar a mí mismo para ser fiel al camino que Dios ha marcado en mi alma. Ha cavado Dios un surco profundo en mi alma en el que caen semillas y dan fruto. Su mano bondadosa las riega sin que me dé cuenta. No me preocupan esas obsesiones que me llevan a luchar por conseguir lo que deseo. Aunque me pierda corriendo de un lado a otro persiguiendo sueños posibles e imposibles. Deseo con toda mi alma abrazar al mundo entero. Retenerlo en mi corazón y permitir que estalle llenando todo de vida. Sinceramente no creo que nadie haya amado nunca demasiado. Siempre es poco lo que puedo dar con mis manos humanas tan frágiles. Es poco lo que puedo entregar cuando apenas yo mismo me poseo. Mis obsesiones no me quitan fuerza. Me marcan un sendero. Me sacan de mi pereza y me ponen en camino. Quiero aprovechar el fuego que corre por mis venas. Soñar con que lo imposible pueda hacerse realidad entre mis dedos. Sin descorrer el velo del misterio. Sin ocultar la luz de la esperanza.

Hay en la vida siempre un camino largo y otro más corto. Miro la meta, avisto el horizonte y sueño. Dos caminos ante mí, o más, unos más cortos, otros más largos. A veces tengo prisa y opto por el corto, ahorro metros, apuro el tiempo, llego antes. Como si todo se jugara en llegar a tiempo a todas partes. Me muevo sin pausa, sin prisas. Como si alguien esperara en algún lugar mi llegada a tiempo. ¿Y si no es así? ¿Y si nadie me espera? Tanto afán por medir el tiempo, la productividad, el hacer las cosas en su momento. Desde que recuerdo sé que me cuesta perder el tiempo. No hacer lo que tengo que hacer en el momento oportuno. Y me ofusco como un niño malcriado cuando no me cuadran los tiempos. Me da miedo no aprovechar cada momento exprimiendo los segundos. El camino corto parece el más adecuado para hacerlo todo posible. El camino largo me resulta demasiado alejado del objetivo que persigo. Quiero iniciar el camino al cielo cada mañana, rompiendo los moldes de una vida acomodada. ¿Es largo el camino de volver a empezar de nuevo? ¿Es demasiado lento el paso por lo profundo de mi vida buscando respuestas? Parece más rápido vivir en la superficie de las cosas sin pensar mucho, sin reflexionar en exceso. Al fin y al cabo, la vida son dos días y no sé cuántos me quedan aún por delante. No sé si son pocos o muchos. Me asusta a veces que sean demasiados. Y veo muchas oportunidades para hacerlo mal, para fallar y no estar a la altura que esperan de mí. Pienso en una vida corta compensada con un cielo eterno, sin hacer nada importante para merecerlo. ¿Ha merecido vivir todo lo vivido? Escribe Amado Nervo: «Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida; porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino; que si extraje la miel o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: cuando planté rosales, coseché siempre rosas...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!». Al final de mi vida miraré hacia atrás sonriendo. Agradecido. Tranquilo. Sé que habré hecho mi camino de la mano de Dios que me bendice. Hacedor de mis pasos. Soñador de mi vida. Él que siempre creyó en la fuerza de mis manos y en la hondura de mi alma. Porque me ha creado. Por eso hoy agradezco los pasos recorridos. No me importa que el camino sea largo. Al ser así cuento con más opciones donde elegir. Podré acertar o confundirme. Saldrán bien mis decisiones o compromisos o fracasaré en el intento. No importa. Miro mi vida sonriendo. Pienso en el cielo que me espera dentro de un tiempo. Pienso en la tierra en la que me pierdo y disipo ahora. El camino es largo o es corto, no importa. Puedo recorrer caminos largos en el camino a Santiago entre sembrados y bosques. Sé que al hacerlo estoy dando rodeos, no voy directo. Recorro más kilómetros, más tiempo. Lo sé. Pero todo merece la pena. Me gusta invertir mi vida con tal de ver esos paisajes, esos lugares maravillosos. El corazón sueña al contemplar con calma paisajes ignorados. Sé muy bien