Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de noviembre de 2019

Domingo 3 de noviembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXXI Tiempo Ordinario

Sabiduría 11, 23 - 12, 2; 2 Tesalonicenses 1, 11 - 2, 2; Lucas 19, 1-10

«Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: –Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. Él bajó en seguida, y lo recibió muy contento»

3 noviembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Lo que Dios quiere es que siga caminando con una sonrisa, haciendo la vida fácil y feliz a los que vayan conmigo en el camino. Cuanto más dé, más de Dios será mi alma. Eso lo sé. Lo he vivido»

El camino de la santidad se dibuja siempre ante mis ojos como un anhelo, como un deseo profundo. Miro a los santos de la Iglesia y veo en ellos perfecciones y honduras de las que carezco. Y pienso que es imposible para mí, tal vez sí para otros. ¿Podré asemejarme yo a alguno de ellos? ¿Podría llegar a vivir su magnanimidad, su forma de entender las adversidades del camino? ¿Podría llegar yo a tener esa intimidad con Jesús que ellos tenían? A veces me queda grande el vestido de los santos. Inmenso, desproporcionado al ver mis cortas medidas. No puedo llegar tan alto, tan lejos, tan hondo. Tal vez por eso me interpelan las palabras de Santa Teresita quien se sentía tan pequeña en el seguimiento a Jesús: «Siempre he deseado ser santa, pero ¡ay! siempre he constatado, cuando me he comparado a los santos, que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en las alturas y el oscuro granito de arena pisoteado por los caminantes. En vez de desalentarme, me dije: Dios no podría inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme, es imposible. Debo soportarme tal como soy, con todas mis imperfecciones; quiero buscar el medio de ir al cielo por un camino muy derecho, muy corto, un caminito nuevo. Vivimos en un siglo de inventos. Ahora ya no se necesita subir los peldaños de una escalera; un ascensor los reemplaza ventajosamente en la casa de los ricos. También yo quisiera encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección». Y es que he leído con demasiada frecuencia que la santidad está unida con la perfección. Una vida sin tacha, sin errores, sin caídas, sin pecados. ¿Es posible no pecar? No lo creo. Conozco almas muy puras. Y otras muy grandes. Corazones inmensos que renuncian por amor a lo que aman. Sé de vidas generosas que no ponen nunca excusas al entregarse. Vidas que sufren la enfermedad, la ausencia y la carencia con esperanza y no pierden nunca la sonrisa. Y lo que es más grande, hacen que la vida de los demás sea más alegre y feliz. Y aun así, todas ellas pecan. Menos que yo, seguro. Pero pecan. ¿Llegaré yo a la altura que veo en ellos? Creo que ni en ascensor será posible llegar. La santidad me parece llena de virtud y gratuidad. No soy santo a base de esfuerzos y logros. Creo más bien en ese camino que me marcó María al pronunciar con humildad, de rodillas, su Fiat, su hágase. Que se haga en mí lo que Dios desea. Jesús ha pensado un camino de plenitud para mí. Yo tengo una tentación. Quiero hacer la vida a la medida de mis deseos. Quiero que mis planes se hagan realidad. Me frustro, me indigno y me alejo de Dios cuando no es así. El día de todos lo santos la Iglesia recuerda a los que gozan ya de la plenitud del cielo. No es necesario que hayan sido canonizados. Recuerdo ese día a los que ya están en el cielo y han tocado la meta. Forman parte de una Iglesia triunfante. Y yo mientras tanto busco llegar a ese cielo soñado. Pero antes necesito llenar cada día de vida. No importa los días de vida que tenga por delante. Me parecen largos en ocasiones. Cuando no soy feliz. Cuando he buscado mi felicidad en lugares equivocados. Cuando me he hecho esclavo del mundo, de las pasiones. Cuando me he encerrado en mí mismo pretendiendo ser feliz. Me he quedado solo cuando lo único que deseaba era ser amado por todos, siempre y de forma