Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de mayo de 2020

Domingo 3 de mayo de 2020 | Carlos Padilla

IV Domingo de Pascua el buen Pastor

Hechos de los apóstoles 2, 14a. 36-41; 1 Pedro 2, 20b-25; Juan 10, 1-10

«El que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera»

3 mayo 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Tengo la paz de los niños que confían en una mano amiga que guía sus pasos. Que cree en un amor más hondo que los sostiene»

Este tiempo que vivo me invita a superar mi tendencia al individualismo y al egoísmo, para adquirir una mirada más solidaria y corresponsable. En medio de la fragilidad de la vida que vivo me encuentro lleno de mis miedos y egoísmos. Pienso en mí antes que en nadie. Recuerdo las palabras del P. Kentenich: «El progreso de nuestra vida espiritual consiste, entonces, en que coloquemos cada vez menos el acento en la propia satisfacción, en la propia felicidad»[1]. Pero yo tengo puesto el acento en mí, en lo que yo quiero, necesito, me hace falta. Pienso en cómo me siento, qué me pasa, cómo me encuentro. Hablo de lo que deseo, de lo que busco, de lo que anhelo. Mi yo tiene más fuerza que el nosotros, más fuerza que los demás que sufren la enfermedad o padecen en soledad junto a mí. Para mí invento unas normas y unas exigencias. Pero a los demás les dicto otras normas más exigentes. Me resulta difícil cambiar los criterios que mandan en mi alma. Tiendo al egoísmo, a pensar en mí, en mi mundo estrecho. Lo que a mí me afecta o a los míos tiene más relieve que lo que afecta al mundo. ¿Cómo se puede cambiar la mirada? ¿Cómo logro progresar en mi vida espiritual? En el matrimonio pasa algo parecido. El amor inicial busca la propia felicidad, amando la vida del otro y deseando que sea feliz. Es la primera fase necesaria para dar un salto arriesgado lleno de confianza. Pero el amor tiene que madurar, crecer, hacerse más hondo y puro. Cuando supero ese primer amor comienzo a pensar antes en el otro que en mí mismo. Añade el P. Kentenich: «Por la entrega a Dios, yo mismo llegaré a ser una personalidad plena, madura. El amor de benevolencia ama al otro por sí mismo, es decir, por el otro; y, cuando se trata del amor a Dios, ama a Dios por Dios mismo. Aquí en la tierra es imposible alcanzar el amor de benevolencia en su grado máximo»[2]. Mi amor puede madurar. Puedo buscar la felicidad del otro más que la propia. Puedo pensar en los demás antes que en mí miso. Es un camino que puedo realizar cuando me entrego a Dios. Me abandono en sus manos y dejo que Jesús cambie mi corazón. Quiero pensar que mi amor a Dios hoy es más maduro que ese amor que conocí siendo joven. Quiero creer que mi forma de amar a las personas es menos interesada y egoísta. Sólo quiero pensarlo, no sé si he llegado a acariciar ese amor maduro que deseo. No sé si pienso siempre en el otro antes que en mí. Con frecuencia veo reacciones mías que me desalientan. Busco el reconocimiento de forma enfermiza. Me inquieta cómo me encuentro en todo momento. Si estoy triste no puedo seguir amando con la misma fuerza. Si me privan de lo que más deseo me ofusco y pierdo la sonrisa de mis labios. Descubro inmadureces que me hacen pensar que estoy de vuelta al comienzo del camino. ¿No ha cambiado nada en mi alma? Ojalá este tiempo de crisis aumente la calidad de mi amor, la hondura, la madurez. Ojalá este tiempo, en el que me exigen una vida que no deseo, me enseñe a vivir una vida diferente. A tener una mirada más amplia, más honda. Quiero que este tiempo de vida en intimidad con los míos me eduque, me haga más libre y maduro, y menos egoísta. Quiero no vivir pensando en mí. ¿Y si pierdo lo que tengo por amor a mi prójimo? ¿Soy capaz de renunciar a lo mío por amor? ¿Sé dejar de lado mis inclinaciones para amar a los míos con toda el alma? Quiero pensar en los otros sin pensar en lo que estoy perdiendo. No quiero ser el centro, no quiero buscarme. Un amor generoso, altruista, abnegado. Un amor de Dios en mí que me lleva a desear el bien de aquel al que amo antes que mi propio bien. Me hace alegrarme con las alegrías de los demás. Y su tristeza provoca en mí una compasión profunda. Y me conmuevo. Y pienso que puedo hacer algo para cambiar su ánimo. Salgo de mí mismo. Venzo en mí ese amor primitivo que sólo desea ser amado y querido. Decía la protagonista de Mujercitas: «Lo que me importa es ser amada». Y le responde su madre: «Pero eso no es lo mismo que amar». Querer ser amado es un paso inicial, es lo que desea toda alma. Pero el salto de crecimiento se da en mí cuando pongo el acento en amar, en dar, en entregar la vida, en cuidar al otro. Ya no pienso tanto en mí.