que hay también un camino corto. Una carretera que ahorra algún esfuerzo. En línea recta llego antes a la meta. Parece ser la ruta ideal. Pero no siempre lo es. Me gustan los caminos dibujados entre bosques y lagos. Me gustan más que la línea recta monótona y aburrida. Me gusta más una vida desgastada en el tiempo que vivir solo para mí ahorrando tiempo y desgaste. Es verdad que esa vida joven cercenada desde la raíz me parece dolorosa e injusta. Y aprecio como un don de Dios una vida larga y plena. Pero nada puedo elegir. Ni vivir más ni vivir menos. No soy yo el que elige la hora de llegar al puerto. Ni tampoco tomé yo la decisión de iniciar el camino de la vida. Fue Dios quien pensó el día de mi nacimiento. Y elegirá para mí el día de la partida. No importa. Confío en sus planes en medio de mi barca. Él tiene en su mano el timón. Sabe de lo que soy capaz. Y cree mucho más en mí que yo en mí mismo. Por eso me gusta soñar con lo que ha de venir. Será mejor porque Él va conmigo. Lo mejor está por venir, me dice al oído. Y yo creo en sus palabras eternas. En su abrazo inmenso. En la vida que hace surgir entre mis dedos. No pretendo vivir con prisas queriendo alcanzar el futuro. Sé que el camino es largo y voy pausado. En medio de mi vida yo decido y elijo. Surco el mar y vuelvo al puerto. Pero sé que mi felicidad se encuentra en esas decisiones que tomo cada día. En los pasos claros y oscuros que voy dando. Sin miedo a confundirme. Sin dudar de una mano que vela en mi camino. Me detengo a apreciar la belleza de todo lo que me rodea, sin prisas. Me calmo cuando el sufrimiento forma parte del presente. Y sé que llegarán días calmados. Y vendrán otros de mar revuelto. Jesús a mi lado, despierto o dormido. Siempre ahí sujetando mis días. Para que no tiemble, para que confíe.

No sé por qué me cuesta tanto que me cambien los planes. Voy en una dirección y súbitamente algo inesperado altera el rumbo. El tiempo perdido. Las ocasiones desperdiciadas. Me duele en el ama cambiar los planes. Dejar de hacer algo. Comenzar a hacer algo diferente. Así, sin haberlo previsto. Son los imprevistos del camino. Los que aparecen y alteran el rumbo. Y yo me enfado, me frustro, me irrito. Quiero como un niño caprichoso que todo vuelva a ser como antes. Quiero aquí y ahora lo que deseo, lo que sueño. Hay un dicho popular que me interpela: «Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes». No quiero hacerle reír, pero una y otra vez le cuento mis planes. Delineo un camino. Dibujo un paisaje. Lleno mi agenda de deseos y sueños. Escribo, para no olvidarme, todo lo que quiero hacer, cómo y cuándo. Lo exijo. Pero ¿y si Dios de repente me cambia los planes? Puede hacerlo. Pero yo le cuento. Una y otra vez lo hago. No quiero que Él borre y vuelva a escribir sobre mi agenda. Puede hacerlo. Yo me defiendo buscando seguridades. Lucho contra mí mismo deseando lo que aún no poseo. Es larga la vida, lo tengo claro. Larga o corta. Y mis planes. ¿Qué importan mis planes? Yo sólo quiero esa libertad interior para tener paz en momentos en los que las contrariedades vengan a intentar amargar mis pasos. La paz del alma en medio de la tormenta. Leía el otro día: «Señor, quiero ser una niña pequeña e irresponsable, despreocupada y dormilona en tus brazos fuertes de Padre. Estoy tranquila y en paz porque con tu amor y tu sonrisa lo tengo todo. Nada me inquieta porque Tú estás conmigo, me aprietas contra tu corazón y me proteges de todo mal. Eres bueno y sólo quieres mi bien, aunque no siempre lo entienda así, confío. Renuncio a controlarlo, entenderlo y llegar a todo. No estoy sola, estás siempre pendiente de mi porque soy tu hija». Quisiera vivir siempre así cuando veo que todo se nubla a mi alrededor. Hago reír a Dios, seguramente, pero yo no sonrío cuando Él lo cambia todo. ¿Qué querrá decirme ahora? La paciencia. Hoy escucho: «Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe». Paciencia para esperar sin