incondicional. Mi pretensión obsesiva de que me quieran me ha vuelto agresivo desde mi herida. Surge la violencia de mi corazón. Me había prometido Dios una vida feliz sin sufrimiento. Y mi dolor e infelicidad dejan sin valor a Dios ante mis ojos. No le perdono. No le amo. No le necesito. Yo puedo ser feliz sin Dios, sin los hombres, sin nadie que me ayude. Es la condena en la que me encierro. No soy capaz de obedecer a Dios que lo que desea es que lleve una vida feliz. No me entiendo con Él. No parece escuchar mi corazón. No me ama. Porque sufro. Y si me amara mi vida sería distinta. Vivo encerrado en un circulo vicioso. Yo quería ser santo. Para ser feliz. Para ser de Dios. El camino no es el que he seguido. Quiero mirar a Jesús y pedirle que me suba hasta su corazón herido. Quiero suplicarle que me abrace y haga dulces los pasos que ahora doy. Él puede cambiar mi corazón enfermo. Él puede vaciarme de tantas pretensiones y llenarme de su paz. Le miro conmovido. Quiero que me tome en sus manos y me eleve. Quiero ser santo. Reflejo de su presencia. Luz para los pasos de otros. Hago mías las palabras que me decía una persona en su enfermedad: «Yo no sé si voy a vivir o a morir. Eso no lo sé. Pero quiero en el camino hacer felices a los que me rodean». ¿Será ese el camino de santidad que Dios me propone? Tal vez no estoy donde quería estar. O no vivo la vida que había soñado. O mi trabajo no es el que esperaba. No me encuentro en paz con mi cuerpo, con mis límites. No me aman tanto como deseaba. No tengo excusas. Dios quiere que siga caminando con una sonrisa allí donde me encuentro, haciendo la vida fácil y feliz a los que estén conmigo. Cuanto más dé, más de Dios será mi alma. Eso lo sé. Lo he vivido. 

¿La capacidad para soñar desaparece con el paso de los años, cuando me vuelvo viejo? No lo creo. Los años no tienen por qué quitarme la capacidad para soñar con una vida grande, con caminos preciosos, con un amor imposible. Puedo seguir soñando hasta que llegue al cielo. A veces sueño dormido y dejo así que Dios en sueños me revele sus deseos, como a José. Otras veces sueño despierto con una vida posible que no llevo, con una forma de entender las cosas que aún no poseo. También en ocasiones sueño con imposibles que el corazón vislumbra no sé bien cómo en medio de la noche. Dormir y soñar me descansa y le da paz al alma. Me uno a la oración de Santa Teresita: «Jesús, dejo en tus manos todas las preocupaciones que pretenden agobiarme. Dame un buen sueño que repare mis fuerzas físicas y espirituales y haz que despierte con la ilusión de amarte más durante el nuevo día». Soñar despierto me da alegría y ensancha mi corazón. Me mantiene vivo, joven, dispuesto a ponerme en acción de un salto. Sueño, pero no para evadirme de la realidad, sino para recuperar fuerzas para la vida. No quiero vivir cansado. Quiero descansar en sueños con Dios, en su regazo. Soñar tiene que ver con la realidad que vivo y no con una vida que nunca tendré. Una persona me comentaba: «Con frecuencia vivo en mi alma una vida que no es real. Es más bien un sueño no realizado. En esa vida soy diferente. Mi cuerpo es otro, y mi familia también. Y lo que hago y siento también difieren. No sé si me hace bien vivir en esa ensoñación». Me quedé pensando. No me hace bien vivir en mi alma una vida no real. Soñarme diferente, con otra vocación, en otro estado. Con otras personas, en otro lugar. Cuando pienso en los sueños que no se han hecho vida, ¿me entristezco? De pequeño, de joven, pude soñar caminos diferentes. Imaginé rostros, trabajos, hijos, bosques muy distintos de los que ahora recorro. Es normal, el corazón siempre sueña. Pero con el tiempo puedo perder la capacidad de aceptar que mi vida no se parece en nada a lo que un día soñé. ¿Es peor? ¿Es menos plena? El corazón no quiere dejar de soñar. Pero no con vidas imposibles, sino con la mejor vida posible en la realidad que me toca aceptar. Tal vez no resultó todo tal como soñaba. Pero Dios puede