En medio de tormentas y cambios el corazón tiembla. ¿Tengo que seguir como hasta ahora o es necesario que haga algún cambio? Me gusta conservar lo que he vivido, lo que hago, lo que sueño. Y hoy escucho una pregunta que me invita a ponerme en camino: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?». ¿Qué tengo que hacer para vivir una vida más plena, más libre, más llena de Dios? Y escucho en labios de Pedro: «Convertíos». Siempre me ha quedado grande esta palabra. Es como una montaña que se eleva en el cielo. Y yo la miro desde mis pies pobres, insignificantes. Me siento como Santa Teresita del Niño Jesús: «Jesús, Jesús, si el deseo de amarte es tan delicioso, ¿qué será poseer el amor, gozar del Amor? ¿Cómo un alma tan imperfecta como la mía puede aspirar a poseer la plenitud del amor? ¡Oh, Jesús, mi primero, mi único Amigo! Tú, a quien únicamente amo, dime, ¿qué misterio es este? ¿Por qué no reservas esas inmensas aspiraciones para las almas grandes, para las águilas que planean en las alturas? Yo me considero como un débil pajarito cubierto de suave plumón»[3]. Me siento como esa alma pequeña que quiere más y no puede. Que sueña más y no lo alcanza. Ni en mis mejores sueños me veo tan elevado, tan alto. Cambiar parece imposible. Salvo que me quiten el escenario y me cambien mi contexto y me priven de mis seguridades. Tal vez sólo entonces, en medio del naufragio, sea posible el cambio y un nuevo comienzo. Un renacer desde las propias cenizas. Despojado de lo accesorio en mi vida queda lo fundamental. Enfrentado con la pobreza de mis pasos sólo queda mi voz alzándose por encima del mundo. Es como un leve susurro, no una voz poderosa. Y entonces ese imperativo puede tener algún eco en mí. Cuando me siento capaz y fuerte, no necesito el cambio, ni la conversión. Pero en medio de mi impotencia, en medio del naufragio, sólo me queda alzar la mirada al cielo y suplicar clemencia. Buscando algo de paz, un rastro que poder seguir en medio de las tinieblas. Escribe Peter Van Bremer S.J.: «La oscuridad es la sombra de Dios». Su sombra alargada cubre mi cuerpo, mi alma herida, mis pasos temblorosos. De repente escucho en mi interior lo que Dios me pide. Como el tañido de una campana. Quiere que confíe. Es lo primero que me pide, que no tema, que no viva paralizado en mis miedos. Que deje de lado mis impotencias y me abandone. Pero eso es lo que más me cuesta. No puedo solucionar todos los frentes abiertos. No puedo detener la enfermedad, ni calmar los sentimientos de otros corazones. No puedo apaciguar la ira, ni doblegar la amargura. No puedo provocar el perdón en nadie. Ni despertar el deseo de un abrazo. No puedo cambiar la mirada de los demás, sólo sobre la mía tengo algún poder. No puedo decidir lo que ahora me conviene, porque a lo mejor no es lo que necesito. No puedo inventarme días sin tormentas, porque quizás esa lluvia en forma de tornado es lo que va a ayudarme a dar algunos pasos. No puedo soplar sobre mis velas para que mi barquita navegue por los mares, segura de llegar a la costa. A lo mejor ir a la deriva en medio de aguas turbulentas, sin control, es la mejor forma de educar mi alma. No puedo cuidar a todos, ni salvar a todos, ni cambiarlo todo. No puedo. Entonces mi santidad no estriba en lograr que se cumplan siempre los deseos de Dios. Mis límites me han hecho llorar ya muchas veces. Sólo puedo elegir lo que vivo. Y amar lo que elijo. Sostener entre mis dedos los flecos de decisiones pasadas. Aceptar que los caminos no son todos llanos y floridos. Respetar los silencios de un Dios que camina a mi paso, aunque no lo vea. Y comprender que mi amor crecerá y madurará a fuerza de luchas. Conmigo mismo, con la vida. Porque sé que puedo cambiar: «Nunca es tarde para empezar de nuevo. Lo que más me preocupa es borrar mi pasado y volver a empezar»[4]. Es posible recomponer el puzle de mi vida rota. En el viacrucis del Papa Francisco en Roma un preso comenta en una de las estaciones: «Es verdad que me rompí en mil pedazos. Pero lo más hermoso es saber que esos pedazos se pueden recomponer. Es difícil». Pero es posible. Dios puede ayudarme a colocar de nuevo las piezas. Mirando esa imagen grabada en su corazón de Padre. Esa imagen mía bella, preciosa, pura. Esa imagen llena de luz y esperanza. Se alegra mi alma. Tengo la paz de los niños que confían en una mano amiga que guía sus pasos. Que creen en un amor más hondo que los sostiene. Comenta S. Ambrosio: «Nada es tan útil como ser amado, y nada tan inútil como querer renunciar al amor». Sin amor no soy nada. Sin el amor que recibo de Dios, de los hombres. Sin el amor inmaduro, sin el maduro. Sin saberme amado de forma incondicional, aunque cueste creerlo. Quiero recomponer mi vida cuando la vea rota ante mis ojos. Dios lo hace conmigo. Puede hacer algo por mí. Tengo fe en sus palabras y en sus manos que modelan mi barro.