desesperarme. Paciencia con las personas que me cuestan por su forma de ser. Paciencia con el que no entiende, con el que yerra, con el que ofende, con el que no cumple. Paciencia cuando me dicen que ahora mismo van a hacer algo y no lo hacen. Mis planes. Mis exigencias. Siempre vivo con prisas. No aguardo pacientemente a que nazca una flor, o crezca una planta. No tengo paciencia con esa semilla que tarda tanto en morir para dar vida. Jesús es manso y paciente. No se altera cuando irrumpen en su vida para alterarle sus planes. No se irrita, no pierde nunca la paz. Un corazón manso es lo que deseo. ¿Cómo pretendo tan a menudo comprender los planes de Dios? Es imposible. No quiero hacerlo. Sus planes son incomprensibles. Simplemente vivo el momento sin prisas. No quiero vivir en el mañana. No quiero desear que el tiempo no pase. O que pase muy rápido para saber cómo termina todo. Los plazos de Dios, sus tiempos. Vistos desde una mirada eterna. En la que el pasado y el futuro se unen. Miro a Dios confiado en medio del mar revuelto. Confío, quiero confiar. Quiero dejar de temer que nada salga como espero. Quiero que sus planes sean los que me alegren el corazón siempre. No es tan sencillo. Me da miedo que la vida me supere y perder la paz. Santa Teresita tenía miedos. En una confesión encontró la paz: «Mi alma era como un libro en el que el Padre leía mejor que yo. Me lanzó a velas desplegadas al mar de la confianza y el amor, que me atraía fuertemente, pero por el cual no me animaba a navegar. Me dijo, que mis faltas no desagradaban a Dios, que en nombre de Dios me decía de parte suya que Dios estaba muy contento de mí. ¡Qué feliz fui al escuchar palabras tan consoladoras! Jamás había oído decir que las faltas podían no desagradar a Dios. Tal aseveración me colmó de alegría y me hizo soportar pacientemente el exilio de esta vida». Mis faltas no desagradan a Dios. Tampoco mi turbación y tristeza ante las contrariedades de la vida. No le molestan ni mis miedos, ni mis caídas. Me quiere como soy y me anima a adentrarme en las aguas revueltas del océano. Los cambios de planes me alteran. Siempre será así, lo asumo. Pero una vez que acepto la realidad como es quiero vivir sin enfadarme. Abrazar con paz el nuevo día, el camino marcado. Aceptar con un corazón alegre la vida con sus límites. No quiero tener miedo a lo que está por venir. No quiero la angustia. No deseo la impaciencia en mi alma. Es tan difícil caminar por senderos desconocidos. Tan duro empezar nuevas rutas que no conozco. Soltar amarras, remar adentro. Y luego esperar con paciencia a que ocurra lo que espero. ¿Y si no ocurre? ¿Y si no sucede cuando quiero? No me amargo. Acepto lo que hay en mi corazón. Le doy un sí a Dios con alegría. Él sabe mejor que yo lo que me conviene. Sabe lo que tengo que hacer. Aceptar la vida como es sin pretender cambiarla. 

Puede que el dinero me dé una seguridad humana en medio de esta vida. Y cuando me falta el dinero tiemblo y siento que me fallan las fuerzas. Esa comodidad de mi situación puede volverme burgués y cobarde. Hoy el profeta Amós lo dice con fuerza: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion, confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo». No quiere Dios que me aburguese y acomode. No quiere que viva banqueteando, de espaldas al que sufre: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día». El llamado rico Epulón vivía banqueteando. Vivía en medio del lujo y la molicie. No necesitaba ayuda de nadie. Todo era suyo. El poder, el dinero. La búsqueda enfermiza del placer. Así vivo yo a veces, acomodado. Sin exigencias, sin nada que me perturbe. Sin miedos, sin inseguridades. Con un corazón blando y egoísta. Decía el P. Kentenich: «Propongámonos las exigencias más altas, pero no sólo como deber sino como invitación a la magnanimidad. No hay que plantearlas sólo como deber pues por esa vía el hombre acaba quebrándose. Naturalmente, donde la ley obliga, hay que hacer