Homilía del padre Carlos Padilla - 31 de marzo de 2019

Domingo 31 de marzo de 2019 | Carlos Padilla

IV Domingo Cuaresma. Domingo Laetare

Josué 5, 9a. 10-12; 2 Corintios 5, 17-21; Lucas 15,1-3. 11-32.

«He pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros»

31 Marzo 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Mi vida descansa en Dios. Él me espera en el camino con los brazos abiertos. Me espera con una fiesta. Me viste con los mejores trajes. Tiene pensado para mí un banquete. ¿Por qué tengo miedo?»

Cuando ya se acerca tímidamente la Pascua, me detengo a celebrar este domingo de alegría. Dejo de lado las tristezas y siento que el corazón se ensancha, se hace más grande. Me gusta alegrarme cuando aún no tengo razones. Es posible mirar más alto, más lejos. A veces me invade la tristeza sin motivo alguno. La alegría y la tristeza pueden ir de la mano. En medio de una desgracia necesito una carcajada. En medio de mi alegría desbordante, me viene bien un momento de sosiego y silencio. Los extremos se unen. Cristalizan en mi corazón que no quiere permanecer endurecido. En ocasiones me veo buscando enfermizamente la satisfacción de mis deseos. Pero no soy feliz cuando lo logro. Creo que la alegría compartida es más grande. Al igual que la tristeza acompañada pesa menos en el alma. Es bonito lograr cosas junto a otros, no en soledad. Decía el Papa Francisco: «Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un gran esfuerzo compartido»[1]. El amor me pone en camino. Me anima a lograr metas. ¿Cuándo fue la última vez que logré algo importante con otros? Recorrer un camino largo acompañado. Vencer los obstáculos que parecían imposibles. Apoyarme en la fuerza de otros para seguir luchando, andando. Confiar gracias a su fe cuando todo parece perdido. Los éxitos logrados en comunidad tienen más peso. No quiero vivir aislado buscando ser feliz yo solo, sin pedir ayuda, sin ayudar a otros. No funciona. Luchar juntos por llegar más lejos sí da fruto. La Cuaresma la vivo con otros. Estoy en camino recorriendo la vida. No me salvo solo. A veces se me olvida. Vivir la vida con otros representa un gran desafío. Sé que es vivir en comunidad lo que más alegra mi alma. Y la soledad que a veces busco puede volverme infeliz. Pero a menudo mis tristezas las provocan los desprecios de los hombres. Sus acciones u omisiones me causan daño. Me han herido. Me he sentido ignorado. No me han dado tanto como yo esperaba. En comunidad sufro y me alegro al mismo tiempo. Me gustaría cultivar en mi alma un espíritu alegre que aprenda a reírse de la propia vida. Menos amor propio, más humildad. Así sufriría menos con los desprecios. Y estaría más alegre con mi vida. Decía el P. Kentenich: «Debemos ser maestros de alegría, modelos de alegría, debemos aprender el arte de alegrarnos de cada pequeñez en el camino de las pequeñas cosas»[2]. Si pudiera alegrarme de todo lo que me pasa. Vivo en tensión tratando de ser feliz y no lo consigo. Hoy me asomo a la Pascua. Veo el paso de Jesús resucitado en medio de su camino al Calvario. Previvo de forma anticipada su resurrección. Mi corazón entonces se calma. Quiero poner ante Dios mis tristezas. Son esas pequeñas semillas de amargura que he dejado que otros siembren en mi corazón. O yo mismo las he regado sintiéndome pequeño y humillado. No me hace bien la tristeza. Y me hace muy bien sonreír, reír a carcajadas y tomarme la vida no demasiado en serio. Las cosas tienen el peso que tienen, no el que yo les doy, no el que los demás les dan. No me tomo tan en serio mis fracasos. Y aprendo a sonreír cargado de dolores. Jesús lo hace camino al calvario. Antes pasó por el huerto de los olivos y entregó sus miedos. En eso consiste la vida. Pongo mi vida pequeña en las manos de Dios. En Él confío. Mi alma se alegra en el Señor. «Alegría es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere»[3]. Es la alegría de saber que mi vida descansa en Dios. Él me espera en el camino con los brazos abiertos. Me espera con una fiesta. Me viste con los mejores trajes. Me calza sus sandalias. Tiene pensado para mí el mejor banquete. ¿Por qué tengo miedo? Jesús me pide que no tema. El Señor se lo dijo a S. Pablo en una visión: «No tengas miedo. Piensa que yo estoy contigo y que nadie te atacará para hacerte daño». Hech 18,9. Me lo dice a mí hoy para que sonría y no tema. Me sostiene en mi pobreza y me dice que me ama. ¿Puede haber un motivo mayor para estar alegre?