 No por hacer el bien en mi vida todo me va a resultar bien. No por tratar bien a las personas me van a tratar de la misma manera. No por obedecer van a funcionar todas las cosas. No por ser honesto van a serlo también conmigo. Hoy escucho: «Que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios. Pues para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas». Cuando van a condenar a Jesús Él sólo quiere saber por cuál de sus obras buenas lo repudian. No sé, parece que cuando no actúo de forma honesta, o no trato a todos con amabilidad, me va mejor en la vida. Es como si el injusto tuviera premio. Y el justo recibiera mal por bien. No parece que merezca la pena entonces dar la vida ni amar hasta el extremo. ¿Es más rentable guardarla e invertirla en lo que va a dar algún fruto? Amo, quiero a las personas, y no obtengo lo mismo que les doy. ¿Por qué sufro tanto? ¿Por qué espero tantos signos de amor de los demás que tal vez no puedan darme? ¿Por qué no puedo simplemente amar sin esperar que me amen de la misma forma? ¿Por qué soy un sediento de gestos de cariño? Quizá porque vivo centrado en mí. Me he puesto en el centro de todo y quiero que todos giren en torno a mis necesidades. ¿De qué me sirve esperar que me amen a mi manera? ¿De qué vale ser puro en mis pensamientos, sin condenar, ni juzgar, si a mí luego no me tratan con la misma moneda? Me dice Jesús que la medida que use con los demás la usarán conmigo. Pero no es tan cierto. Mis obras buenas no engendran necesariamente obras buenas. Trato de ser coherente con los principios que me importan y resulta que no obtengo ningún beneficio. ¿Dónde está ese Dios que cuida a sus amigos? Parece ausente. Yo quiero ser su amigo, hacer caso a su voluntad, obedecer lo que me pide, seguir sus huellas. Pero a cambio a veces encuentro rechazo, desprecio, olvido, maldad. Quiero hablar bien de los demás mientras soy criticado. Y no entiendo por qué. ¿Dónde está el Dios de la justicia? Veo que Jesús recibe mal por bien. Ama a todos y es odiado por muchos. Da la vida por los suyos y se la quitan sin misericordia. No entiendo esas reglas divinas que me hablan de un amor que no encuentra eco en el corazón del hombre. ¿Cómo es posible? ¿Quién puede reaccionar con odio al ser amado? Es más normal de lo que creo. No todas mis acciones buenas tienen un pago. No siempre me tratan bien cuando yo soy bondadoso. No todo es matemática en este mundo tan herido. Me dicen que el mundo en el que vivimos sólo va a cambiar si soy yo el que cambia primero y adopta otras formas de mirar la vida, otra manera de entender los problemas. Si me comporto de forma más humana, y hago todo el bien que se pueda hacer. Pero no necesariamente cambia el mundo. Vuelvo hoy a optar por el bien. Recuerdo las palabras del Papa Francisco en Amoris Laetitia: «No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite a otra