valer el deber. Si mantengo una actitud de heroísmo y de finura del alma me será más fácil hacer lo que tenga que hacer». Un corazón egoísta rechaza la magnanimidad. Porque esa actitud interior le puede llevar a hacer lo que no desea hacer. La comodidad corre peligro ante las exigencias del mundo, de los hombres. Y estoy tan cómodo y seguro en mis bienes y en mis planes. El rico Epulón vivía tranquilamente. Nada alteraba sus planes. Es como si quisiera que la eternidad se consumiera entre fiestas y banquetes. ¿No es verdad que vivo angustiado por el dinero y los bienes? Deseo tener más para estar más tranquilo. Quiero que la vida sea benévola conmigo. Me obsesiono queriendo tener siempre más. No lo consigo. Los bienes, el dinero, la seguridad material. La comodidad en la que tengo el placer que necesito. Y la seguridad que me deja vivir y dormir tranquilo. Me da miedo aburguesarme. Tener de todo. Lo suficiente para vivir, para comer, para estar en paz conmigo mismo. Me asusta llevar una vida fácil y blanda. Sin exigencias, sin magnanimidad. Cuando quiero comer como, cuando veo algo que me gusta lo consigo, cuando quiero descansar descanso. La exigencia no entra en mis variables. No me exijo nada. El otro día conocí a una niña de doce años. Sus padres no le exigían nada. Si quería comer ahora podía, o jugar con su móvil, o dormir sin ponerse a estudiar. Es más cómodo educar sin exigencias. Al menos no recibo demandas ni lloros. Educar en la exigencia es más duro. Educar en la magnanimidad parece hoy imposible. Pedirle a alguien el 100% en la entrega no parece de recibo. Cada uno da lo que quiere, sin exigencias. Así educamos personas blandas que ante la más mínima contrariedad en el camino se quiebran. Ser magnánimos me parece casi imposible. Una mirada que se fija en los otros y da más de lo que necesita dar. Un corazón grande que no piensa en el propio interés. ¿Cómo puedo educar a alguien para que sea magnánimo? Imposible con normas. Porque la norma me habla de límites, de exigencias cuantificables. Pero educar en la magnanimidad me habla de lo inalcanzable. De lo gratuito. De lo que no es exigible. Pedirle a alguien que dé su vida por amor no es exigible. Ni siquiera el amante se lo puede exigir al amado. La magnanimidad no se educa con normas. Creo que es más bien la atmósfera la que educa. Dar más de lo que me piden es propio de los locos, de los enamorados, de los santos. Dar lo que no me exigen. Dar hasta perder lo que es mío por derecho. No sé. Sólo el ejemplo educa. Sólo lo que veo en los otros puede cambiar mi forma de mirar las cosas. La atmósfera que creo con mi ejemplo es lo único que puede cambiar el corazón de las personas. Si en mi entorno reina una atmósfera de críticas, molicie, comodidad, egoísmo, es imposible que en ese terreno baldío crezca la magnanimidad. El corazón magnánimo sólo crece y se hace fuerte en un terreno donde reina el anhelo de santidad. Allí donde me encuentro con personas que reaccionan de con paz y esperanza ante las dificultades de la vida. El ejemplo de los santos que me rodean me acaba cambiando. Allí donde reina la crítica yo critico. Donde reina la rabia yo me vuelvo rabioso. La atmósfera de paz calma mi ánimo alterado. Me hace mirar a las personas con otros ojos. ¡Qué importante contribuir con mi paz, con mi alegría, con mi generosidad a cambiar la atmósfera en la que vivo! Lo no exigible es lo más difícil de educar. Puedo fracasar en el intento. La magnanimidad es una gracia que le pido a Dios cada mañana. No quiero llevar cuentas del bien que hago. Tampoco del mal que recibo. No quiero guardar rencor. No deseo calcular ni medir el amor que doy. Vivir sin esos límites me salva. La santidad no es la suma de muchas acciones buenas. Más bien es una forma de vivir que trae consigo infinitas acciones buenas que no se ven, que parecen no contar, pero que son las que cambian el mundo. Son los santos ocultos los que hacen que la vida sea mejor.