Pienso en la importancia de mis gestos y de mis palabras. De mis aciertos y errores. Acojo y rechazo. Acepto y condeno. Hoy dicen de Jesús: «En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: - Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús comía con publicanos y prostitutas. Con pecadores públicos. Hay pecados que todos conocen y escandalizan. Hay pecados que permanecen ocultos en el silencio del corazón. Jesús lo conoce todo. Ve mi pecado y mi debilidad. Viene a mí. Se acerca a los pecadores en primer lugar. A los enfermos antes que a los sanos. El pecado me hace daño por dentro. Al mismo tiempo es la puerta de entrada para Dios. «Si manifestamos nuestros límites y nuestras zonas de sombras, reconocemos nuestra miseria, pero al mismo tiempo proclamamos el poder y la misericordia del Señor. Es un acto de fe reconocerse pecadores porque entonces es cuando la misericordia nos alcanza»[4]. Me cuesta reconocerme pecador. Primero ante mis ojos. Más aun ante otros. No me reconozco en mi pecado. Tengo una película sobre mis ojos que no me deja ver mi debilidad. La culpa es de los demás. Del mundo, de las circunstancias. No me siento culpable. No he hecho nada malo. Me cuesta aceptar mis límites y pedir perdón. Otro en mi lugar hubiera hecho lo mismo. Me siento libre de culpa. O son los demás los que me indujeron a pecar. Yo no tengo que pedir perdón. Me cierro. No logro ver las cosas como son. Me duele tanto la humillación que no estoy dispuesto a reconocerme débil y culpable. Yo no hice nada, pienso. Y siguen mis disculpas resonando en el silencio. Con fuerza. Soy inocente. ¡Qué difícil es reconocer el propio error y aceptar que no lo he hecho bien! ¡Cuánto cuesta reconocer que mi debilidad es de conocimiento público! La humillación duele y tiendo a negarla. La rehúyo. Leía el otro día que «la implantación del reino de Dios tiene que comenzar allí donde el pueblo está más humillado»[5]. Comienza en mí cuando estoy humillado. Cuando he caído de mi pedestal, de mi torre firme y segura. Dejo de ser exitoso y comienzo a sentirme acusado, lleno de polvo, humillado. ¡Cuánto cuesta cambiar la mirada! No acepto la crítica. Me defiendo con fuerza negándome a ser culpable. Y juzgo a los pecadores, a los que no son como yo. Hoy escucho: «Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». El que no había pecado es Jesús. Él no tenía el mal en su alma y muere por mí, por mis faltas, por mis pecados. Me hace tanto bien reconocer que peco. Ver con paz en el alma mi debilidad. Asumir que no lo hago todo bien. Si tuviera esa libertad interior aceptaría las críticas sin ningún temor. Y más aun, si me sintiera imperfecto, no tendría problema en comer con pecadores. No me importaría que me vieran en compañía de los que están mal, o se han alejado de Dios, o no se comportan como creo que deberían hacerlo. Es un cambio en la mirada. Precisamente en los débiles y pecadores se manifiesta la gloria de Dios: «Donde el hombre es pequeño y débil, allí manifiesta Dios su gloria. No en los fuertes, no en los perseverantes, no en los justos, sino en los miserables y en los pecadores que no lo miran, está el amor de Dios. En los débiles es poderosa su fuerza. Donde el hombre quiere ser grande, Dios no quiere estar. Donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, Dios instaura el reino de su amor»[6]. No deja de sorprenderme. Me acerco al débil. Al pecador. Al que es rechazado. Y en mi corazón surge un afán generoso de dar la vida por los necesitados. Por los abandonados y rechazados. Me siento bien y orgulloso. Estoy siendo Jesús para ellos. Pero algo me falta. Lo hago desde arriba. No pienso que pueda aprender algo de ellos. No creo que en ellos esté surgiendo el reino de Dios. Pienso que es en mí. En mis buenas obras. En mi corazón generoso. Pero no en ellos que no siguen la voluntad de Dios. No en ellos que no son santos y perfectos. No en ellos que no están a la altura de lo esperado. Juzgo con mis criterios humanos. El que ha pecado no cuenta para Dios si no cambia de vida. Me equivoco de nuevo. ¿Quién soy yo para juzgar el corazón humano? Me creo juez juzgando al que ha caído. Me siento Dios. Y me equivoco. Me quedo en las apariencias y condeno a tantos por la superficie de sus crímenes. Veo lo que hacen mal y los juzgo. Conmigo soy misericordioso. Ni siquiera veo mi falta. En los demás veo su pecado, su mal, su debilidad y me escandalizo. ¿Cómo puede estar surgiendo el reino del amor de Jesús en sus corazones? No creo en la misericordia. Me dejo llevar por mi deseo de justicia. Me acerco con reparo el pecador. Al que no actúa de forma correcta. No quiero que me confundan con él. Me siento más digno, más puro, más en paz, más de Dios. En mi forma de mirar ya estoy pecando. Juzgo a Jesús como los fariseos cuando lo ven comer con pecadores y publicanos. Yo soy sólo un pobre pecador como todos los pecadores. Ni más ni menos. Me cuesta entender que el reino pueda surgir en mi fragilidad, cuando soy débil. Nace cuando pido perdón. Cuando me humillo. Allí comienza mi camino de liberación.