cosa. Una cuota de heroísmo tozudo, de potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien que nada puede derribar». Este es el amor de Cristo. El amor al que soy invitado. Sólo amando así es posible seguir a Jesús. Yo me desanimo a menudo. Amo y recibo odio como respuesta. Busco y no encuentro, soy rechazado. Sirvo y no recibo halagos sino críticas. Doy la vida y la pierdo irremisiblemente. No lo entiendo. El mandato de Jesús sigue resonando en mi corazón con fuerza. ¿No soy necio si sigo amando después de haber sido engañado, rechazado, herido, insultado? ¡Qué difícil perdonar y volver a confiar! Hace falta un amor a prueba de todo. Una perseverancia inaudita. Una constancia desconocida. Me gustaría ser así y perseverar en hacer el bien una y otra vez. Mis actos pueden cambiar la atmósfera de mi vida. Sé que el santo hace de la taberna una celda donde está Dios. Y el borracho hace de su celda una taberna. Mis actos tienen eco en mi mundo. Pero no siempre de la forma como yo espero. No siempre cuando yo lo espero. No por amar sirviendo me van a corresponder con un amor servicial. No es automático. Y eso me duele. Porque no quiero perder la vida en vano. Quiero que se note, que mi semilla dé fruto. ¿Depende de mí la cosecha? ¿Está en mis manos que el reino se haga fuerte en la tierra? Yo sólo siembro, doy la vida, me entrego. Pero no es tan sencillo todo. No es tan fácil. El P. Kentenich me invita a que mi amor madure: «El que ama Dios sólo o principalmente por su propio interés, por ejemplo, por el hecho de que, a través de la entrega a Dios, llegará a ser feliz, interiormente rico, espiritualmente valioso, maduro y fecundo, ese tal no es todavía un instrumento perfecto. No se ha entregado y abandonado a sí mismo de manera perfecta ni se ha regalado ni entregado incondicionalmente a Dios, a sus deseos y a su voluntad»[5]. Que mi amor no esté condicionado a lo que recibo a cambio. Que no ame esperando que me corresponda. Que no haga el bien esperando un bien a cambio. El equilibrio sólo será posible en el cielo. Aquí Dios me pide que ame con todo el corazón, con toda mi vida, sin importar lo que reciba a cambio. Sin desistir cuando reciba odio o rechazo. Sin hacer caso al fracaso de todas mis obras. Jesús fracasó, visto con los ojos humanos de los suyos, de los que lo amaban. Fracasó estrepitosamente. Defraudó a unos y a otros. No estuvo a la altura de lo que soñaban. Hacer el bien no fue suficiente. Me conmueve pensar en todo ese bien que pasó al olvido. Y ahora me pide que lo siga, que sea de los suyos, que fracase también. Me lo pide a mí que busco tanto el éxito y la fecundidad de mi entrega. Y busco recibir amor cuando amo. Y el bien cuando hago el bien a los míos. Así no resulta. Sus huellas llevan a la cruz. Y la cruz abre el cielo en medio de la tierra. Cuando me lo acabe de creer serán más fuertes mi fe y mi entrega.