Jesús me habla hoy de un hombre al que nadie veía: «Un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas». Lázaro era un mendigo invisible. No lo veían. No tenía para comer, para hacer fiestas, para vivir con seguridad. Nadie lo veía. Era injusto. Hay muchas cosas injustas. El corazón se rebela cuando veo la injusticia. Me duele esa riqueza para la que la pobreza es invisible. Me duele que el que tiene mucho no quiera ayudar al que no tiene, sostenerlo, animarlo, levantarlo. Me duele cuando yo mismo dejo de lado al que sufre y no veo la injusticia. Porque pienso sólo en mí, en mis problemas. Veo con facilidad la injusticia cuando soy víctima de ella. En esos momentos grito, reclamo, exijo. Quiero que cambien las cosas. Porque me afecta la injusticia. Porque soy yo el herido, el abandonado, el tratado injustamente. En esos momentos me molesta mi invisibilidad. Clamo para que me vean y me respeten y me socorran. Me encaro al rico y poderoso que pasa por delante de mi pobreza injusta. Cuando soy yo sí que importa todo lo injusto. Pero luego permanezco ignorante de la injusticia que sufren otros. No veo al que me pide, me reclama y exige. No lo veo o lo ignoro. Porque tengo prisa y no me da la vida para atender a todos. O tal vez sospecho de las intenciones del que pide. No creo en la sinceridad del mendigo. ¿Me estará engañando? ¿Para qué querrá mi dinero? Mi duda justifica mi ceguera e indiferencia. No siento la culpa porque desconfío del pedigüeño. Por eso lo evito y cierro los ojos, para que no me perturbe. Yo no puedo ayudarlo, me digo. Es demasiado pobre y yo no tengo tiempo, ni dinero, ni medios. Y sigo a lo mío, banqueteando, preocupado sólo de mí mismo. Y me olvido de los rostros que piden, de los ojos suplicantes, de los gritos de ayuda. Hago oídos sordos a los que gritan en medio de mi camino. Cierro los ojos ante las heridas de todos los que sufren. Y sigo mi camino como si no pasara nada. Como si no estuvieran ellos allí para molestarme. Me escondo de la realidad tratando de vivir escondido en mi huida. Logro así que ese mendigo que tiene nombre desaparezca de mi vista. No existe ya para mí. No forma parte de mi vida. No está presente. Hace tiempo vi una película que me conmovió, Cafarnaún. Nadine Labaki, la directora de la película hablaba de los niños que mendigan en la calle: «Cuando los vemos, giramos la cabeza. No queremos ayudarlos porque si no pensamos que estamos perpetuando el sistema o que ayudamos a las mafias. Pero nos olvidamos de mirar a esos niños, de ponernos en su piel para imaginar qué estarán pensando cuando ven que les apartamos la mirada. ¿Cómo podemos vivir nuestras vidas con tantas contradicciones, con toda esa gente viviendo marginada? Esta película fue mi trabajo para entender el por qué. Hablé con las familias de estos niños, con la gente que vive en los barrios marginales, para entender por qué los marginamos, por qué los deshumanizamos, por qué los apartamos». Los marginados, aquellos a los que nadie ve, son los invisibles. Los miserables que no merecen una mirada de misericordia. Yo me sigo refugiando en mi lugar seguro desde donde puedo continuar viviendo como yo quiero, como si no hubiera injusticias a mi alrededor. Vivo en mi soledad a mi manera. Sin pensar en los que tienen necesidad cerca de mí. No me importan. No son carne de mi carne. Se me olvida una verdad muy honda. Jesús vino a mi carne para salvarme. Tomó la condición de esclavo. Tomó mis ojos para ver las cosas desde mi altura. Vino para enseñarme una manera diferente de vivir la vida. Una forma nueva de amar al que es como yo y sufre continuamente injusticias. Leía el otro día: «El rabino Yosuhua ben Leví se acercó al profeta Elías cuando este se encontraba a la entrada de la cueva del rabino Simeón ben Yohay. Le preguntó a Elías: - ¿Cuándo vendrá el Mesías? –Vete y pregúntaselo tú mismo, le respondió el profeta: - ¿Dónde está? Sentado a las puertas de la ciudad. ¿Cómo lo reconoceré? Está sentado entre los pobres cubiertos de heridas. Los demás se descubren sus heridas, todas a la vez y se las vendan de nuevo. Pero él se levanta los vendajes uno a uno y se los va colocando de nuevo uno a uno, diciéndose a sí mismo: quizás me vayan a necesitar. Si es así, tengo que estar siempre preparado, de tal forma no tarde un instante en aparecer». Jesús quiso que mi actitud fuera la generosidad en todo momento. Quiso que pensara en mis heridas, pero que las curara una a una. Para estar listo cuando vinieran a pedirme ayuda. Quiso que pensara en el que está peor que yo y le diera mi vida. Todo mi tiempo y no sólo una parte. No quiso que sólo diera a los necesitados lo que me sobraba. Quiso que diera lo que yo mismo necesitaba. Esa actitud es la que yo quiero tener en mi entrega. Sé que no es tan sencillo. Para lograrlo tengo que salir de mí mismo. E iniciar el camino que me lleva al encuentro del otro. Pienso hoy en tantos Lázaros que viven a mi alrededor. No los veo y paso de largo. Le pido a Dios otra mirada para verlos, para amarlos, para cuidarlos. 