En la vida lo fácil es tropezar. Uno empieza a andar y sin darse cuenta yerra el camino. Un desvío pasado por alto. Un despiste. Alguna elección equivocada. Y ya está. Me confundo. ¿No tengo remedio? Tal vez por eso me gustan las palabras del hijo pródigo: «Yo me levantaré e iré a mi padre». Se levantará. Dejará el polvo de la caída. Tomará un nuevo camino. Me gusta esa actitud valiente. Ponerme de nuevo en camino. Levantarme después de haber caído. Lo fácil es caer y perder la esperanza. Pensar que está todo perdido. Que no puedo volver atrás. Que no puedo seguir adelante. Una caída. Un error. Un traspiés. Tenía tanta esperanza. Soñaba tanto, tan fuerte, tan alto. Creía que esta vez sí iba a lograr mis sueños. Parecía todo al alcance de la mano. Y me caigo. De golpe me caigo. Me enfrento con el límite. Me duele mi imperfección y mi fracaso. Siempre es dura la derrota. Duele el orgullo, el amor propio. Es tan fuerte el miedo al ridículo y al desprecio. Ahora no me mirarán con admiración. He perdido el prestigio. La fama. La gloria. De repente lo que un día era fama se volvió desprecio. Las flores del jardín se quedaron mustias. Y la esperanza ya no la recuerdo. Vuelven al corazón las amenazas del algunos. «No te va a salir bien. Vas a fracasar, eso seguro. No eres capaz de llegar tan alto». Y yo pensaba que sí, que lo iba a lograr. Y todo el camino estaba seguro de mis fuerzas. Iba a lograrlo y les callaría la boca. Les haría tragarse sus palabras. Sus vaticinios. Entenderían por fin que estoy hecho de otra madera. Que tengo una fuerza interior que ellos no tienen. Les haría ver lo valiosa que es mi vida. En comparación con su mediocridad enferma. Pero ahora. En medio del barro. Caído y humillado. ¿Qué puedo alegar en mi defensa? He perdido. Lo puse todo en juego y lo he perdido. No me queda nada a lo que aferrarme. Es fácil caer. Eso lo sabía. Muchos caen. Pero yo quería demostrarme que era distinto. Demostrarme a mí mismo. Demostrárselo al mundo. Es difícil encajar los fracasos. Hace falta una madurez que no poseo. Tanto tiempo invertido, tantas fuerzas. ¿Qué hago ahora? Comenta Enrique Rojas: «He visto gente que ha empezado a triunfar demasiado pronto y, pasado un cierto tiempo, aquella victoria se convirtió en una auténtica derrota. La resiliencia es un concepto de la física extrapolado a la psicología y significa literalmente la capacidad de los metales para doblarse sin partirse. Llevado al terreno de la psicología, es la facultad para sufrir, para pasarlo mal, para tener adversidades y saber darles la