No todo vale en esta vida. No es lo mismo hacer el bien que el mal. No son iguales todas las intenciones que mueven el corazón. No todo lo que decido me lleva a la vida. No vale seguir corriendo hacia delante sin sentido llevando una vida sin rumbo. No da igual saber lo que quiero que no saberlo. No es lo mismo saber elegir lo que necesito que ignorarlo. En medio del dolor de todos en estos momentos de la pandemia, miro a Dios lleno de dudas y miedos. Sé que no se ha bajado de mi barca, navega dormido a mi lado, o mirándome en mis angustias. No valen igual todas las miradas. No me valen esos argumentos egoístas que escucho a veces: «Mientras a mí no me toque. Mientras no muera ningún ser querido. A ver si mi negocio no se hunde. Ojalá pueda volver cuanto antes a mi vida de antes. A ver cuándo acaba todo». Son comentarios con un pequeño horizonte. El hombre puede llegar a replegarse sobre sí mismo en medio de su dolor y su miedo. Y desde ahí no logra levantar la mirada. Hace falta tener más altura para mirar más allá, más lejos. Hay muchas personas que sólo quieren que todo siga bien, igual que antes y que no ocurra ninguna desgracia. Quieren volver al comienzo, al día de antes. Como quien vive las consecuencias de un error y quiere evitarlo. Pero ya es tarde. No me gustan esas miradas de poca altura. Esas miradas tan pobres que no logran sacar vida en medio de la muerte. Quiero aprender a vivir de otra forma, con otra hondura. ¿Estaba todo en orden antes de la pandemia? Quizás este mundo no era tan perfecto antes de que este virus me rompiera la vida. No todo iba bien. El hombre pensaba que el mundo le pertenecía por completo. ¿Dónde estaba Dios antes de que se pararan los motores? ¿Volverá todo a ser como antes cuando se ponga de nuevo en marcha? Tengo miedo de que así sea. Me asusta no cambiar nada. Comenta Boris Cyrulnik: «Si no evaluamos las causas que nos han conducido al desastre, estamos condenados a que se repitan. Los napolitanos, después de la erupción del Vesubio, volvieron a construir sus casas en el camino de los ríos de lava». Es cierto. Si no cambia nada, todo volverá a ser igual. Y no era tan perfecto. Cuando alejo a Dios de mi vida puedo gobernar a mis anchas pensando que no rigen más sus mandatos, sus deseos. Y me creo indestructible. Sor Verónica, Fundadora de Iesu Comunio, recordaba al analizar esta pandemia la historia del gran Titanic: «Era insumergible. Era un palacio flotante, un paraíso artificial. Hubo varias alertas antes del naufragio, pero no hicieron caso. Un iceberg venía a gran velocidad. El choque produjo una grieta y empezó a inundarse. No se alarmaron. Nadie era consciente de la gravedad, sólo había una grieta. No se iba a hundir, era imposible. Cerraron puertas a los de tercera clase. Se ordena a la orquesta que toque algo alegre. Se partió en dos y se hundió. El hombre al olvidar a Dios se magnifica». El Titanic no se podía hundir, era imposible, pero se hundió. Lo imposible dejó de serlo. Pensaba que era invencible y podía enfrentarse a monstruos en forma de iceberg y vencerlos. Pero no pudo. Y el hombre se hundió estrepitosamente. Ahora han caído muchos héroes. Se ha venido abajo el hombre que corría desenfrenadamente hacia delante. ¿Qué mueve mi corazón? ¿El dinero, la felicidad efímera, el amor pasajero? Miro mi corazón en medio de esta parálisis. Se hunde el Titanic, mi mundo perfecto, o totalmente imperfecto. Se hunde el orgullo de un hombre que se creía invencible. Ha sido vencido. Miro a mi alrededor buscando respuestas. Quiero que otros me solucionen lo que no comprendo. ¿Cómo voy a seguir ahora cuando todo pase? Será todo igual, me dicen algunos. Y es posible. ¡Cuánto cuesta aprender de las cosas que pasan! Seguiré haciendo lo mismo, de la misma forma, con las mismas intenciones. Trataré de recuperar el tiempo perdido. ¿No habrá servido de nada tanta muerte? Me curaré las heridas, lloraré a los ausentes. ¿No será mejor mi vida, mi mirada, mi forma de hacer las cosas? Quiero poner a Dios en el centro. Es mi sólida esperanza. Los demás no me pueden salvar, no pueden sanar mis heridas. Sólo Dios me responde. Su consuelo me calma por dentro. En medio de mi Titanic que se hunde. En medio de mi vida desvencijada. Ahí veo que Dios es el único que me permite vivir con un sentido, con un deseo que me sana por dentro.