hacer milagros con mi vida rota. Él puede recomponerme y hacerme fecundo. Dios sigue presente en mis sueños. En mis anhelos. Dios sigue soñando conmigo en medio de mi vida. Y me hace pensar que puedo lograr metas mucho más altas. Comenta Benedicto XVI: «Sólo mediante hombres tocados por Dios, Dios puede regresar a los hombres». Quiero ser un hombre tocado por Dios para llevarle a tantos. Para que Dios a través de mi vida regrese a los hombres. No sueño con una vida mediocre y vulgar. Con una vida que trascurre soñolienta en medio de las rutinas. Sueño con una vida grande en la que pueda ser generoso y llevar alegría y amor a muchos corazones. Los santos tuvieron muchos sueños. Creyeron que era posible lo que parecía inalcanzable. Vieron hospitales donde sólo había un erial. Descubrieron multitud de peregrinos cuando ante ellos solo había un grupo de adolescentes enamorados de María. Los ojos de los santos tienen un don profético. Ven por adelantado lo que aún no ha sucedido. Creen cuando nadie cree en ellos. Descubren misioneros evangelizando donde sólo hay rechazo y violencia. El corazón del santo puede cambiar la realidad porque es capaz de soñar realidades mejores, más de Dios, más plenas. Los santos han experimentado la sanación interior y quieren llevar paz y alegría a muchos lados. Ven lo que va a venir si perseveran con su entrega, con su sí fiel y valiente. La vida consiste en mantenerme firme en el camino. Recorrer la distancia infinita entre el hoy y el mañana. Sin dudar de las promesas que Dios ha pronunciado en mi alma. Muy quedo. Para que no me olvide. Santo es el hombre que descifra en esa voz de Dios pausada y firme el querer para su vida. Y logra descubrir en sus obras humanas un olor a Dios que todo lo transforma. No quiero envejecer en el alma. María en el Santuario atrae corazones jóvenes. Me siento joven. Creo que es mucho lo que tengo por delante. Vivo la vida que soñé con vivir. Quizás aún lejos de todo lo que podría dar. Siempre puedo más. Siempre es posible volver a empezar, a soñar con un alma más grande, más fiel. 

Tengo el don de saber disfrutar la vida tal como es. Un don que Dios ha puesto en mi alma. Me detengo y contemplo. Me asombro y me alegro. Dejo de lado las tristezas del alma. Me olvido de los olvidos, de los errores, de las caídas. Me alegra vivir el presente como ese don sagrado que Dios pone en mis manos. Él cree en mí más que yo mismo. Cree que lo puedo hacer bien. Cree que puedo conseguir lo que sueño. Su fe en mí me impresiona. Yo me detengo ante la vida, ante un paisaje, ante una persona que se me confía. ¿Quién soy yo para que Dios me necesite? Es la paradoja del alma humana. Tan pequeña. Tan de Dios. Siento a veces miedo de no lograr gobernar mi propia vida. Me asusta este mundo con su violencia e inconsistencia. Me da miedo la vida que se escapa sin control entre mis dedos. Me da miedo la inseguridad de mi futuro. No controlo nada. Un miedo real y concreto. ¿Cómo logro vencer esos miedos profundos? Leía el otro día: «Este miedo a la muerte se hace concreto y se extiende a aquellas cosas que tienen poder de hacerte sufrir, ya que no puedes aceptarlas por ti mismo. Puede ser la falta de dinero, la falta de amigos, la soledad, el fracaso, las enfermedades o el no gustarte cómo eres. ¿Por qué yo sigo teniendo miedo a sufrir? Porque esa muerte todavía no ha sido vencida en mí; porque de nada me valdrá saber que otros han vencido ya a la muerte juntamente con Cristo si Él no la vence en mí, si no se hace Señor de mis sufrimientos concretos y específicos». Necesito saber y creerme de verdad que Jesús lucha conmigo. La misma batalla. El mismo campo de lucha. Sí, Jesús está a mi lado sosteniendo mis brazos en medio del fragor de la batalla. Abro la ventana del alma para que entren la luz, el sol, el aire, la esperanza. ¿Cómo hago para que venza Jesús en esa batalla que libro cada día en el fondo de mi alma? Pongo todo de mi parte. Pero soy débil. Lucho por sonreír y