vuelta. Lo importante no es vivir muchos años, lo esencial es vivirlos en profundidad, con hondura». La vida son decisiones. Aciertos y errores. Caminos correctos porque me hacen más pleno, más maduro. Caminos errados porque me hacen más pobre, más esclavo. Y en las encrucijadas me detengo ante la derrota. Pienso y medito. Y grito con fuerza en mi alma: «Yo me levantaré e iré a mi padre». No me quedaré derrotado. Seré como ese metal que no se quiebra. No se da por vencido. Me lanzaré de nuevo a la carrera. Volveré a luchar, a dar la vida. No me deprimiré pensando que no hay un futuro mejor para el que ha caído. No es así. Detrás de cada derrota hay espacio para una nueva oportunidad. Después de un partido perdido viene la posibilidad de jugar otro. Otra posible decisión. Una nueva oportunidad para dar la vida, para jugarme el presente. Porque es en presente como conjugo mi vida. No quiero que el pasado me quite tiempo. Lamentándome sobre la leche derramada. Ya pasó. Ya lo olvido. Vuelvo a construir mi vida perdonando, perdonándome. Me pongo en camino. Dejo el lugar de la derrota. La olvido. Bueno, en realidad la recuerdo para aprender de ella. Pero la olvido porque no quiero que la pena y la tristeza nublen mi vista. Es demasiado grande y hermoso todo lo que tengo por delante. La victoria final es mía. Entre medias habrá mil batallas perdidas. No me importa. Sigo luchando como si fuera la primera batalla. Como si estuviera por primera vez en el fragor de la lucha. No me desanimo. Me levantaré. Me gusta ese verbo. El deseo del alma. Vencer a aquellos que me dicen que no luche más, que no vuelva a intentarlo porque es inútil. No les hago caso. Lo importante es aceptar que soy débil y falible. No lo sé todo, no lo puedo todo. Tendré que pedir ayuda, pedir consejo. Tendré que mostrarme frágil ante los demás para que no piensen que lo puedo hacer todo bien. Porque es mentira. Yo al menos lo sé. Lo he intentado a menudo y he fracasado. En el polvo de la derrota miro hacia delante. Hacia ese segundo inmenso que tengo ante mis ojos. Lucharé. Me pondré en camino. Me levantaré. En la película Wonder dice el protagonista: «El más grande es aquel cuya fuerza levanta corazones. Todo el mundo debería recibir una ovación del público al menos una vez en la vida. Mi madre por no haberse rendido jamás». Quiero ser grande levantándome con fuerza. La fuerza está en el corazón que no deja de creer. Que no deja nunca de luchar. Al menos una vez en la vida quiero escuchar la ovación del público. Y sentir que mi lucha ha merecido la pena.