Hoy me detengo a contemplar a Jesús como el Buen Pastor: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Las ovejas sólo siguen al pastor. Siguen su voz, sus pasos, porque lo conocen. No se sienten incómodas con él y confían en su cuidado, en su bondad, en su amor. El otro día oí hablar a un pastor de ovejas en Francia. Tenía a su cargo miles de ovejas. Y decía que él conseguía que las ovejas hicieran lo que él quería sirviéndose del miedo y de la necesidad de seguridad. Cuando quería llevarlas al redil gritaba que venía un lobo. Y las ovejas, asustadas por la presencia del lobo, corrían al redil. Allí lograban lo que más necesitaban, estar seguras lejos del lobo. En ese momento de seguridad y paz el pastor podía hacer con ellas lo que quisiera. Cualquier cosa era menos grave y peligrosa que el lobo. Podía esquilarlas, marcarlas con un hierro ardiendo o llevarlas al matadero. Con el miedo y el deseo de seguridad las controlaba totalmente. ¿Le pasa igual al hombre? El miedo tiene mucha fuerza en mi corazón. Me dejo llevar por él y puedo volverme sumiso con el que me da seguridad. El miedo inhibe mis actos y me recluye en mi mundo buscando mi redil donde estar a salvo. El miedo me vuelve una persona fácil de manipular por aquellos que buscan sólo su bienestar, la satisfacción de sus deseos. Me da miedo perder la vida y mi seguridad económica en este tiempo que estoy viviendo. Me asusta la enfermedad que amenaza mi vida, quiero conservar mi salud. El miedo me vuelve vulnerable ante los que no desean mi bien, y sólo quieren manipularme. ¿A quién tengo que seguir? El buen pastor puede servirse de mi miedo para hacerme un bien. Evita que recorra senderos peligrosos. Y me promete pastos seguros. Lo he rezado en el salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta. en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa». El buen pastor quiere mi bien y no busca dañarme. Esa confianza en el buen pastor es la que me vuelve dócil ante él. No me siento intimidado ni violentado a hacer lo que no deseo, yo lo elijo siguiendo su voz. El buen pastor quiere sólo mi bien y esa certeza la llevo grabada en mi alma. Su intención es pura. No desea nunca mi mal. Sólo quiere que viva y tenga una vida plena. Jesús es así. Él es mi pastor bueno. Yo me dejo llevar en la vida por otros pastores. Sigo a otros. A aquellos a los que muchos siguen. A los que no son todos tan buenos pastores. Leía el otro día: «Los conductores arrastran siempre hacia lo alto. Los seductores siempre arrastran hacia abajo»[6]. Sigo sus formas de pensar, sus gustos y no crezco. Me dejo llevar por sus opiniones, las hago mías y no avanzo. Busco a otros que puedan saciar mi sed infinita, pero con palabras finitas que no me calman por dentro. Deseo que otros me den una seguridad efímera haciendo más firmes mis pasos en la tierra. He puesto tantas veces mi confianza en las personas equivocadas. He creído en ellas cuando todo era tan inseguro e incierto. El buen pastor sólo quiere que la oveja viva y esté segura. Pero hay muchos otros pastores que se dejan llevar por su ego. Y sólo quieren que otros les sigan a ellos, sean sus seguidores, acepten sus opiniones como sagradas y vivan pendientes de sus decisiones. Esos pastores no piensan en la oveja. Para ellos la oveja es sólo un número, no tiene rostro determinado. No aman a los que lo siguen, aman más bien el número de los que lo siguen. Las cifras son las que les dan felicidad. Si yo sigo sus opiniones y las hago mías, no es tan importante para ellos. Soy sólo uno de sus seguidores. Y los cuentan por miles. Estos pastores no son los que me construyen por dentro. ¿Quién dicta las opiniones que tengo en mi corazón? ¿De dónde vienen? No tengo claro que vengan de Dios. Vienen de aquellos que se erigen en dominadores, en admirados, en reyes absolutos en este mundo de ovejas. No quiero tampoco que el miedo sea el que determine mis decisiones. Miedo a actuar, o a quedarme quieto. Miedo a arriesgar mi tiempo. Miedo a que las cosas no salgan como yo esperaba. El miedo es traicionero. En esta época de miedos, no me quedo en casa por miedo. Sino por responsabilidad. Porque quiero ayudar así a vencer esta pandemia. No dejo de ir a un sitio o estar con alguien por miedo al contagio. Sino más bien por no ser yo el que contagie a otros. Es cierto que, en este tiempo tan incierto, en el que puedo mirar a la muerte tan de cerca, tengo una paz que antes no tenía. Ahora me parece más posible morir en un hospital si todo se complica. ¿Por qué iba a estar yo exento? Sé que todo es posible. Esta posibilidad no me asusta, más bien me da paz. Sé que mi pastor es el que conduce mi vida. Y sé que su voz nunca la voy a dejar de escuchar. Esté donde esté me seguirá llamando. Y eso me basta para tener paz.