no lo logro siempre. Quiero la paz y surge el miedo. ¿Cómo venzo? El miedo a la derrota, a la muerte. Me dan fuerzas las palabras del P. Kentenich: «El instinto primordial esencial de la naturaleza humana no es el temor sino el amor. ¡El instinto primordial es el amor!». El amor más que el temor. Surge la esperanza en mi alma. El amor disipa las sombras de la noche que oscurecen mi ánimo. Tengo un don para ver la luz en medio de las tinieblas. No sé si lo tengo desde siempre. Pero sé que el origen está en Dios. Lo puso en mí. Lo sembró en el surco de mi alma. Y da fruto. Cuando el miedo quiere abrirse paso por el alma. Surge instintivamente en mí una fuerza que viene de Dios. El amor es más fuerte. La esperanza es parte de mi propia piel. ¡Cómo voy a desanimarme cuando he sido tan amado y he podido amar tanto! El corazón se ensancha en la tribulación, en momentos de inseguridad, cuando las fuerzas del mal parecen tan poderosas. Cuando brota la violencia. Cuando peligran mis bienes. ¿Cuáles son mis miedos, esos temores evidentes e inconfesables? Les pongo nombre y le pido a Jesús que venza en ellos. Él puede hacer lo que yo no puedo. Hoy escucho: «Te compadeces de todos. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho». Puede calmar las ansias y los temores. Puede levantar un muro que proteja mi alma frágil. Ha puesto en mí un don para sonreír. ¿Acaso cuesta tanto una sonrisa? Una broma en medio de los miedos. El sentido del humor que me lleva a mirar más alto. La sonrisa que ilumina el rostro y lo llena de Dios. La alegría cuando todo parece perdido. La risa ahuyenta el miedo. Eso lo sé, lo he probado. Pero también sé que no puedo sonreír sin Dios. La batalla la vence Él en mí sólo si le doy cabida. Si dejo que penetre rompiendo las puertas que me guardan con cautela por miedo a los enemigos, a los que me incomodan. Quiero dejar que Jesús entre y traiga la paz más honda, la más verdadera a mi alma inquieta. ¿Cuáles son mis miedos? Sonrío al escribirlos en mi piel, al tocarlos entre mis manos. Son reales. Pesan. Duelen. Pero Dios vence en todas las tormentas. Y la alegría final es la que vale. Es la que da esperanza cuando caigo y me siento frágil. Se compadece de mí. Me hace mirar a las alturas. Vence la confianza por encima del miedo. Todo saldrá bien. Me digo a mí mismo. Jesús va a vencer en mi interior. Por encima de mis miedos y temores. Por encima de mis complejos y cobardías. Sonrío y la audacia llena mi corazón. Salto en sus brazos confiado. 

Creo que el peligro del creyente es la superficialidad en la fe. Cuando falta el amor personal siempre surgen las dudas. Cuando mi amor hacia la persona amada se enfría, dejo de confiar en él y sospecho. Surgen dudas. Ya no le admiro como lo admiraba antes del desamor. Sin amor la fe se tambalea. Doy importancia a cosas nimias, pequeñas, sin valor. Cuando mi fe en la Iglesia no está centrada en el amor personal a Jesús es imposible que mi fe sea sólida. Lo será mientras me conforme con explicaciones infantiles y no me cuestione nada de lo que me piden. Cuando no le dé importancia a la fe aprendida en el colegio, en mi familia. Mientras decida no profundizar, no hay problema. Viviré una fe superficial que aún no se ha confrontado con la vida. Pero más tarde, cuando crezca y las preguntas ya dejen de ser infantiles. Y tengan más peso porque tienen que ver con la vida real. Entonces sospecharé, condenaré a esa Iglesia exigente y anticuada. Se convierte así la Iglesia en una madre exigente y dura que sólo prohíbe, limita e impone. Una madre que, a cambio de mi buen comportamiento, no me da nada concreto para la vida, sólo la promesa dulce de un cielo eterno. Y vivo eludiendo pecados para cumplir con la exigencia de una vida pura y sin mancha. Incluso puedo llegar a pensar que atándome a Dios estaré más seguro. Vana ilusión. Súbitamente compruebo que el mal en forma de desgracias, enfermedades, pérdidas, accidentes, puede llegarle a cualquiera. No importa