Reconciliación es una palabra que me da paz. La escucho y mi corazón se llena de esperanza. Reconciliar lo que está roto, desunido, en guerra. Reconciliar lo que no está conciliado. Me gustaría ser un buen conciliador. Capaz de restablecer los vínculos cortados. Construir caminos que lleven a la unión. Cuando se ha roto el camino marcado. Quiero pensar en la Cuaresma como un tiempo de caminos de ida y de vuelta. Caminos en los que me encuentro con Dios que me dice que me ama. Caminos en los que voy al que sufre, al que está lejos, al que ha roto los vínculos de amor con el mundo, con los hombres. Hoy escucho: «El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación». Dios en mí reconciliando al mundo. Sin pedir cuentas del mal. Sin exigir el pago de la deuda. Una nueva creatura. Quiero que Jesús haga en mí todas las cosas nuevas. Quiero que me haga hombre nuevo. Capaz de vivir de una forma nueva, más honda, más pura, más verdadera. Leía el otro día: «Adquisición de la paz interior supone largo trabajo de reconciliación. Con Dios: desconfiar y reprochar una expectativa no atendida. En vez de confiar, agradecer y estar disponible. Con uno mismo: no aceptarse tal como se es, despreciarse, juzgarse. Con el otro: miedos, cerrazones, amarguras, rencores, perdones rechazados. Con la vida: lamentos por el pasado, miedo al futuro, incapacidad para asumir la vida presente, pérdida de sentido y gusto de lo que vivimos»[7]. Las tensiones, la ira, el rencor, el odio, el desprecio, la desidia, la pereza surgen en esos cuatro ámbitos. Dios, yo mismo, los demás, la vida. Surge de mis pecados que me hablan de caminos rotos. Choco con esos muros y barreras que hacen imposible el camino del encuentro. Brota la falta de paz de mis heridas no sanadas. Hay algo en mí que no está reconciliado. Algo que no está en orden. Sé que es imposible que yo esté en paz con todo y con todos. Es imposible una paz que sólo en el cielo será real. No por ello me desanimo en la lucha. Es imposible estar bien en todo. Y no es imposible soñar con lo que anhelo. Es cierto que es imposible que mi cuerpo esté totalmente sano. No por ello dejo de esforzarme por llevar una vida sana. Algo no estará en orden. No importa. Me esfuerzo. Lo mismo con mi alma, con mi vida. Hay aspectos no reconciliados. Ámbitos en los que falta paz. Vivir en paz tiene que ver con vivir reconciliado y reconciliando. Con vivir en una armonía que Dios da a los que se la piden. Sueño con ser una creatura nueva. Deseo tejer vínculos nuevos en armonía. Vínculos en los que quiero mantener la paz. Me esfuerzo por ello. A veces no depende de mí. Puedo fracasar en el campo del amor. Fracasar en mis intentos por dar la vida con generosidad. Puede que los caminos estén rotos por los pecados de los otros. Puede que quede yo herido por el odio del otro. Tal vez no pueda cambiar la realidad. Tengo que aceptarla como es. Asumirla en su verdad. Quiero aprender a reconciliarme con la vida como es hoy. Con la vida en su pobreza, en su pureza, en su belleza. Miro confiado el camino que tengo por delante. Puedo vivir en actitud reconciliadora. Para ello tengo que perdonar mi vida como es hoy. Está herida. Es imperfecta. Quiero reconciliarme con mi hermano. No siempre va a querer acercarse a mí. Pero yo sí. Busco esa reconciliación. Pienso hoy en el hijo que se va de casa buscando su propio camino. No está en paz en casa y quiere algo nuevo. Se aleja. Rompe vínculos: «El menor de ellos dijo a su padre: - Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». El hijo menor rompe el vínculo. Rompe la conciliación de su vida. Rompe con su padre, con su casa, con su hermano, con su vida. Rompe con su presente buscando un futuro mejor. Vive entonces no reconciliado y lejos de casa. Algo en su vida no está en orden. Pero no importa. Sigue el camino. En ocasiones me siento como el hijo pródigo. Vivo lejos de mi hogar. Lejos de algún hermano. Herido por dentro. Roto. No reconciliado. Y sigo adelante sin preocuparme demasiado. Vivo mi vida sin mirar atrás. No creo que sea posible la reconciliación. Soy yo el que ha roto los hilos de una vida en el hogar. Me he alejado en alguno de esos ámbitos. De Dios, de los demás, de mi vida, de mí mismo. Sobre esos puentes rotos he construido una nueva vida. Pensando que así está todo bien. Tapando los miedos y dolores. Sigo hacia delante sin mirar hacia atrás. Sólo importa el presente que abrazo en medio de mi rutina. Cuesta mucho mirar mis vacíos, mis dolores y mis miserias. Si mis ojos no ven el dolor tal vez sufran menos. Sigo adelante sin pensar en lo que no está en orden en mi vida. Poco importa la casa paterna que he abandonado. El hermano con el que he roto. El sueño que he dejado al borde de mi camino. Ya no importan los anhelos de infinito que viven en mi interior. No importa lo que no puedo dominar y controlar. Aquello que no depende totalmente de mí. Vivo roto y duele. Pero no miro. Porque si miro la impotencia aumentará el dolor del alma. Quisiera volver a casa. Levantarme y pedirle a Dios la reconciliación. Anhelo vivir en el hogar que sueño.