El rico Epulón piensa que si Lázaro va después de muerto a avisar a sus hermanos ellos cambiarán de vida. Pero la verdad es que ni siquiera un muerto que vuelva a vivir puede enseñarme una nueva forma de mirar y amar: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto». No necesito que un muerto venga del más allá para convencerme de la verdad. Yo mismo sé lo que está bien y lo que está mal. Sé cómo hay que enfrentar los miedos y asumir las injusticias. Sé que no sirve de mucho acelerar el tiempo de mi reloj, porque sólo tengo que ser paciente. No puedo cambiar las cosas injustas, pero sí puedo cambiar la actitud de mi corazón. No puedo salvar a todos los pobres que necesitan tanto, pero sí puedo mirar al mendigo, al Lázaro que se encuentra tendido junto a mi puerta. Con que lo vea a él es suficiente. Sólo una mirada sobre un Lázaro invisible cambia mi vida. Si pudiera cambiar en lo profundo. Tengo claro que sólo necesito escuchar a los profetas que con su vida me enseñan una nueva forma de vivir y de mirar. ¿Puedo cambiar si entiendo lo que tengo que hacer? No es tan seguro. Con frecuencia dudo de mis propias fuerzas. No sé si soy capaz de hacer las cosas de forma diferente. Cambiar mi actitud interior. Dejar de temer por mis cosas, por mi tiempo, para pensar sólo en el que está mal y necesita mi cuidado. Cambiar los planes, adaptar mi agenda, renunciar a mi tiempo. El que me necesita ahora es Jesús en carne humana. En su debilidad sólo yo puedo darle fuerzas. En su soledad sólo yo puedo verlo y darle mi amor. En su pobreza sólo yo puedo paliar esa injusticia. No es fácil, pero puedo hacerlo. Yo puedo recorrer esa distancia infinita que existe entre dos corazones. No es la distancia física. Es una distancia profunda que me separa. Una indiferencia grabada en mi alma. Un camino largo que va de mi necesidad a la de mi prójimo. Un camino que quiero recorrer con mis fuerzas y no me siento capaz de hacerlo. Dudo de mis fuerzas. ¿Podrá hacer Dios el milagro en mi corazón egoísta? Una mirada más amplia, más profunda. Una capacidad para ver la verdad de las cosas y no quedarme en la apariencia. Ese don para mirar al que está a mi lado en lugar de seguir a lo mío. Eso quiero lograrlo. No sé si podré hacerlo. No sé si María me cambia tanto por mucho que vaya al santuario a entregarle la vida. Quiero una transformación honda y verdadera. Un cambio que llegue a los cimientos de mi alma. Comenta el P. Kentenich: «En su santuario María nos concede la gracia del arraigo espiritual, pero también de la transformación espiritual. La razón es transformada, recibe una nueva luz, se torna capaz de ver las cosas bajo la luz divina. Se transforma también la voluntad. ¿A dónde se apunta con esa transformación? Quien no lo vea con claridad y no aspire a esa audacia, quedará en la superficialidad. Quizás sea un buen orador, pero a la larga no se irradiará de él fuerza de atracción alguna. Pero quien tenga a Dios como compañero, o mejor dicho, como Padre, ese vencerá siempre, porque Dios es justamente Dios. El hombre anclado en el más allá es en definitiva un hombre seguro de la victoria». Quiero vivir anclado en el mundo de Dios para poder irradiar una fuerza que viene de Él. Una fuerza que transforma utilizando mi carne. Una luz que irradia de mi forma de ver la vida. Hay personas así. Que sin importar lo que viven tienen luz. En la salud son un remanso de paz y esperanza para los que necesitan consuelo. En la enfermedad tienen una paz ante lo adverso que choca con su propia fragilidad. En su confianza arraigada en Dios se diluyen todos los miedos. En su entereza cuando el mar está revuelto y convulso parece que se sostiene el universo. Tan enteras y tan de Dios parecen. Como si estuvieran con Él al mismo tiempo que conmigo. Su forma de mirar es la de Dios mismo. Es una ventana abierta desde el cielo. Con una fuerza que parece imposible. Y supera las fuerzas humanas cuando son pocas. Esa forma de vivir la salud y la enfermedad, el miedo y la confianza es lo que me hace creer con más fuerza en el Dios de mi vida. En sus ojos veo los ojos de Jesús. Y entonces confío. Ya no temo. Sonrío. 

 

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