si cree o no en ese Dios providente. ¿Qué ventajas tiene creer en ese Dios que sólo prohíbe y manda sin ninguna alegría para la vida? Vivir en Dios no me protege, no me salva de los problemas, no me hace más fácil la vida. No compensa. Brotan las dudas justificadas. Una madre que sólo exige no es una buena madre. Es una madre que no me espera con los brazos abiertos cada día a la puerta de la casa. Sin preguntarme dónde he estado y qué he hecho. No recibo abrazos en momentos de caída. No me da su consuelo cuando me hundo en la tristeza. No me da esperanza para el hoy en mi desaliento. Sólo me manda, me limita, me veta. No encuentro paz en una Iglesia que no es madre sino madrastra. Es como si no me hubiera engendrado. Tal vez nunca hubo amor en nuestra relación materno filial. Y mi corazón se fue endureciendo. Se enfrió el amor. Pierdo de golpe mi fe de niño. Y surgen las preguntas más hondas y difíciles. Antes, siendo niño, el amor de mis padres lo suplía todo. Creía porque ellos creían. Y ellos no podían estar en un error. Ahora he madurado y veo todo con más distancia. Ya no admiro a mis padres, ni a la Iglesia en la que creen. Ni a ese Dios que no me protege del mal y sólo me pide buen comportamiento. Y llega la crisis. Que puede quedar tapada debajo de una vida superficial. O puede aflorar en momentos de confrontación con problemas, con pérdidas, con dolores. Y me doy cuenta de mi poca hondura de alma. No conozco a ese Jesús del que la Iglesia me habla. Nunca lo he visto, nunca me ha cuestionado. No lo he mirado a los ojos, no me he enamorado de su voz, de sus palabras, de sus gestos. No me ha hablado al corazón o al menos no lo he escuchado. El problema actual del hombre es su superficialidad. Vive en el borde de su alma. Sujeto a la piel. Preocupado solo de problemas diarios. De miedos y alegrías temporales. Falta hondura. Entonces desconfío de mi Iglesia madrastra que sólo me limita y exige. Me cuestiono con aire de hombre maduro: ¿No se habrá quedado anticuada la Iglesia en la fe que me ofrece? Y ese Jesús que está en todas partes, ¿por qué no lo siento en mi alma ahora que es cuando más lo necesito? Se endurece el corazón. No he tenido un encuentro personal con Jesús, no lo he amado nunca. No he hablado con un tú personal. No he escuchado su voz pronunciando mi nombre. Tal vez por eso me falta radicalidad de vida y no creo en la misericordia. Ni en la justicia. Ni en la verdad. Todo lo cuestiono y me parecen relativas esas creencias que un día me parecieron tan sólidas. ¿No es ese el drama de muchos cristianos hoy? Hoy escucho: «Bendeciré tu nombre por siempre jamás. Día tras día te bendeciré, y alabaré tu nombre por siempre jamás. El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones. El Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan». Mientras no conozca ese amor misericordioso. Mientras no ame a ese Jesús que viene a salvarme en mi vida, a sostenerme cuando me doble cansado y triste. Mientras no sea capaz de abrir mi corazón al suyo y pedirle que no me deje nunca. Mi fe será débil y caerá ante el menor contratiempo. Si ahondo en mi alma. Me adentro en mi interior. Me dejo tiempo para navegar por mi historia agradeciéndole que viaje conmigo en mi barca. Si lo amo y alabo cada día. Entonces seré cristiano. Seré creyente. Seré el amante de ese Dios que camina conmigo. Sólo entonces mi fe será honda. Y no habrá ya nada que la haga tambalear. Porque la experiencia concreta del amor de Dios sostendrá mis pasos.