Siempre me impresiona la mirada del hijo mayor. No es que me sorprenda. Me veo reflejado en él fácilmente. Pero así descrito suena muy dura su actitud: «Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: - Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y el replicó a su padre: - Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado». El hijo mayor llega cansado del trabajo. Y al llegar oye la música de una fiesta. Se sorprende. Luego se indigna. Él no se levanta cada mañana a esperar el regreso de su hermano. No lo ama como lo ama su padre. Puede que incluso se haya olvidado de él. Ya no es parte de la familia. Él ha roto con todo. ¿Para qué seguir esperando a quien se ha ido voluntariamente llevándose su herencia? El hermano mayor cumple con la ley. Respeta a su padre. Obedece sus mandatos. Está dentro de lo esperable de un hijo. El hijo mayor conoce bien la ley y sabe lo que tiene que hacer. Espera una fiesta para él, pero no como don, sino como pago por su esfuerzo. Lo ha hecho todo bien y se merece un aplauso, un premio. ¿No soy yo así tantas veces? Espero el pago por mi entrega. El premio como fruto de mi esfuerzo. El abrazo como expresión de mi derecho a ser querido y valorado. Me cuesta entender esa misericordia que no corrige, no exige, no pide un cambio. Una misericordia que sólo es abrazo y fiesta, después de no haber hecho bien las cosas. ¿Cómo no voy a comprender la mirada de este hermano? Es mi mirada. Yo miro así a los hijos pródigos que vuelven para obtener un abrazo como premio a sus fracasos. Una fiesta como regalo después de haberlo perdido todo. ¡Cómo me va a alegrar que algunos sin hacer méritos reciban lo mismo que yo, más incluso! ¿El mismo cielo para todos? Me da rabia la bondad del padre. No comprendo su alegría. Menos aun su generosidad. Me hieren sus palabras: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». ¿De verdad debería alegrarme? Estoy con Dios, pero no lo amo. Estoy con Él y cumplo. Y me indigno cuando otros no cumplen, no hacen las cosas bien, no se sacrifican y reciben el aplauso. Yo mido lo que hago. Y exijo el pago por mi esfuerzo. Doy con cuentagotas y espero recibir algún premio generoso. Me esfuerzo cumpliendo normas impuestas. Pero el amor no está en mis gestos, ni en mis actos aparentemente altruistas. Busco algo a cambio. Quiero el reconocimiento. O al menos recibir más que el que no hace nada o lo hace todo mal. Miro cómo se comportan los demás. Me comparo. Los juzgo para mantenerlos así lejos del premio que yo espero. Mi envidia me envenena. ¿Cómo es posible que el que ha dilapidado su herencia vuelva a casa arrepentido y reciba el mismo premio que el justo? Me rebelo contra tanta generosidad de mi padre. No me alegra el regreso del hijo perdido. No soy como el padre. No ha hecho las cosas bien. Ha caído. No quiero que me comparen con él. Que piensen que soy igual. Yo no he caído. Nunca me he alejado. Quiero estar lejos de su presencia. No lo deseo a mi lado. Les exijo a los demás un comportamiento ejemplar. No creo en su arrepentimiento cuando vuelven a casa. Quizás no estoy feliz haciendo lo que debo. ¿Por qué me indigna tanto haber estado en la casa paterna sin recibir un cordero cebado? Tal vez porque no sé valorar lo que significa tener un hogar, un padre que me ama, una misión en la vida. No valoro la alegría de la rutina sagrada. El día a día bajo el amparo de quien me ama. No me alegra simplemente amar sin esperar nada a cambio. No valoro como don lo que vivo como exigencia y cumplimiento. Vivo constreñido. Endurecido. Tenso. No me alegra estar en casa. Continuamente trato de no equivocarme y hacer lo correcto. Y en lugar de alegrarme por el trabajo bien hecho, me amargo. Me da pena ser mezquino. Veo en la comunidad a otros hermanos a los que les va mejor sin esfuerzo. Me indigno. Yo me esfuerzo y no lo hago con alegría. Llevo cuentas del bien realizado. De mi esfuerzo diario. ¿Y el que no trabaja? Que reciba lo merecido. Pero no más. Me duele esa injusticia del padre generoso y lleno de misericordia. Me duele su actitud excesivamente bondadosa. ¿Cómo va a educar así? El hijo pródigo volverá a irse. Seguro. No se arrepentirá. Juzgo su comportamiento futuro antes de que llegue a ocurrir. Incluso lo deseo. Para probar que yo tenía razón. Volverá a caer. Volverá a pecar. La letra con sangre entra. No con fiestas. No me alegro de la vuelta de mi hermano a casa. Eso me duele. Me cuesta ser tan mezquino y envidioso. Me inquieta esa dura mirada del hijo mayor al volver a casa. ¿Es así la mía?