Tengo mucho de oveja y mucho de pastor. He tenido padres y pastores a los que he seguido, admirado, querido. Al mismo tiempo sé que en la vida me tocará acompañar a otros. Tendré que amarlos, admirarlos también y nunca dejarlos solos. Y tendré que hacerlo siempre con cariño, con amor y nunca recurriendo al miedo. Hoy Jesús se me muestra como la puerta al redil: «Os aseguro que Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante». El buen pastor cuida a los suyos y los hace entrar por la puerta de su corazón. No sólo tengo vocación de oveja para seguir sus pasos. Tengo una vocación muy clara de pastor, de padre. Muchos han confiado en mí y han puesto su vida en mis manos. Siempre me conmuevo al pensarlo. Tengo una responsabilidad sagrada, demasiado pesada para que puedan cargar con ella mis hombros. Quisiera cuidar como educador a todos los que Él me confía. Como leía el otro día: «Como educador, siempre soy padre y madre de mis ovejas, y no sólo durante el acto educativo. ¡Padre y madre siempre! Por eso siempre debo estar imbuido de una responsabilidad paternal que se refleje en todos mis actos; todo lo que yo haga posee un valor pedagógico: sea que esté celebrando la misa, sea que esté comiendo o jugando. La responsabilidad paternal es inseparable de mi persona. Por eso, si duermo, es para tener suficientes fuerzas a fin de servir a los míos. Y si no duermo, también es para servir a mis ovejas. Por ellas sacrifico mi voluntad y, sobre todo, doy mi corazón por mis ovejas»[7]. Es la actitud del pastor a ejemplo de Cristo. Entrega su corazón, entrega su vida. No busca su interés, ni la satisfacción de sus deseos. No es egoísta y sólo piensa en aquel al que sirve y educa. No quiere sino su bien, no el bien propio. Es así como debo mirar a Jesús para aprender, para ser mejor pastor, para ser más generoso. Jesús cuida de mí para que yo cuide de otros. Me hago pastor en el Pastor. Me hago Cristo en Cristo. Quiero ser esa puerta por la que muchos puedan pasar. Con esa libertad de la que habla Jesús, donde se puede entrar y salir. Es una responsabilidad inmensa que Dios pone en mis manos. Quiere que los guíe hasta Él. Todo lo que hago en esta vida tiene importancia. Ahora que estoy confinado se ven con más claridad mis defectos y mis límites. Veo que no estoy a la altura de lo que estoy viviendo. Que en medio de estos días de encierro no sale lo mejor de mí, a menudo surge mi egoísmo. Me vuelvo impaciente, irascible, poco tolerante. Entonces no todo lo que hago es por los míos, por los que Dios me confía. Me busco a mí mismo. Deseo que me dejen tranquilo. Quiero descansar y tener paz. No es ese el camino. Por eso le pido a Jesús que es el buen Pastor que eduque mi corazón según sus sentimientos. Quiero tener un corazón generoso, abierto, grande. Un corazón que se parta por entero por los suyos. Un corazón humilde y servicial. Es lo que mi alma desea. Un corazón que dé su vida sin poner límites. Lo más importante que puedo dar como pastor a los míos es mi corazón, es mi amor puro, es mi tiempo, es mi interés. Si no lo hago me estaré cuidando a mí mismo. Desearé sólo mi bien y aprovecharme de los que Dios ha puesto en mis manos. Querré que las cosas me salgan bien a mí y no avanzaré. Quiero educar y acompañar como Jesús. Dice el P. Kentenich: «¿De dónde viene nuestra impotencia? En gran parte se debe a que confiamos únicamente en nosotros mismos. Nos ligamos, nos desposamos, nos vinculamos demasiado poco con el gran Educador, con Cristo. Una palabra que se dice desde el contacto interior y permanente con el Señor actúa infinitamente más que todas las otras palabras que se dicen sin el vínculo personal con esta fuerza divina»[8]. Quiero que mi voz sea la de Jesús. Suya mi palabra. Sin Él en mí, poco estoy educando.

 



[1] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[4] Marian Rojas Estapé, Cómo hacer que te pasen cosas buenas

[5] King, Herbert, King Nº 2 El Poder del Amor

[6] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[7] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[8] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

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