Zaqueo era un hombre bajo de estatura. Era también un hombre rico. Un publicano dispuesto a hacerse rico a costa de otros. Un pecador público. Detestable. Rechazado por muchos. Su trabajo era un agravio para el pueblo de Israel. Este hombre que lo tenía todo ve un día pasar a Jesús por el camino y quiere verlo bien. Pero no puede, es bajo de estatura: «En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí». Ser bajo puede ser a veces un problema. En este caso Zaqueo no puede ver a Jesús. Por eso se sube a una higuera. Al hacerlo corre el riesgo de ser visto por muchos. Pero no tiene miedo. Hay que tener valor para subirse a un árbol y exponerse a ser visto y juzgado. ¿Qué hace allí ese publicano subido a un árbol? Un hombre rico, respetable, temido. Podía ser ridiculizado por el juicio de los hombres. Zaqueo se arriesga. Desde allí puede ver a Jesús. También desde allí puede ser visto por todos. Zaqueo no lo duda y sube. ¿Es la curiosidad lo que mueve su ánimo? ¿O es el deseo real y verdadero de conocer a Jesús? No lo sabré nunca. Me quedan claras algunas cosas. La estatura no puede impedirme conseguir lo que quiero. Mi corta estatura, mis límites, mis deficiencias, la vida que tengo. No son excusa, más bien son una oportunidad para tocar a Dios. En ocasiones le echo la culpa a las circunstancias, a las dificultades del camino. Me justifico. Los demás son los responsables. Los obstáculos parecen insalvables. No me arriesgo para no perder. O cuando pierdo pienso que no fue culpa mía. Lo fue de la circunstancia adversa que me perjudica. Me dan miedo los obstáculos. Quisiera tener el camino despejado. Pero así no crezco, no me abandono en Dios, no confío en su poder. Cuando el camino no tiene dificultades no lucho por conseguir lo que quiero. Todo me viene dado. No me esfuerzo, no trabajo, no supero obstáculos. Así lo describe Taulero: «Abandonarse en Dios, no hay ninguna angustia en el hombre, ya que Dios quiere volver a nacer en ti. Si una criatura, se llame como se llame, te saca de la prueba, arruina completamente el nacimiento de Dios en ti». La superación de las dificultades es lo que me permite crecer. En ocasiones intento quitar obstáculos del camino a las personas que amo. Para que no sufran. Para que no tengan que esforzarse. Tal vez esté arruinando el nacimiento de Dios en ellas. En los hijos. En los padres. En la persona amada. En los amigos. Superar obstáculos me hace crecer y madurar. Me libera de mis miedos. Aparta de mí los pensamientos negativos que me bloquean: «Yo no puedo hacerlo. Es imposible. No tengo fuerzas para lograrlo». Quiero ver a Jesús y me subo a un árbol. Supero el obstáculo que no me deja ver. De mí depende trepar a una higuera. En el lugar donde estoy. Si me cierro en pensamientos negativos no seré capaz de salir de mi inactividad. Jesús me invita a ser más fuerte, a vencer las dificultades, a enfrentar mis miedos. El miedo a fracasar, a perder, a agotarme, a quedarme vacío y solo, a exponerme al ridículo. El otro día leía: «La fatiga, el sufrimiento y la prueba no significan que sea inútil desear, sino que todo tiene un precio y que es importante saber en qué invertir la propia vida». El deseo es lo que mueve el corazón y lo hace capaz de lo imposible. Es el que me da fuerzas para vencer obstáculos y barreras. Nada puede detenerme. El sufrimiento, la fatiga y la prueba tienen un sentido. Como la flor que nace. Como el gusano que con esfuerzo se transforma en mariposa. «Sin lagar no hay vino, el trigo debe ser triturado, sin tumba no hay victoria», decía el P. Kentenich. Me quieren enseñar a conseguir las cosas sin esfuerzo. No es posible. Tampoco en el plano espiritual. La lucha es constante. El mundo me seduce y me aleja de la hondura de mi alma. El ruido me saca del silencio. No me detengo a contemplar lo que me rodea. No guardo silencio. No escucho. No miro buscando a Dios entre los hombres. No me subo a una higuera para ver a Dios. La experiencia de Dios en mi corazón no sucede de forma mágica. Ocurre cuando salgo de mí mismo y me pongo en camino. Recorro la distancia inmensa que hay entre la superficie y lo hondo de mi corazón. Los obstáculos me hacen crecer. Las dificultades me hacen más fuerte. Subiéndome a lo alto de mi higuera puedo ver y puede pasar algo más grande. Un milagro que es gratuidad. Necesito encontrarme con ese Dios que se acerca a mí para salvarme y sostenerme. No quiero rehuir las dificultades. Me hacen más de Dios.