Me impresiona el abrazo del padre que espera el regreso de su hijo: «Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: - Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete». No hay reproches. No hay castigo. Vuelve a casa después de haberlo perdido todo y le hacen una fiesta. ¿Dónde queda la justicia? No parece muy justo. El hijo mayor nunca tuvo una fiesta. ¿Todo porque no se fue de casa? «A mí nunca», le reprocha a su padre. ¿Qué pensaría el hijo menor al recibir tal abrazo? No lo sé. Lo que sí creo es que él no espera la misericordia y el perdón de su padre. Está dispuesto a ser tratado como un jornalero. Espera un castigo por su actitud. No cree en ese abrazo inimaginable. ¿Cómo puede estar su padre esperando su regreso después de lo que había hecho? ¿Cómo puede seguir queriéndolo? Todo en la vida tiene que ver con la imagen de Dios que tengo grabada en el alma. Quizás por eso a veces creo más en la justicia que en la misericordia. No quiero un premio para el que ha caído. Veo a menudo personas en la Iglesia que viven crispadas, en tensión. Cumplen los mandamientos, las exigencias en la moral, se esfuerzan con ahínco. Pero por dentro están tensas, endurecidas. Son capaces de repetir las palabras del hijo mayor: «A mí nunca». Sienten que cumplen siempre y no reciben abrazos gratuitos. ¿Qué imagen de Dios tienen en su corazón? Se saltan una norma y se sienten lejos de Dios. Temen volver. Creen que su Padre Dios no estará en el camino esperando su regreso. Tienen mucho de ese hijo menor que sólo vuelve porque tiene hambre. Ese hijo pródigo no está arrepentido. Simplemente siente que ha fracasado: «Empezó él a pasar necesidad». Entonces ve que le iría mejor en la casa de su padre. Pero no espera el perdón. Incluso no lo busca. Tal vez lo volvería a hacer todo igual si tuviera otra oportunidad. No sé si hay propósito de enmienda. No pretende hacerlo todo bien a partir de ahora. Sólo quiere trabajar como un jornalero y tener algo que comer. Su imagen de Dios es muy pobre. Como la mía tantas veces. Veo a Dios como un juez justo que todo lo hace bien y exige de mí lo mismo. Un comportamiento ejemplar y digno. Y como no es posible, me frustro. No estoy a la altura. Veo a los santos como seres inalcanzables. Con superpoderes para hacer de la vida un camino perfecto y santo. Se me olvida que Dios está en mi pequeñez. No en mi grandeza, no en mi cumplimiento inmaculado. Dios me espera en medio de mi camino. Y yo regreso de nuevo cada vez que me alejo. Vuelvo a Él sabiendo que no merezco el perdón cuando vuelvo a casa arrepentido. No merezco el abrazo ni la fiesta. Pero sé, como he repetido en el salmo, que Dios es bueno: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias». Él es bueno. Hago algunas cosas mal. Y a menudo vuelvo a Él porque estando lejos «me muero de hambre». Si me quedo en mi pecado, en mi esclavitud, en mi miseria, me muero de hambre. Pierdo la vida y la sed es muy honda y constante. La sed y el hambre. La sed que se sacia en el pozo del corazón de Jesús. El hambre que se calma en su abrazo, en su fiesta al verme regresar. Tengo hambre de un cordero cebado. Quisiera saciar el hambre de amor que me hace mendigo. El hambre que me vuelve ambicioso. El hambre que no me deja mirar el corazón del que sufre porque pienso sólo en mi interés. El hambre, como la sed, es lo que me pone en camino al encuentro de Jesús. Es bueno sentir hambre para no vivir saciado e inerme. El hambre me vuelve activo. Me hace comenzar un nuevo camino y salir al encuentro de Dios. El perdón es lo que me permite calmar mi hambre más profunda. El perdón de Dios que me mira con misericordia y me dice en su abrazo cuánto me quiere. «Me libró de todas mis ansias». Es bonita esa imagen. Me libra de mis tensiones, de mis ruidos, de mis prisas. Quiero comerme el mundo. Pero nada me sacia de verdad. Busco en mi interior, en lo más hondo. Allí Dios me calma, me abraza, me sacia.

 



[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta

[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

[6] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta

[7] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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