Zaqueo no sólo ve pasar a Jesús. Ese día es un día de gracias. Jesús ve a Zaqueo. Ocurre el milagro: «Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: –Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa. El bajó en seguida, y lo recibió muy contento». El que quiere ver, acaba siendo visto. El que busca a Jesús acaba siendo encontrado. Es la paradoja de la vida. Quiero encontrar a Dios y es Él el que me encuentra. Quiero lograr llegar alto y es Jesús el que me sube. Así lo hace con Zaqueo. Lo mira dese lejos, desde abajo y lo llama. Y entonces Zaqueo se convierte al conocer a Jesús. Esa llamada cambia su vida porque Jesús lo ha visto y llega a su casa a comer con él. Leía el otro día: «La hospitalidad es la virtud que nos permite romper la estrechez de nuestros miedos y abrir nuestras casas al extraño, con la intuición de que la salvación nos llega en forma de un viajero cansado. La hospitalidad convierte a los discípulos preocupados en testigos fuertes, a quienes sospechan de todo en donantes generosos, y a los fanáticos de mentes cerradas en receptores de nuevas ideas y perspectivas». Zaqueo se convierte en anfitrión, en hospitalario. En dueño de casa que abre sus puertas. Cuando vivo encerrado en mis miedos y egoísmos me quedo solo. Mi casa vacía me recuerda la dureza de mi corazón. Aislado y protegido no puedo querer al que toca mi puerta. Pero si abro, el que me molesta se acaba convirtiendo en quien me salva. Esa aparente contradicción es la que me cuesta creer una y otra vez. Dudo. Yo estoy bien, protegido, seguro. No necesito que nadie venga a mi casa a salvarme. Pienso que cualquier molestia en mi vida me saca de lo que deseo. A Zaqueo le salvó su apertura. Decía Victoria Braquehais, una misionera en África: «El encuentro con una persona es muy importante. Si llega una persona a casa todo se para. Y si tienes que estar con ella dos o tres horas, estás y no te preocupas de más. A veces se nos va la vida en grandes proyectos. En África los gestos son de otro modo. Te acostumbras a estar atenta a todo eso. Es una escuela permanente». Jesús quiso comer en casa de Zaqueo y esa comida lo cambió todo. Jesús comió con un pecador y arriesgó su fama. No estaría bien visto: «Al ver esto, todos murmuraban diciendo: –Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Hoy cualquiera puede opinar de todo. En los foros públicos de internet uno puede verter su opinión sin miedo. Puede decir impunemente cualquier cosa. En una ocasión, una persona que no había visto una película opinaba sobre la misma sin pudor. Al recriminarle que no la había visto, contestó: «En esta vida se puede opinar de todo. Aun sin haber visto la película tengo mi opinión». Quedó resonando la respuesta en mi alma. Hoy todos opinan de todo, y de todos. En este caso opinan de Jesús. Come con pecadores. Y no saben que Él viene a salvar a los pecadores, no a los justos. Viene a buscar a los enfermos, no a los sanos. Yo miro a Jesús y lo juzgó. Puedo llegar a pensar que exagera. Un publicano. Un hombre que no quiere cambiar de vida. Yo me fijo en las apariencias y opino. Y pienso que tengo razón: «Piensa mal y acertarás». Me digo a mí mismo. Me vuelvo a equivocar una y otra vez cuando me dejo llevar por las apariencias. Hoy miro a Zaqueo y me conmuevo. Zaqueo se dejó tocar y cambió su vida. Era un buscador casi sin saberlo. Bastó una mirada. La de Jesús desde el pie de la higuera. Una mirada, una voz. Lo llamó por su nombre. A él, que era un publicano, un pecador público. Su hospitalidad es lo que le salva. O le salvan esa mirada y esa voz. O le salva ese deseo de ver a Jesús. O le salva su higuera, el lugar en el que le toca vivir. Jesús come en su casa. Quiere compartir la vida a su lado. Quiere estar con Zaqueo en su intimidad familiar. Y ese encuentro, que no pasa desapercibido para nadie, cambia la vida de Zaqueo: «Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: –Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más. Jesús le contestó: –Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». La salvación hecha carne llega a esa casa. Zaqueo se convierte y decide empezar de nuevo. Un nuevo camino. Una nueva historia. Hay un dicho que siempre me da paz: «Todo santo tiene su pasado. Y todo pecador su futuro». Es la oportunidad de Zaqueo para cambiar y soñar con ser santo. Tal vez ahora pueda hacer mejor las cosas. Depende de él, de su actitud. Jesús ya ha venido a su casa y se ha quedado para siempre. La visita de Jesús al alma la cambia para la eternidad. Comenta el Papa Francisco en el encuentro mundial de jóvenes en Cracovia: «Jesús, a la vez que te pide de ir a tu casa, como hizo con Zaqueo, te llama por tu nombre. Tu nombre es precioso para él. El nombre de Zaqueo evocaba, en la lengua de la época, el recuerdo de Dios». Jesús me llama por mi nombre que es precioso para Él. Quiere comer en mi casa, en mi vida. No me pide nada, su amor es gratuito. Quiere venir a mi casa tal y como es. Me siento pequeño como Zaqueo. Me subo a un árbol. Dejo que Jesús me llame y se invite a vivir conmigo desde mi higuera, desde la realidad que a veces no me gusta. Sólo ese encuentro cambiará mi vida allí donde yo estoy. Viene a mi pecado, a mi vida indigna, a la realidad que no acepto. Él puede cambiarme si le dejo entrar. Yo solo no puedo. No dejo que me vea. Tengo las puertas de mi alma cerradas. Hoy quiero dejar que entre. Darle de comer en mi alma. Que venga a mí y me salve.

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